Écue-Yamba-Ó, de Alejo Carpentier

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Anguloso, sencillo, de líneas como figura de teorema, el bloque del Central San Lucio se alzaba en el centro de un ancho valle orlado por una cresta de colinas azules. El viejo Eusebio Cué había visto crecer el hongo de acero, palastro y concreto sobre las ruinas de trapiches antiguos, asistiendo año tras año, con una suerte de espanto admirativo, a las conquistas de espacio realizadas por la fábrica. Para él la caña no encerraba el menor misterio. Apenas asomaba entre los cuajarones de tierra negra, se seguía su desarrollo sin sorpresas. El saludo de la primera hoja; el saludo de la segunda hoja. Los canutos que se hinchan y alargan, dejando a veces pequeño surco vertical para el “ojo”. El visible agradecimiento ante la lluvia anunciada por el vuelo bajo de la auras. El cogollo, que se alejará algún día, en el pomo de una albarda. Del limo a la savia hay encadenamiento perfecto. Pero hecho el corte, el hilo se rompe bajo el arco de la romana. Habla el fuego: “Por cada cien arrobas de caña que el colono entregue a la Compañía, recibirá el equivalente en moneda oficial de equis arrobas de azúcar centrífuga, polarización 96 grados, según promedio quincenal correspondiente a la quincena en que se hayan molido las cañas que se liquidan…”