Este domingo, de José Donoso

Los “domingos” en la casa de mi abuela comenzaban, en realidad, los sábados, cuando mi padre por fin me hacía subir al auto:

   —Listo…, vamos…

Yo andaba rondándolo desde hacía rato. Es decir, no rondándolo precisamente, porque la experiencia me enseñó que esto resultaba contraproducente, sino más bien poniéndome a su disposición en silencio y sin parecer hacerlo: a lo sumo me atrevía a toser junto a la puerta del dormitorio si su siesta con mi madre se prolongaba, o jugaba cerca de ellos en la sala, intentando atrapar la vista de mi padre y mediante una sonrisa arrancarlo de su universo para recordarle que yo existía, que eran las cuatro de la tarde, las cuatro y media, las cinco, hora de llevarme a la casa de mi abuela.

Me metía en el auto y salíamos del centro.

Recuerdo sobre todo los cortos sábados de invierno. A veces ya estaba oscureciendo cuando salíamos de la casa, el cielo lívido como una radiografía de los árboles pelados y de los edificios que dejábamos atrás. Al subir al auto, envuelto en chalecos y bufandas, alcanzaba a sentir el frio en la nariz y en las orejas, y además en la punta de los pulgares, en los hoyos producidos por mi mala costumbre de devorar la lana de mi guante tejido.

Casa de campo, de José Donoso

Donoso
Los grandes habían hablado muchísimo de que era absolutamente indispensable partir temprano esa mañana, casi al amanecer, si querían llegar a su destino a una hora que justificara el viaje. Pero los niños se giñaban un ojo al oírlos, sonriendo sin levantar la cabeza de sus torneos de bésigue o de ajedrez que parecían durar todo el verano.

La noche anterior a la excursión que me propongo usar como eje de esta novela, Wenceslao dejo a su madre roncando con el láudano que tomó para poder dormir después de la evervescencia de los preparativos, y se escabulló de su lecho para ir a acurrucarse junto a Melania.