La vida nueva de Pedrito de Andía, de Rafael Sánchez Mazas

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Llegué de Vitoria, aquel jueves, por el Alto de Urquiola, y me encontré a mis padres en Bilbao todavía. Un poco antes de San Juan fuimos a Las Arenas. Lo primero, le escribí a Joshe-Mari, si se quedaba en San Sebastián, o si, hasta la Virgen, iba, como los otros años, con los abuelos de Lequeitio. Lo vi que era un ingrato y no me escribía, a pesar de tanto que dijo. Me preocupaba su maldito suspenso de Álgebra y Trigonometría. No le fueran a reventar las vacaciones, porque, a lo mejor, le pondrían profesor particular. Entonces, no le dejarían ir a Lequeitio ni le traerían tampoco a Bilbao a ninguna corrida. Si pasaba eso, no nos veríamos hasta octubre y sería un fastidio.

En casa, mis notas y los permisos les parecieron bien. Los días de Bilbao me trajeron, de acá para allá, con pesadeces. Me llevaron, por lo tanto, al dentista, sin venir a qué, y todas las mañanas, de tiendas. A mamá todo le parecía mal, con que si era una edad imposible y no se sabía qué ponerme. Yo no veía ya la hora de ir a Las Arenas a dormir tranquilo, por la noche, con el ruido del mar.