Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal

Hace treinta y cinco años que trabajo con papel viejo y ésta es mi love story. Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, treinta y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales, durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta toneladas, soy una jarra de agua viva y agua muerta, basta que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí, y cuales he adquirido leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el mundo que me rodea porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando en mi cerebro y mi corazón, sino circula por mis venas hasta las raíces mismas de los vasos sanguíneos.

Yo que he servido al rey de Inglaterra, de Bohumil Hrabal

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Prestad atención a lo que os voy a contar ahora. Cuando llegué al Hotel Praga, el jefe me cogió de la oreja izquierda, me dio un buen tirón y dijo: “Tú aquí eres un aprendiz, así que recuerda. No has visto nada ni has oído nada. ¡Repítelo!”. Así que dije que dentro del establecimiento no he visto ni oído nada. Y el jefe me dio un nuevo tirón, esta vez de la oreja derecha y dijo: “Pero recuerda también que debes verlo todo y oírlo todo. ¡Repítelo!”. Entonces, extrañado, repetí que me iba a fijar en todo y escucharlo todo. Y así fue como empecé. Cada mañana a las seis nos presentábamos en la sala del restaurante, tenía lugar algo así como un pase de revista, llegaba el dueño del hotel, de un lado de la alfombra formaban fila el maître, los camareros y, al final, estaba yo, pequeño aprendiz, y del otro lado estaban los cocineros, las camareras de planta, las fregonas y la dependienta del buffete, el hotelero paseaba junto a nosotros y observaba si llevábamos as pecheras limpias, los cuellos de frac y los frac inmaculados, si no nos faltaban botones y si teníamos los zapatos lustrosos, y se inclinaba para detectar con el olfato si nos habíamos lavado los pies, después decía: “Buenos días, señores, buenos días, señoras…”.