La insolación, de Carmen Laforet

Era como viajar hacia el centro del mismo sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.

A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego la carretera.

Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.

Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.

Nada, de Camen Laforet

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Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.
Era la primera noche que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran estación de Francia y los grupos que estaban aguardando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.
El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis ensueños por desconocida.
Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado –porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.