Un hombre que se parecía a Orestes, de Álvaro Cunqueiro

cunqueiro
La niebla abandonaba lentamente la plaza. Se podía ver ya la alta torre de la ciudadela sobre los rojos tejados, y las golondrinas salían de sus nidos, dejándose caer con las alas abiertas para el primer vuelo matinal. En una casa frente al palacio, una mujer abrió una ventana, se asomó y tiró a la calle unas flores marchitas. Un labriego con un azadón al hombro, montado a mujeriegas y a pelo en un asno ruano, cruzó la plaza en dirección a la puerta del Palomar, la más baja de todas, casi un postigo, empedrada de chapacuña a la portuguesa, y la única que siempre estaba abierta y sin guarda. Cerca de la puerta, en la esquina de los soportales, unas campesinas posaban en el suelo cestas con ristras de cebollas. Eran cuatro, una vieja flaca y arrugada, que ataba en la cabeza un pañuelo rojo, y tres muchachas. Las jóvenes llevaban el cabello suelto, que les caía por la espalda hasta la cintura. Era la moda labriega del país para solteras. Charlaban y reían colocando las cestas, arreglando las ristras de cebollas doradas, de cebollas rojas, de cebollas azules.