El primo Pons, de Honoré de Balzac

Hacia las tres de la tarde de un día del mes de octubre de 1844, un hombre de unos sesenta años, pero a quien todo el mundo hubiese creído mayor, andaba por el bulevar de los Italianos, con la cabeza gacha, los labios sumidos, como un negociante que acaba de hacer un excelente negocio, o como un joven contento de sí mismo saliendo del gabinete de una dama. Ésta es en París la máxima expresión conocida de la satisfacción personal en un hombre. Al divisar de lejos al anciano, las personas que van allí todos los días a sentarse en las sillas, entregadas al placer de analizar a los paseantes, dejaban todas que en su rostro se pintara esta sonrisa tan propia de la gente de París, y que dice tantas cosas irónicas, burlonas o compasivas, pero que para animar la faz de un parisiense, hastiado de todos los espectáculos posibles, exige grandes curiosidades vivientes.

La frase bastará para comprender el valor arqueológico de aquel infeliz, y la razón de la sonrisa que se repetía como un eco en todos los ojos. Una vez preguntaron a Hyacinthe, un actor célebre por sus ocurrencias, de dónde sacaba aquellos sombreros que hacían desternillar de risa al público. «No los saco de ninguna parte, los guardo», respondió. Pues bien, entre el millón de actores que componen la gran compañía de París, hay Hyacinthes que ignoran lo que son, y que conservan en su atuendo todas las antiguallas del pasado, y que se os aparecen como la personificación de toda una época para provocar vuestra hilaridad cuando os paseáis rumiando algún sinsabor causado por la traición de un ex amigo.

El coronel Chabert, de Honoré de Balzac

—Vaya, ¡otra vez nuestro viejo carrick!(1)

Esta exclamación la soltaba uno de esos aprendices a quienes se conoce en los despachos como saltacharcos, y que le hincaba el diente con gran apetito a un pedazo de pan; arrancó un poco de miga para hacer una bolita y la lanzó burlonamente por el postigo de una ventana en la que se apoyaba. Bien dirigida, la bolita rebotó casi a la altura del vano, tras dar en el sombrero de un desconocido que atravesaba el patio de una casa situada en la rue Vivienne, donde residía el señor Derville, procurador.

—Vamos, Simonnin, deje de hacerles sandeces a la gente o le pongo de patitas en la calle. Por muy pobre que sea un cliente, sigue siendo un hombre, ¡qué demonios! —dijo el oficial mayor interrumpiendo la suma de una memoria de gastos.

El saltacharcos suele ser, como lo era Simonnin, un chico de trece o catorce años que en todos los despachos se halla bajo la especial dominación del primer pasante, de cuyos recados y billetes amorosos se ocupa mientras lleva mandatos a os alguaciles y memoriales al Palacio.

Tiene algo del pilluelo de París por sus costumbres y del buscapleitos por su sino. Este niño carece casi siempre de piedad, de freno, es indisciplinable, hacedor de ripios, socarrón, ávido y perezoso. Aun así, casi todos estos críos tienen una anciana madre que vive en un quinto piso, con la que comparten los treinta o cuarenta francos que les pagan al mes.

(1)   Especie de gabán o levitón  muy holgado con varias esclavinas superpuestas, muy es uso en la primera mitad del siglo XIX.

Papa Goriot, de Honoré de Balzac

balzac
La señora Vauquer, apellidada de soltera Conflans, es una anciana que desde hace cuarenta años regenta una pensión en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, situada entre el Barrio Latino y el de Saint-Marceau. En esta pensión, conocida también como Casa Vauquer, se admiten tanto a hombres como a mujeres, jóvenes o ancianos, sin que las malas lenguas hayan tenido nunca oportunidad de criticar las costumbres de tan respetable establecimiento. Claro que desde hace treinta años nunca se había visto en la pensión a ninguna persona joven, pues para que un hombre joven viviese allí se tenía que dar la circunstancia de que su familia le pasara mensualmente muy poco dinero. Sin embargo, durante el año 1819, época en la que da comienzo este drama, se hospedaba en Casa Vauquer una mujer joven, que debía suponerse era pobre. Aunque la palabra drama está desacreditada por el uso abusivo que se ha hecho de ella en estos tiempos de penosa literatura, resulta necesario emplearla en este caso. No es que esta historia sea dramática en la verdadera acepción de la palabra. Pero una vez que el lector haya terminado de leerla, puede muy bien haber derramado algunas lágrimas intra y extra muros.