Mucho cuento, de Juan García Hortelano

(Inicio del cuento Gigantes de la música)

A veces salía de la bañera y se sentaba al piano. Había convertido el cuarto de baño pequeño en su refugio privado y sólo las noches en que el bombardeo duraba más de lo habitual se decidía a bajar al sótano. Con arreglos a cálculos de balística (que inventaba conforme los explicaba, igual que inventó la mitología ramplona sobre la que asentó su vida), el cuarto de baño pequeño era la única habitación de la casa a la que no podía alcanzar ningún proyectil. En consecuencia, hasta que a principios del 39 se pasó por unas alcantarillas de la Moncloa, el tío Juan Gabriel soportó toda la guerra dentro de la bañera, salvo cuando salía a recorrer los pasillos, para hacer piernas, y a veces, para hacer dedos, se sentaba al piano.

En contraste con la casa de la abuela, en aquel caserón de la tía abuela Dominica, densamente poblado de solteros y criadas, imperaba el silencio a lo largo del día, excepto durante las concurridas comidas y cenas. Pero, inopinadamente, la música llenaba las habitaciones y durante unos minutos cesaba la actividad de las mujeres.

Nuevas aomistades, de Juan García Hortelano

Al otro lado de la barra, Ventura cerró la caja registradora y se volvió para responder:

—Sí, ya he cenado. ¿Y tú?

Aún no hacía tres horas que Joaquín se marchó y ahora había regresado. Tres horas antes el bar estaba lleno y la mujer aquella se mantenía erguida en la silla del rincón.

—Yo también. No tengo sueño.

Joaquín se sentó en un taburete.

—Ahí la tienes a tu disposición —le dijo Ventura. — Puedes hasta desnudarla, sin que proteste.

—A mí no me gustan así. Nunca me han gustado borrachas —cruzó las manos sobre la barra. — Ponme algo.

—¿Café?

—No, algo fresco. Hace calor.

—¿Una caña?

—Estoy harto de cerveza. ¿Te queda horchata?

—Sí.

Cuando, alrededor de las nueve, llegó al bar de Ventura, la muchacha ya estaba allí, en el rincón junto al ventanal, con el paquete de cigarrillos y el mechero sobre la mesa, como ahora.

El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano

hortelano
Entonces –y maldita la falta que hacía ya- llegaron y me preguntaron que qué pasaba. Que no pasaba nada, les dije. Sólo había sido un susto, pero no pasaba nada. Tub, nada más sentarse, fue la primera en pedir copa. Ni yo sabía qué cantidad de alcohol podían albergar los muros de la casa, a excepción de la que contenía mi cuerpo, así que cada uno, a su aire, se buscase de beber. Dicho y hecho. Por fortuna, en aquellos días había remitido la manía de consultarnos todo unos con otros, que años atrás puso de moda José María y que nos había inundado la existencia de citas, confidencias, contracitas, despechos, ardores e inercia volitiva.