(Inicio del cuento Gigantes de la música)
A veces salía de la bañera y se sentaba al piano. Había convertido el cuarto de baño pequeño en su refugio privado y sólo las noches en que el bombardeo duraba más de lo habitual se decidía a bajar al sótano. Con arreglos a cálculos de balística (que inventaba conforme los explicaba, igual que inventó la mitología ramplona sobre la que asentó su vida), el cuarto de baño pequeño era la única habitación de la casa a la que no podía alcanzar ningún proyectil. En consecuencia, hasta que a principios del 39 se pasó por unas alcantarillas de la Moncloa, el tío Juan Gabriel soportó toda la guerra dentro de la bañera, salvo cuando salía a recorrer los pasillos, para hacer piernas, y a veces, para hacer dedos, se sentaba al piano.
En contraste con la casa de la abuela, en aquel caserón de la tía abuela Dominica, densamente poblado de solteros y criadas, imperaba el silencio a lo largo del día, excepto durante las concurridas comidas y cenas. Pero, inopinadamente, la música llenaba las habitaciones y durante unos minutos cesaba la actividad de las mujeres.