Mantícora, de Robertson Davies

—¿Cuándo decidió usted que debía venir a Zúrich, señor Staunton?

—Cuando me oí gritar a voz en cuello en el teatro.

—¿Lo decidió en ese mismo instante?

—Creo que sí. Me sometí después al examen habitual para estar totalmente seguro, pero podría decir que la decisión la tomé en el mismo instante en que me oí gritar sin poder controlarlo.

—¿El examen habitual? ¿Podría decirme algo más sobre ese punto, si es tan amable?

—Desde luego. Me refiero al tipo de examen que uno siempre lleva a cabo para determinar la naturaleza de su propio comportamiento, su grado de responsabilidad sobre sus actos y todo eso. Yo había dejado de tener dominio sobre mis actos. Era preciso hacer algo para remediarlo. Y debía hacerlo yo antes que otros lo hicieran en mi nombre.

—Por favor, hábleme de nuevo acerca del incidente en el que se puso a gritar. Si es posible, con más detalle.

—Sucedió anteayer, es decir, el 9 de noviembre, a eso de las once menos cuarto de la noche, en el teatro Royal Alexandra, en Toronto, que es la ciudad en la que vivo. Me encontraba sentado en una pésima localidad, en el gallinero. Esto es de por sí poco corriente. La actuación se llamaba, de manera un tanto grandilocuente, la Velada de las ilusiones. Era un espectáculo de magia a cargo de un ilusionista llamado Magnus Eisengrim. Es muy conocido, según tengo entendido, al menos para las personas que gustan de esa clase de espectáculos. Uno de los números se titulaba «La cabeza de bronce del fraile Bacon». Una cabeza de grandes dimensiones, que parecía de bronce, pero que estaba hecha de un material semitransparente, parecía flotar en el centro del escenario…

El quinto en discordia, de Robertson Davies

Mi relación con la señora Dempster, que duraría toda la vida, empezó exactamente a las 5:58 de la tarde del 27 de diciembre de 1908, momento en el cual yo contaba diez años y siete meses de edad.

Puedo citar la hora con absoluta certeza porque aquella tarde había estado montando en trineo con mi amigo de toda la vida, Percy Boyd Staunton, y nos habíamos peleado porque su nuevo trineo, que le habían regalado en Navidad, no era tan rápido como el mío, ya viejo. Nunca nevaba demasiado en nuestra esquina del mundo, pero aquella Navidad había nevado tanto que las briznas más altas de las hierba seca de los campos habían quedado prácticamente cubiertas. En tales circunstancias, su trineo, con altos patines y un estúpido dispositivo para manejar la dirección, resultaba torpe y propenso a engancharse; en cambio, mi viejo y bajo trasto casi habría podido deslizarse por la hierba sin nieve alguna.

La tarde había resultado humillante para él; y cuando Percy se sentía humillado, se mostraba vengativo. Sus padres eran ricos; su ropa era elegante, y sus mitones eran de piel y procedían de una tienda de la ciudad, mientras que los míos habían sido tejidos por mi madre; en consecuencia, era manifiestamente incorrecto que su magnífico trineo resultara más lento que el mío y, ante semejante injusticia, Percy se puso de mal humor.

Lo que arraiga en el hueso, de Robertson Davies


—Hay que abandonar el proyecto del libro.
—¡No, Arthur!
—Quizá sólo temporalmente, pero, de momento, hay que dejarlo. Necesito tiempo para pensar.
Los tres fideicomisarios, que se encontraban en la espaciosa sala de visita del ático, empezaron a levantar la voz, rompiendo así un ambiente que en ningún momento había sido puramente de reunión de negocios. Se trataba, no obstante, de una reunión de negocios de los tres únicos socios de la recién creada Fundación Cornish para la Promoción de las Artes y las Humanidades. Arthur Cornish, que se paseaba de un lado a otro, era indiscutiblemente un hombre de negocios, todo un presidente de consejo de administración en el mundo de las finanzas, aunque tenía otros intereses que habrían asombrado a sus colegas profesionales, si él no se hubiera preocupado de mantener su vida cuidadosamente compartimentada. El reverendo Simon Darcourt, sonrosado, rollizo y ligeramente bebido, era exactamente lo que aparentaba: un clérigo académico acorralado en un rincón. La que menos se parecía a un fideicomisario era María, la mujer de Arthur, quien iba descalza, al estilo gitano, y llevaba una bata que, de no haber sido confeccionada por el mejor modisto y con el mejor paño, habría resultado chillona.

Ángeles rebeldes, de Robertson Davies

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– Parlabane ha vuelto.

– ¿Cómo?

– ¿No te has enterado? Parlabane ha vuelto.

– ¡Ay, Dios!

Seguí a paso vivo por el largo corredor sorteando estudiantes que charlaban y personal de la facultad que cotilleaba; volví a oírlo en boca de un profesor cuando saludaba a otro.

– Se habrá enterado de lo de Parlabane,  ¿no?

– No. ¿De qué se trata?

– Ha vuelto.

– ¿Aquí?

– Sí, a la universidad.

– No pensará quedarse, ¿verdad?

– ¡Quién sabe! De Parlabane puede esperarse cualquier cosa.