El jorobadito, de Roberto Arlt


robertoarlt

Los di­ver­sos y exa­ge­ra­dos ru­mo­res des­pa­rra­ma­dos con mo­ti­vo de la con­duc­ta que ob­ser­vé en com­pa­ñía de Ri­go­let­to, el jo­ro­ba­di­to, en la casa de la se­ño­ra X, apar­ta­ron en su tiem­po a mucha gente de mi lado.
Sin em­bar­go, mis sin­gu­la­ri­da­des no me aca­rrea­ron ma­yo­res des­ven­tu­ras, de no per­fec­cio­nar­las es­tran­gu­lan­do a Ri­go­let­to.
Re­tor­cer­le el pes­cue­zo al jo­ro­ba­di­to ha sido de mi parte un acto más rui­no­so e im­pru­den­te para mis in­tere­ses, que aten­tar con­tra la exis­ten­cia de un be­ne­fac­tor de la hu­ma­ni­dad.
Se han echa­do sobre mí la po­li­cía, los jue­ces y los pe­rió­di­cos. Y ésta es la hora en que aún me pre­gun­to (con­si­de­ran­do los ri­go­res de la jus­ti­cia) si Ri­go­let­to no es­ta­ba lla­ma­do a ser un ca­pi­tán de hom­bres, un genio o un fi­lán­tro­po. De otra forma no se ex­pli­can las cruel­da­des de la ley para ven­gar los fue­ros de un in­sig­ne pio­jo­so, al cual, para pa­gar­le de su in­so­len­cia, re­sul­ta­ran in­su­fi­cien­tes todos los pun­ta­piés que pu­die­ran su­mi­nis­trar­le en el tra­se­ro una bri­ga­da de per­so­nas bien na­ci­das. No se me ocul­ta que su­ce­sos peo­res ocu­rren sobre el pla­ne­ta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con an­gus­tia las le­pro­sas pa­re­des del ca­la­bo­zo donde estoy alo­ja­do a es­pe­ra de un des­tino peor.

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