—¿Cuándo decidió usted que debía venir a Zúrich, señor Staunton?
—Cuando me oí gritar a voz en cuello en el teatro.
—¿Lo decidió en ese mismo instante?
—Creo que sí. Me sometí después al examen habitual para estar totalmente seguro, pero podría decir que la decisión la tomé en el mismo instante en que me oí gritar sin poder controlarlo.
—¿El examen habitual? ¿Podría decirme algo más sobre ese punto, si es tan amable?
—Desde luego. Me refiero al tipo de examen que uno siempre lleva a cabo para determinar la naturaleza de su propio comportamiento, su grado de responsabilidad sobre sus actos y todo eso. Yo había dejado de tener dominio sobre mis actos. Era preciso hacer algo para remediarlo. Y debía hacerlo yo antes que otros lo hicieran en mi nombre.
—Por favor, hábleme de nuevo acerca del incidente en el que se puso a gritar. Si es posible, con más detalle.
—Sucedió anteayer, es decir, el 9 de noviembre, a eso de las once menos cuarto de la noche, en el teatro Royal Alexandra, en Toronto, que es la ciudad en la que vivo. Me encontraba sentado en una pésima localidad, en el gallinero. Esto es de por sí poco corriente. La actuación se llamaba, de manera un tanto grandilocuente, la Velada de las ilusiones. Era un espectáculo de magia a cargo de un ilusionista llamado Magnus Eisengrim. Es muy conocido, según tengo entendido, al menos para las personas que gustan de esa clase de espectáculos. Uno de los números se titulaba «La cabeza de bronce del fraile Bacon». Una cabeza de grandes dimensiones, que parecía de bronce, pero que estaba hecha de un material semitransparente, parecía flotar en el centro del escenario…