Era como viajar hacia el centro del mismo sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.
A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego la carretera.
Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.
Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.