La noche de Richard Speck

Una familia numerosa de Illinois de lo más normal. Diez miembros: Mary Margaret Carbaugh y Benjamin Franklin Speck, los padres, y ocho hijos. El séptimo, Richard, se haría dramáticamente famoso por asesinar a ocho estudiantes de enfermería de entre veinte y veinticuatro años pertenecientes al South Chicago Community Hospital, durante la madrugada del 13 al 14 de julio de 1966.
Al parecer, todo empezó a torcerse para Richard Speck cuando, tras la muerte de su padre en 1947, la madre, incapaz de sacar adelante ella sola a la familia, se casó con Carl Lindberg, un vendedor de seguros con antecedentes penales y que pronto se mostraría como un alcohólico y un maltratador. Sus abusos irían destinados especialmente contra la esposa, Mary Margaret, y los dos hijos menores de ésta, Richard y Carolyn. El azar quiso que además de ser testigo y víctima de la continua violencia familiar, diversas circunstancias produjeran probablemente algún tipo de daño en su cerebro. La cabeza de Richard fue el blanco de sus desgracias durante toda su infancia: desde cierta falta de riego sanguíneo a causa de una neumonía padecida a los tres años, hasta diversos accidentes en los que cada golpe iba a parar a ella, como el sufrido al caer de un árbol, que lo tuvo sin conocimiento durante más de noventa minutos.
Con semejante ambiente familiar, la calle parecía un lugar más seguro, más acogedor, incluso para un niño como él, sin amigos y sin verdaderos compañeros de colegio, debido a los continuos cambios de centro escolar. Uno de sus profesores, al ser entrevistado después de los asesinatos diría de él «Era un gruñón, pero no era contestón. Evidentemente le habían enseñado a no contestar. Pero era un solitario, sin ningún amigo en clase. Parecía estar como perdido, como si no supiera que estaba pasando a su alrededor. Creo que nunca la vi sonreír, y tampoco fui capaz de enseñarle nada. No creo que nadie hubiera llegado hasta él, parecía como si estuviera perdido en la niebla»
Con solo trece años se emborracha a diario. Comete pequeños delitos, como hurtos, allanamiento de morada, provocación de incendio en un parking…, y más adelante otros como atraco a un ultramarinos, falsificación de cheques y asalto con arma blanca a una mujer. Entre delito y delito eran habituales los arrestos por peleas en bares y clubes de Monmouth, ciudad en la que residía con su hermana Sara y su cuñado desde que su madre y su padrastro se trasladaran a Texas. En una de las innumerables peleas, para detenerlo la policía tuvo que golpearle repetidamente en la cabeza, lo que al parecer originó que a partir de ese momento sufriera frecuentes jaquecas, tan fuertes que únicamente notaba alivio consumiendo alcohol y drogas.
Sin llegar a graduarse en el instituto, los empleos que consiguió fueron duros y de escasa remuneración: basurero, granjero o camionero, y siempre de corta duración. A los veinte años su vida hubiera podido dar un giro en el sentido correcto: es contratado en la fábrica de la conocida marca de bebidas 7-Up. Allí conoció a una joven de quince años, Shirley Malone, que a las tres semanas de relación quedó embarazada. Se casaron y un tuvieron una hija. Sin embargo, el giro en la buena dirección no se produjo y no consiguió mantenerse apartado de los problemas, de hecho, mientras Shirley daba a luz a la hija de ambos él cumplía condena en prisión. Algunos psiquiatras que serían requeridos en el juicio para elaborar un informe mental del asesino apuntaron a un sentimiento de misoginia muy arraigado en él. De hecho, maltrató a su madre y a su esposa, e incluso la mayoría de delitos que cometió tuvieron como víctimas mujeres.
A principios de 1966, Shirley le abandonó y nuestro hombre se pasó varios meses de taberna en taberna. El marido de su hermana Sara le alentó a enrolarse en la marina americana. Para Richard podría ser una buena salida laboral y al mismo tiempo eso lo mantendría alejado de sus vidas, debió pensar su cuñado. Se incorporó a la tripulación del Clarence B. Randall pero desgraciadamente cuando apenas llevaba un mes a bordo tuvo que ser devuelto a tierra por una apendicitis, ingresando en el St. Joseph Hospital. Allí conocería a la enfermera Judy Laakaniemi, con la que entablaría cierta relación. De vuelta a bordo del buque, en apenas otro mes de navegación y debido a los constantes enfrentamientos con sus superiores y su casi permanente embriaguez fue separado del servicio.
Estamos a mediados de junio de 1966, Richard decide no volver a casa de su hermana y trasladarse a Houghton, donde reunirse con Judy, por entonces en proceso de separación. Tampoco esto le salió bien. La enfermera lo rechazó y le prestó ochenta dólares para que desapareciera de allí. Volvió a casa de su hermana y de nuevo su cuñado tuvo que ocuparse de encontrarle trabajo. Aprovechando la mínima experiencia de marinero de Richard hizo que se diera de alta en el sindicato marino. Tras varios días acudiendo a las oficinas obtuvo una oferta de trabajo para el siguiente lunes, a bordo de un buque transoceánico. Eufórico, pidió prestados veinticinco dólares a su hermano para sobrevivir hasta embarcarse. Cogió habitación en el Shipyard Inn, un hotel del tres al cuarto en el South Side de Chicago, a noventa centavos la noche. Acto seguido jugó unas partidas de billar en un tugurio cercano, consiguiendo algo más de dinero, lo que le permitió hacerse con un bote de Red Birds, barbitúricos depresores del sistema nervioso central. Al acudir al sindicato marino para ultimar los detalles de su embarque se revela un desgraciado error: el empleo prometido a Speck estaba ya adjudicado a otro marinero.
Richard nunca necesitó muchas excusas para entrar en una taberna a beber, pero esa nueva decepción se le antojó motivo sobrado para hacerlo en esta ocasión. A eso de las tres de la tarde entró a beber en un bar cercano al sindicato. Allí estableció conversación con tres marineros, con los cuales, tras beber abundantemente, se dirige a un lugar solitario, donde los tipos sacan un pequeño frasco lleno de líquido y una jeringa. Posiblemente, fue la primera vez que Speck se inyectaba heroína. Ya al atardecer, con un calor sofocante, se dirigió a otro bar de la zona. En esta ocasión, según se estableció posteriormente en el juicio, conoció a una mujer casi treinta años mayor que él con la que bebió hasta el anochecer, ofreciéndose después para acompañarla hasta su casa, donde la viola y le roba una pistola que la mujer declaró haber comprado por correo. Completamente borracho y con la pistola en el bolsillo abandonó la vivienda, dirigiéndose a una zona de casas bajas en el mismo barrio de Jeffery Manor. Se trataba de seis casas adosadas destinadas a alojar ocho estudiantes de enfermería cada una, pertenecientes al Hospital Universitario de Chicago.
En el número 2319 de la 100th street, sobre las once de la noche, se hallaban seis de las ocho jóvenes inquilinas. Sonó el timbre y la estudiante filipina de enfermería Corazon Amurao abrió la puerta sin recelo alguno, pensando que debía tratarse de alguna otra compañera. Richard Speck, totalmente de negro, empuñando un cuchillo y la pistola recién robada, la empuja al interior y le dice que esté tranquila, sólo quiere dinero y no piensa hacerle ningún daño. Dentro de la casa, habitación por habitación, reúne a todas las chicas y las lleva al piso superior, a un dormitorio de la parte trasera, donde las va atando con ayuda de una sábana y de su experiencia en nudos marineros. Queda a la vista un tatuaje que Richard lleva en el brazo: Born to raise Hell (Nacido para traer el Infierno). Insiste en que no les hará daño, pero necesita dinero para viajar a New Oleans. Enseguida llega otra otra chica a la casa, que también es atada y obligada a entregar el dinero. Consigue algo menos de cien dólares. Esa cantidad equivaldría actualmente a unos ochocientos dólares, suficiente para el presunto viaje. Sin embargo, Speck, en lugar de abandonar la casa, se sienta en el suelo para entablar conversación con las chicas dando golpecitos en la tarima de madera con el cañón de la pistola. De pronto, desata los tobillos de una de las estudiantes, Pam Wilkening, y la lleva a otra habitación. Se oye un suspiro, al que sigue el silencio. Dos nuevas estudiantes llegan a la casa, Suzanne Farris y Mary Ann Jordan, y al llegar a la parte trasera son encañonadas y llevadas aparte. Se oyen gritos apagados. En ese punto, las chicas atadas están aterrorizadas e intentan esconderse. Corazon Amurao se desliza bajo una cama. Speck vuelve y se lleva a Nina Schmale. Las siguientes fueron Merlita Gargullo y Valentina Pasion. Bajo la cama, Amurao no se mueve ni un milímetro, paralizada por el terror. Patricia Matusek es ahora la arrastrada hasta la habitación contigua. Ya solo quedan Amurao y Gloria Davi. Se oyen los pasos de Speck acercándose. Amurao, desde su escondite, ve caer al suelo los pantalones vaqueros de Gloria. El ruido constante y rítmico de los muelles de la cama no deja dudas de lo que está pasando. La estudiante escondida oye decir a Speck: ¿Por favor, podrías poner tus piernas alrededor de mi espalda? Algo más tarde se detiene el crujir de muelles. Se oyen unos pasos alejándose y luego el silencio. Amurao sale de su escondite, ve a Gloria tapada con una sábana y al oír un ruido se desliza bajo la cama donde su amiga yace. Pasan cuarenta y cinco interminables minutos sin que nada allí suceda. Amurao tiene los sentidos completamente alerta, en un intenso empeño en captar cualquier mínimo ruido. Éste llega finalmente. Se trata de Speck que se detiene en la entrada de la habitación, echa un vistazo y dando media vuelta marcha de nuevo. La estudiante filipina permanece bajo la cama. Hace rato que ningún ruido se escucha en la casa pero no se atreve a salir de su escondite. Cuando llega hasta ella el sonido de un despertador desde otro dormitorio deduce que son las cinco de la mañana, la hora habitual de empezar a prepararse para la jornada en el hospital, que comienza a las seis y media.
A las seis de la mañana, Amurao se arma de valor y sale de debajo de la cama. Descubre los cadáveres de Gloria, Mary Ann, Suzanne y Pam. Hay sangre por todos sitios. El pánico le impide bajar a la planta de abajo y opta por salir por la ventana y caminar por la cornisa hasta la zona delantera de la casa. No se ve a nadie, las estudiantes de las casas vecinas ya están camino del hospital. Grita con las pocas fuerzas que le quedan: ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! Todo el mundo está muerto. Soy la única que ha quedado viva! Una vecina y un hombre que pasea un perro acuden acuden alertados por los gritos.
Daniel Kelly fue el primer agente de policía en llegar al lugar. Entró en la casa y fue descubriendo los cadáveres de las ocho chicas. Reconoce a una de ellas, Gloria Davi, por ser la hermana de su antigua novia, Charlene. Todas han sido estranguladas, apuñaladas o ambas cosas. Ocho mujeres entre los veinte y los veinticuatro años. Andrew Toman, el juez de instrucción forense que se ocupó del caso, a pesar de estar bragado en sucesos de lo más siniestro, quedó conmocionado al contemplar la escena de los crímenes.
Trasladaron a Corazon Amurao al hospital, donde ligeramente sedada con un tranquilizante logró relatar los hechos de forma coherente y dar una descripción pormenorizada del asesino con la que realizar un retrato robot. A las ocho y media de esa misma mañana, el superintendente de la policía de Chicago Orlando Wilson tenía ya un informe detallado de lo sucedido, más que suficiente para poner en marcha la maquinaria policial. La investigación se inicia en los alrededores del lugar de los hechos. Mientras se tomaban huellas dactilares y se recababan todo tipo de pruebas en el 2319 de 100th street, un buen número de agentes se desplegaron por la zona buscando información sobre cualquier individuo que encajase en la descripción dada por Amurao. En una gasolinera situada frente a la casa de las chicas asesinadas, el encargado recordaba a un marinero como el descrito que dejó allí durante unas horas sus maletas y que comentó que esperaba ser contratado a bordo de algún barco. Ese dato llevó a los agentes hasta la oficina del sindicato marítimo, por donde pasaban todos los marineros que andaban en busca de trabajo. Varios empleados recuerdan a un tipo que se ajusta a la descripción y en una de las papeleras aparece un formulario arrugado con un nombre: Richard Speck.
Sobre esa misma hora, once de la mañana, Speck se despertó en su habitación del Shipyard Inn. No recordaba absolutamente nada: ni del origen de la mancha de sangre del dorso de su mano ni de la pistola que encuentra en su bolsillo. Pero esto es algo frecuente en los alcohólicos y no le dio mayor importancia. Bajó al bar del hotel para comprar una botella de vino justo en el momento en que por la radio daban la noticia de los asesinatos de las ocho estudiantes de enfermería. Con total normalidad, señalando la radio, comentó al camarero: Espero que cojan a ese hijo de perra.
El superintendente Wilson decidió tirar del único hilo disponible. Pidió a la guardia costera la ficha de Richard Speck, de cuando sirvió en el Clarence B. Randall y se desplazó al hospital donde estaba ingresada Corazon Amurao, con un lote de cien fotos de violadores entre las que colocó la de Speck. Por desgracia, los médicos estaban muy preocupados por Amurao y se negaron a que el policía practicara aquella diligencia que podría empeorar el estado de la joven. Sin embargo, Wilson obvió ese paso y pasó al siguiente: localizar a Speck para interrogarle. Ideó una treta que consistía en ponerle un cebo basado en la necesidad de empleo del sujeto. Se solicitó al sindicato marino que ofreciese un empleo ficticio. Se apostó a varios agentes en sus instalaciones y se intervinieron sus teléfonos. Si Speck se ponía en contacto de una u otra forma podrían detenerlo o al menos localizarlo. La llamada llegó sobre las tres de la tarde. Al recibir una respuesta afirmativa a su demanda de trabajo, Speck aseguró que esa misma tarde pasaría por el sindicato. El azar quiso que al salir del hotel se encontrara con uno de sus amigos de borracheras, Robert «Red» Gerrald, y decidieran tomar unas copas. Localizada la llamada, la policía se presenta en el Shipyard Inn apenas media hora más tarde, pero el conserje informa que su hombre, tras hacer una llamada telefónica había salido del hotel. En el sindicato, otros agentes le esperan, pero Speck no aparece en toda la tarde. Deambulando de bar en bar con su amigo, notó un inusual movimiento policial por la zona. Aún tenía algunas causas pendientes y lo último que deseaba era llamar la atención de alguna patrulla, así que se despidió de su amigo y para quitarse de en medio tomó rumbo a la zona norte de la ciudad. Después de ganar algo de dinero jugando al billar contrató una prostituta y tomó una habitación en una una fonducha de North Side. Por la mañana, al marcharse, la mujer informó al dueño de que su cliente tenía una pistola. Éste puso el hecho en conocimiento de la policía, que se personó inmediatamente. La patrulla no estaba al tanto de los detalles ni de los avances en el caso de las estudiantes asesinadas, y hasta ese momento no había aún una orden general para la búsqueda de Speck. Estando así las cosas, los agentes se limitaron a identificar al sujeto y confiscar el arma. Algunas horas después, al leer el informe de aquella actuación, alguien ató cabos y los inspectores del caso se trasladaron a toda velocidad a la fonda en cuestión. La mala suerte quiso que Speck se hubiese marchado quince minutos antes. Entretanto, Corazon Amurao, en mejores condiciones físicas ya, había reconocido entre las fotos de violadores que se le presentaron a Richard Speck como el agresor de sus compañeras. Por otra parte, hacia el final de la tarde llegó un informe completo, incluidos huellas dactilares y tatuajes, del historial delictivo de Speck remitido por el FBI de Washington. Ya no había duda: las huellas encontradas en la casa y el tatuaje descrito por Amurao apuntaron directa y rotundamente a Richard Speck, sin margen de error. Hacia las dos de la tarde del 16 de julio, el superintendente Wilson anunciaba públicamente la identidad del asesino de las ocho jóvenes estudiantes: El asesino de las ocho enfermeras del South Chicago Community Hospital, cometido el 14 de julio de 1966… responde al nombre de Richard Franklin Speck; varón, blanco, marinero, de veinticuatro años. Las huellas dactilares obtenidas en el lugar de los hechos concuerdan plenamente con las del asesino.
Sentado en la barra de un bar, Speck se quedó atónito al escuchar su nombre en la radio del establecimiento. Estaba confundido, sobrepasado por aquella revelación. Compró allí mismo una botella de vino y abandonó el local. Hacia la medianoche, tumbado en la cama, en la habitación de una inmunda pensión, de nombre Starr Hotel, con aquella misma botella de vino, ya vacía y rota, se cortó las venas de ambas muñecas. Mientras se desangraba no dejaba de gritar Venid y verme aquí… Tenéis que venir y verme. He hecho algo malo… Su vecino de habitación, un vagabundo llamado George Grigorich, comenzó a gritarle a su vez, exigiéndole que se callara. Aun debilitado por la pérdida de sangre, Speck seguía siendo un pendenciero. Se incorporó, avanzó hasta la puerta de la habitación contigua y la aporreó, sin dejar de retar a su ocupante. Un huésped que se cruzó con él alertó al conserje de que un tipo sangrando estaba armando jaleo arriba. Curiosamente, los policías que acudieron a la llamada del conserje no reconocieron a Speck. Se había inscrito con el nombre de B. Brian, y con ese mismo nombre se le inscribió en las urgencias del hospital a donde lo trasladaron. La enorme difusión de su retrato en los periódicos y la descripción del tatuaje hicieron que el médico que lo atendió le reconociera. Inclinándose sobre él le preguntó su nombre: Richard… Richard Speck, recibió como respuesta. Después de coserle las heridas y realizarle una transfusión salió del quirófano y allí le esperaban varios inspectores y agentes de policía. Al no poder esposarle por las heridas en las muñecas, colocaron unas barras en la camilla que impedían cualquier movimiento para saltar de ella. Inmediatamente, lo subieron a una ambulancia y lo trasladaron al Hospital Penitenciario de Bridewell. La caza y captura del asesino más odiado de los Estados Unidos en los últimos años había concluido.
Durante los interrogatorios, Speck aseguró no recordar nada de aquella noche, sin que esto obedeciera a una estrategia del acusado para obtener algún tipo de beneficio. A las preguntas de un inspector simplemente contestó: Yo no sé más que usted sobre el tema… Asimismo, cuando el psiquiatra de la prisión, Marvin Ziporyn, le preguntó si había matado a las ocho jóvenes su respuesta fue: Todo el mundo dice que lo hice. Pues así debe ser. Si dicen que lo hice, es que lo hice. Al carecer de medios económicos se le nombró un abogado de oficio, Gerald Getty. En la acusación se nombró al fiscal William Martin y para determinar la capacidad para ser juzgado del acusado se creó un equipo de ocho psiquiatras independientes. Por otra parte, fueron entrevistadas y valoradas más de seiscientas personas hasta escoger los doce miembros del jurado definitivos, siete hombres y cinco mujeres. Este punto era especialmente crítico, ya que sin una declaración de culpabilidad unánime no era posible enviar a Speck a la silla eléctrica. El fiscal hizo construir una casa a escala de la del escenario de los crímenes, con ocho figuras que representaban a las estudiantes de enfermería. Mientras Amurao relataba los hechos de aquella noche, el fiscal iba escenificándolos: cada vez que Speck se llevaba a una de las chicas a otra habitación Martin movía una de las figuritas y la colocaba en el lugar de la casa donde había aparecido el cadáver. Los más de cinco mil dólares que supuso la construcción de la maqueta tuvieron un buen rédito para la fiscalía. Aquella puesta en escena fue devastadora para la defensa, que intentó centrar sus esfuerzos en conseguir una declaración de no responsable para su cliente. Sin embargo el equipo psiquiátrico, quizá influido por la presión mediática, no estuvo por la labor. A partir de ahí, el abogado Getty dirigió su defensa a invalidar algunas pruebas, como la pistola y el cuchillo, pero su mayor éxito, que sembraría la duda entre algunos miembros del jurado, lo obtuvo al presentar dos testimonios que proporcionaron una coartada para el acusado. Se trataba del matrimonio Murrill Farmer y Gerdena, barman y cocinera respectivamente del Kay’s Pilot House, establecimiento del South Side de Chicago. Ambos recordaban al acusado consumiendo una hamburguesa y un bourbon con cola sobre la medianoche, hora en que la joven filipina situaba a Speck en la casa. Sin embargo, este testimonio de nada serviría ante la impactante escena de Corazon Amurao, que al ser requerida por el fiscal Martin para que señalase al hombre que asesinó a sus compañeras, si éste se encontraba en la sala, se levantó, cruzó toda la estancia, se detuvo frente a la mesa de la defensa y levantando el brazo señaló a Richard Speck poniendo el dedo a escasos centímetros de su cara, al tiempo que con voz clara decía: Este es el hombre. El jurado solo necesitó cuarenta y cinco minutos para debatir y declarar culpable al acusado, recomendando sentencia de muerte. En ese momento, en Estados Unidos se había abierto un debate en contra de la pena de muerte. Los partidarios de su abolición argumentaban que iba en contra de la octava enmienda, en la que se estipulaba textualmente que no se exigirán fianzas excesivas; no se impondrán multas desproporcionadas, ni se aplicarán penas crueles y en desuso. Finalmente, la Corte Suprema decretó una moratoria que suprimió la pena capital durante diez años en todo el país. De esta forma, la sentencia de muerte para Richard Speck fue conmutada en 1972 por la de prisión, con una privación de libertad de entre cincuenta y ciento cincuenta por cada una de las ocho víctimas, lo que suma entre cuatrocientos y mil doscientos años de condena, la más larga dictada en Estados Unidos hasta aquel momento.
En 1996, cinco años después de la muerte en su celda por infarto de Speck, apareció un vídeo grabado en 1988 dentro del Stateville Correctional Center, prisión de máxima seguridad en Illinois. El vídeo, de unas tres horas de duración, fue grabado por un preso usando material destinado a los cursos de formación para reclusos. En la grabación se puede ver a un Richard Speck absolutamente distinto al de 1966: media melena, rostro afeminado, senos propios de mujer, lencería femenina… En algunas escenas aparece practicando sexo oral y anal con su compañero de celda. También consumiendo cocaína. En el audio de la cinta se puede oír de voz de Speck: Si supieran lo mucho que me estoy divirtiendo aquí, me dejarían suelto. Obviamente el contenido del vídeo levantó oleadas de indignación de los familiares de las ocho víctimas, pero también de buen número de políticos de la época y de gran parte de la sociedad general. Era inaudito que con los impuestos de los ciudadanos se sufragaran estancias en prisión con aquellas connotaciones de «confort» y depravación. En algunas crónicas de este asesinato en masa —no en serie, como lo llaman erróneamente— se cuenta que Speck se hizo en el patio con un gorrión herido, al que cuidó y alimentó hasta que logró rehabilitarlo. Lo llevaba siempre consigo, atado con una cuerdecita por una de sus minúsculas patitas. El día que uno de los guardas le pidió que se deshiciera del pájaro, por no estar autorizada la tenencia de mascotas, Speck sencillamente desató la cuerdecita y arrojó el gorrión a las palas de un ventilador que, fijado al techo, sobre su cabeza, se hallaba en marcha.

La tragedia del Príncipe de Asturias

Naviera Pinillos

A principios del siglo XX dos compañías navieras españolas rivalizaban por la hegemonía en el transporte por mar de mercancías y personas. La Compañía Transatlántica Española, con sede en Santander, y la Naviera Pinillos, cuya sede estaba en Cádiz. «La Transatlántica», como se la conocía, tuvo su precedente en Cuba, como Compañía de Vapores Correo A. López, a mediados del siglo anterior. Obtuvo los favores de los gobiernos de la época, logrando excelentes contratos para el transporte de correo y pasajeros a América, consiguiendo un rápido crecimiento. En contrapartida, esta naviera colaboró en el traslado de tropas a las zonas en conflicto de ultramar. Sus fundadores, Antonio López y López y Patricio de Satrústegui y Bris, recibirían de manos de Alfonso XII los títulos de marqués y barón, respectivamente.
Por su parte, la Naviera Pinillos nació del impulso empresarial de Miguel Martínez de Pinillos y Sáenz de Velasco, un riojano afincado en Cádiz, Con una bricbarca y una fragata se inició en el tráfico marítimo entre Cádiz y las islas Canarias, aunque también comerció con algunos puertos antillanos. El hijo del fundador, Antonio Martínez de Pinillos e Izquierdo, modernizó la flota, apostando por los vapores en menoscabo de los veleros. Paradójicamente, La Transatlántica desaparecería totalmente arruinada en 2012, mientras la Naviera Pinillos sería absorbida por el importante grupo naviero Boluda.
Pero volvamos a inicio. Las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX vieron importantes cambios en la navegación. Fue la época en que los veleros cedieron el paso a los barcos a vapor. Tras los inicios, con barcos que necesitaban grandes cantidades de carbón para alimentar la desmesurada caldera y ruedas con palas a cada lado haciendo la función de remos, se pasó por fin a sistemas más eficientes, como la hélice sumergida. Por fin, el transporte marítimo no dependía de las corrientes y los vientos, sino del ingenio humano. Arrancaba la carrera de las navieras por poseer los mejores y más rentables buques. En esa carrera se encontraban la Transatlántica y la Pinillos en la primera década de 1900. Era tanta la rivalidad que si una llamaba a su nuevo vapor «Infanta Isabel», la otra bautizaba el suyo como «Infanta Isabel de Borbón», es decir, la misma persona.

El Titanic español

El 30 de abril de 1914 se lleva a cabo la botadura del Príncipe de Asturias, orgullo de la Naviera Pinillos. El transatlántico fue construido en Glasgow, en los astilleros de Kingston Yard por la empresa Russell & Co. El buque, de 140 metros de eslora y 18 de manga, era capaz de desplazar 16.500 toneladas a una velocidad de 18 nudos. Sería conocido como el Titanic español, por el gran lujo que exhibían las zonas de primera y segunda clase, equipadas para viajar con el máximo confort. Disponía de salones espléndidos para las señoras, como la biblioteca decorada al estilo Luis XVI; los caballeros contaban con el salón fumador, donde espirar el humo de sus puros confortablemente arrellenados en las butacas tapizadas en cuero fino. Tampoco faltaba la escalinata principal, de aspecto soberbio y punto de encuentro donde exhibir su opulencia los pasajeros ilustres. El salón de música era otro espacio donde relacionarse y pasar el tiempo en los largos días de travesía. La cubierta de primera clase servía de zona de paseo y recreo, pudiendo contemplarse el océano con toda comodidad, pues había sido cerrada con grandes cristaleras que protegían al pasaje del viento. También contaba la nave con la instrumentación más avanzada de la época, como la T.S.H — telegrafía sin hilos— de la reconocida marca Marconi´s Wireless Telegraph. Con la tragedia del Titanic aún en la memoria, el Príncipe de Asturias fue construido con avanzados compartimentos estancos y un fondo con tanques de lastre que podían ser llenados o vaciados de agua, para ajustar la estabilidad del barco en cualquier condición de navegación. De hecho, le fue otorgada la máxima calificación en este sentido por la agencia Lloyd’s.
El buque tenía capacidad para 390 pasajeros en las clases de primera, segunda y segunda económica —denominada así esta última para evitar el término «tercera»— y para 1500 viajeros en los sollados de emigrantes. El precio del pasaje iba desde las 6.500 pesetas del camarote familiar de lujo hasta las 250 pesetas de una litera en el sollado. La tripulación del buque rondaba las 200 personas. Su ruta asignada sería de Barcelona a Buenos Aires, con escalas en Valencia, Almería, Cádiz y Las Palmas de Gran Canaria para recoger pasajeros. Tras cruzar el Atlántico debía recalar en Santos (Brasil) y Montevideo, antes de fondear en Buenos Aires, desde donde debía partir el viaje de vuelta.
El navío estrella de la Naviera Pinillos fue confiado al capitán José Lotina Abrisqueta, experimentado marino vasco natural de Plentzia, en Vizcaya, donde alrededor de 1780 se había fundado la Escuela Náutica de Plentzia. Hombre religioso y de carácter ponderado, su más de una década de trabajo sin tacha en la compañía le proporciona la confianza de Antonio Martínez de Pinillos, propietario de la naviera e hijo del fundador.
El 15 de agosto de 1914 el Príncipe de Asturias inició su viaje inaugural. Era sábado, día de la Asunción de la Virgen, y aquel atardecer cientos de barceloneses se habían congregado en el muelle Baleares para ver zarpar a la joya de la marina mercante española. De allí se dirigiría a Valencia y a continuación a Cádiz, sede de la Naviera Pinillos. Ni en esa ocasión ni en ninguna otra, Antonio Martínez de Pinillos se interesó por visitar el barco. Aquel riojano austero se confinaba en la oficinas de la naviera, en la plaza de san Agustín de Cádiz, y pasaba prácticamente todas las horas del día trabajando en sus libros de contabilidad. Por fin, el 19 de agosto, el Príncipe de Asturias inicia su primera travesía del Atlántico. Apenas año y medio más tarde emprendería la última.

El sueño americano

Entre 1885 y 1930 se produjo el mayor flujo de emigrantes hacia tierras americanas. Varias fueron las causas que motivaron que tantos españoles se lanzaran en masa en busca de prosperidad. En primer lugar, el desolado estado de la agricultura, base de la economía del país, y su falta de expectativas para la población rural. En segundo término tenemos el servicio militar: las familias eran privadas por tres años de la ayuda de sus hijos, con el descalabro económico que ello suponía, a eso hay que añadir los conflictos bélicos en Marruecos, Cuba y Filipinas y la posibilidad de perder la vida en ellos. Esto explica que durante algunas etapas de la ola migratoria los varones jóvenes formaran en una proporción de cinco hombres por cada mujer el grueso de la emigración. Por último, el efecto llamada tuvo también su influencia en aquel proceso: ver volver de América a paisanos enriquecidos, o cuando menos en condiciones de mayor prosperidad, resultaba alentador en aquel panorama de miseria sin esperanza.
Afortunadamente, en aquella época coincidieron la oferta y la demanda. Los países sudamericanos se hallaban en plena etapa de crecimiento, necesitando mano de obra para la construcción de sus infraestructuras de carreteras y líneas ferroviarias. Algunos de estos países abrieron oficinas de emigración en ciudades españolas para abastecerse de esta mano de obra. Durante la Primera Guerra Mundial gran parte de esta emigración fue clandestina. Muchos hombres en edad militar, principalmente italianos, huyeron de la guerra europea desde puertos españoles. Las navieras no tuvieron escrúpulos a la hora e embarcar en los sollados de sus buques a estos emigrantes clandestinos. Era preciso rentabilizar la travesía. Las autoridades miraban a otro lado, compensando así a las navieras por su colaboración en el desplazamiento de tropas a las guerras de ultramar.
Los países preferidos por los españoles en su búsqueda de un porvenir mejor fueron Argentina y Cuba, en menor medida Uruguay y Brasil. Más de tres millones de españoles salieron del país entre 1900 y 1930. En su mayoría eran gallegos, asturianos y canarios, casi todos sin cualificación profesional, y en menor proporción comerciantes vascos o catalanes. Aunque muchos de ellos volverían a España convertidos en «ricos indianos», encarnando la parte más visible y destacada de la emigración, lo cierto es que hubieron muchos más que morirían en aquellas tierras lejanas dejando poco más de lo habían llevado.

El pasaje

Un año y medio después de su viaje inaugural, el Príncipe de Asturias estaba a punto de encontrarse con su destino.
Tras cinco travesías redondas —denominación náutica de los viajes completos de ida y vuelta—, el transatlántico se hallaba atracado en el muelle Baleares, en el puerto de Barcelona. Sus bodegas iban acogiendo las mercancías que iban a transportarse a América. Más de 3000 sacas de correo, un automóvil Renault 35 HP, 40.000 libras en oro con el que pagar el trigo argentino que llenaba los graneros españoles, compartían sitio en fondo del buque. Con todo, el cargamento más especial fue un monumento que desmontado en veinte cajas de cerca de una tonelada cada una debía ser entregado en Buenos Aires. La comunidad española en Argentina deseaba demostrar su compromiso con aquel país, enterrando cualquier recelo que pudiera quedar hacia la madre patria a los cien años de la independencia de la nación sudamericana. Para la celebración de ese centenario, se encargó al escultor catalán Aguntín Querol el proyecto que se llamó Monumento a la República. Desgraciadamente, el escultor murió al poco tiempo de iniciar la obra, por lo que se trasladó el encargo a otro artista español, Cipriano Folgueras, que debía seguir los bocetos de Querol. Apenas cinco meses después, Folgueras murió inesperadamente, pasando finalmente el proyecto a Josep Montserrat. Las imprevistas muertes de los dos primeros artistas y la demora en la entrega del mármol a causa de una huelga en las canteras de Carrara, impidieron la realización a tiempo del monumento y lo envolvieron en cierto halo de mal fario. Por fin parecía que el proyecto entraba en su recta final y no era deseable un nuevo contratiempo. Se encargó a Juan Mas i Pi, escritor y periodista catalán, redactor del Diario Español en Buenos Aires, la supervisión de la carga, traslado y desembarco del monumento en la capital argentina. Una labor que, si bien inició con gran celo, no podría completar.
Los pasajeros fueron embarcando. El doctor Zapata, médico del barco, controla que nadie acceda con síntomas de gripe, enfermedad que estaba causando estragos aquel invierno. La lista de apellidos ilustres de la época era extensa.
Francisco Chiquirrín, millonario navarro con grandes intereses económicos en Argentina, viajaba con su esposa y un sobrino, al que atendía una dama de compañía. Ocupaban dos camarotes de primera clase en la segunda cubierta.
Marcial Aguirre, oriundo de San Sebastián. Emigró muy joven a Argentina donde haría una gran fortuna. Viajaba con su esposa, sus cuatro hijos y dos doncellas.
Francisco Pérez y su esposa Margarita Gardey, con sus tres hijos. El matrimonio cordobés había emigrado a Buenos Aires, donde el esposo se estableció como médico. Allí logró prestigio profesional y nacieron sus hijos. Habían viajado a España para visitar a la familia y que los niños conocieran la tierra de sus padres.
Carl F. Deichman, ciudadano estadounidense que había ejercido de cónsul en distintos países asiáticos, viajaba a Santos, su nuevo destino como diplomático.
Louis Descotte Jourdan, afamado decorador, con dos familias, una de carácter oficial en Argentina y otra en Zurich, formada por su amante, María Victoria Gaber, y dos hijos, Julio José y María Herminia. Esta última sería, con los años, la madre de Julio Cortázar.
Podríamos seguir con otros pasajeros de apellido relevante, como Jauregui, Urtiaga, Eguiguren, Alsina, Caparrós, Ordogui.
El 17 de febrero de 1914 una multitud de curiosos de habían acercado al muelle barcelonés para admirar el majestuoso transatlántico y verlo iniciar su larga singladura hacia Buenos Aires. Igualmente, un buen número de familiares y amigos habían acudido a despedir a los viajeros y a la tripulación. En concreto, partieron de Barcelona 201 pasajeros y 193 tripulantes. Se habían previsto escalas en Valencia, Almería, Cádiz y Las Palmas, donde ingresarían nuevos pasajeros.
Aunque la cifra exacta varía de unas fuentes a otras, cuando el 24 de febrero el barco salió de su última escala, Las Palmas, viajaban a bordo 136 pasajeros en camarote de primera, segunda y segunda económica, 259 en el sollado de emigrantes y los 193 miembros de la tripulación. A esta cifra de 588 personas embarcadas algunas fuentes añaden un buen número de emigrantes clandestinos, principalmente jóvenes italianos que huían del reclutamiento forzoso en su país con destino a la Gran Guerra.

La travesía

El 24 de febrero, el Príncipe de Asturias partió de su última escala en territorio español . Desde el puerto de Las Palmas hasta la siguiente en Santos, en la costa brasileña, le esperaban ocho días de travesía por las frías aguas del Atlántico. Algunas fuentes señalan que tras este viaje, y por cuestiones de rentabilidad, al buque se le iba a designar la ruta de Barcelona a La Habana. Asimismo, parece ser que el capitán Lotina tenía previsto que esta fuese su última gran travesía del océano, que de hecho lo fue.
Al cuarto día de navegación, en su derrota, el Príncipe de Asturias se cruzó cerca del paralelo 27 con el Infanta Isabel, en viaje de vuelta de Buenos Aires. Las cubiertas de ambos buques se llenaron de pasajeros que se saludaban mutuamente. Manuel Balda, aficionado a la fotografía que viajaba en el Infanta Isabel, tomó en aquel instante la que sería la última fotografía del Príncipe de Asturias.
La vida a bordo transcurría todo lo plácida que el oleaje y los temporales habituales del Atlántico permitían. Por alguna razón, los viajes en barco han propiciado siempre el galanteo, la coquetería y cierta inclinación al hedonismo. En ello, y en otras relaciones más anodinas, dedicaban su tiempo los pasajeros de la nave. Las cubiertas, principalmente la de primera clase que estaba acristalada para evitar los vientos, se llenaban por la mañana de caballeros leyendo sus periódicos, mientras las señoras, en algunas casos ayudadas por sus doncellas, se ocupaban de distraer a los niños. Los comedores se abrían las seis de la mañana para el desayuno, a las diez para el almuerzo, a las dos para un refrigerio y a las cinco para la cena. A las nueve, Joaquín Cruz, el mayordomo, volvía a hacer sonar la campana, para ofrecer al pasaje un servicio de café, té o chocolate. Con los estómagos saciados, tras el almuerzo llegaban las partidas de tresillo y bridge, y tras la cena los ratos de flirteo en cubierta, bajo las estrellas. Aunque pudiera pensarse otra cosa, el pasaje emigrante era igualmente bien satisfecho en sus necesidades alimentarias, disponiendo en abundancia de legumbres, cocido, carnes y pescado.
Era costumbre que durante los primeros días de travesía se realizara un simulacro de salvamento. Aunque se intentó dar al acto un cariz de mera rutina, recalcando la condición insumergible del buque, lo cierto es que en cubierta muchos pasajeros, ya equipados con sus chalecos salvavidas, no podían dejar de recordar el hundimiento del transatlántico Lusitania, torpedeado en la primavera pasada frente a la costa de Irlanda. Se habían perdido más de mil vidas en el naufragio.

La tragedia

El día 4 de marzo amaneció totalmente cubierto y con marejada de suroeste. En aquellas condiciones no era posible establecer la posición del barco con exactitud, por lo que fue preciso aminorar la marcha y navegar por estima. En esa circunstancia se calcula la posición teórica del buque en función de la última ubicación cierta, el rumbo y la velocidad. Eso daría el nuevo emplazamiento con relativa precisión si no fuera por el abatimiento —desviación— ocasionado por los vientos y las corrientes.
El capitán Lotina tenía reputación de ser escrupulosamente puntual en sus travesías. Aquella situación le resultaba enojosa, parecía evidente que si las circunstancias no mejoraban pronto iba a ser imposible fondear en Santos a las seis de la tarde, como estaba previsto. Muy al contrario, por la tarde el cielo se encapotó aún más y empezaron los primeros chubascos. A las cuatro de la tarde muchos familiares de los pasajeros del Príncipe de Asturias empezaban a concentrarse en el puerto de Santos. Algunos hombres escudriñaban el horizonte, a la espera de ser los primeros en avistar el buque. A esa misma hora, el torrero del faro de Punta de Boí se inquietaba ante la espesa niebla que empezaba a cubrir la zona. La luz de ese faro era la única referencia en la oscuridad para los barcos que transitaban por la zona.
A medida que pasaban las horas, el aguacero, lejos de mejorar se convirtió en un verdadero temporal. En el puente, el tercer oficial, José Márquez, de guardia desde las 20:00 horas, da el relevo a Antonio Salazar, primer oficial al mando, al que acompaña el agregado Romualdo Carmona. Es medianoche y el estado del mar es de fuerte marejada. En su camarote, el capitán Lotina, sin poder dormir, no deja de darle vueltas a la situación. El barco debe estar muy cerca de la zona costera más peligrosa de Brasil. Sabe perfectamente que innumerables embarcaciones se han hundido al chocar contra el arrecife de Punta Pirabura. Había nacido la leyenda de que la abundancia de magnetita y uranio en su subsuelo falseaba el rumbo reflejado en las brújulas.
A las 03:00 horas, la naturaleza había creado la situación perfecta para la tragedia. La visibilidad se había reducido peligrosamente, el estado de la mar era cada vez más aterrador, la tormenta se desataba en toda su magnitud y desde la madrugada del día 3 de marzo, que se estableció la última posición exacta, el barco navegaba por estima acercándose a una zona muy comprometida.
El oficial de guardia, a través del tubo acústico, avisó al capitán, que en pocos minutos se presenta en el puente. Lotina observa la situación y saliendo al exterior busca la luz del faro de Punta de Boí. La niebla era tan densa que ni siquiera en los breves instantes en que el cielo es iluminado por los relámpagos consigue ver nada. Vuelve al puente y ordena al telegrafista que ponga los aparatos en posición de atención. A continuación da la orden de «avante media», bajando la velocidad del navío a 10 nudos.
A las 04:00 horas, Rufino Onzain y Alfredo Dorda relevan a Salazar y Carmona en el puente. El capitán apenas responde a los «buenos días» de los oficiales, e inmediatamente ordena hacer sonar la sirena del buque a intervalos. Pese a ser una orden que siempre se evita por no molestar al pasaje que duerme, Lotina no puede esperar más, consciente que la visibilidad es nula y que deben estar muy próximos a tierra. A continuación, en pocos minutos ordena dos cambios de rumbo de cinco grados a babor, pensando alejar el barco de la costa, que presiente muy cerca.
Nadie habla en el puente. La tensión es general. Todos rastrean con la mirada el costado de estribor rogando divisar la luz del faro de Punta de Boí. De repente, no a estribor, sino a proa, perciben el destello de luz. Horrorizados se dan cuenta que van directos hacia el acantilado, justo bajo el faro. Lotina grita la orden de «atrás toda» y, dirigiéndose al timonel, «todo a babor». Se ordena, también, accionar el cierre de los compartimentos estancos. Demasiado tarde. Ninguna de esas órdenes puede ser completada. Son las 04:15 horas, el choque contra el arrecife sumergido de Punta Pirabura es brutal. Literalmente, el buque salta en el aire y al caer la roca corta el fondo de proa a popa. La bodega de proa, desfondada por completo, recibe masivamente el agua marina, inundando los entrepuentes donde en los sollados duermen los emigrantes. El ímpetu del agua que entra arranca las calderas de su emplazamiento. El agua hirviendo achicharra a los fogoneros y a todo aquel que encuentra a su paso.
En el puente, el capitán Lotina ordena que se arríen los botes salvavidas y que se lance un SOS desde la la sala de telegrafía. Rufino Orzain, Alfredo Dorda y el médico, doctor Zapata, que acababa de llegar a cubierta, son barridos por una ola cuando intentaban arriar los botes. Otra ola barre el puente y lo sumerge, atrapando al capitán. Inmediatamente, en el momento en que el telegrafista se dispone a cumplir la orden de SOS se produce una violenta explosión en la sala de calderas, dejando todo el transatlántico a oscuras. Toda la zona de la clase segunda económica queda destruida por la explosión.
El pasaje, en su mayoría durmiendo en el momento de la colisión, despierta entre la estupefacción y el terror. Todos se lanzan a oscuras buscando las cubiertas, donde muchos serán barridos por las olas. El barco de hunde de proa, quedando la popa arriba, con las hélices en el aire. Allí si producirían escenas terribles:

Alejandro López, un joven camarero del barco, es atacado a cuchilladas por un pasajero que intenta arrebatarle el chaleco salvavidas. López recibe dos puñaladas: una en la cara y otra en un brazo hasta que de una patada arroja a su agresor al agua. Un hombre consigue alcanzar la cubierta del buque con su mujer y sus tres hijos. Se dispone a hacerlos bajar por un cabo al agua cuando son barridos de la cubierta por una ola. El hombre se incorpora y a duras penas consigue agarrar el cuerpecillo de un crío. Horas después, al ser rescatado, comprobará con horror que se trata de un niño de otra familia. Su mujer y los tres niños han perecido… (Naufragio, Francisco García Novell)

Ni un solo bote ha podido ser arriado. El barco está inclinado unos setenta grados. En popa, algunos pasajeros intentan llegar al agua bajando con ayuda de lo que encuentran. Otros se lanzan, directamente. Una nueva explosión y el buque se hunde definitivamente, llevándose al fondo a los pasajeros atrapados en el casco. Muchos de los que estaban ya en el agua son arrastrados también por el remolino que forma la nave al hundirse.
El mar se llena de gritos. En la oscuridad, algunos encuentran restos flotando a los que asirse: fardos procedentes de las bodegas, trozos de madera de las cubiertas arrancados por la explosión, restos de botes descuajados de los pescantes… Otros nadan desesperadamente hacia la costa. Marina Vidal, pasajera de segunda clase, logra aferrarse a un trozo de bote que flota a su lado. Impulsándose con las piernas intenta ir hacia la luz del faro. En el trayecto insta a otras cuatro personas a agarrarse a los restos del bote. Logran llegar a la costa y ponerse a salvo sobre una roca. Otros que están nadando hacia la costa son arrojados contra el acantilado por un mar embravecido, muriendo allí. Un único bote entero, milagrosamente arrancado del pescante y caído al mar, se debate entre las olas. El oficial Orzain consigue llegar hasta él. A bordo, diecisiete náufragos van a la deriva. Con ese bote, Orzain conseguiría, con ayuda de otros, llevar a tierra a más de cien personas, rescatándolas de una muerte segura.
A mediodía del del 5 de marzo, el navío francés Vega, transita por la zona. Se encuentra con los primeros restos del naufragio. Fardos de mercancías, trozos de madera, toda clase de despojos lanzados al mar por las explosiones anteriores al hundimiento del Príncipe de Asturias. El carguero francés ralentiza la marcha y la tripulación escudriña la superficie del agua en busca de supervivientes. No tardan en divisar una tabla desde la que dos hombres hacen señales desesperadas para ser vistos. Se arría un bote y son rescatados Alejandro López, el camarero al que le intentaron arrebatar el chaleco, y el agregado Romualdo Carmona. Relatan las circunstancias del naufragio al capitán del Vega. A medida que el carguero avanza van apareciendo más y más restos. El panorama es tremendo y el capitán ordena arriar los botes y rastrear la zona. Orzain, que seguía buscando supervivientes con la ayuda de varios remeros, divisa los botes y rápidamente se atan unas camisas en el extremo de los remos y se agitan para llamar la atención de los rescatadores. Cuando son llevados a bordo ante el capitán del Vega, el oficial del Príncipe de Asturias relata que en las ocho horas transcurridas desde el hundimiento había logrado poner a salvo en la costa a más de cien personas, y que era preciso traerlas a bordo. Rápidamente, el carguero se dirige hacia el lugar que Ordain le indica, conocido como Pedras Duras. La marejada y lo peligroso de la zona convirtieron el rescate de aquellos náufragos en toda una odisea. En total, el Vega rescató a ciento cuarenta y tres personas.
A las ocho de la mañana del día 6 de marzo llegó el mercante francés a Santos. Un grupo de familiares de los pasajeros del Príncipe de Asturias llevaban casi dos días acudiendo al muelle a la espera de la llegada del transatlántico español. Con ellos, el señor Troncoso, agente de la compañía Pinillos en Santos, y Gonzalo Trevijano, cónsul de España en Brasil. El Vega no disponía de telégrafo a bordo, por lo que nada sabían aún de la tragedia del navío español. Las malas noticias se propagaron rápidamente, y con ellas un sentimiento de pesadumbre y abatimiento. Las autoridades brasileñas envían un buque de guerra y un remolcador de altura al lugar del hundimiento. El cónsul español, ese mismo día, enviará un telegrama al ministro plenipotenciario de España en Petrépolis, en el estado de Río de Janeiro, informando del desastre. Éste, a su vez, trasladaría la pésima noticia a las autoridades de Marina en España. Los días siguientes, la prensa de todo el mundo se haría eco del fatal accidente del transatlántico hispano.
Esa misma mañana, desde Santos se telegrafía al buque español Patricio de Satrústegui, en navegación cerca de la zona del naufragio, informando al capitán, Enrique Aparicio, de la tragedia del Príncipe de Asturias, y solicitándole rastrear el área. A bordo viajaba Eulogio Orzain, hermano del segundo oficial del navío hundido, que al conocer la terrible desgracia teme por la suerte de su hermano Rufino. Después de siete horas de rastreo, tan solo ha sido posible rescatar del mar seis cadáveres, cuatro hombres y dos mujeres. Cuando el Patricio de Satrústegui pone rumbo a Santos se cruza con el remolcador brasileño. Ambas embarcaciones se ponen en contacto por telegrafía. El barco español le indica al brasileño el lugar exacto del naufragio. Por su parte, el radiograma del remolcador anuncia que el cónsul español viaja a bordo e informa que ciento cuarenta y tres supervivientes habían sido desembarcados en Santos por un mercante francés. Añade a esto que el capitán Lotina había desaparecido en el mar y que el segundo oficial, Rufino Orzain, había sobrevivido. La alegría y el alivio de Eulogio Orzain fueron inmensos.
Los siguientes días el mar fue devolviendo a la orilla algunos cadáveres, que según fuentes de la época eran saqueados por desaprensivos locales. Pero cuando ya parecía imposible encontrar más supervivientes, unos pescadores de la isla de Buzios divisaron unos bultos en el agua. Se dirigieron a ellos y encontraron a tres hombres y un niño vivos aferrados a un gran fardo que flotaba. Se hallaban a diez millas del lugar del naufragio. Dos días en alta mar, arrastrados por las corrientes hacia la costa de la isla. Uno de ellos, el padre del niño, relató su odisea: aquella fatídica madrugada, en el momento del naufragio, consiguió que su mujer subiera a un bote salvavidas y corrió al camarote a buscar a su hijo. Al volver ya no había bote a la vista, se lanzó al agua con el pequeño, lo puso a su espalda y buscó dónde aferrarse, encontrando el fardo flotando con dos hombres más. Los pescadores de la isla de Buzios cuidaron a los cuatro supervivientes durante siete días, hasta que pasado el temporal pudieron trasladarlos en piragua hasta Villa Bella, desde donde se telegrafió a Santos para dar cuenta de su salvación.

Consideraciones finales

Las cifras de víctimas y supervivientes varían según las fuentes. Resulta lógico si pensamos que ya había distintas cifras para el pasaje inicial. Cuando unos hablan de 588 personas a bordo, otros los aumentan hasta 600. Y eso sin contar con quienes aseguraron que podían ser más de 1100, si se sumaban los emigrantes clandestinos. Un dato incuestionable es que se salvaron más tripulantes que pasajeros, en una proporción desmedida: de los 193 miembros de la tripulación, 87 sobrevivieron —casi la mitad—, mientras que de unos 400 pasajeros sólo lo hicieron 59.
La explicación es sencilla. Antes de amanecer se realizaban trabajos de limpieza, se fabricaba el pan, se adecuaban los comedores para el primer desayuno de las 06:00 horas, se comenzaba en las cocinas con los preparativos para el almuerzo… También se hallaban en sus puestos los fogoneros, los operarios de máquinas, el timonel, el telegrafista, oficiales de puente. Es decir, buena parte de la tripulación estaba despierta. Por el contrario, a esa hora de la madrugada, el pasaje duerme en sus camarotes. Si pensamos en la rapidez con que ocurrió todo —poco más de diez minutos desde el choque contra el arrecife hasta el hundimiento—, parece claro pensar que poca oportunidad de salvación tuvieron los pasajeros. Esta circunstancia puede también explicar el escaso número de mujeres que se salvaron, tan solo seis, frente a los cincuenta y un hombres que lo hicieron. Muchos de estos pasajeros varones, alertados por la brutal colisión con las rocas, se lanzaron a cubierta en camisa de dormir para indagar lo ocurrido. Las señoras, siempre reacias a aparecer en público sin hallarse completamente vestidas, perdieron los pocos minutos que les hubieran otorgado una mínima posibilidad de salvación.
Asimismo, decenas de niños perecieron en la catástrofe. Únicamente se salvaron dos. Antonio Franco, de diez años, que viajaba a Buenos Aires para unirse a unos familiares, labrarse un porvenir y aliviar una carga a sus padres, consiguió ponerse el chaleco salvavidas y lanzarse al mar; en el agua, un individuo le arrebata el chaleco, y aun así, el chico logra nadar hasta la costa. Pedro García, apenas año y medio; de repente, en cubierta, una mano lo aferra y acto seguido está en el agua; el hombre que lo ha cogido lo retiene junto a él y consiguen llegar hasta una tabla que flota con dos náufragos subidos a ella; una vez a salvo en la tabla, el hombre se da cuenta que no es su hijo el niño al que ha salvado.
Una de las fuentes más fiables ofrece el desglose de los pasajeros supervivientes: siete de primera clase, nueve de segunda, otros nueve de segunda económica y treinta y cuatro de tercera.
En cuanto a las causas del naufragio, aunque parecen claras, no faltaron voces discordantes, algunas de ellas procedentes incluso de supervivientes. Quizá pensando que las indemnizaciones de la aseguradora serían mayores si se achacaba la catástrofe a la negligencia de la tripulación, se llegó a decir que la mayoría de los oficiales estaban borrachos esa noche, por lo demás totalmente plácida y serena, sin marejada ni tormenta. La circunstancia de que el fatídico día era sábado de carnaval y se había celebrado una fiesta a bordo dio cierta base de credibilidad a los difusores del bulo. Quien conociera mínimamente al capitán José Lotina descartaría semejante patraña. Aquel vasco, de profundo sentimiento religioso, serio y riguroso en el gobierno de su buque, no hubiera permitido jamás una pizca de desorden entre sus oficiales, por mucha fiesta que celebrara el pasaje.
Hubo también quienes inventaron la historia de que el capitán y el resto de oficiales habían planeado el robo del oro transportado a bordo, trasladándolo a otra embarcación en mitad del océano y provocando más tarde el hundimiento del Príncipe de Asturias. Ciertamente, las diversas expediciones de cazadores de tesoros que descendieron los cuarenta y cinco metros de agua salada que separaban la superficie marina del casco hundido del barco no hallaron rastro del supuesto oro. Al menos, oficialmente así lo aseguraron.
Tampoco pudo faltar quien responsabilizara del hundimiento al torpedo disparado por una submarino alemán, como ocurriera un año antes con el transatlántico Lusitania. Circunstancia ésta que, sin ser el caso, hubiera podido ser muy posible. De hecho, el propio carguero francés Vega, sería hundido apenas un mes después. A unas ochenta millas de Barcelona, cuando se dirigía a Marsella en viaje de vuelta desde Brasil, fue interceptado por un submarino alemán. El capitán del mercante fue requerido para abandonar el buque con toda la tripulación. Una vez que toda la dotación del mercante estuvo en los botes salvavidas, el submarino torpedeó el Vega, hundiéndolo. El destino quiso que aquellos franceses que un mes antes habían rescatado a tantos españoles frente a las costas de Brasil, fueran ahora salvados por el vapor correo español Jaime II.
El 20 de marzo, dos semanas después de la tragedia, los tripulantes supervivientes del Príncipe de Asturias embarcaban en el Patricio de Satrústegui para su regreso a tierras españolas. El 4 de abril desembarcaron en Santa Cruz de Tenerife, para acto seguido continuar viaje en el vapor Barcelona hasta esta misma ciudad, a donde llegaron el 17 de abril de aquel 1916, que nunca iban a olvidar.

Huguette Marcelle Clark

Una vida a su antojo

Introducción

Los titulares de prensa anunciando la muerte de la millonaria Huguette Clark a los 104 años de edad fueron el señuelo. La peculiar vida de la que fuera hija del senador Clark, relatada brevemente en artículos periodísticos de todo el mundo con motivo del fallecimiento, suscitó la fascinación que me empujaría a ahondar más en su biografía

La principal fuente de información la obtuve de una detestable, aunque suficiente, traducción de Google Translate del libro Empty Mansions: The Mysterious Story of Huguette Clark and the Loss of One of the World’s Greatest Fortunes, de Bill Dedman y Paul Clark Newell. El primero es un prestigioso periodista norteamericano ganador del Pulitzer, y el segundo nada menos que un pariente lejano, sobrino segundo podría decirse, de la propia Huguette Clark. Bill Dedman se topó con la historia por casualidad. Mientras buscaba casas a la venta a no más de una hora de Nueva York dio con una web donde se listaban éstas en orden de precio. La primera y más cara era una propiedad en Connecticut que se había rebajado de los 35 millones de dólares iniciales hasta los 24 millones. De entrada, el nombre de la propietaria, Huguette Clark, no le sonó para nada, sin embargo, ese nombre iba a convertirse para él en algo muy familiar. Le llamó la atención que la propiedad, una mansión de más de 1.300 metros cuadrados y veintidós habitaciones, en medio de cincuenta y dos hectáreas de terreno, no hubiera sido habitada nunca por su propietaria desde que la adquiriera en 1951. ¿Quién podía permitirse el lujo de mantener semejante posesión que sólo en impuestos generaba un gasto equivalente a los ingresos anuales de cuatro años de una familia tipo americana?

Y así empezó todo. Pronto la investigación de Dedman empezaría a dar sus frutos, poniéndose más interesante con cada nuevo hallazgo. Dar con Paul Clark Newell y que éste estuviera continuando la biografía del senador Clark iniciada por su padre, puede decirse que fue una feliz y provechosa circunstancia. De esa colaboración saldría en 2013 el libro citado, que sería uno de los más vendidos entre los de no ficción. La historia tenía todos los ingredientes para convertirse en un éxito: una millonaria misteriosa, a la que algunos empleados nunca verían en persona, que pasa sus últimos veinte años de vida en un hospital sin estar enferma, espléndidas mansiones donde puede verse un Renoir, un Monet, o escucharse un Stradivarius, una herencia de 300 millones de dólares y una enfermera muy beneficiada por ella, unos parientes que impugnan un testamento en el que no se les deja nada… Aparecen algunas preguntas: ¿Sabía una Huguette ya anciana lo que firmaba en aquel testamento? ¿Fue manipulada su voluntad por personas de su entorno en beneficio propio?

Empecemos por el principio…

El origen de la fortuna

Los primeros Clark llegaron a América coincidiendo con el nacimiento de EEUU como una nueva nación. Las conocidas como Las Trece Colonias se sublevaron al dominio del Reino de Inglaterra. Promulgaron la Declaración de Independencia y tras ocho años de guerra, con Francia y España como aliados, los ingleses claudicaron en 1783 en el Tratado de París. Dos tercios del actual territorio estadounidense quedarían bajo dominio español y francés, mientras el tercio restante, delimitado por la frontera de Canadá, la región de la Florida, la costa atlántica y el río Missisippi, constituiría EEUU. Posteriores anexiones, compras y cesiones de territorio irían ampliando la nueva nación hasta lo que es hoy en día.

William Andrews Clark, el padre de Huguette, que llegaría a ser uno de los hombres más ricos del mundo y se haría construir una mansión en Manhattan que costó el equivalente a 250 millones de dólares de hoy en día, siempre solía decir que había salido de una cabaña de troncos. Aunque esto es estrictamente cierto, la realidad es que su abuelo poseía una granja de 172 acres en un remoto lugar de Pennsylvania llamado Dunbar Township, al sureste de Pittsburgh. Muy cerca de allí, en Connellsville, se establecieron John y Mary, padres de W.A. Clark a su llegada a los EEUU.

John Clark había nacido en 1797 en Dunbar, muy cerca de Edimburgo y Mary, su esposa, descendía de una familia hugonote francesa que llegó a Escocia huyendo de la encarnizada persecución a los protestantes llevada a cabo por los católicos en Francia. De allí pasarían más tarde al norte de Irlanda y de allí, finalmente a América. Establecidos ya en Connellsville, tuvieron once hijos, de los cuales solo ocho llegaron a la edad adulta. W.A. Clark fue el segundo hijo en orden de nacimiento y el primer varón del matrimonio. Si bien Jonh transmitió a sus hijos su energía y el orgullo de prosperar a través del trabajo duro, por su parte, la madre les inoculó valentía y ambición.

En 1856, con sesenta y dos años, John vendió la granja y trasladó a la familia al oeste, a Iowa, a más de 1000 kilómetros, que recorrería en tren, diligencia y barco de vapor. Con diecisiete años, el joven Will condujo los caballos de la familia por sí solo y por delante de sus padres y hermanos. En Iowa retomó sus estudios, al tiempo que ayudaba en la granja, y se matriculó en estudios clásicos y derecho. La fiebre del oro se extendió rápidamente por América y Will no pudo resistirse a ella. Dejó los estudios en 1862 y se fue en busca del metal precioso. Kansas, Colorado, Idaho y Montana serían sus próximos destinos. Pero enseguida se da cuenta de que los mineros se gastan alegremente todo lo que obtienen por el poco oro que encuentran, y decide hacerse comerciante. Cargando su carreta de mantequilla, tabaco y huevos recorre las explotaciones mineras obteniendo un buen beneficio con la venta. En ese comercio entró en contacto con los vigilantes, grupos de hombres que administraban justicia ante la falta de orden y ley, y que intentar limpiar los caminos de bandas de ladrones. Y, como ellos, se hace masón. Pasa el tiempo y su ambición crece: obtiene un contrato estatal para transportar el correo a través de territorios dominados por los indios, se casa con Katherine Louise Stauffer y se establece en Deer Lodge, Montana, convirtiéndose en un próspero comerciante y banquero.

Fueron llegando los hijos, hasta siete, aunque dos morirían a edad temprana. Se hace con algunas minas, en principio consideradas de escaso valor, en la cercana ciudad de Butte, a donde se había trasladado con la familia. Aprende minería y da con vetas ricas en cobre, mineral cada vez más valioso en un país lanzado al trazado del telégrafo. En pocos años se convirtió en un hombre rico. Su esposa y sus hijos pasaban largas temporadas en Europa y Nueva York. Representó a Montana en la Exposición Universal de Filadelfia en 1876, donde 35 países expusieron sus logros y en la que se presentó la máquina de escribir Remington, el tomate frito Heinz e incluso el teléfono de Graham Bell. También se expuso el brazo con la antorcha de la Estatua de la Libertad, aunque habrían de pasar diez años hasta que el resto llegara desde Francia. En 1993, su esposa Kate, murió de fiebre tifoidea y para ella hizo construir un panteón en el cementerio de Woodlawn, en Nueva York, donde finalmente también sería enterrado él y gran parte de sus descendientes, incluida Huguette Clark.

Viudo a los cincuenta y cuatro años y con cinco hijos entre los trece y los veintitrés, W.A. Clark necesitaba otra esposa. Aún establecido en Butte, donde era considerado un hombre justo y el motor de la región, se ocupó de apoyar a jóvenes artistas de la música. Entre ellos estaba Anne LaChapelle, cuya familia en un primer momento había llegado a Canadá desde Europa. De Quebec se trasladaron a EEUU, como muchos otros franceses que habían emigrado a Canadá. El padre de Anne era sastre, aunque también ejerció de curandero vendiendo un tónico para los ojos, y la madre atendía a los mineros que estaban alojados en habitaciones de la casa, lo que suponía otra pequeña aportación a los ingresos familiares. Bajo la tutela de W.A. Clark, Anne estudió música y canto, empezando a interesarse por el arpa. Ante sus buenas aptitudes para el instrumento es enviada a París, donde perfeccionar su técnica. Por aquel entonces, W.A. Clark poseía un espacioso apartamento en la avenue Victor Hugo, donde había residido su difunta esposa con los hijos durante sus estancias en París, y que ahora iba a destinarse a alojar a cuatro féminas: la estudiante de música Anne y una hermana y dos sobrinas del que ya empezaba a ser conocido como el Rey del cobre de Montana.

W.A. Clark, incansable, no perdía una oportunidad de negocio: se hizo con nuevas minas en Arizona, con empresas de energía, con periódicos, con fundiciones, y entró en el negocio del ferrocarril, construyendo la línea ferroviaria de desde Salt Lake hasta San Pedro, cerca de Los Ángeles. Y al mismo tiempo que se enriquecía más y más enriqueció también a sus hermanos. Toda la familia acabaría concentrándose en Los Ángeles.

En julio de 1904 mandó un telegrama a uno de sus periódicos desde Europa para decir que se había casado con Anne LaChapelle y habían tenido una hija. De hecho, la boda había tenido lugar el 25 de mayo de 1901, tres años antes. W.A. Clark contaba ya con sesenta y dos años y Anne tan solo veintitrés. Al año del enlace, en el sur de España, había nacido Louise Amelia Andrée Clark y cuatro años más tarde, en París, lo hizo Huguette Marcelle Clark.

La locura de Clark

Tras su estancia en Europa, los Clark vuelven a EEUU en julio de 1910. W.A. Clark y Anne LaChapelle, con sus hijas, Andrée y Huguette, desembarcan en el puerto de New York del transatlántico Teutonic de la White Star Liner, procedente de Cherbourg. El buque, de 177 metros de eslora, fue uno de los primeros en incorporar lujosos camarotes de primera clase o Saloon Class, destinados a pasajeros y familias acaudaladas, totalmente separados de la tercera clase o Steerage, ocupados en su mayoría por población inmigrante. Los fotógrafos de prensa solían acudir al puerto donde atracaban los grandes transatlánticos para plasmar la llegada de estos pasajeros de primera clase, con cuyas fotografías nutrían las páginas de ecos de sociedad de sus periódicos. En una de estas fotografías quedaron perpetuados W.A. Clark y sus dos hijas, no así Anne, que prefirió mantenerse apartada del enfoque de la cámara.

W. A. Clark con Andrée y Huguette

La mansión que debía ocupar la familia en New York se encontraba todavía en fase de construcción, pese a que los cimientos se habían puesto diez años antes. El retraso era debido a la magnitud de la obra y a que W.A. Clark no cesaba de modificar los planos para hacerla más y más fastuosa, no dudando para ello en comprar hasta cinco casas vecinas. El lugar elegido para semejante alarde de ostentación fue la esquina de la Quinta Avenida con la calle setenta y siete, frente al Central Park, con vecinos — los Vanderbilt y los Astor— tan ricos como los propios Clark. Se trataba de una construcción que iba a ser calificada como la residencia privada más notable, hermosa y costosa del país, aunque algunos la llamaron La locura de Clark, calificándola de mamotreto ostentoso propio de un megalómano.

Por el momento, WA Clark envió a su esposa y a sus hijas a su espléndida casa de Butte, en Montana, donde había iniciado su fortuna en las minas de cobre. Él se quedó en New York, acelerando la terminación de la mansión. Para ello, y para controlar mejor los costes, compró algunas de las empresas que debían suministrar los materiales, entre ellas una fundición y varios talleres de marmolistas y carpinteros.

Fueron 121 dependencias en seis plantas, más una cúpula que añadía la altura de tres plantas más. La entrada principal era una reja de bronce de seis metros de altura, por donde se podía acceder en carruaje. También supo prever la necesidad de adaptar la planta baja a la incursión del automóvil en la vida americana. En el jardín delantero se construyó una rotonda, donde la familia se apearía en el futuro tanto de carruajes de caballos como de automóviles. La mansión sería finalmente habitada en 1911 y costó lo que hoy equivaldría a unos 250 millones de dólares. Cuando se presentó la casa en sociedad, los periodistas contaron 26 dormitorios, 31 baños, cinco galerías de arte, varias bibliotecas, salón para fumar y una sala de billar de 160 metros cuadrados, con una vidriera del siglo XIII procedente de la catedral de Soissons, en Francia. En los sótanos había piscina, baños turcos, trasteros y un ferrocarril particular que conectaba con la vía general exterior, por donde llegaba el carbón que quemaba una caldera que proporcionaba calefacción y alimentaba a su vez la planta de frío, las dinamos que accionaban los dos ascensores interiores y las 4200 bombillas de la mansión. Disponía incluso de una zona de cuarentena, con dormitorio, baño y cocina para aislar enfermos en caso de epidemia.

En cuanto al mobiliario baste decir que era digno de la casa: alfombras de piel de tigre, un reloj que había pertenecido a María Antonieta, una chimenea del siglo XVI originaria de un castillo de Normandía, vajillas de 900 piezas, vidrieras esplendidas, infinidad de libros de gran valor… En ese decorado opulento, Andrée y Huguette pasarían muchas horas descubriendo y disfrutando de infinidad de objetos bellos, escondites secretos, salones magníficos, como el Salón Doré, del tamaño de una casa convencional, con vistas al Central Park, donde se celebraban cenas con invitados de la talla de JP Morgan o Andrew Carnegie. Sin embargo, la habitación que Huguette iba a recordar siempre con más cariño era la biblioteca, con miles de volúmenes. Allí estaban Dickens, Conan Doyle, Poe, Thoreau, Ibsen y Twain, pero también obras francesas de Jean-Pierre Claris de Florian o las fábulas de Jean de La Fontaine, como La hormiga y el saltamontes o El avaro que perdió su tesoro que Huguette leía con entusiasmo.

Mansión de los Clark

Clark, senador

Como hombre de negocios, Clark había tenido siempre una buena reputación, siendo reconocido por una amplia mayoría como un hombre trabajador incansable, enérgico pero justo en sus tratos comerciales. Contó con el respeto de sus competidores y en general también de sus asalariados. Para éstos creó zonas residenciales cerca de las minas, mejorando notablemente sus condiciones de vida con bibliotecas, piscinas y escuelas para sus hijos. Naturalmente, estas zonas residenciales estaban separadas según la categoría de los trabajadores, pero esto es algo que no podía reprocharse en aquellos tiempos. Siempre se opuso a las bajadas salariales cuando el precio del cobre caía, ofreció asistencia sanitaria a sus trabajadores y animó a que por ley se dotara a las minas de jaulas de seguridad que protegieran a los mineros en caso de hundimiento. Fue, también, un firme defensor del derecho al voto de la mujer.

Sin embargo, muy distinta consideración tuvo su carrera política. Obsesionado por ser senador, no reparó en utilizar cualquier medio a su alcance, por ilegitimo que fuese. Una de sus primeras batallas políticas tuvo lugar en la década de 1890, cuando Montana acababa de ser aceptado como cuadragésimo primer estado de la unión. Había que elegir una ciudad como capital del estado y ello originó una escandalosa pugna entre W.A. Clark y Marcus Daly. Al igual que Clark, Daly era otro magnate de la minería en Montana, ambos pertenecían al partido demócrata y estaban emparentados, ya que una hermana de la esposa de éste se había casado con un hermano de Clark. Finalmente fue designada Helena como capital del estado de Montana, opción defendida por nuestro hombre, en detrimento de Anaconda, apoyada por Daly. Se habló de compra de apoyos por parte de Clark. Más ardua fue su lucha para llegar al senado. La primera vez que fue candidato demócrata perdió frente a su oponente republicano.

Volvió a intentarlo, y esta vez quiso asegurarse el triunfo con una campaña abundante en financiación. Por aquellos años, los senadores no eran elegidos por la ciudadanía, sino por las legislaturas estatales, con lo que no resultaba demasiado difícil decantar algunos votos a través de sobornos, sobre todo cuando se dispone de dinero casi ilimitado. Pero aunque ganó y lo celebró por todo lo alto, en el momento de tomar posesión del cargo una delegación de ciudadanos de Montana pidió al Senado que se invalidaran las elecciones por compra de votos, iniciándose un juicio entre enero y abril de 1900. Toda una maquinaria pesada se puso en marcha con el objeto de echar a Clark del senado: detectives buscando pruebas y evidencias, abogados consiguiendo testigos, periódicos mediatizando el caso siempre en perjuicio de W.A. Clark. Y todo pagado, al parecer, nada menos que por Marcus Daly. Ante la evidencia, Clark declaró en el juicio que nunca tuvo conocimiento de esos sobornos, ni mucho menos los ordenó. Había dejado la campaña en manos de su hijo y otros incondicionales y nunca preguntó en qué y cómo se había gastado el dinero. Expuso que su hijo Charlie tenía autorización para firmar cheques contra su cuenta bancaria y que “nunca hizo una pregunta a ninguno de ellos sobre en qué habían gastado un solo dólar… Y por supuesto no autoricé ni esperé que gastaran un céntimo ilegalmente”. Finalmente, el comité del senado por unanimidad, sentenció que “la elección al Senado de William A. Clark, de Montana, es nula e inválida a causa de sobornos, intentos de soborno y prácticas corruptas de sus agentes”. En su defensa no se coartó de decir “Nunca compré a un hombre que no estuviera en venta”. Uno de los principales detractores de W.A. Clark fue Mark Twain, quien llegó a decir “Es un ser humano tan podrido como el peor que se pueda encontrar en lugar alguno bajo la bandera; es una vergüenza para la nación estadounidense, y no hay nadie de los que han ayudado a enviarlo al Senado que no supiera que su lugar adecuado era la penitenciaría con una bola y una cadena en las piernas. En mi opinión, es la criatura más repugnante que la república ha producido desde la época de Tweed”.

Aquel linchamiento público hubiera hecho desistir a cualquiera de la carrera política, pero Clark era de otra pasta, y al cabo de ocho meses fue elegido senador de los EEUU por Montana. Era el año 1901, Marcus Daly, su obstinado enemigo político, había muerto unos meses antes y Clark adoptó un eslogan que le proporcionó muchas simpatías: “W.A. Clark, senador estadounidense, 8 horas”. En esa época, la jornada del minero era de diez horas. Pese que por una ley de 1868 se había establecido la jornada de ocho horas, existían cláusulas que permitían ampliarla, como en el caso de los mineros. El resultado fue que Clark consiguió, por fin, su anhelo de ser nombrado senador de los EEUU por el partido demócrata. Fue tan solo una legislatura, de 1901 a 1907, que coincidió con la llegada a la Casa Blanca de Theodore Roosevelt y una época de hegemonía republicana.

Los años dorados

Abandonada la política llegaron años de placidez para la familia Clark. La mansión de Nueva York se abría a diario para acoger a lo mejor de la sociedad amante de las artes. También se organizaban cenas destinadas a la recaudación de fondos para los más desfavorecidos. En aquellos años los Clark fueron asiduos pasajeros de los grandes transatlánticos que cubrían el trayecto entre Nueva York y Europa. En 1911 asistieron a la coronación de George V de Inglaterra y el siguiente año reservaron pasaje en el que debería haber sido el segundo viaje del Titanic, el de vuelta del buque a Southampton. De hecho, en el viaje inaugural del Titanic formaban parte del pasaje Walter Miller Clark, sobrino del magnate, y su esposa Virginia Estelle McDowell. La fatídica noche del hundimiento solamente Virginia pudo llegar hasta los botes salvavidas. Ella y su amiga Madeleine, esposa de John Jacob Astor IV, subieron a tiempo en el bote número cuatro, desde el cual serían testigos de la desaparición del transatlántico bajo el agua, con sus respectivos esposos atrapados a bordo. A la pena de la familia por la pérdida de Walter se uniría pronto la indignación de ver a su viuda casada de nuevo a los cinco meses escasos.

Durante algunos años la familia Clark viajó a Francia, donde seguían utilizando el apartamento de la avenue Victor Hugo. Desde allí se trasladaban en tren hasta Trouville, en la costa de Normandía, un paraje descubierto por la buena sociedad parisina y que en distintas épocas sería frecuentado por literatos tan renombrados como Flaubert, Proust y Marguerite Duras. Allí disfrutaron las jóvenes hermanas Clark de las playas normandas y del lujoso balneario local, bajo los atentos ojos de Madame Sandré, la tutora de las niñas. W.A. Clark, no pudiendo prescindir de sus negocios, viajaba mientras tanto por algunas capitales europeas. El verano de 1914 los Clark habían alquilado un castillo en Petit-Bourg, al sur de París, donde Andrée y Huguette exploraban túneles secretos, montaban a caballo y en bicicleta, tocaban el arpa y el violín, todo en la mayor placidez. Pero las tensiones entre Alemania y Francia acabaron en guerra y a finales de agosto el embajador americano conminó a los ciudadanos estadounidenses a abandonar Francia con urgencia. Los Clark se trasladaron a Inglaterra hasta su vuelta a EEUU.

Durante los años de la Gran Guerra, los Clark pasaron sus vacaciones en Montana, en compañía de parte de la primera familia del padre. Visitaron el parque Yellowstone y algunos lagos de la zona, donde las dos hermanas nadaban y paseaban en canoa. Y por supuesto, visitaron Butte, donde pudieron admirar el tranvía y los jardines que su padre había regalado a la ciudad muchos años antes. Todo fue captado por las Kodak Brownie que las hermanas portaban siempre con ellas. No faltó la visita a las minas, incluida la bajada a una de ellas por medio de las jaulas de acero, una experiencia que Huguette recordaría toda la vida.

Por aquellos años, Andrée se había convertido en una joven malhumorada y tempestuosa, y no faltaron las desavenencias con su madre, típicas de la adolescencia. A los dieciséis años, en el verano de 1919, viajó con su madre y su hermana a Quebec, posiblemente por deseo de Anne, que debía sentir cierta añoranza por la tierra que primero acogió a su familia tras su éxodo de Europa. De la ciudad canadiense se trasladaron a una zona turística rodeada de lagos en Maine. En ese viaje, Andrée enfermó con unas fiebres cada vez más altas y un fuerte dolor de cabeza. Avisado W.A. Clark hizo viajar a su médico personal desde Nueva York hasta Rangeley Plantation, donde la pobre Andrée empeoraba por momentos, acompañada en todo momento por Anne y Huguette. El doctor determinó que se trataba de meningitis tifoidea, una enfermedad prácticamente mortal hasta el descubrimiento de los antibióticos. Andrée murió el 7 de agosto de 1919, una semana antes de cumplir diecisiete años.

Es difícil saber en qué medida afectó aquella muerte a la familia Clark, pero al lógico dolor que debió producir el hecho en sí, se añadió el de saber, por medio de su diario, que Andrée no había tenido una infancia feliz. De hecho, según lo escrito en el diario, solo se sintió verdaderamente feliz durante el último invierno. Fue la temporada en que su monitora de gimnasia, Alma Guy, convenció a Anne para que permitiera a Andrée realizar algún tipo de actividad fuera del hogar, aconsejando su ingreso en las Girl Scouts, un grupo formado por chicas de buena familia a las que se enseñaba desde primeros auxilios a preparar una fogata en el campamento de acampada. Emocionados, W.A. Clark y Anne decidieron donar un terreno de 55 hectáreas para la creación del primer campamento nacional de Girl Scouts, que llevaría el nombre de Andrée Clark. Huguette había perdido a su única hermana y compañera constante.

En los años siguientes, la década de 1920, Huguette, poseedora ya de una sólida formación musical y pictórica, continuaría su formación en la Miss Spence’s Boarding, una de las escuelas para niñas más exclusiva de Manhattan. Su mera admisión en ella daba patente de nobleza estadounidense. La fundadora, Clara Spence, había dotado de un ambiente distendido y artístico a la escuela. Se impartía elocuencia y latín, junto con costura y economía práctica, y por supuesto clases de arte, danza —nada menos que a cargo de Isadora Duncan— y esgrima. Se exigía a las niñas decoro y buen juicio, nada de extravagancias. A los padres se les pedía que sus hijas asistieran a la escuela sin joyas y sin maquillaje ni lápiz de labios. Eso sí, a la salida, una gran fila de coches aparcados junto a la acera, con sus respectivos chóferes, esperaba a las chicas para su vuelta a casa. La asistencia a la iglesia era obligatoria. Bill Dedman, de cuyo libro Empty Mansions, dedicado a la vida de Huguette Clark, se ha extraído este artículo, cuenta que en una ocasión una de las alumnas recibió un telegrama excesivamente cariñoso de su novio e inmediatamente se la requirió a dejar la escuela o anunciar el compromiso, a su elección.

Las compañeras de Huguette tenían diferente percepción de ella. Mientras para algunas siempre fue una amiga apreciada con la que compartir peripecias, para otras no dejaba de ser un bicho raro, una simple compañera de clase distante y reservada que, por ejemplo, nunca invitó a ninguna de ellas a su casa.

En 1922 hacía cuatro años que había acabado la Gran Guerra, en ese tiempo las costas francesas se habían limpiado de minas y los Clark decidieron que era el momento ya de volver a Francia. Allí, nuestro hombre, acompañado de Anne y Huguette, y claramente convertido en un anciano, depositó flores en la tumba al soldado desconocido que dos años antes se había instalado bajo el Arco del Triunfo. Fue, de alguna manera, su despedida de Francia, donde ya nunca volvería.

El hombre activo y enérgico que salió de una cabaña de troncos, como siempre gustaba decir, y acabó en la más rica mansión de Manhattan dejó de ir a su despacho junto a Wall Street. Un accidente de automóvil y una caía en la calle le llevaron a permanecer en casa, desde donde contestaba la correspondencia comercial, aprobaba gastos o autorizaba donaciones a comités políticos. Con menos de cincuenta kilos de peso, un resfriado que derivó en neumonía acabó con su vida a los ochenta y seis años. Aquel 2 de marzo de 1925 estuvieron junto a su lecho de muerte su esposa, Anne, Huguette y buena parte de los hijos de su primer matrimonio. Fue enterrado en el mausoleo familiar del cementerio de Woodlawn, junto a su primera esposa y su hija Andrée.

En su último testamento de 1922, el magnate del cobre repartía su inmensa fortuna entre familia, colaboradores, viejos amigos masones, personal de servicio y obras de caridad. La mayor parte de la fortuna pasó a manos de sus cinco hijos vivos, cuatro de su primer matrimonio y Huguette. Por su parte, a Anne, que ya había recibido una suma sin especificar al casarse, se le entregaron 2,5 millones de dólares, el apartamento en París y Bellosguardo, la mansión de veraneo en Santa Bárbara. La colección de arte de Clark hubiera tenido que ser donada al Museo Metropolitano de New York, pero el museo tuvo que renunciar, al no poder aceptar las condiciones que el magnate estableció en el testamento: la colección debía mantenerse unida y ser expuesta en una sala exclusiva para ese fin. Se trataba de más de ochocientos objetos, entre ellos unos doscientos cuadros, que hubieran precisado un edificio entero. Además, algunas de las obras resultaban al parecer de dudosa autenticidad. Finalmente el agraciado con semejante legado artístico fue la Corcoran Gallery of Art, en Washington. Aunque resulta imposible saber el valor total de su patrimonio, se estima que podría equivaler hoy en día a una suma tal que lo colocaría en tercera posición en la lista Forbes, solo por detrás de Bill Gates y Warren Buffett.

Dos mujeres solas

W.A. Clark había prometido a sus hijos que la mansión de la Quita Avenida sería para ellos y así quedó establecido en el testamento, con una cláusula que daba tres años a Anne para abandonarla. La viuda apenas tardó uno. De hecho, nunca tuvo demasiado interés por la casa, siempre la consideró un capricho y un pasatiempo de su marido. Huguette y sus hermanastros pusieron la propiedad a la venta pero no resultó fácil encontrar comprador para semejante edificio. Dividirlo en apartamentos era imposible y para una sola familia, excesivo. Finalmente se vendió por menos de la mitad de lo que costó construirla, aunque los hermanos todavía sacaron lo que serían siete millones de dólares de hoy subastando lo que quedó en su interior. Lo que no tuvo comprador, como la hermosa escalera circular de mármol, fue arrojado al mar. La locura de Clark, que solo fue habitada catorce años, se derribó en el verano de 1927. Otras muchas mansiones de la época tuvieron el mismo destino: la demolición, para convertirse en edificios comerciales o de apartamentos. Los años dorados habían acabado.

Uno de esos nuevos edificios de apartamentos, en la misma Quinta Avenida, iba a ser el nuevo hogar de Anne y Huguette, concretamente el apartamento 12W del 907 Fifth Avenue. Quizá el término apartamento pueda sugerir en 2020 un tipo de vivienda de cierta sencillez: nada más lejos de la realidad en este caso. Nada menos que 1500 metros cuadrados repartidos en diecisiete habitaciones, con nueve ventanales alineados en la fachada con vistas al Central Park y techos de más de tres metros y medio de altura. Anne gastó más de un millón de hoy en amueblar el apartamento, todo a base de antigüedades compradas en su mayor parte en Londres. Las habitaciones de Huguette eran totalmente estilo Luis XV y tan solo el baño mantuvo su diseño moderno. Pero la madre deseaba que Huguette viviera sola y encontrase un marido, por lo que decidió trasladarse cuatro plantas más abajo, a otro suntuoso apartamento del mismo edificio.

Huguette siguió sus estudios de pintura iniciados en la adolescencia con su profesor Tadé Styka, un pintor de origen polaco que alcanzó cierta fama entre la sociedad americana. Aunque en aquellos años era habitual que las mujeres pintaran al pastel, quedando el óleo reservado a los hombres por su carácter más profesional, Huguette siempre utilizó esta técnica, alcanzando un nivel notable. Se sintió muy atraída por los temas japoneses y en muchas de sus pinturas las geishas son el motivo principal. Su pintura, a pesar de hallarse en plena época impresionista, era de tipo realista, con especial esmero en el detalle. Su única exposición la realizó en 1929, en la Corcoran Gallery, donde estaba ubicada la colección de su padre.

La fama de cazador de dotes de su maestro de pintura y el temor de que su hija y el pintor estuvieran manteniendo una relación más íntima apremió a Anne a buscarle marido. Huguette se había convertido en una de las jóvenes casaderas más cotizadas del momento desde su debut en los bailes de sociedad neoyorquinos. En uno de ellos coincidió con Bill Gower, al que ya conocía desde muchos años atrás, por ser el hijo del contable de una de las minas de su padre. El chico era un año mayor que ella, había estudiado Historia en Princeton y Derecho en Columbia. En diciembre de 1927 se anunció el compromiso de la pareja y en agosto del año siguiente se casaron en la mansión de Bellosguardo, en una ceremonia íntima. Anne les había comprado un Rolls-Royce Phantom I para el viaje de novios, con el que recorrieron el oeste de EEUU, antes de viajar a Hawai para completar la luna de miel.

Apartamentos 907 Fifth Avenue

A su vuelta se instalaron en el apartamento de Huguette, alquilaron un palco en el Metropolitan Opera y Tadé Styka hizo un retrato de Gower. Todo parecía perfecto, la pareja tenía ante sí un futuro de felicidad. Sin embargo, a los nueve meses se produjo la ruptura del matrimonio. La versión oficial culpaba del fracaso matrimonial a que Huguette solo estaba interesada en el arte y su marido en las finanzas. En cambio, la versión oficiosa, compartida por miembros de la familia, es que ella no estaba interesada en la parte física del matrimonio, y que éste no se había consumado.

A principios del siglo XX no resultaba fácil divorciarse en EEUU, principalmente en los estados de tradición católica como Nueva York, en los que sólo se admitía el adulterio como causa legítima. Distinto era el caso de Nevada, un estado que ya empezaba a ser conocido por su mayor transigencia en estas cuestiones. Había una formalidad que cumplir: para acceder a una vista en la Corte se precisaba una residencia mínima de tres meses en el estado. Poco problema fue éste para Huguette y su madre, que se trasladaron a Reno con seis sirvientes y alquilaron toda una planta en un moderno hotel de la ciudad. En agosto de 1930 Huguette obtuvo el divorcio de su marido, que ni se presentó ni puso impedimento alguno.

Curiosamente, Huguette y Bill mantuvieron una buena amistad, con abundante correspondencia, incluso cuando éste volvió a casarse y se estableció en Francia, y ella siempre conservó la alianza de Cartier con treinta y dos brillantes que él le regaló.

Un imperio se desvanece

Diez años sobrevivió el imperio Clark a la muerte de su fundador. Los hijos varones de W.A. Clark tuvieron una vida mucho más corta que su padre. En 1928, los herederos Mary, Charles, Khate y William, hijos del primer matrimonio, y Huguette, del segundo, decidieron vender todo el patrimonio industrial de Montana, origen de la fortuna. Quedaba el principal activo de la familia, la United Verde Copper Company, en Arizona, presidida por el hijo mayor, Charles, gran aficionado a los caballos, la bebida, el juego y las mujeres. Murió en 1933, de neumonía, a los sesenta y un años. El otro hijo varón, William, estaba más entregado a sus inquietudes intelectuales que a los negocios, pese a tener diferentes cargos en las empresas del padre. Creó una espléndida biblioteca que a su muerte dio origen a la Universidad de California y fundó la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. Su único hijo, conocido como Clark III, era la esperanza de la familia al convertirse en gerente de la United Verde Copper Company a la muerte de Charles, pero un fatal accidente aéreo cuando practicaba vuelo sin motor acabó con su vida en 1932. Dos años más tarde, el propio William moriría de un infarto fulminante a los cincuenta y siete años. Desaparecida también Khate en 1933, ya solo quedaban Mary y Huguette, como descendientes directas de W.A. Clark, ambas muy poco interesadas en los negocios. Con el precio del cobre por los suelos a causa de la Gran Depresión de 1929, las dos hermanastras vendieron la última mina del imperio Clark, un modelo de ciudad-industria con servicios sanitarios, equipamientos y sueldos justos para sus trabajadores, a la Phelps Dodge Corporation, conocida por su aversión a los sindicatos. Era el año 1935, hacía setenta años que había empezado todo y solo diez desde que había muerto el gran hombre. Ya no quedaba nada que pudiera mantener el apellido Clark en la memoria de la nación. De hecho, con el país hundido aún en una profunda crisis, bastante tenía el pueblo americano con sobrevivir.

Aunque quizá quedaba algo: una región de Montana que incluso hasta el día de hoy constituye el desastre medioambiental más sobrecogedor de EEUU. Agua y viento esparcieron durante años arsénico de cobre, cadmio y plomo, contaminando el aire, la tierra y los ríos. Aunque se culpa en mayor medida a otros propietarios de minas que a W.A. Clark, el hecho es que la zona ha necesitado más de mil millones de dólares para paliar en parte los efectos de la industria minera. Si sienten curiosidad busquen en Google Maps Berkeley Pit, y hallarán un enorme pozo, del tamaño de un lago, lleno de agua tóxica en lo que fue una mina a cielo abierto. Durante años, miles de gansos que en sus migraciones se posaban en esas aguas morían, encontrándose en sus entrañas quemaduras por exposición a altas concentraciones de cobre, cadmio, arsénico y ácido sulfúrico. La última masacre ocurrió en 2016, cuando una bandada de más de tres mil ejemplares sucumbió en las aguas del pozo. A partir de entonces, un sistema de sonido distribuido por la zona emite sonido de disparos y de depredadores para ahuyentar a las aves y alejarlas del pozo.

Bellosguardo

William Miller Graham, magnate del petróleo, y su esposa, Lee Eleanor, se hicieron construir en 1903 una mansión de estilo italiano en Santa Bárbara, frente al mar. En ella se rodaron algunas conocidas películas del cine mudo, aunque la que alcanzó más éxito fue En los días de Trajano. La bancarrota y el divorcio provocaron que la monumental casa fuera puesta en alquiler, siendo arrendada por los Clark, a los que gustó tanto que W.A. Clark hizo una oferta de compra a los propietarios y se hizo con ella. Desgraciadamente iba a poder disfrutarla muy poco tiempo, apenas año y medio. El mismo año de su fallecimiento, cuatro meses después, un terremoto en Santa Bárbara causaría graves daños en la propiedad. Anne, que había heredado la mansión a la muerte de su marido, decidió reconstruirla por entero, al estilo francés del siglo XVIII y, por descontado, a prueba de terremotos. Durante los tres años que duró la construcción se dio empleo al máximo número posible de trabajadores, por orden expresa de Anne, en un intento de aliviar la grave situación de desempleo ocasionada por la Gran Depresión.

Hasta principios de la década de 1950, Anne y Huguette visitaron regularmente Bellosguardo. Llegaban a la estación de Santa Bárbara en un lujoso tren Pullman, donde ya estaba aparcado el Rolls-Roice o el enorme Cadillac, con el fiel Walter Armstrong al volante. Una camioneta se ocupaba de trasladar el abundante equipaje hasta la mansión. Aparte de las visitas habituales de algunos miembros de la familia, de las ahijadas de Anne y de Etienne, los siete mil metros cuadrados en forma de “U” daban para recibir a miembros destacados de la sociedad de Santa Bárbara, a socios del club de golf o a responsables del Museo de Arte de la ciudad. El Cuarteto Paganini —del que se dan detalles en el próximo capítulo— y sus Stradivarius también estuvieron a menudo presentes en la propiedad.

Ciertamente, Bellosguardo era magnífico. Nada menos que casi 100.000 metros cuadrados de extensión y una situación que le otorgaba, además de unas increíbles vistas del océano Pacífico, una confortable privacidad. Césped, arbolado, jardines, estanques, embarcadero, y una bella construcción, amplia y elegante. Solo la sala de música ocupaba trescientos metros cuadrados. Huguette disponía de un estudio escondido en la parte trasera para mantener su privacidad. El estudio contaba con cocina y baño, y una escalera que conducía hasta las habitaciones, para evitar tener que pasar por el vestíbulo. Igualmente espectaculares eran la biblioteca y las suites de Huguette y Anne. En las paredes abundaban los cuadros de Tadé Styka, algunos de ellos con Andrée de protagonista. Pero, además de en las pinturas, Andrée estaba presente en el exterior, detrás de la pista de tenis, en una cabaña de entramado de madera que se llamó Andrée’s Cottage, de estilo Tudor, con tejado de paja y de cuyo mantenimiento se ocupaban maestros artesanos venidos de Inglaterra. Ya fuera de Bellosguardo, Huguette quiso homenajear a su hermana fallecida con la creación del Refugio de aves Andrée Clark. Se escogió un terreno pantanoso junto a la propiedad y se convirtió en un lago con tres islotes, utilizado por diversas especies de aves acuáticas en sus escalas migratorias, aunque también sirvió de hábitat permanente para cormoranes y garzas.

Hasta la década de 1960 Bellosguardo se regía por la regla de las cuarenta y ocho horas, es decir, que avisando con esta escasa antelación la mansión debía estar perfectamente preparada para recibir a las Clark. Eso implicaba un mantenimiento constante, teniéndolo todo al día. Para ello, el administrador, Albert Hoelscher, debía vivir todo el año en Bellosguardo y ocuparse de su cuidado. Hasta veinte jardineros y dos fontaneros —por el sistema de riego— se necesitaban para adecuar los impresionantes jardines de rosales, el arbolado y los prados de césped.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la mansión acogió un regimiento de infantería en la casa de la playa, ante la amenaza de un ataque japonés. De hecho, en 1942, un submarino nipón atacó un campo petrolífero cerca de Santa Bárbara. Aunque no se produjeron graves daños el miedo se apoderó de los vecinos de la zona, incluidas las Clark y el personal de servicio. El temor a nuevos ataques o a una invasión determinó que Anne comprase, tierra adentro, un rancho, con una casa de campo, prados inmensos con caballos y ciervos y una piscina que se alimentaba de las aguas de un arroyo de montaña. A la muerte de Anne, Huguette heredaría el rancho, que sería donado casi de inmediato a los Boy Scouts.

Bellosguardo

Bellosguardo recibiría a la madre e hija Clark por última vez en 1953. Quizá el largo viaje desde Nueva York empezaba a resultar pesado para ellas, en especial para Anne, que con setenta y cinco años empezaba a tener algunos achaques. Por su parte, Huguette acababa de comprar un castillo de estilo francés en New Canaan, Connecticut, a menos de cien kilómetros de Nueva York. Le Beau Château, como se le conocía, había sido construido en 1838 por un senador republicano y ahora la hija de otro senador era la propietaria. Huguette no movió ni un solo mueble de la casa, aunque sí la amplió con una nueva ala y mejoró la propiedad comprando algunos terrenos colindantes. No acabaron aquí sus inversiones. Entre 1950 y 1960 añadió valiosas pinturas a su colección, en la que destacaban los impresionistas franceses, como Renoir, Degas, Manet y Monet, aunque también dos retratos del cotizado pintor estadounidense John Singer Sargent. En 1955 compró su tercer Stradivarius —sin contar los cuatro comprados para el Cuarteto Paganini—, y no un Stradivarius cualquiera, sino quizá el mejor del mundo en manos privadas. El violín era llamado «La Pucelle», en referencia a que nunca había sido abierto para una reparación y mantenía su “virginidad”. Tan pronto tuvo ocasión adquirió las residencias de ella y su madre en la Quinta Avenida, hasta entonces solo disponibles en régimen de alquiler.

A pesar de no volver a Bellosguardo desde 1953, Huguette, que lo había heredado de su madre en 1963, jamás quiso venderlo, a pesar de las excelentes ofertas que recibió. Eso sí, la regla de las cuarenta y ocho horas quedó abolida, y al nuevo administrador solo se le exigió mantener la propiedad en un estado perfectamente digno.

La vida cotidiana

Anne, sin nietos en los que volcar su afecto y con Huguette totalmente dedicada a la pintura, buscó la compañía de dos jovencitas cercanas. De una banda, Leontine Lyle, hija del doctor Lyle, el médico de la familia, que atendió a Andrée y a W.A. Clark en sus últimos momentos de vida. Por otro lado, Ann Ellis, hija del abogado que siempre representó a los Clark, George Ellis. Aunque de familias bien situadas, no pertenecían a la misma clase social que Anne y ésta se tomó la obligación de refinar a las chicas y convertirlas en dos mujeres de éxito. Ciertamente, hubo un gran cariño por parte de las tres en aquella relación, y una gran generosidad, además, por parte de Anne.

También mantuvo una buena relación con los hijos del primer matrimonio de W.A. Clark, sobre todo con Charlie y sus hijos, a los que invitaba a menudo a las sesiones musicales que tenían lugar en la octava planta del 907 de la Quinta Avenida. En un intento de que no se perdiera el contacto entre hermanastros organizó veraneos en Bellosguardo, en los que Huguette, si bien estaba presente, participaba poco, más inclinada a entretenerse con sus muñecas, un apego que le duró toda la vida y que motivaría que algunos familiares la consideraran inmadura y quizá afectada emocionalmente por la muerte de su hermana.

Anne fue siempre una gran amante de la música, en especial de la música de cámara, además de una meritoria intérprete de arpa. En una ocasión, Robert Maas, violonchelista de cierto renombre, se hallaba tocando en el salón de Anne, en una de aquellas tardes musicales que ofrecía la anfitriona. Al acabar su interpretación, la viuda Clark le propuso que creara un cuarteto de cuerda y ella proporcionaría la financiación necesaria. La conversación fue concretando quiénes podrían ser los integrantes del cuarteto y dónde encontrar instrumentos con el necesario nivel de excelencia. Maas comentó que había visto cuatro instrumentos magníficos en el taller de un distribuidor de rarezas musicales antiguas llamado Emil Herrmann. Se trataba de cuatro instrumentos fabricados por Antonio Stradivari en Cremona que habían pertenecido a Niccolo Paganini. Herrmann solo los vendería si se le garantizaba que permanecerían unidos. Inmediatamente, Anne descolgó un cuadro de Cézanne de la pared, llamó al chófer y desapareció. Dos horas más tarde aparecieron Anne y su chófer con los dos violines, la viola y el violonchelo de Stradivari. Así se creó el Cuarteto Paganini, que alcanzaría fama mundial.

Huguette, tras el divorcio volvió a usar el apellido de soltera, haciéndose llamar señora Clark, en vez de señorita. Su madre, sin embargo, no desistió de encontrarle marido. El marido de su hermana Amelie, tenía un hijo de otro matrimonio anterior, Darry, que había servido en aviación durante la Segunda Guerra Mundial. Amelie y Anne lo organizaron todo para que Darry y Huguette se conocieran pero cada una de las dieciséis veces que se citaron un pretexto de Huguette impidió el encuentro.

Retrato de Huguette, Tadé Styka

Quizá el corazón de Huguette ya tenía dueño. En sus estancias en Trouville los Clark habían conocido a la familia Villermont, de origen noble aunque venida a menos económicamente tras la revolución francesa. Etienne Allard de Villermont, hijo de la familia, tenía dos años más que Huguette y era su habitual compañero de juegos en Trouville. Aquella vieja amistad infantil se consolidó cuando Etienne viajó a Nueva York en la década de 1930. Etienne fue invitado habitual de las Clark en las tardes musicales en el apartamento de la Quinta Avenida y en los veranos en Bellosguardo. El marqués de Villermont encontró un lugar destacado en las columnas de sociedad neoyorquinas entre los años 1935 y 1944. Alto, de hermoso pelo castaño, rostro amable y conducta elegante, Etienne era invitado a la mejores fiestas, codeándose tanto con príncipes rusos como con los actores más cotizados de Hollywood. En 1936 se le relacionó con una rica heredera americana de la industria del café, pero al poco tiempo se anunció que el compromiso se había cancelado. Tres años más tarde apareció en la prensa una nota que informaba de una probable boda del marqués de Villermont y Huguette Clark. Se desconoce qué motivó que no se llevara a cabo una boda que prácticamente se daba por hecha. Si se tiene en cuenta que Anne deseaba un marido para su hija y que un noble francés contaría con su bendición, máximo siendo de una familia a la que apreciaba, no parece probable una oposición materna al enlace. Por otro lado, tampoco resulta lógico que Etienne desaprovechara la oportunidad de matrimonio con una rica americana, sobre todo porque según la correspondencia que mantuvo con Huguette por largo tiempo se deduce que tenía por ella sentimientos profundos. Esta correspondencia, con Etienne de vuelta en Francia, se mantuvo entre las décadas de 1940 y 1980. Siempre había para Huguette una postal de Etienne en el día de San Valentín, incluso después de casado. Queda pues pensar que fue Huguette quien no deseó casarse en 1936.

Además de la pintura y la música, la fotografía fue otra de las grandes aficiones de Huguette. Equipada con cámaras de gama alta de la época realizó multitud de fotografías, tanto en Bellosguardo como en su apartamento. En el dorso de cada instantánea anotaba la fecha y los datos técnicos de la toma, como la apertura y el tiempo de exposición. Muchas de estas fotografías tienen a la propia Huguette como protagonista. Durante años se retrató por Pascua y Navidad sentada en una silla junto a una tela de Cézanne o frente al piano. Las fotos son casi idénticas, prácticamente solo varían los vestidos y el rostro de Huguette, que va envejeciendo poco a poco.

Su madre, Anne Eugenia LaChapelle Clark, murió en octubre de 1963 en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York, a los ochenta y cinco años. Un funeral católico privado y dos esquelas en la prensa, una de su hermana, Amelie, y otra de Huguette. En el testamento, redactado en 1960, fue generosa con su familia y sus empleados, sin olvidar organizaciones benéficas y otras instituciones. Toda la familia del lado LaChapelle recibió una parte de la herencia. Recibieron también su parte las dos ahijadas, Leontine y Ann, la ex asistente, Adele Marie, y el resto de empleados. Entre las instituciones beneficiadas en el testamento estaban las Girl Scouts, la Galería Corcoran, la Cruz Roja y la Juilliard School of Music. Fue enterrada en en mausoleo familiar del cementerio de Woodlawn.

Etienne fue un buen apoyo para Huguette en aquellos momentos, tanto a través de sus cariñosas cartas como personalmente en las visitas que le hizo. Al volver a Francia, él le enviaba carta expresándole lo grato que había sido verla y lo difícil que le resultó volver a su país. Por su parte, Huguette ayudó económicamente a toda la familia Villermont hasta el final de sus días. Incluso, ya fallecido Etienne en 1982, Huguette siguió enviando dinero a su viuda durante años.

La meticulosidad que puso su padre en la construcción de la gran mansión quedaba corta comparada con la que mostró Huguette con sus casas de muñecas. Como su padre, no escatimó tiempo ni dinero. Los artesanos que siguiendo sus bocetos fueron encargados de la construcción de las casitas recibían continuas llamadas, incluso por la noche, con constantes modificaciones. Exigía que las medidas fueran exactas a las que ella indicaba, y que cada detalle fuera perfecto. Rudolph, el principal ebanista de las casas de muñecas, nunca pudo negarse a trabajar para Huguette, pese a lo frustrante que podía resultar a veces. Tanta era la generosidad de su cliente. Huguette enviaba regalos a sus hijos y nietos. Por Navidad, el ebanista recibía un cheque de cinco cifras que iba aumentando de año en año. Cuando Rudolph murió en el año 2000 su viuda siguió recibiendo los cheques y sus nietos tuvieron los estudios universitarios pagados. Por descontado, de los vestidos de las muñecas se ocupaba nada menos que La Maison Christian Dior de París.

Una mujer oculta

El personal de servicio en los apartamentos de la Quita Avenida fue disminuyendo a medida que envejecían y se jubilaban. Por un lado, Huguette no estaba por la labor de entrevistar a nuevo personal, y por otro, una vez desaparecidas su madre y su tía, sólo estaba ella para ser atendida. Una de sus últimas cuidadoras a tiempo completo, Delia Healey, era irlandesa inmigrante seis años mayor que Huguette. Por las mañanas se ocupaba de traer plátanos frescos y de preparar el almuerzo de Huguette, por lo general a base de galletas saladas con sardinas de lata. Lavaba y planchaba los vestidos de las muñecas y grababa programas de televisión, en especial dibujos animados, para que Huguette los viera en cualquier momento. Los Picapiedra eran sus preferidos. Cuando Delia enfermó, ya con cerca de ochenta años, Huguette enviaba el coche a su casa para recogerla y evitarle la incomodidad del transporte público.

Huguette empezó a usar personal a tiempo parcial y a no dejarse ver. Robert Samuels, su restaurador de muebles, que trabajó para ella durante más de veinticinco años, nunca habló con ella cara a cara. El cáncer en su rostro estaba causando estragos, hasta tal punto que había destruido parte del labio, impidiéndole alimentarse normalmente. Terriblemente desnutrida no sabía a quien recurrir. Su médico de años, el doctor Jules Pierre, era un anciano y ya no atendía pacientes, y el que lo sustituyó, Dr. Myron Wright, había muerto. Finalmente, pidió ayuda a Suzanne, la esposa del doctor Pierre, con la que mantenía una buena amistad. Suzanne pidió a Huguette que se dejara visitar por el doctor Henry Singman, que ahora se ocupaba de los pacientes de su esposo. Tan pronto como examinó a Huguette vio la gravedad del caso y la convenció para ingresar en un hospital. Se eligió el Doctors Hospital por estar muy cerca de donde residía Suzanne, lo que facilitaba las visitas, y por ser el preferido de la buena sociedad neoyorquina, especialmente si se necesitaba un estiramiento facial o una cura de adelgazamiento. La instalaron en una habitación encantadora de la planta once con vistas al parque de la ciudad.

Los primeros días fueron difíciles, había vivido prácticamente sola durante años y rechazaba tanta gente a su alrededor. Se mantenía siempre alerta, desconfiada y asustada. Se le practicaron diversas cirugías, eliminando tumores malignos y comenzaron con la reparación del labio, la mejilla y el párpado derecho. Al mismo tiempo se la trató de su problema de mala nutrición de años. Huguette tuvo hasta veinticinco enfermeras privadas que la atendían día y noche. Hadassah Peri fue su enfermera del turno de día y con la que Huguette tendría un trato especial durante veinte años. Se iba a convertir con los años en la enfermera más rica del gremio. Sin ningún día de descanso al principio, Hadassah trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, con un sueldo de más de 130.000 dólares anuales. El origen filipino de la enfermera estaba quizá detrás de su absoluta fidelidad y devoción a Huguette. Pasados los primeros días de rechazo a todo se fue estableciendo una rutina diaria. Al despertar se tomaba dos tazas de leche que le preparaba la enfermera de noche, a la espera de que llegase Hadassah con el The New York Times. Mientras Huguette repasaba las páginas de sociedad y el obituario, la fiel enfermera le preparaba el desayuno a base de avena, huevos, puré y una café con leche al estilo francés. A continuación, sin ayuda, Huguette realizaba su aseo personal y en seguida sus ejercicios respiratorios con un espirómetro, en el que debía soplar hasta que la bolita subía varias veces por el tubito de plástico. Una caminata por la habitación con Hadassah era también una práctica diaria, tras la cual llegaba el tiempo personal de Huguette, que dedicaba por lo general a llamar por teléfono. La destinataria de las llamadas solía ser Suzanne, con la que podía hablar en francés, algo que la fascinaba.

Hadassah Peri

Los pocos familiares más o menos directos que le quedaban nunca supieron adonde se había trasladado al dejar el apartamento de la Quinta Avenida. Algunas tardes se entretenía mostrando el álbum de fotos familiar a las enfermeras. En el hospital siguió viendo Los Picapiedra y La abeja Maya, aunque también consultaba la información financiera de la CNN y renegaba cuando caía el índice bursátil. En general, el personal del hospital, exceptuando al médico, no veía a Huguette, sus enfermeras privadas se ocupaban de todo. En cierta ocasión que Hadassah tuvo que ser operada y se estaba restableciendo en una habitación cercana, Huguette, vestida de calle y con zapatos de tacón, cruzó todo el pasillo para visitarla, causando sensación entre el personal del hospital, para el que hasta ese momento había sido un misterio.

Dejando aparte el cáncer del rostro, la salud de Huguette era excelente para su edad. Cuando quisieron darle el alta, ella ya se había acostumbrado a la vida en el hospital e intentó alargar el final de los tratamientos. Sin duda, la paciente se hallaba a gusto allí. El medio millón de dólares al año que costaba la estancia no eran ningún problema para la hija del Rey del Cobre. Con una mente clara y activa pese a la edad, siguió desde allí sus proyectos de arte y los relacionados con sus casas de muñecas. Para ello contrató a Chris Sattler, un licenciado en Historia y Literatura, como asistente personal. El honrado Chris se ocupó en hacer un inventario de todo el mobiliario de los apartamentos de la Quinta Avenida. No fue tarea sencilla, muchas cosas caben en 1500 metros cuadrados, entre ellas más de mil muñecas. Le llevaba al hospital la correspondencia, representaba a Huguette en subastas, hacía de recadero cuando Huguette necesitaba en el hospital algunos libros u objetos del apartamento. En este último caso, la anciana Clark indicaba con toda precisión los títulos de los libros y el estante donde podía localizarlos.

Dos ejemplos de generosidad

La generosidad de Huguette era proporcional a su fortuna. Ningún viejo amigo o empleado tuvo motivo de queja jamás. En una ocasión ni siquiera fue necesaria relación alguna. La historia es como sigue.

Gwendolyn Jenkins era una enfermera jamaicana de cincuenta y siete años que residía con su hija en un barrio pobre de Queens. Un día apareció en la puerta de su casa un abogado que dijo llamarse Don Wallace y que traía una carta para ella. Antes de abrirla, Gwendolyn debía jurar no revelar su contenido.

El último paciente de Gwendolyn había sido Irving Gordon, un agente de bolsa neoyorquino, que enfermó de cáncer. La enfermera jamaicana se trasladaba cada día en tren y autobús para cuidar al enfermo, para el que siempre tuvo un trato abnegado y cariñoso. El abogado explicó a Gwendolyn que él nunca conoció a Irving, pero tenía un cliente cuyas finanzas habían sido manejadas por el agente de bolsa que ella había cuidado hasta su muerte, y que quería expresarle su agradecimiento.

Por la noche, la enfermera relató a su hija el encuentro con el abogado Don Wallace y su sorpresa al recibir aquella carta de una tal Huguette Clark con una nota preciosa de agradecimiento por sus cuidados hacia Irving y un cheque de trescientos dólares como regalo. La hija de Gwendolyn, después de ver la carta y el cheque le pidió a su madre que se sentara y en ese momento le dijo a su madre que el cheque no era de trescientos dólares, sino de treinta mil.

Madame Sandré, que recordaremos por haber sido la tutora de Huguette y Andrée, tenía una hija llamada Ninta de la misma edad que la menor de las Clark. Ninta era de temperamento artístico, había estudiado danza y llegó incluso a debutar en Broadway, aunque las críticas no fueron precisamente entusiastas. Es una época también trabajó para la familia Clark como ayudante de cocina. Con cerca de ochenta años se encontró en una situación difícil. Enferma de demencia senil, a menudo se la vio rebuscando en los contenedores de basura. En 1987, un poco antes de que Huguette se mudara al Doctor Hospital, Ninta fue recogida por la policía, desorientada por la calle en una gélida tarde de enero. La llevaron al Hospital Bellevue, donde buscaron entre sus ropas la pista de algún familiar, encontrando un papel con el teléfono de Huguette Clark, que de inmediato se hizo cargo de la situación. Pidió a su médico que se ocupara del cuidado de Ninta y contrató enfermeras que la atendieran. A menudo llamaba para interesarse por la evolución de Ninta, quería saber si comía y si tenía todo lo necesario. Cuando se requirió ingresarla en una residencia de ancianos Huguette siguió sufragando los gastos, que ascendieron a unos 200.000 dólares anuales durante trece años.

Hadassah y más

Huguette fue especialmente generosa con Hadassah Peri. Durante los veinte años que estuvo contratada, Hadassah recibió, aparte de un sueldo generoso, unos trescientos cheques. Cuando la enfermera le comentó que sus tres hijos padecían asma y que la casa resulta insalubre por la humedad, Huguette le dio 450.000 dólares para que se mudaran a otra. Entre 1999 y 2002 compró otras cinco propiedades de alto valor para la familia Peri, que le costaron 3.890.000 dólares. Cuando Hadassah le decía que ya tenían demasiadas casas y que le producían muchos gastos e impuestos, Huguette sencillamente se hizo cargo de ese coste. La enfermera y su familia también recibió varios coches a lo largo de los veinte años de relación. Entre ellos un Bentley de más de 200.000 dólares: el señor Peri, ex taxista, conduciendo semejante coche. Pagó la educación, preescolar, primaria, secundaria, universidad y posgrado de los tres hijos de la enfermera, así como las facturas médicas, las lecciones de piano o violín, los campamentos de verano, las lecciones de hebreo…

En ocasiones le daba dos cheques en el mismo día y cuando la enfermera le hacía notar que ya le había dado uno por la mañana, Huguette le contestaba “Bueno, tienes muchos gastos. Úsalo”. En el año 2003, Hadassah y su familia recibieron treinta y cinco cheques por un total de 955.200 dólares.

Parece ser que los Peri nunca pidieron nada, al contrario, acostumbraban a poner reparos a tanto regalo, pero lo cierto es que esos reparos no debían ser muy firmes. Cierta vez que se le preguntó a Hadassah si consideraba ético aceptar semejante cantidad de dinero, ella respondió que no siendo empleada del hospital, sino enfermera privada, no veía impedimento alguno. Si se cuentan todos los regalos que Huguette hizo a Hadassah, su marido y sus hijos, la suma asciende nada menos que a 32.000.000 de dólares.

Otras enfermeras fueron igualmente objeto de la generosidad de Huguette. Geraldine Lehane Coffey, la enfermera del tuno de noche, con un sueldo anual nada despreciable de 131,040 dólares, recibió a lo largo de los años en los que estuvo contratada algo más de un millón de dólares con los que redondear sus ingresos.

Su antiguo médico, el doctor Jules Pierre, cerca del final de su vida le envió una carta donde le expresaba su preocupación por madame Pierre cuando él faltara. De viuda, ella no podría mantener el apartamento de Park Avenue. Solicitaba de Huguette un préstamo a su esposa hasta que ésta pudiera venderlo. La contestación a la carta tardó siete años, en forma de un cheque de diez millones de dólares para la señora Pierre.

Don Wallace, durante años abogado de Huguette, fue el primero que empezó a preocuparse por los gastos desmesurados de su cliente, pero no era fácil hablar de estos temas con la hija del senador Clark. A su muerte, por infarto en 1997, Wally Bock ocupó su lugar y junto al contable Irving Kamsler comunicaron a Huguette que consideraban desproporcionado el gasto en regalos y en el pago de los impuestos que ello generaba. Lo hicieron en cartas separadas, pero perfectamente coordinadas y razonadas. Venían a decir que se estaba agotando el efectivo, pues los ingresos no eran suficientes para pagar los gastos.

Sacar partido

Doctors Hospital pasó a formar parte del Centro Médico Beth Israel en 1991. El presidente, doctor Robert Newman, se propuso que el dinero de Huguette fuera a parar al hospital en forma de donación. Lo primero era saber de cuánto dinero se estaba hablando, así que movieron algunos hilos al respecto y descubrieron que, además de tratarse de una gran fortuna, la paciente no había hecho testamento. Lo segundo era ganarse su confianza y a poder ser su afecto. En esto, el doctor Newman contaba con algo a su favor: su esposa era japonesa. Y otra feliz coincidencia: la madre del doctor había vivido durante muchos años en Francia y a Huguette le fascinaba hablar en francés. Algunos regalitos, las visitas de su madre y de su esposa y directo al tercer paso: solicitar la donación.

Durante los primeros diez años que residió en el hospital sus donaciones sumaron casi un millón de dólares. Posteriormente, algunas negligencias médicas pusieron al hospital en una situación complicada. Acudieron con el problema a Huguette y recibieron una pintura de Manet que después de subastarla proporcionó al hospital más de tres millones de dólares, una vez pagados los impuestos.

La codicia nunca queda satisfecha. Le propusieron que transfiriera al hospital 106.000.000 de dólares, y a cambio, recibiría un millón mensual mientras viviera. Huguette tenía en ese momento noventa y ocho años, así que la jugada era perfecta. Afortunadamente, en esta ocasión, Huguette fue capaz de decir no.

En 2004 empezaron a correr rumores que presagiaban el inminente cierre del hospital y su demolición en vistas a construir un edificio de apartamentos de lujo. Ello implicaba que los pacientes deberían mudarse a otro centro médico. Huguette estaba feliz allí. Después de tantos años aislada en su apartamento de la Quinta Avenida, la vida allí le resultaba gratificante y cómoda, se había acostumbrado a la compañía humana. Y cualquier cambio en ese sentido la asustaba terriblemente. Los mandamases del hospital, Newman y Hyman, visitaron a Huguette en su habitación para indicarle que una donación de 125.000.000 de dólares evitaría la necesidad de vender el centro, pudiendo contar en ese caso con un lugar allí mientras viviera. Un chantaje en toda regla, al que la pobre paciente solo pudo contestar que hablaría con su abogado.

La primera idea de Huguette fue vender su propiedad en Connecticut, pero desgraciadamente, Bock, el abogado, le informó que apenas obtendría 20.000.000 de dólares con la venta. En realidad, Huguette hubiera podido reunir la cifra solicitada por el hospital con cierta facilidad. Contaba en esa época con unos 150.000.000 $ en acciones, bonos, pinturas y efectivo, además de una cantidad similar en bienes raíces. Sin embargo, decidió que no iba a hacer esa donación al Doctors Hospital.

Hospital Monte Sinaí

En la mañana de un martes de julio de 2004, acompañada en la ambulancia por su asistente Chris Sattler, una Huguette cercana a la centena de años, recorrió cinco millas en quince minutos hasta el que sería su nuevo y último hogar, el Hospital Monte Sinaí de Nueva York, donde había fallecido su madre. Aquella también sería su última salida al exterior.

Una habitación más grande que la del Doctors Hospital, aunque con peores vistas, en la planta décima del hospital. Allí contó con Hadassah y seis enfermeras más, dos por turno, para que el servicio quedara cubierto en caso de alguna de ella tuviera que tomarse algún día libre. Las visitas de madame Pierre se fueron espaciando, la pobre esposa del doctor Pierre había envejecido, el nuevo hospital distaba más de su apartamento y su Alzheimer empezaba a aparecer. Y justo por entonces, Huguette se mostraba cada vez más abierta al trato social. Recibía a su actual abogado Bock asiduamente, cosa que no había hecho con el anterior, Don Wallace, quien en los veintiséis años que trabajó para Huguette nunca la vio en persona, todas las comunicaciones fueron por teléfono o a través de una puerta. Incluso permitió que se dejara la puerta de la habitación abierta en muchos momentos. Para su cien cumpleaños asistieron las enfermeras, algunos médicos, Bock, Sattler, madame Pierre y Kamsler, su contable.

La última vez que Huguette vio a un familiar Clark fue en 1968, en el entierro de una medio sobrina, Katherine Morris Hall. Al terminar el sepelio, marchó discretamente de la iglesia, sin esperar a ser presentada a los parientes más jóvenes que aún no la conocían personalmente. En la década de 1990, familiares de Huguette empezaron a preocuparse por su pariente rica. O al menos por su dinero. Supieron a través de la Corcoran Gallery of Art que el mecenazgo de Huguette había ido reduciéndose y que se estaban vendiendo telas muy valiosas —que la galería había esperado recibir algún día—, como Dans les Roses (Madame Léon Clapisson), de Renoir, por la que se pagaron 23.500.000 de dólares. Otra circunstancia que hizo saltar las alarmas y persuadió a la familia de que Huguette estaba “en malas manos” fue la negativa de el abogado Bock a revelar su paradero, cuando lo cierto es que tan solo cumplía órdenes estrictas de su empleadora. Paul Newell, primo de Huguette, fue uno de los parientes que tras años de contacto telefónico dejó de saber de ella. Esta súbita ruptura de la relación le hizo temer que la salud de su tía abuela hubiese empeorado o que le estuvieran bloqueando las llamadas. Nada de eso, simplemente el oído de Huguette había perdido tanta audición que ya no se sentía cómoda utilizando el teléfono —nunca aceptó usar audífono— y además coincidió con el período en que debía dejar el Doctors Hospital y trasladarse al Monte Sinaí. Pero, claro, los familiares no sabían nada de esto, ni siquiera que estaba residiendo en un hospital.

En octubre de 2008, más de setenta y cinco miembros de la familia Clark se reunieron a petición del nuevo director de la galería Corcoran. Llegaron de Francia, Inglaterra, California: había demócratas y republicanos; católicos, protestantes, judíos y algún budista. Algunos se reconocieron por haber ido al mismo colegio y descubrieron en ese preciso momento que eran primos lejanos. Una de las tataranietas de Huguette había solicitado de Huguette, a través de Bock, que costeara ese primer “fin de semana Clark”, unos 22.000 $, a los que la hija de Rey del Cobre añadió 10.000 $ para gastos imprevistos. Irving Kamsler, el contable, que representaba a Huguette en ese encuentro familiar, hizo algunos comentarios que molestaron a la familia. Para su desgracia, hubo quien puso su nombre en Google y allí estaba el titular: “La pornografía salpica al presidente de la sinagoga”. Al parecer se le acusó de intentar atraer a menores a través de internet, a lo que se defendió asegurando estar convencido de que se trataba de un chat de adultos. Otra circunstancia calentó los cerebros de algunos Clark: la ley fiscal sobre impuestos a las herencias iba a ser modificada el 1 de enero de 2010, pasaría de la actual tasa del 45 por ciento a prácticamente nada. Los engranajes chirriaban en las cabezas pensantes de los Clark: ¿Estarían manteniendo viva a Huguette artificialmente, conectada a una máquina hasta esa fecha?

La familia se puso en marcha. Consultas a abogados sobre maltrato de ancianos, indagaciones en el registro de la propiedad, rastreo, localización e interrogatorio de personas cercanas a Huguette… Lo primero que salió a la luz fue que la propiedad en Connecticut estaba en venta. Por medio de madame Pierre conocieron que su rica pariente residía en Hospital Monte Sinaí. Dos tataranietos de Huguette, Carla Hall Friedman y Ian Devine decidieron presentarse en el hospital para comprobar su estado. Encontraron a la enfermera de fin de semana de Huguette, que les dijo que la paciente dormía en ese momento, pero ante la insistencia, les permitió entrar en la habitación. Fue apenas un minuto. Aquella anciana parecía dormir plácidamente, sin ayuda de soporte vital alguno, sin siquiera un gotero con suero. La enfermera atestiguó que la señora Clark poseía una mente clara, estaba al tanto de todo, sabía de la reunión familiar y su deseo era que nadie supiera que vivía en un hospital. Si querían saber algo más deberían volver cuando estuviera Hadassah Peri, la enfermera jefa. Y volvieron la mañana siguiente. Hadassah, enterada de lo ocurrido la noche anterior, muy enojada les pidió en el pasillo que se marcharan, cosa que hicieron sin discusión. Carla e Ian informaron al resto de parientes que Huguette estaba todo lo bien que puede estarlo una mujer de ciento dos años, parecía recibir la atención adecuada, su estado mental era equilibrado y tenía total capacidad para tomar sus propias decisiones. El personal que la asistía daba la impresión de honestidad y de merecer toda la confianza. Y que la voluntad de Huguette era limitar sus relaciones a estas personas, a su abogado, su contable y su asistente personal, con quienes se sentía cómoda y protegida.

Un reportaje televisivo sobre mansiones vacías en la NBC News puso a Huguette bajo los focos. La fiscalía, a través de la Unidad de Abusos a Ancianos, se interesó por el caso. Visitaron a Huguette en el hospital en tres ocasiones, determinando que no había signos que evidenciaran demencia, y aunque casi ciega, la señora Clark podía seguir perfectamente una conversación. También se revisaron las finanzas, para asegurarse que habían sido manejadas según sus deseos. Durante la investigación de la fiscalía, el abogado Bock consiguió mantener la privacidad de Huguette colocando un nombre falso en la puerta de la habitación: Harriet Chase. Animados por la noticia de la investigación, tres sobrinos nietos de Huguette solicitaron que se designase un tutor para supervisar las finanzas de Huguette. La propuesta no fue tomada en consideración.

Durante años, Huguette había dado largas cuando le aconsejaban hacer testamento. No sería hasta el 19 de abril de 2005 cuando finalmente firmaría, en la habitación del hospital, sus últimas voluntades.

El final

A finales de 2010, la salud de Huguette se volvió más frágil. Ella había expresado a los médicos su deseo de vivir el máximo tiempo posible, por lo que el hospital siguió tratándola de todas las complicaciones que iban surgiendo. En la primavera de 2011, el contable Kamsler recibió la llamada del hospital: Huguette había sufrido una insuficiencia cardíaca, siendo trasladada a cuidados intensivos.

Allí pasó sus últimas semanas, alimentada a través de un tubo, manteniéndola con vida a toda costa. Chris Sattler, el asistente personal, contaría tiempo después que aún pudo hablar con ella: “Gracias por todo”, le dijo, y ella le contestó “No, Chris, gracias a ti”.

Murió la mañana del 24 de mayo de 2011, dos semanas antes de cumplir ciento cinco años. Hadassah estuvo a su lado en los últimos momentos, y aunque era deseo explícito de Huguette que no hubiera funeral ni sacerdotes, la fiel enfermera, una católica convertida al judaísmo, pidió un sacerdote para administrarle el sacramento de la unción.

Mausoleo de los Clark en el cementerio de Woodlawn

Tras una vida de una casi absoluta privacidad, el obituario de Huguette Marcelle Clark ocupó la portada de The New York Times, igual como había sucedido en 1925 con su padre.

Los familiares se interesaron por la ceremonia, presionando a Bock, pero éste dejó muy claro las indicaciones de Huguette a ese respecto.

Afortunadamente, Bock, en 2006 había caído en la cuenta de que el mausoleo de los Clark en el cementerio de Woodlawn había completado su capacidad al acoger los restos de la madre de Huguette, Anne, en 1963. Tras comentar la circunstancia con su empleadora, ésta se ratificó en su deseo de ser enterrada junto a sus padres y hermana, desechando las opciones de incineración y de una sepultura junto al mausoleo, pero en el exterior. Finalmente, se encontró la forma de adicionar otro nicho bajo el de su madre.

Y allí fue colocado el ataúd de Huguette. Tan solo asistieron los empleados de la funeraria y del cementerio. Todo se había arreglado para llevarse a cabo por la mañana temprano, antes de la apertura del cementerio al público general, para mantener alejados a parientes y periodistas.

La guerra por la herencia

En 2012, diecinueve parientes, entre bisnietos, tataranietos y sobrinos nietos, acudieron a los tribunales para reclamar la herencia. Esto era absolutamente improcedente teniendo en cuenta que a la muerte de W.A. Clark, cada hijo recibió una parte igual del patrimonio del padre, los cuatro hijos del primer matrimonio y Huguette, la única hija viva del segundo. Bien es cierto que Huguette, a la muerte de Anne, recibió además la parte que había heredado su madre. Pero esto era totalmente lícito y los parientes no tenían derecho a reclamar. Aún así, había que intentar persuadir a los jueces, no podía ser que una enfermera, Hadassah Peri, un asistente, Chris Sattler, una ahijada, Wanda Styka, y dos instituciones, la galería Corcoran y el Hospital Monte Sinaí, se quedaran los 300.000.000 $.

Catorce de los diecinueve parientes reconocieron en documento judicial que jamás habían conocido a Huguette. Los otros cinco dieron como último contacto personal 1960. Diez dijeron haber enviado felicitaciones a Huguette por Navidad o por su aniversario. Cuatro aseguraron haber recibido respuesta. Quedaba establecido que en los últimos cincuenta años, medio siglo, ninguno de ellos se había acercado a Huguette. Ni Huguette a ellos.

Para que los parientes pudieran tener éxito debían demostrar que el testamento se firmó de forma irregular, sin la certeza de que Huguette tenía conciencia de lo que firmaba, o bien, demostrar que la anciana se hallaba completamente influida por la enfermera, el contable y el abogado. Incluso podrían intentar demostrar que en el momento de la firma del testamento, Huguette no tenía ya la capacidad mental necesaria.

Los dos bandos estaban a punto de enfrentarse: de un lado los parientes y del otro Hadassah, Sattler, Bock, Kamsler, Wanda y la Fundación Bellosguardo, la galería Corcoran y el Hospital Monte Sinaí. Mientras tanto, se había designado un administrador público que inició la venta de todo aquello que no tenía un legatario específico. Aunque parte de las joyas ya se había vendido y otra parte fue entregada a Hadassah y Sattler, quedaba aún un buen lote en una caja de seguridad, todavía en sus cajas originales de Tiffany y Cartier, que no se habían usado desde 1930. Subastadas por Christie’s, rindieron 18.000.000 $. Los apartamentos de la Quinta Avenida se vendieron por un total de 55.000.000 $. Le Beau Château, en Connecticut, que años atrás Huguette se negó a vender porque estando a la venta por 26.000.000 $ el comprador ofreció un millón menos, al final se vendió por 16.000.000 $. El resto de posesiones quedaron a la espera del juicio o de un posible acuerdo entre las partes.

Le Beau Château, Connecticut

Finalmente, el 24 de setiembre de 2013, la sentencia otorgó unos 80 millones de dólares a la familia, muy reducidos tras pagar impuestos y abogados, nada a Hadassah, que ya había recibido 30 millones en octubre de 2011, más lo recibido en vida de Huguette, Wanda Styka, la ahijada, 12 millones, el contable y el abogado, 500.000 $ cada uno. El resto, la parte mayor, iría a parar a obras de caridad relacionadas con las bellas artes, como la Fundación Bellosguardo y la galería Corcoran.

El personaje

Para muchos, incluida parte de su familia, Huguette fue una persona infeliz y retraída, con una vida triste. No faltó quien, quizá solo por referencias, sin ningún conocimiento médico, le atribuyó enfermedad mental o discapacidad intelectual. Para la mayoría de los que la conocieron y trataron, sin embargo, Huguette era tremendamente lúcida, alegre e imaginativa. Y sí, quizá también excéntrica, aunque en su caso no parece algo demasiado censurable.

Vivió para las artes, se formó como pintora y violinista, se interesó por la fotografía, por la historia y cultura japonesas, por las antigüedades, leyó a los clásicos. Sus aptitudes sociales eran plenamente normales. Mantuvo conversaciones telefónicas con ilustradores franceses, artesanos ingleses y japoneses, se interesó siempre por las cuestiones personales de sus empleados y amigos, preguntando a menudo por sus esposas e hijos. Repartió su generosidad a manos llenas, no solo entre su círculo cercano, sino con cualquiera que le expresase una necesidad apremiante. Huguette era también una amiga fiel que mantenía sus relaciones durante décadas, a veces pese a la distancia. Tuvo su compañero del alma, Etienne de Villermont, al que se sintió espiritualmente unida y ayudó incontables veces. Incluso mantuvo una excelente relación con su ex marido, Bill Gower. Contó durante sesenta años con su ahijada Wanda Styka. Infinidad de amistades telefónicas, sobre todo en Francia. Mantenía contacto regular con los cuidadores de sus mansiones, con el personal de la galería Corcoran, con autoridades de Santa Bárbara.

Ciertamente, sus entretenimientos habituales no eran quizá los de una persona rica convencional. Su afición a las muñecas y las casitas podía sorprender. También su devoción por Los Picapiedra y Los Pitufos. Actualmente los médicos quizá hablarían de autismo o síndrome Asperger. Quizá una timidez patológica, el trauma de la muerte de su hermana o un padre casi anciano en el momento de su nacimiento podrían explicar aspectos de su personalidad.

Nunca hizo daño a nadie, ni usó su dinero contra alguien. Al contrario, era feliz “tirando el dinero”, a decir de algunos, con la gente de su entorno. Era una mujer firme pero amable. El doctor Singman recordaría siempre como cierto día que visitó a Huguette en la habitación del hospital, la paciente, con casi cien años, le recitó en inglés, español y francés la fábula de Jean-Pierre Claris de Florian. La misma fábula que su hermana Andrée le leía noventa años antes:

Un pobre grillo

escondido en la hierba floreciente.

observó una mariposa

revoloteando en el prado.

El insecto alado brillaba con los colores más brillantes;

azul, púrpura y oro estallaban en sus alas.

Joven, hermosa, pequeña hábil, corre de flor en flor,

tomando y dejando lo más bello.

¡Ah! dijo el grillo, que su destino y el mío

son diferentes! La madre naturaleza

para ella hizo todo, y para mí nada.

No tengo talento, ni hermosura.

Nadie me cuida, aquí abajo me ignoran:

sería mejor no existir.

Mientras hablaba, en el prado

llega una tropa de niños:

Inmediatamente están corriendo

detrás de esta mariposa, todos la quieren.

Para atraparla se utilizan sombreros, pañuelos, gorras.

La mariposa busca en vano escapar de ellos,

pronto se convierte en su conquista.

Uno la agarra del ala, otro del cuerpo;

Aparece un tercero y la toma por la cabeza:

no hizo falta tanto esfuerzo

para destrozar a la pobre bestia.

Oh! Oh! dijo el grillo, ya no estoy enojado;

Cuesta demasiado brillar en el mundo.

¡Cuánto amaré mi existencia ignorada!

Para vivir feliz, vivir escondido.

El estraperlo

estraperlo   Foto del diario La opinión de Málaga.

 El estraperlo fue un comercio ilegal muy usual durante los primeros años de la posguerra española. Se trataba de vender en el mercado negro cualquier producto, en especial de primera necesidad, saltándose las tasas e impuestos. Es necesario situarlo en una etapa de absoluta escasez, con largas colas para conseguir una insuficiente cantidad de arroz o aceite, previa presentación de la cartilla de racionamiento. Muchos hombres y mujeres se lanzaban a los caminos en burro o bicicleta, o sencillamente andando, hacia los pueblos cercanos o las casas de campo. Allí compraban sobre todo huevos, patatas, y si había suerte tocino. Luego había que volver a la ciudad y evitar los llamados fielatos (burots, en Catalunya), unas casetas en las entradas de las ciudades y en las estaciones de tren donde se controlaba la entrada de mercancías: las que no estaban autorizadas eran requisadas y por las demás había que pagar las tasas establecidas. El nombre de fielato derivaba del fiel de la balanza del tipo llamado “romana” que se utilizaba en estas casetas para el pesaje de las mercancías. El precio que alcanzaban estos bienes en el mercado negro era muy alto: una docena de huevos que con cartilla de racionamiento podía costar dieciocho pesetas en 1941, de estraperlo el precio se multiplicaba por diez. Pero el estraperlo también si hizo a gran escala y la fortuna de muchas familias preponderantes actuales tiene su origen en él. Al amparo de militares y funcionarios de pocos escrúpulos se enriquecieron apellidos ilustres, cuando no beneficiados directamente por los mandamases del régimen.

   Para finalizar, una breve explicación del origen de la palabra estraperlo. Deriva de unir la parte inicial de los apellidos de dos tipos listos llegados de Holanda. Los señores Strauss y Perlowitz habían inventado un juego de azar basado en una ruleta de trece números que pretendían instalar en casinos españoles. El juego se dio a conocer como “Straperlo”. El artilugio estaba trucado y disponía de un mecanismo de relojería que garantizaba las ganancias de la banca cuando era preciso. Introduciéndose en círculos cercanos al poder, y prometiendo participación en las ganancias a varias personalidades del momento, consiguieron autorización para instalar sus ruletas fraudulentas en el casino de San Sebastián. Apenas estuvieron tres horas funcionando porque la policía clausuró el juego por ser claramente un fraude. Un tiempo después, Strauss consiguió colocar sus ruletas en el casino del Hotel Formentor, en Mallorca, pero igualmente fue por muy poco tiempo. Finalmente, Daniel Strauss, absolutamente indignado, pues había gastado una importante suma de dinero en sobornos y regalos, exigió ser compensado con 83.000 florines, cantidad equivalente a unas 400.000 pesetas de la época. El asunto de conviertió en cuestión de estado y acabó con el gobierno de Alejandro Lerroux, tío paterno de uno de los principales comprometidos en la maquinación.

Francisca

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Apareció una tarde lluviosa de un sábado cualquiera, en un mes de marzo inusualmente benigno, pero que se recordaría después por la abundancia de agua de lluvia vertida por un cielo bajo y obstinado. A través del vidrio de la puerta vi a la anciana acercarse. Había descendido del autobús y bajo la marquesina de la parada abrió su paraguas. Me llamó la atención aquel paraguas, enorme y negro, que me recordó el que manejaba el padre Camprecio durante gran parte del año, en tiempos de mi infancia en Noreña. Don Manuel, el maestro del pueblo, decía que aquel paraguas se lo habían entregado al párroco en el obispado, al mismo tiempo que la sotana. La mujer avanzó con paso prudente por la resbalosa acera mojada hasta llegar a la puerta del centro cívico. La cornisa del edificio le permitió, sin mojarse, cerrar el paraguas y agitarlo para expulsar el agua acumulada. Y entró. Mientras saludaba con un buenas tardes resuelto y animoso, con la mirada me cumplimentaba una auditoría en toda regla. Se acercó al mostrador sin dejar de mirarme:

—¿Hacen baile aquí?

—Sí, señora, todos los domingos, de cinco a ocho.

—¿Pero con músico o con discos?

—Con músico, por supuesto. A veces un dúo, a veces un músico solo…

Ya sabía cuál iba a ser la pregunta siguiente.

—¿Y se tiene que pagar entrada?

—Pues sí, tres euros.

—Uy, pues sí que es caro…yo tengo una pensión muy baja.

—Sí, pero es que hay que pagar al músico. Además, en la media parte hacen un sorteo.

—Ya, pero yo no bailo. Cuando tenía a mi marido, sí bailábamos, pero si viniera ahora sería por escuchar la música y entretenerme un rato.

Por supuesto no pensaba explicarle por qué el hecho de que no bailase no la iba a disculpar de pagar la entrada, como todo el mundo. Nos quedamos mirándonos un instante, ella como esperando una respuesta mía que le diera la razón. Cuando supo que no esa respuesta no iba a llegar me dijo:

—¿Puedo sentarme un rato ahí? —y señaló las butacas que quedaban en medio del vestíbulo.

—Claro que sí, mujer, el tiempo que usted quiera.

Estuvo allí sentada casi cuatro horas, la mayor parte del tiempo durmiendo. Desde conserjería podía ver su silueta de perfil: la cabeza baja, tanto que yo creo que la barbilla descansaba sobre el pecho, el bolso apoyado en el regazo, y sobre él las manos inertes, las puntas de los pies apenas rozaban el suelo. A eso de las ocho, cuando se marchaban los chicos que cada sábado se reunían en el piso superior para practicar juegos de rol, se despertó. Estuvo observándolos hasta que hubieron salido todos y entonces vino hacia el mostrador de conserjería.

—Dejo el bolso aquí, que voy al servicio. Es allí, ¿verdad? —me dijo, señalando la puerta correcta.

—Sí. No se preocupe, yo se lo vigilo.

Salió a los pocos minutos. No se había oído ni la cisterna del lavabo ni el ruido del secador de manos. Cogió el bolso y se despidió con un manifiesto hasta mañana, que dejaba bien claro que pensaba venir al baile.

Llegó con una hora de antelación. Antes incluso que el músico, que solía ser el primero, por aquello de descargar los bártulos y montar el equipo de sonido y el teclado electrónico. Llevaba el mismo vestido que el día anterior y en la mano una chaqueta azul de punto.

—Buenas tardes —dijo, acercándose al mostrador, al mismo tiempo que repasaba con la vista el vestíbulo vacío—. He venido muy pronto, ¿verdad?

—Buenas tardes. Bueno, un poco… aún no ha llegado ni el músico —contesté, y sentí al instante una punzada de remordimiento.

—¿Cuánto falta para que empiece?

—Una hora, más o menos, pero no se preocupe, que enseguida empezará a llegar gente —intenté corregir la aspereza anterior.

—Me dijiste que vale tres euros, ¿no? Yo, algunos sábados voy al baile que hacen en la calle de la Paloma y no me hacen pagar ―me miró como si me estuviera chupando el cerebro, evaluando el efecto de sus palabras―. El conserje me conoce de hace muchos años y habló con los que hacen el baile para que me dejaran entrar. Como no bailo…

―Aquí, normalmente, a partir de la media parte dejan entrar sin pagar ―dije, desviando la mirada hacia los papeles de mi mesa.

Como el día anterior, se instaló en una de las butacas, quizá un tanto dolida por lo que debió considerar mi falta de solidaridad. Al poco rato, el músico asomó la cabeza por la puerta para avisarme de su llegada y le abriera la puerta de atrás para descargar. Este domingo le tocaba actuar al dúo Excelsior, una pareja de debía andar por la cincuentena y que desde hacía un par de años eran también pareja fuera de los escenarios. Él tenía toda la pinta de un buenazo, amante de la vida sencilla, con una barriga que empezaba a resultar dramática, y ella, más alta que él, mantenía en cambio una buena figura, si bien, su rostro denotaba el paso del tiempo y el cansancio de muchas noches con pocas horas de sueño. Cuando llegamos a la puerta trasera, me sorprendió que ella no estuviera en la furgoneta esperándonos, como de costumbre.

―¿Vienes solo hoy, Carlos?

―Sí, solito ―me dijo, y aunque hizo un silencio, los años que hacía que nos conocíamos, aunque solo fuera por esos ratos de los domingos, le animó a seguir―. Nos hemos separado… ¿Sabes qué pasa?, que con la edad cogemos muchas manías y es difícil la convivencia.

―Pues sí, supongo que tienes razón ―realmente lo creía―, y además uno está tan bien solo… sin tener que dar cuentas a nadie.

―Pues sí… A partir de ahora, si me sale alguna amiga, cada uno en su casa ―intentó parecer convincente.

Lo dejé descargando el material y me volví a la conserjería con cierta sensación de pesadumbre. Los abuelos habían empezado a llegar y ya no quedaban butacas libres, así que la anciana estaba bien entretenida, siguiendo las conversaciones cercanas. Llegaron Alfredo y Teva, dos miembros del Club de Jubilados, organizadores del baile, y empezaron con los preparativos. Mientras Alfredo colocaba una pequeña mesa y dos sillas junto a la puerta que daba acceso a la sala de baile, a modo de taquilla, Teva se ocupó en disponer lo necesario dentro de la sala, como las cuatro burras con perchas para los abrigos del público, las papeleras o las sillas alrededor de la pista, para el descanso de los danzantes.

No tardaron en oírse los primeros acordes apagados al otro la lado de la puerta del salón. Se trataba del bolero Si nos dejan, del que siempre se servía Carlos para adecuar el volumen del micrófono a la sonoridad del teclado. Sin acceso aún al salón de baile, desde el vestíbulo, los más asiduos reconocieron rápidamente que el músico que tocaba esa tarde era Carlos, e incluso alguno, quizá, encontró a faltar la voz de Cristina, la parte femenina del dúo. A medida que se acercaba la hora de inicio del baile iba llegando más y más público. Aunque muchos eran del barrio y venían a pie, la mayoría acudía en autobús y se les podía ver bajar con la dificultad que ponen los años y el cuidado de quienes entienden lo fatídico de un tropezón y una caída. Había mayoría de mujeres, por esa mala costumbre que tienen los hombres de morirse primero, y todas venían emperifolladas con sus mejores galas y sus peinados de peluquería.

A las cinco en punto se abrieron las puertas del salón de baile. Alfredo y Teva iban despachando las entradas y el vestíbulo se fue vaciando poco a poco. Fueron llegando los últimos rezagados y antes de media hora sólo quedaron allí los dos organizadores y la anciana, que obviamente no pensaba sacar entrada. Como perro apaleado, me miraba de tanto en tanto. Alfredo y Teva la miraban a ella. Intenté abstraerme echando un vistazo al periódico, pero al final salí de conserjería y me senté a su lado.

―¿Cómo se llama usted? ―le pregunté en voz baja para que los otros no me oyeran.

― Francisca ―me contestó

―Yo me llamo Javier. Vengase conmigo y déjeme hablar a mí.

Me siguió dócilmente y nos acercamos a la mesita donde Alfredo y Teva vendían las entradas. No nos habían quitado ojo en ningún momento.

―Buenas… Es Francisca, mi tía ―les presenté―. Ella no baila, sólo quiere distraerse un rato. Cobra muy poquito de pensión… ¿puede entrar?

―¿Es tu tía? ―me preguntó Teva, un tanto desconfiado.

―Sí, tía segunda, o algo así, mi madre y ella son primas ―se me ocurrió decir.

Francisca aguantó el tipo con desparpajo, sin mostrar desconcierto alguno por mi salida. Entonces, Teva soltó medio discursito sobre lo complicado que ahora resultaba todo con el nuevo ayuntamiento, que si había que andarse con cuidado con estos, que si había que evitar cualquier irregularidad, que si tanta gente adentro, tantas entradas vendidas… Hacía casi siete años que le conocía y nos tratábamos con familiaridad. Yo sabía que su mujer y la de Alfredo entraban cada domingo sin pagar, por lo que pude decirle sin mucho apuro:

―Teva, tú le das una entrada sin cobrarle y no va a pasar nada ni se va a enterar nadie.

Se movió en la silla, algo inquieto, mientras su mente discurría. Casi podía oír los engranajes de su cerebro. Alfredo lo miraba. Francisca y yo lo mirábamos.

―Venga, que pase ―soltó por fin, agotado por el esfuerzo, y añadió en tono socarrón―: Sin entrada, no vaya a ser que encima le toque la rifa de la media parte.

―Gracias, Teva ―le dije sonriendo―, te lo agradezco.

Antes de las ocho, la hora en que acababa el baile, empezó a desfilar buena parte del público y la parada del autobús se llenó de abuelos. Francisca se quedó hasta el final, y al salir me hizo un gesto de saludo con la mano que correspondí mientras atendía las preguntas de un usuario.

La viejecita se convirtió en asidua, no sólo de los domingos sino de todos los días de la semana. Llegaba a eso de las cuatro de la tarde y se iba en cuanto anochecía, si era invierno, o bien a eso de las siete en los meses de más luz. No se hacía pesada ni pretendía que se le diera conversación. Saludaba y después de intercambiar conmigo un par de frases se acomodaba en una de las butacas. Sólo algunos días, si tenía algo que contar, la conversación se demoraba un poco más. Al rato se dormía: las manos sobre el bolso apoyado en el regazo, las piernas juntas, sin que los pies llegasen al suelo, y la cabeza tan caída completamente sobre el pecho que dolían las cervicales sólo de verla. Nunca pidió un periódico si se la vio mostrar interés alguno por los carteles expuestos en el tablón de anuncios. Únicamente en los meses de calor dejaba la butaca por un corto espacio de tiempo para pasar a la cafetería del centro. De camino siempre me decía:

―Voy a tomar algo fresquito. Te invito a un refresco o a un café.

―Gracias, Francisca, pero yo no tomo nada. ―y mostrándole mi botella de agua:― Yo mi agua…y natural, nada de fría.

―Qué desaborido eres ―me decía invariablemente, y entonces sacaba un caramelo del bolso y me lo daba.

Pasaron un par de años. Los domingos, Teva, en cuanto se despejaba un poco el vestíbulo y la mayor parte de los abuelos estaban ya en la pista de baile, le hacía un gesto y Francisca abandonaba la butaca con un saltito y se colaba adentro. Fui sabiendo detalles de su vida, que me explicaba de a poco por las tardes. Era viuda desde hacía más de veinticinco años. El marido había muerto con cincuenta y ocho años como consecuencia de un accidente. Un coche le arroyó cuando se dirigía en bicicleta al trabajo. Ella estuvo cada día a su lado durante los seis meses que estuvo postrado en el hospital, incluidas las noches, hasta que los médicos decidieron que no podía hacerse nada más y lo enviaron a casa, pensando más en ella que otra cosa. A las pocas semanas, una mañana al despertar se lo encontró muerto. Se dedicó toda su vida a trabajos de limpieza, ya desde tiempos en que no existía la fregona y se fregaba el suelo de rodillas. Había vivido siempre en una casita de una sola planta en el barrio de la Cruz, hasta que con setenta y ocho años solicitó a los servicios sociales un piso tutelado. Ahora llevaba ya cinco años viviendo en un complejo para la tercera edad, a una manzana del centro cívico. Tenía por lo menos un hijo varón, al que seguramente debía ver muy poco, pues por lo que explicaba comía siempre sola, incluso los domingos.

Un buen día las visitas al centro cívico empezaron a espaciarse y la presencia de Francisca se fue diluyendo lentamente. Primero dejaron de ser diarias y aparecía solo dos o tres veces por semana, hasta acabar por venir únicamente los domingos, al baile semanal. Los conserjes, los fines de semana trabajamos en turnos rotativos, con lo cual tan sólo la veía de mes en mes. Un domingo de finales de marzo, antes de empezar el baile, se me acercó Teva:

―Javier, ¿qué ha sido de tu tía? Hace mucho que no viene al baile.

Fueron unos segundos de estupor. Se me mezclaron varios pensamientos: nunca le había confesado a Teva que Francisca no era realmente mi tía, no recordaba qué domingo había sido el último que la había visto, y en algún rincón de mi mente creí vislumbrar la imagen de Francisca del brazo de un hombre que debía tener mi edad, caminando por una calle del centro de la ciudad en una mañana próxima a las fiestas de Navidad.

―Pues ahora que lo dices es cierto que no la veo desde Navidad―conseguí responder, aunque algo en mi cara me delató.

―Era tu tía de verdad, ¿no? ―sus ojos se cerraron un poco, escrutadores.

―Bueno, tía segunda ―milagrosamente recordé lo que le había dicho más de dos años atrás―. Su madre y la mía eran primas hermanas.

―La última vez que vino al baile fue el doce de diciembre.

―Más de tres meses… ―dije, más para mí mismo que como respuesta.

―Me acuerdo porque fue el último baile antes del parón navideño ―explicó ―. Le ofrecí lotería y me dijo que no traía el monedero.

―Ahora me dejas preocupado. A ver si esta semana que viene hago por enterarme si le ha pasado algo ―se me ocurrió decirle.

―Es que además antes la veía todos los domingos en el bar La Caracola. Ella siempre estaba comiendo allí a la hora que pasaba yo a tomar el café, y ahora no se la ve nunca.

―Pues no sé ―dije ―cuando me entere de algo te lo digo.

Me quedé pensando, con cierto remordimiento, en lo fácil que resulta, en el trajín de los días, olvidar a una persona, no echarla en falta cuando hasta poco tiempo antes su presencia era tan habitual. Me dije que lo más probable era que Francisca hubiera estado en lista de espera en alguna residencia pública y le hubiera llegado al fin el turno. Porque para morirse no estaba, desde luego, pensé. Aún así, durante algunos días busqué su nombre en las necrológicas del periódico local, aunque sin saber su apellido lo único que cabía era buscar por el nombre de pila alguna viuda fallecida que tuviera aproximadamente su edad. Sabía que era absurdo, pues podía hacer semanas que había muerto, y sin embargo continué haciéndolo durante días. Me propuse acercarme una tarde a los pisos tutelados y preguntar por ella en la recepción. No llegué a hacerlo nunca, aunque algunos días me acuerdo de ella.

Alimentación impar

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A veces tengo la impresión de que algunos fabricantes están empeñados en que los matrimonios vayan mal. Matrimonios y parejas en general, quiero decir. Pongamos, por ejemplo, los fabricantes del sector de la alimentación. Parece que se la tienen jurada a la sociedad tomada así, de dos en dos. Qué obsesión, Dios, con los números impares… Como quiera que he sido designado por mi pareja para la compra de los víveres cotidianos me siento validado para dar fe de ello. Verán el porqué: en casa, el pollo nos agrada, así que acostumbro a recorrer la sección que los supermercados le dedican, y les aseguro que siempre me ha resultado imposible encontrar bandejas de esta carne con un número par de porciones. Bandejas con siete muslitos de pollo las hallarán en todas las marcas, pero les reto a encontrarlas con seis u ocho. El resultado es que uno de los dos de la pareja tiene que comerse tres muslos y el otro cuatro, con todos los inconvenientes que esto conlleva. Y si hablamos de conejo pasa otro tanto. Puedes escoger entre la bandeja de osobuco o la de lomitos, pero siempre encontrarás nueve porciones en ellas. Mi mujer y un servidor hicimos un trato hace tiempo: tratándose de pollo ella se come los cuatro muslos y si se trata de conejo el menda se come la ración de cinco trozos. Puede parecer una solución salomónica que nos libra de discusiones y de andar porfiando en quien cede al otro la ración mayor. No es así siempre. Cuando te has comido ya tus tres muslos y miras como de reojo el plato de la parienta donde aún quedan uno o dos muslitos (ella come más despacio) le viene a uno cierto instinto asesino, hacia el fabricante que no puso ocho trozos o hacia la señora de buen apetito que tiene al lado. Entonces uno se enfurruña como un niño y no está ya para cines, conciertos o paseos románticos, Alguien puede decir que hay notables excepciones al señorío del número impar en la alimentación, como por ejemplo los huevos, que toda la vida han venido de seis en seis o de doce en doce, pero es que en este caso se trata de un artículo que, salvo gente desproporcionada, no se acostumbra a consumir de una sola vez.

Maison Couchet

Fue poco antes de entrar en la place des Vosges cuando notó por primera vez la extraña presencia. Físicamente, lo que sintió fue algo muy parecido a un escalofrío, e inmediatamente la sensación psíquica de una substancia inmaterial, como si el hueco donde antes no había nada hubiera sido ocupado por una naturaleza esponjosa. Por resumirlo y referirse a ello lo llamó la presencia. Recorrió los escasos veinte metros de la rue de Birague que le separaban de la plaza y una vez en ella se detuvo bajo los arcos; su mirada recorrió los ciento ochenta grados que tenía delante. Sin saber ni preguntarse por qué, optó por dirigirse hacia la izquierda, aunque la guía de París que manejaba situaba la casa de Víctor Hugo —cuya visita era el motivo de encontrarse allí— en dirección contraria. Recorrió setenta metros y volteó al norte, guiado por la arquitectura de la plaza, siempre bajo los soportales que la bordean. Caminaba fijándose en el número de cada edificio, más por alejar la presencia de su pensamiento que por localizar un portal concreto. Al mismo tiempo repasaba algunos nombres leídos en la guía: Alphonse Daudet, Théophile Gautier o el del mismísimo cardenal Richelieu, todos ellos, como Víctor Hugo, habían residido en aquellos apartamentos en algún momento de sus vidas.

Cuando había recorrido la mitad del perímetro de soportales que circundan el espacio diáfano de la plaza, su mirada se introdujo por el portal abierto de uno de los inmuebles. Siguiendo la entrada adoquinada atravesó, como un sonámbulo a través de un túnel, el edificio, para acabar en un vasto patio interior, al que debían dar mayoritariamente las ventanas de los apartamentos de menor categoría. Una vegetación salvaje había desfigurado lo que en otro tiempo debió empezar como un perfilado jardín. A un lado, detrás de una vidriera distinguió la portería y la escalera que daba acceso a los apartamentos; al otro lado, una fila de contenedores de basura y la probable caseta de un jardinero suprimido hace años. Al fondo, sobre lo que quizá debieron ser las antiguas cuadras de los inquilinos, se había levantado algo así como una industria, según dedujo a tenor de la fachada de ladrillo, los amplios ventanales que se abrían en ella y un exiguo muelle de descarga que sobresalía en un extremo, y donde acababa  el recorrido adoquinado que venía del soportal. El aspecto general le sugirió que debía hacer mucho tiempo que la actividad había cesado en la instalación. Recorrió el camino casi cerrado por la vegetación que llevaba hasta la entrada principal, impulsado por la curiosidad por leer el letrero que se advertía clavado junto a ella. Aun maltrecha por los años de intemperie, en la placa pudo leer Maison Couchet, y debajo, en caracteres de menor tamaño, Les sérums du docteur Rivière. En ese momento, a través de una de las vidrieras vio, o creyó ver, la silueta de alguien que se movía dentro de la fábrica e inmediatamente oyó lo que se suponía un disparo.

Lo inesperado y grave del hecho lo sobresaltó. Y de repente, otro ruido, esta vez más apagado. Todavía  aturdido, se incorporó en el sillón y su vista se detuvo en el libro caído a sus pies. Reconoció la cubierta, en la que se leía: La sombra chinesca, de Georges Simenon. A pocos metros, su esposa desolada recogía los trozos rotos de una taza azul de porcelana.

Los triunfadores y la moderación

Para una persona tímida como un servidor siempre es turbador ver el desparpajo de los galanes de Hollywood en aquellas comedias americanas en blanco y negro. Actores que encarnaban al hombre de mundo, al triunfador, al extrovertido y simpático, a lo que podríamos resumir como el hombre de éxito de la época —quizá de todas las épocas.

El tímido congénito se queda deslumbrado ante ese ser que en la pantalla camina con paso decidido y la cabeza bien alta por las calles de una intuida Nueva York. Es primera hora de la mañana, el sol brilla y todo parece por estrenar mientras nuestro hombre despliega su encanto y saluda a diestro y siniestro: simpático guiño al dueño del puesto de fruta en el momento de tomar una manzana —de un rojo magnífico, a pesar del blanco y negro— y llevársela a la perfecta dentadura; gesto cordial al anciano del kiosco, mientras coge un periódico casi sin aflojar el paso, dejando siempre el precio exacto, o tan aproximado que jamás precisa cambio. Si nuestro hombre llega a un hotel siempre llama por su nombre al portero y no es de extrañar que se interese por su familia y, por ejemplo, le pregunte por los estudios de sus hijos. Si sale a comer saludará cariñosamente a la afanada camarera, ocupada de la mañana a la noche en llenar las tazas de café de los clientes, con la jarra que enarbola en su mano como un apéndice avanzado. Si decide que le sobra algo de tiempo y se demora en la barbería es muy posible que le confíe al barbero, de cuya vida sabe tanto como él mismo, alguna sugestiva confidencia o el indefectible soplo para la cuarta carrera. A la salida del trabajo, si pasa por el garito de siempre no habrá allí quien no le conozca o le salude, ni faltará quien le pida un consejo, oyendo como dogma de fe su atinada recomendación. Conoce por sus nombres a no menos de cuatro taxistas en la ciudad y a los porteros de media docena de night clubs de lo más selecto. Mientras, el tímido congénito observa la escena en la distancia, encogido en un rincón de la barbería, del garito, del restaurante, del vestíbulo del hotel.

Este ser, paradigma del triunfo personal, reúne varios roles: el amigo fiel, el jefe comprensivo, el ciudadano ejemplar, el soltero de oro, el cliente ideal, el mujeriego simpático, el vecino servicial. En fin, el éxito como forma de vida de nuestra civilización.

Tienen, no obstante, una pega: cansan, cansan mucho y hasta a veces irritan. Estos atributos, tomados de uno en uno, son admitidos de buen grado y deseables, pero cuando se concentran nos sentimos abrumados por tanta perfección, quedamos hastiados a corto plazo, porque el común de los mortales no tolera bien y por mucho tiempo tanta excelencia. En el fondo, nos sentimos mucho más cómodos en los gestos sobrios, en la actitud discreta, en el trato comedido, en la moderación, al fin y al cabo. Aunque el término esté, por culpa de la política, tan desprestigiado. Es preferible, incluso, el defectillo perdonable, la salida de tono ocasional, un pequeño grado de maldad,  cierta porción de ruindad que nos haga soportables.

Cierta atracción

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A partir de los cincuenta adquirí un evidente poder de atracción sobre las mujeres cuya edad estaba cercana a la mía, también sobre muchas decididamente más jóvenes, e incluso sobre algunos hombres. Quizá el hecho es anterior, pero yo sólo fui realmente consciente cuando ya había cumplido esa edad.
Uno, al principio, lo va notando a pequeñas dosis: un detalle aquí, otro por allá… nos quedamos pensativos un momento…, pero uno todavía no acaba por reconocérselo a sí mismo, por humildad y por miedo a que no sea otra cosa que una nueva broma de nuestro ego.
Finalmente, una exigua vanidad escondida en algún pliegue del alma se hincha como un globo y acabamos por creérnoslo. Nos miramos en todos los espejos más a mano, e intentamos, en un ejercicio imposible de abstracción, vernos como si fuéramos otro, quizá como si fuéramos una de esas mujeres que intuimos nos sostienen la mirada con coquetería. Y esa mirada interior, obviamente concluye que es a todas luces verosímil que así sea.
Relamiéndonos todavía del gusto por el feliz descubrimiento, nos vienen a la mente situaciones que no hacen sino darnos la razón. Ahí está la tarde en que, vacía ya de personal la oficina, la nueva jefa recién llegada nos requirió a su despacho para revisar ciertos documentos y nosotros, ante la adecuada inclinación de su escote generoso, no tuvimos más remedio que revisarlos con atención, máxime cuando una sonrisa provocadora y la insistencia del escote en ofrecer una perspectiva cada vez más vertiginosa animaban a ello. Y la tarea administrativa, claro, tuvo que esperar mejor ocasión. Y si no, ¿qué pensar el día en que nuestra vecinita llamó a la puerta pidiéndonos ayuda con el ordenador? Rogamos consternados que espere allí al amigo que en ese momento nos visita y desaparecemos en el apartamento contiguo. Frente al ordenador hay una única silla que cariñosamente la vecinita nos invita a compartir. ¿Es que acaso había otra forma de interpretar aquel gesto y los que siguieron? Ya en el sofá, más de una hora después, oímos cerrarse la puerta de nuestro apartamento, porque la paciencia tiene un límite, y porque por mucha confianza que haya algunas amistades no resisten ni la más mínima prueba.
Así podría seguir un rato medianamente largo dando cuenta de lances parecidos, y todos consolidarían la buena estrella que me alumbra en estos días. Para quienes ya de jóvenes disfrutaban de este don puede parecer menor mi suerte, pero entiéndase que un servidor, de mozo, no dispuso de gracia alguna para las mujeres. Que era algo así como el bulto ignorado, o peor aún, el deslucido en la pared donde siempre con desagrado acaba la mirada. Se me acepte, pues, ahora la jactancia, antes que desaparezca la feliz condición y retorne la negrura al firmamento.

La tarde

A medida que llegaban al centro cívico, los ancianos iban colgando sus fríos y húmedos abrigos en las perchas y se instalaban junto a los calientes radiadores de la calefacción. El breve saludo de quienes se ven a diario y poco a poco se iban formando los grupos: en primer término, los que se entretenían con algún juego de cartas, y más al fondo, junto a la máquina automática de café, los que se dedicaban a la lectura de periódicos y los que preferían la conversación como forma de ocupar el tiempo. A pocos metros, el conserje, viejo en el puesto, sentado tras el mostrador, leía absorto sin atender a la escena.

A cada nuevo vecino que se unía al segundo grupo, una mujer explicaba emocionada señalando al marido, que aquel día había comido, que parecía encontrarse mejor y que había expresado su deseo de venir. Y todo ello lo repetía cada vez con la misma exaltada alegría. El marido, dócil y agradecido, sonriente en su silla de ruedas, asentía con la cabeza.

De tanto en tanto, algunas voces se elevaban desde la mesa de los jugadores de cartas, que excitados por el juego se dejaban llevar por el asombro de la jugada inesperada. Entonces, algún abstraído lector de periódicos levantaba la cabeza con estupor, como si volviera desde quién sabe dónde y derramaba una acuosa mirada panorámica a su alrededor, inventariando la realidad inmediata del momento.

De esta forma, cada tarde, transcurrían casi tres horas, hasta que alguien recuperaba su abrigo del perchero e inconscientemente daba la señal para el inicio de la lenta retirada de los ancianos. Aunque pueda parecer un contrasentido, los primeros en marcharse no eran los que vivían en las casas de los hijos, sino los que vivían solos, en el domicilio de toda la vida. Quizá porque quienes pasan mucho tiempo solos, aunque necesitan cierta ración diaria de proximidad al prójimo, soportan mal el bullicio y pronto añoran la intimidad de su retiro. Finalmente, cuando ya no quedaban otros usuarios en el centro cívico, los últimos ancianos salían un poco precipitadamente, recogiendo abrigos y bufandas con una celeridad desacorde a ellos, mirándose de reojo, pugnando por no quedarse atrás en la salida, como si el hecho de rezagarse fuese denigrante o nefasto.

Entonces, el conserje salía de detrás del mostrador y echaba la llave por dentro a la puerta, iniciaba la última ronda diaria por la instalación, recorriendo los espacios vacíos, cerrando las puertas abiertas, asegurando las ventanas, comprobando que no había quedado alguien rezagado en los lavabos. Y había algo macabro en el eco metálico que producían sus pasos.

La mentira

Durante unos minutos, Vicente meditó sobre la ubicación más conveniente para la radio en la mesita de noche. La había comprado por la mañana, tomándose su tiempo hasta encontrar el aparato adecuado. Visitó cada una de las cuatro tiendas principales del ramo que había en su ciudad. De camino entre una y otra, encendía un cigarrillo y ordenaba en su cabeza los modelos, según sus particularidades y precios, a veces hacía anotaciones en alguno de los catálogos que le habían entregado los vendedores. De entrada, era imprescindible que su forma fuera apaisada y propicia a la estabilidad, pero también eran precisos unos controles simples y accesibles y un altavoz de tamaño especialmente adecuado para la reproducción de las frecuencias propias de la voz humana, que era lo que por lo general se escuchaba en los programas que Vicente sintonizaba. Por fin, el dependiente de Electrónica Vallejo le mostró una que se ajustaba con tan extraordinaria precisión a la idea que se había fijado que decidió que sería del todo inútil obstinarse en seguir buscando.
Allí, sentado en el borde de la cama, junto a la mesita, y a punto ya de irse a dormir, decidió que ante todo debía tener en cuenta dos aspectos primordiales: la proximidad al lecho, para el manejo fácil de los botones, y la salvaguarda de la integridad de la radio en sí, que, aunque sólida a simple vista, inducía a pensar que caídas accidentales podrían serle fatales. No eran éstas cuestiones insignificantes, si tenemos en cuenta que toda la manipulación del artilugio habitualmente iba a llevarse a cabo a oscuras.
Con buen ojo, bastantes años atrás —y se sonrió al recordarlo—, en la tienda de muebles había escogido una mesita de noche de formidables proporciones, de ordinario desacostumbradas en este tipo de mobiliario, pero que a él le parecieron perfectamente adecuadas a las necesidades de una persona común. El dependiente, quién sabe si excitado ante la perspectiva de deshacerse de semejante porción de madera, le había ofrecido, sin pedírselo, un descuento tan bien proporcionado al tamaño del mueble que Vicente, persuadido ya en parte, no tuvo otra salida que decidirse a adquirirla. El vendedor, mientras se embolsaba lo acordado, no reprimió elogios sobre lo acertado de su elección y se lamentó de lo equivocado que estaba el resto del mundo al obstinarse en escoger muebles de tamaño casi ridículo, tan de moda, lamentablemente. Los elogios del vendedor se mezclaron con el repique campanil de la caja registradora, y eso agrió en parte la satisfacción que sentía Vicente.
En efecto, la mesita —utilizo el diminutivo por seguir el uso general, aunque como puede imaginarse no hace honor a la generosidad del mueble—, ahora más que nunca iba a dejar bien patente su cualidad principal, acogiendo sin aprieto el aparato de radio. Finalmente, quedó éste ubicado junto a la lámpara, un poco más allá del despertador y del vaso de agua, y antes en todo caso de la pila de libros, el reloj de pulsera, el periódico de la tarde y una pequeña montaña de monedas, llavines y objetos varios de esos que se acostumbra a llevar en el bolsillo del pantalón.
Ya acostado, procedió a la prueba práctica: apagó la luz, rotó sobre su costado derecho y alargó el brazo con precaución, pues aún no tenía la distancia tomada, y tanteando en la oscuridad su mano buscó el bulto de la radio. Casi se sobresaltó al comprender que había dado inmediatamente y sin tropiezo alguno —le preocupaba en especial el vaso de agua— no ya con el cuerpo de la radio, sino con el botón concreto que la ponía en marcha y que era el objetivo final.
La voz de la locutora llenó el vacío y Vicente fue consciente de que sonreía satisfecho en la negrura de la habitación. Arrellanándose en la cama, se dispuso a escuchar lo que quedara del noticiario.
Terminada la información política, la voz femenina dio paso a la crónica local de sucesos. Siguiendo el habitual orden de mayor a menor gravedad, empezó por relatar el asalto a una gasolinera, donde un hombre armado había entrado exigiendo la recaudación. En el forcejeo con el empleado y el agente de seguridad realizó varios disparos, alcanzando a ambos, y resultando muerto el dependiente. A la misma hora, aproximadamente —continuó la locutora—, se había producido una explosión por acumulación de gas en el domicilio de una anciana que vivía sola, situado en una estrecha calle de la parte vieja de la ciudad, muy cerca de la zona comercial. La mujer se encontraba hospitalizada en estado muy grave. Vicente recordó que por la mañana, mientras se trasladaba de una tienda a otra, había oído cerca estrépito de sirenas.
Siguieron otros sucesos, luego un breve boletín deportivo y en seguida el noticiario dio paso a una amena tertulia, en la que, tras ser presentados los asistentes, uno de ellos empezó por explicar, no estaba claro a cuento de qué, el componente relativo de la simultaneidad, en función del observador y su estado de velocidad. Por allanar su elucidación, el disertador puso ejemplos con trenes en marcha, luces que se encendían en el centro de los vagones, sensores que recibían esa luz…, se oyeron nombres como Poincaré y Einstein. Más insólitos fueron los argumentos que otro contertulio formuló sobre la ubicuidad y los viajes astrales. Pero Vicente no escuchaba ya la voz que salía de la radio, sino que su pensamiento, que al principio había intentado seguir los razonamientos del primer disertante, se trasladó a aquella misma mañana y fue todo tan real que por un momento creyó estar soñando.
Sintió que mientras hablaba con el dependiente de Electrónica Vallejo su cuerpo estaba también en la cocina del pisito de la anciana. La veía encorvada buscando una caja de cerillas que al encontrarla resultaba ser sorprendentemente idéntica a la que él compró muchos años atrás en un kiosco de Djurgården, junto al centro de Estocolmo. Mientras hablaba con el chico de la tienda de radios vio a la anciana prender la cerilla y al mismo tiempo, en un plano paralelo, estaba viendo el tiroteo en la gasolinera. Llegó el vértigo cuando descubrió su propio rostro en el rostro quemado de la vieja y en el semblante asustado del muchacho de la estación de servicio. Con horror, también se reconoció en el asaltante y en el agente de seguridad herido, que se arrodillaba para auxiliar al muchacho —acaso él mismo—tendido en el suelo, ya sin vida, con la cabeza sobre unos impresos que iban empapándose de sangre. En ese momento, con la mano buscó el contacto del cabezal metálico de la cama, por fijar su cuerpo en el espacio negro, que se le antojaba infinito.
Envuelto en las sábanas y en la extrañeza de las sensaciones recientes, fue recuperando la serenidad pretérita y el tiempo presente. Se reconoció tendido en la cama, los sonidos de la radio volvieron a llegar nítidos a sus oídos. Se incorporó y prefirió encender la luz para alcanzar el vaso de agua, que apuró con avidez. El despertador marcaba la una y cuarenta y siete minutos de la madrugada. Apagó la luz y se estiró de nuevo en la cama. En la radio sonaba una canción tras otra y sólo de tanto en tanto una voz grave de hombre anunciaba los tres o cuatro temas siguientes. Vicente recordó la tertulia reciente y pensó en la simultaneidad. Se dijo que en ese preciso segundo, mientras él escuchaba la radio en la cama, debían estar ocurriendo simultáneamente millones de cosas, millones de circunstancias de toda índole. De acuerdo que dentro de los husos horarios próximos, la mayoría de la gente estaría durmiendo, pero aun así, con toda seguridad otra multitud de personas, por algún motivo, velaba. Y aún quedaba el resto del mundo donde por la diferencia horaria continuaba la actividad de las horas diurnas.
Bastaba con oír el ruido de los coches que se colaba por la ventana. Vicente se preguntaba a dónde iba toda esa gente que conducía en ese momento por delante de su casa: posiblemente algunos a trabajar, y entonces se preguntaba en qué debía trabajar cada uno, cómo serían sus jefes, o sus compañeros de trabajo, cuál había sido la última alegría y el último disgusto recibidos, a quiénes habían dejado en sus casas, plácidamente dormidos. Otro, tal vez, conducía angustiado al lecho de un moribundo, tras recibir el aviso fatídico en la noche. O en ese coche que ahora pasaba quién sabe si iba el comercial de una empresa de fertilizantes, en ruta hacia algún lugar que aún no conoce. A saber, pensó Vicente, cuántos panaderos introducen en este preciso momento la larga pala en el horno abrasador, o cuántos maridos engañan ahora mismo a sus esposas, mientras ellas recelan insomnes.
Alguien en este instante, no muy lejos, mientras cumple sus horas de guardia en el parque de bomberos, saca del bolsillo una pequeña caja de cerillas encontrada esa misma mañana, y la mira confuso. Exactamente en el preciso momento en que un inspector de policía, acostado y sin poder dormir, recuerda sobrecogido el momento en que por la mañana había llegado a cierta gasolinera para hacerse cargo de un caso de atraco. Se había encontrado a un chico tendido en el suelo, muerto, y a un agente de seguridad junto a él, herido y desconsolado, culpándose por no haber podido proteger al muchacho. Recuerda su arrebato de furia cuando descubrió que la cámara de vigilancia era simplemente disuasoria y no estaba conectada a ningún sistema de grabación. Las únicas pistas recogidas habían sido tres casquillos de pistola y unos folletos de aparatos de radio manchados de sangre que según el agente herido debieron caérsele al atracador, pues estaba seguro de que antes del suceso no estaban allí.

El aprendiz de ladrón

Era la tercera vez que pasaba frente a la librería, como siempre por la acera opuesta y mirando con afán mal disimulado hacia el interior. Se trataba de no llamar la atención de la dependienta, que, sin clientes en el negocio, ojeaba una revista detrás del mostrador. Una vez rebasada la librería continuó caminando hasta la primera esquina y para poder pensar con calma se detuvo frente al escaparate de la ferretería que ocupaba todo el chaflán. Durante unos minutos se demoró fingiendo atención en las estufas de leña, los compresores de aire, las escaleras de mano…, y acto seguido volvió sobre sus pasos.

Por no repetir el trayecto por cuarta vez se detuvo ante la puerta de un pequeño bar situado en la misma calle, frente a la librería, comprobó la cantidad de dinero que había en sus bolsillos y finalmente entró. En la barra, tres parroquianos conversaban muy animados con el camarero, otro cliente, en un extremo, entre trago y trago, hablaba solo, visiblemente achispado, y en la única mesa ocupada, un anciano leía el periódico, ajeno a todo. Por temor a que no le alcanzase el dinero, renunció a pedir una copa de coñac o un whisky, y se conformó con una caña de cerveza que a buen seguro no iba a lograr templar sus nervios. El borrachín lo  miró con interés desde el precario equilibrio de su taburete, mientras él acechaba la librería a través de  los cristales, en línea oblicua al otro lado de la calle. Fuera empezaba a oscurecer, el alumbrado público aún no se había encendido y la cantidad de gente que transitaba por las aceras había ido disminuyendo, al acercarse ya la hora de cierre de los comercios. Comprendió que el tiempo se le echaba encima. Por timidez, antes de pedir la cuenta esperó a que la conversación del barman con los clientes decayera.

Salió del bar con los ojos clavados en la puerta de la librería y la mente ofuscada; cruzó la calle  esquivando coches aparcados y un matrimonio cargado de bolsas de la compra; una mano en el bolsillo de la chaqueta apretaba la navaja aún cerrada. Dos horas antes, en la pensión, poco después que doña Nicolasa le reclamase el pago de las semanas atrasadas, se había lamentado de no tener más que aquella chaqueta tejana, hubiera preferido un abrigo oscuro, mucho más apropiado para camuflarse entre la gente. Para darse ánimos pensó que con la boca de metro a cuatro pasos de la librería no había por qué preocuparse, resultaría sencillo perderse por los pasillos de la estación. Claro que últimamente todo le salía mal y no sería extraño que surgiera cualquier bobada que echara por tierra el atraco, y es que desde hacía unos meses parecía perseguirle la mala suerte.

Ya a pocos metros de la librería le inquietó no ver a la dependienta detrás del mostrador y el repentino encendido del letrero luminoso encima de la entrada le pareció un mal presagio. Empujó, al fin, la puerta y antes de poder preguntarse dónde estaba la chica y si le daría tiempo a abrir la caja registradora antes de que apareciera, oyó una voz que procedía del fondo del local, donde la muchacha acababa de accionar en el cuadro eléctrico el interruptor que había prendido el luminoso : «Sí, ya voy». Se quedó como solidificado en medio de la tienda, y apretó más fuerte la navaja en el bolsillo. Hubiera sido fantástico abrir la registradora, coger los billetes y salir corriendo sin más. «Estaba encendiendo el letrero de la puerta. La jefa se enfada si lo ve apagado cuando ya ha anochecido, y como está a punto de llegar…, siempre viene a cuadrar la caja a la hora de cerrar», explicó la dependienta  acercándose sonriente, pero ya en su cabeza se agolpaba la sangre palpitándole en las sienes y las palabras jefa y caja resonaban de un oído a otro como un péndulo sonoro. Instintivamente miró hacia la puerta de entrada, quizá esperando ver entrar a la dueña, o quizá a todo el cuerpo de policía que acudía en masa a comprar los diarios de la tarde. Eso le hubiera permitido poner una excusa y salir por fin de aquel espacio que ya no le parecía el propicio para un atraco fácil, sino una ratonera macabra. «Querría… una fotocopia del carnet de identidad», se le ocurrió decir, pensando en que si entraba alguien en ese momento y no podía realizar el atraco, el dinero que le quedaba llegaría para eso. Sacó el carnet de una manoseada cartera de piel y lo dejó en el mostrador. «Por las dos caras, ¿verdad?», preguntó ella recogiéndolo con la delicadeza de quien toma en sus manos un objeto precioso, «Sí, sí, por las dos caras», él, por decir algo. Mientras la chica lo colocaba con parsimonia en la bandeja de la fotocopiadora se preguntó si se habría fijado en la foto y en tal caso si habría observado la mala pinta que ahora tenía, tan distinta a la de la época de la  fotografía, aquellos tiempos en que acababa de conocer a Cruz y se hicieron novios, en seguida vinieron las escapadas de fin de semana y los viajes de vacaciones, al principio por todo el país, y luego al extranjero. Sintió una ola de calor en la cara por la vergüenza, como cada mes cuando le pedían el carnet en la oficina de desempleo. Era una vergüenza abrumada, con mezcla  de sentimiento de culpa por su resignación a dejarse  caer hasta ser una sombra de aquella fotografía. En tan sólo tres años, su aspecto en conjunto, y por encima de todo su rostro, habían soportado tal deterioro que ya en poco se asemejaba al joven sonriente, seguro y contento con su suerte que se plasmaba en el documento.   Ahora, el pelo largo y descuidado caía en guedejas a ambos lados de un rostro flaco y sin afeitar, anticipo del cuerpo  encogido que se intuía bajo unas ropas que se le habían quedado anchas. Y sin embargo, pese a todo, su aspecto no resultaba del todo desagradable, incluso a poco que hubiera puesto de su parte podría haber pasado incluso por guapo. Algunas mujeres, a partir de los treinta años, y en especial si su experiencia amatoria ha sido escasa, tienden a tener un concepto romántico de la desgracia, de la ajena y de la propia, y encuentran atractivo un rostro desolado o una fisonomía desvalida. El azar quiso que la dependienta, por edad y condición, cayera de lleno en el seno de ese grupo de  féminas tendentes a la languidez. Por eso, cuando el desmañado atracador la creyó mirando la fotografía del carnet, ella simplemente se fijaba en el nombre y dirección, por saber su nombre y averiguar si era del barrio.

Para aumentar el efecto sorpresa, mientras la muchacha de espaldas a él manejaba la fotocopiadora, sacó la navaja y al tiempo que la abría casi gritó: «Dame todo el dinero». Ella se giró sobresaltada, soltando un breve y agudo alarido. «No me hagas daño, por favor, llévatelo todo pero no me hagas daño». Ella, paralizada por el miedo no podía dejar de mirar la navaja, en cambio él no hacía más que mirar alternativamente hacia la puerta de entrada, la caja registradora y la chica. Al fin, se decidió a ir él mismo hasta la caja y empezó a pulsar teclas hasta que el cajón se abrió con un brillante tintineo de campana. Con la mano libre tomó con dificultad todos los billetes, lanzó una última mirada a la muchacha y salió a toda prisa.

Desde su taburete en el bar, el cliente achispado miraba distraído hacia la calle a través de la amplia cristalera. De repente vio abrirse de golpe, con un ímpetu exagerado, la puerta de la Papelería Hurtado, frente al bar, y en el hombre que salió de estampida reconoció al muchacho que unos minutos antes había estado sentado junto a él, allí mismo, en la barra. Había reconocido la cazadora tejana, la melena larga, la pinta en sí, mientras lo veía alejarse calle arriba, en dirección al centro de la ciudad. Con los ojos entornados para agudizar la visión, escudriñó dentro de la librería en busca de la dependienta, la muchachita delgada que conocía sólo de vista, e inmediatamente la puerta volvió a abrirse y la chica salió a la carrera como un minuto antes lo había hecho el muchacho, para perderse de inmediato dentro de la peluquería contigua. Desconcertado, quiso llamar la atención de los que tenía cerca, avisarlos de que algo había pasado en la librería, pero acostumbrados a no hacer caso de sus simplezas, ni el barman ni los otros parroquianos lo tomaron en serio. Pagó, por tanto, y enfadado y tambaleante, pero intentando sugerir al mundo toda la dignidad posible, salió del bar y buscó el semáforo cercano para cruzar al otro lado de la calle.

La dependienta y otras dos chicas, con atuendo de peluqueras y en estado de absoluta agitación,  esperaban en la puerta de la librería, mirando obstinadamente en ambos sentidos de la calle. Esperaban ver aparecer de un momento a otro  el coche de policía que desde la comisaría les habían asegurado que enviaban inmediatamente. Quien llegó, sin embargo, fue la dueña de la librería, una mujer gruesa cercana a la edad de jubilación, pero con un ímpetu que se intuía ya en sus andares. Más tranquila que las jóvenes peluqueras, la dependienta puso al corriente a la recién llegada, abundando más en los detalles sin trascendencia que en lo significativo.

El borracho se había acercado al grupo de mujeres, pero antes de poder decir nada apareció el coche de policía con las luces de emergencia encendidas, captando la atención de todos, incluidos el barman y los clientes del bar.

«Entonces, el individuo llevaba una cazadora negra de cuero y gorra beige, ¿no es así?», repitió unos de los agentes mientras anotaba en un bloc, allí mismo, a pie de calle. «Eso es, y pantalón tejano muy desgastado», añadió la chica. «Apunte que en la caja, a esa hora, no habría menos de doscientos euros. Pero, ¡díselo tú, Elena! Es que yo, agente, cada tarde, a la hora del cierre…», la dueña, sin poder acabar la frase. Dos metros más allá: «¡No, cuero no! Cazadora tejana, señor policía, llevaba una cazadora tejana», intentaba explicar el borracho al otro agente, que permanecía sin intervenir, y al que había llegado claramente el aliento alcohólico del pobre hombre. «Y nada de gorra. Un melenudo…!». Era tan  intenso el olor a bebida que el policía, sin prestarle atención le sugirió que se fuera a casa, soltándole: «¡Circule! Aquí ya no hay nada que ver». Mientras, la encuesta proseguía: «Y ¿vio hacia dónde huyó?», «Hacia la derecha, calle abajo, en dirección al puente de la autopista». El borracho, atónito, sin entender nada, se arrancó de allí haciendo gestos con los brazos.

Antes de las nueve todo había acabado, las vecinas peluqueras habían cerrado su negocio con un poco más de cuidado que de costumbre, y habían desaparecido, ansiosas por reunirse con sus novios, porque aquella noche tenían un acontecimiento sugestivo que explicar; la policía, se fue tan rápido como llegó, prometiendo pasar a primera hora de la mañana a tomar huellas de la caja registradora; el borracho, estaría en algún bar intentando explicar la historia, sin éxito, a otro borracho; la dueña, ese día no iba a poder cuadrar la caja y esa circunstancia, más que el robo en sí, le producía  una notable consternación; por su parte, Elena, la soñadora dependienta, sentada al final del autobús, miraba por la ventanilla, mientras en su mano derecha apretaba un carnet de identidad oculto en el bolsillo de su abrigo.

Círculos personales

fernandopatxot

Hace unos días, en Google Books encontré el tomo primero en versión digitalizada de la obra de Víctor Balaguer Las calles de Barcelona, un facsímil digital de la primera edición de 1865 a cargo del editor Salvador Manero, a partir de un ejemplar cedido por la Universidad de Michigan. Está claro que la vida da muchas vueltas, la de los libros, también.

Como subtítulo se lee: Origen de sus nombres. Sus recuerdos, sus tradiciones y leyendas. Biografías de los personajes ilustres que han dado nombre á algunas. Historia de los sucesos y hechos célebres ocurridos en ellas y de los edificios más notables, así públicos como particulares, que existen en cada una, con la reseña y noticia de todo lo más importante relativo á la capital del Principado. Incluso debajo del nombre del autor, se subtitula: Cronista de Barcelona. Finalmente, antes de los datos de la editorial, se destaca en negrita: Edición de gran lujo adornada con preciosas láminas.

Cierto interés me llevó hasta el apunte que se incluía sobre la calle del Conde del Asalto: Es una hermosa y recta calle que desde el campo y desde el ensanche viene á desembocar en la Rambla. Diósele este nombre en obsequio al capitán general del ejército y principado de Catalunya señor conde del Asalto, bajo cuyo gobierno se abrió proporcionando una gran mejora á la ciudad. El vulgo la conoce por el nombre de calle nueva de la Rambla o mejor calle Nueva. A continuación, Balaguer da noticia  de algunos vecinos de importancia de esta calle. Sin señalar la finca concreta, sitúa allí el domicilio de un amigo suyo, Fernando Patxot i Ferrer, presentándolo como “inteligente literato y profundo historiador”, fundador en 1857 del periódico radical El Telégrafo —que al poco tiempo cambiaría ese nombre por el de El Diluvio—, donde escribía bajo el seudónimo de Ortiz de la Vega las más de las veces, aunque al parecer usó también el de la protagonista de una obra suya —he descubierto después—, Sor Adela. Ni el autor ni su obra me resultaron conocidos, si acaso, a mi memoria creyó serle familiar el título de una de ellas, Las ruinas de mi convento. Durante algún tiempo aquel título rechinó en mi cabeza. Pero lo que ganó mi interés fue la carta que Patxot dirigió a Víctor Balaguer, refiriéndole la muerte de su hijo Enrique, de dieciocho años —en 1853 ya había fallecido de cólera un hija suya—, y que sorprendentemente el autor de Las calles de Barcelona reproducía allí. Literalmente la copio:

“Amigo del alma: apenas he podido pasar los ojos por vuestras dos cartas de Marsella. Enrique era tambien un amigo mio y se ha ausentado para mucho tiempo. Ya le conocisteis. Jamás me había dado ningún sentimiento, ni yo á él; y ahora me ha dado uno partiendo. No lloremos, porque dirian que lloramos por egoismo, pues el ausente está sin la menor duda mejor que nosotros. Dos minutos antes de ausentarse estaba sentado á su lado y se sonreia conmigo, y me decia que ya se iba aliviando. Y sonriéndose me dijo que deseaba descansar un rato. Tendióse en la cama sobre el costado derecho, y dijo que no le iba bien. Volvióse sobre el izquierdo, y este fué su postrer movimiento. Para el alma, amigo mio, no hay agonía mas que en la vida. Solo el cuerpo la halla en esto que llamamos muerte. No sé si voy errado en mis conceptos ó si convierto en realidades mis deseos; pero yo temblaba por si descubria en la agonía una espresión de dolor, y no he visto en ella mas que un efecto orgánico. Enrique se ausentó durmiendo. Decidme, si lo sabéis, en dónde habrá despertado. Le voy buscando y le tengo metido en el pecho. Me dicen y aconsejan que haga un viaje, y voy á hacerle por la alta Catalunya. Mientras vos recorrereis la Lombardía, vuestro amigo andará errante no sé por dónde, buscando lo que está seguro de no hallar en ninguna parte. Os doy cita para el 15 de agosto en Puigcerdá, en donde meditaremos otro viaje y me contareis lo que os haya pasado en el vuestro, pues segun será mi correría dudo que hasta entonces sepa de vos. Amigo mio, dispensadme el tono de esta carta, y queredme como entrañablemente os quiere vuestro Fernando.”

Víctor Balaguer explica a continuación que no le fue posible ya cumplir la cita que Patxot le daba. Ortiz de la Vega fue arrebatado al cariño de su familia y amigos el día 3 de agosto de 1859 á la temprana edad de 47 años.

Algún tiempo después, más que encontrar me topé con un ejemplar de un curioso periódico semanal que a finales del siglo XIX se publicaba en Sant Feliu de Guíxols, El Guixolense, se llamaba, y promovía la industria local del corcho. Me llamó la atención la reproducción en su portada del grabado del busto de un hombre, bajo el que se leía D. Fernando Patxot i Ferrer. Advertí entonces que toda la página primera y dos más estaban ocupadas por una extensa necrológica dedicada al escritor. Para entonces, yo no desconocía el origen guixolenc de la familia de Patxot, aunque éste había nacido en Mahón, adonde su padre había trasladado la familia para sortear la guerra que se lidiaba en la península contra el ejército francés. Lo curioso era que aquella necrológica se publicara veintidós años después de la muerte del amigo de Balaguer.

La descripción de su muerte hacía también honor a la extensión del resto y completaba algunos huecos de la carta.  El viaje de Patxot tras la muerte de su hijo Enrique lo llevó hasta Montserrat donde la amargura de la pérdida quizás debió encontrar un paisaje  y el entorno adecuados. A su vuelta a la calle Conde del Asalto corrigió los últimos pliegos de su obra Anales de España e inició una serie de artículos que publicó en El Telégrafo bajo el epígrafe de Palabras de un moribundo, inspirados en los últimos momentos de su hijo, según el autor de la necrológica, aunque bien pudiera haberse referido a él mismo. El caso es que el día 3 de agosto, con un calor insoportable en Barcelona, decidió refrescarse en el baño, instalado en la planta baja de la casa, y al ir a bajar la escalera que descendía desde las habitaciones superiores  le sobrevino uno de los vahídos que últimamente padecía, cayendo su cuerpo sobre el barandal y precipitándose a continuación por el hueco de la escalera, desde una altura de treinta gradas á lo menos. La brutalidad del golpe provocó su muerte a las pocas horas.

Casi siempre una muerte lleva a otra muerte y a mí, aquella muerte algo anormal y equívoca, me llevó a otra más sorprendente. En la publicación de los fabricantes de tapones de corcho, junto a la necrológica de Patxot, había una columna titulada Crónica, algo parecido a un escueto repaso de la actualidad semanal. La última anotación consistía en un texto de apenas tres líneas donde se repudiaba el reciente asesinato del presidente de los Estados Unidos. Curiosamente, no se mencionaba por ningún lado el nombre de aquel presidente. Tras una consulta rápida supe que se trataba del republicano James A. Garfield, al que un abogado despechado disparó dos tiros un día de julio de 1881, cinco meses después de su elección, en la estación de ferrocarril de Washington. Las balas no afectaron ningún órgano vital, pero los médicos eran incapaces de encontrar en el cuerpo del presidente una de ellas. El herido permaneció tendido en su cama de la Casa Blanca durante setenta días y lo que era una pequeña herida de unos milímetros, a fuerza de buscar la bala perdida, se convirtió en una herida grave. Se cuenta que incluso Alexander Graham Bell, dotado de un detector de metales que había sido inventado por el mismísimo Edison, intentó localizar el proyectil, sin conseguirlo, al parecer debido a que la cama donde yacía Garfield era de metal. El 19 de setiembre de aquel mismo año, cuando parecía estar recuperándose en un balneario de New Jersey al que había sido trasladado y donde también su esposa se encontraba convaleciente de malaria, falleció a causa de la infección que le habían provocado los propios médicos.

Hace unas semanas, unos amigos argentinos me invitaron a su casa de la Garrotxa. Cada otoño se empeñan cariñosamente en que pase allí algunos días y me organizan maratonianos paseos sobre senderos ocres casi ocultos por la hojarasca. Yo aún andaba dándole vueltas a la muerte de Patxot y en determinado momento mencioné su nombre. Mi amigo, que iba delante, se giró y me preguntó a quemarropa si se trataba del autor de Las ruinas de mi convento. Que un argentino de Mendoza, veterinario retirado, tuviera conocimiento de Patxot y su obra me produjo algo parecido a los celos. No me cabía en la cabeza que mi amigo Gustavo supiera de un olvidado escritor y periodista español, el cual yo prácticamente acababa de descubrir. Sentí lo que José Agustín Goytisolo llamó, creo recordar que en un poema sobre Bécquer, rencor soriano. Mis celos, no sé si patrióticos o intelectuales, me pusieron a un tris de contestarle hoscamente, “sí, claro” y cambiar de tema. Pero, en cambio, me quedé atolondrado mirando aquel rostro ingenuo que esperaba una respuesta sin especial interés, hay que decir, y sólo pude decirle que sí; y preguntarle a mi vez de qué conocía él a Patxot. Gustavo, el veterinario argentino, me aseguró que no era más que una casualidad extraordinaria: había estado leyendo hacía poco un volumen de cuentos de su compatriota Manuel Mujica Láinez, y en uno de los relatos, El salón dorado, me dijo, la protagonista, una anciana sorda, egoísta y arruinada,  leía un libro al que varias veces se hacía referencia, un libro de un tal Patxot, Las ruinas de mi convento. Qué fantástica casualidad, me repitió. Pero yo, que continuaba mirándole muy serio, nunca he creído en las casualidades.

Vila-Matas, Cartier-Bresson y Carmen Broto


Henri Cartier-Bresson, el fotógrafo francés que junto a Capa, Vandivert, Seymour y Rodger fundara la agencia Magnum en 1947, fue el maestro indiscutido del fotorreportaje; se le ha llamado el ojo del siglo. Para él, la fotografía debía captar el instante decisivo ­–expresión que, sin embargo, se quejó de llevar clavada como una etiqueta–, el instante crucial y fugaz. El título de uno de sus libros, Images a la sauvette, sirvió para definir un modo de entender la fotografía, basado en la captura  espontánea y rápida de imágenes, sin prepararlas antes de la toma y por supuesto sin retocarlas después, fotografías hechas al asalto, al descuido o al acecho. Quizá por eso a las fotos se las llama también instantáneas. Y pese a esa rapidez, o gracias a ella, no sólo captaba el gesto físico o la distribución espacial de unos volúmenes, sino que absorbía la atmósfera, el contexto, podría decirse, algo indefinido que creaba, sin necesidad de esfuerzo por nuestra parte, una imagen mucho más amplia que la propia fotografía, como si ese instante tan exacto, tan ajustado, abarcara en sí mismo un espacio-tiempo considerablemente mayor, quizá la totalidad de lo transcurrido hasta el instante preciso en que el negativo recibe la luz que lo impresiona.

Una de las fotografías de Cartier-Bresson con la que más disfruto es Au bord de la Marne. Para quien no la conozca, es la imagen de la placidez de una comida campestre junto al rio, el pique-nique –comida de placer en el que cada comensal aporta su plato, según el diccionario Littré–, de dos matrimonios amigos. Tal vez sea la fotografía con más poder evocador que conozco, claro está que esto es totalmente subjetivo y que depende en gran parte de las vivencias personales de cada uno. A mí, la imagen me habla del corto verano francés, de los vinos del Ródano, de domingos a mediodía, de una choucroute en un bistrot de Reims, de esclusas y barcazas, de Gertrude Stein, de un Citroën DS en la noche, proyectando sus dos haces de luz amarilla en los adoquines húmedos de una plaza de París, de jóvenes besándose en una calle. Y por encima de todo, me habla de Simenon. Porque uno siempre me lleva al otro. No hace mucho, un amigo con crisis de locura más graves que las mías, me aseguraba haber llegado a la conclusión de que Cartier-Bresson y Simenon eran la misma persona.  Se basaba en no sé cuántas coincidencias de personajes y situaciones que él entendía irrefutables.

Pierre Assouline –que ha escrito una biografía excelente de Simenon–, en una de las pocas entrevistas que el fotógrafo concedió, le preguntó si había esperanza en poder leer algún día sus memorias. El fotógrafo le contestó que no era escritor, que apenas podía escribir tarjetas postales y que además, no tenía tiempo. Assouline, perplejo ante la respuesta de aquel hombre de 90 años, le preguntó entonces qué era lo que hacía todo el día. Con toda naturalidad, Cartier-Bresson le soltó “¿Qué cree que hago? Miro”.

En seguida me di cuenta de que lo que valía para hablar de la fotografía de Cartier-Bresson era igual y exactamente válido para otros casos. Me lo confirmó la lectura de Tentativa de agotar la plaza Rovira, de Vila-Matas, en la que el autor describe de forma exhaustiva, al detalle, un espacio vivo y conocido de Barcelona. Podía cambiar el nombre propio y el título de la obra por los del escritor barcelonés y su crónica, y el significado se mantenía. Es como una variación de la teoría de Hölderlin de que un buen poema es siempre reversible, y aún leído al revés conserva su belleza. Vila-Matas, hace, a mi entender, lo que llamo un inventario en tres dimensiones: lo que se ve y va a seguir viéndose, a menos un tiempo –edificios, árboles, objetos–, y lo que es efímero, lo que no volverá a ser igual jamás –el clochard hablando a la estatua, el loco cantando La Traviata o la niña que pasa a las 13.15 horas–, se trata de plasmar un trocito del espacio-tiempo que nos entra por los ojos, de guardar -en el sentido anglosajón de salvar– el momento fugaz de la velocidad del tiempo; algo así como registrar una breve secuencia cinematográfica, al estilo de aquella escena inicial de la película La vida sigue, dirigida por Fernán-Gómez; o como esas webcams que filman permanentemente un rincón de cualquier ciudad del mundo y a las que nos conectamos como empedernidos voyeurs parásitos de las vidas ajenas; es la ilusión del cuadro en la pared que cada vez que pasamos por delante y lo miramos percibimos sutiles cambios: detalles que no estaban, o la luz, como en el exterior, distinta según los momentos del día, es la ventana a la que asomarse, con vistas a elección de quien la abra.

Cuarenta y siete años antes de que Vila-Matas escribiera su Tentativa de agotar la plaza Rovira, cualquiera que estuviera asomado a alguna de las ventanas que se abren hacia ese espacio, tal vez repasando inconscientemente un hipotético inventario, hubiera podido ser testigo de una escena absolutamente cinematográfica –y literaria–: dos sujetos llegan a la plaza. Aunque el observador no lo sabe, vienen de la calle de la Encarnación y llevan hincada ya en los sesos la idea del asesinato. Mientras uno espera en la calle, el otro entra en la misma droguería que Vila-Matas reseñará años después en su crónica. El observador, mira por un tiempo en todas direcciones sin demasiado interés, pero enseguida centra la mirada en el hombre que ahora sale de la droguería. Lo ve reunirse con el que esperaba fuera y ve también al dependiente tras los cristales del comercio mirar a su vez a los dos hombres, que en ese momento emprenden ya la marcha. Inmediatamente, el observador vuelve a dejar vagar sin rumbo fijo la mirada. En los siguientes días, cuando el observador lea las crónicas del asesinato de Carmen Broto –la puta roja que tanto ha fascinado a Juan Marsé—, publicadas en La Vanguardia española durante los cuatro días posteriores al crimen, no sabrá que los dos individuos relacionados con el crimen y que han aparecido muertos por ingesta de cianuro son los  mismos que él distraídamente observó desde la ventana, ni que fue en aquella droguería, en el número cinco de la plaza Rovira, frente a su portal, en la que uno de ellos, ese tal Viñas que ahora nombran los periódicos, compró el veneno.

Kind of Blue

Hace cincuenta años que Miles Davis entró con otros seis músicos en un estudio de grabación de la Columbia Records y dio una sacudida a los cimientos del jazz. Fueron tres únicas sesiones de grabación repartidas en dos días, en total ocuparon el estudio apenas nueve horas. El resultado fue Kind of Blue, el disco más vendido de la historia del jazz y el que a decir de críticos y entendidos cambió el rumbo de la música moderna.

En 1944, la banda de Billy Eckstine tocaba en East St. Louis, donde Davis empezaba a ser conocido. Un golpe de suerte favoreció que aquella noche Davis participara en el bolo de la banda, al lado de Dizzy Gillespie y Charlie Parker. Hipnotizado por los solos de aquellos dos músicos apenas pudo seguir la partitura que le habían puesto delante. Aquello era bebop, con sus tempos endiablados. Muchos años después, hablando de aquel bolo, diría:

“… he conseguido casi reproducir las sensaciones de aquella noche y aquella música de 1944, cuando oí por primera vez a Diz y a Bird, pero nunca lo he logrado del todo. Y ando siempre buscándolas, escuchando, sintiendo, tratando constantemente de encontrarlas en y a través de la música que toco cada día”

Allí, aquella misma noche, decidió que debía dejar St. Louis y trasladarse a Nueva York, donde estaban  los mejores músicos de jazz del momento. En los quince años siguientes concentró una vida entera. Conoció a todos, tocó con todos y, para algunos, los superó a todos. Viajó por primera vez a Europa, frecuentó las terrazas de París de la mano de  Sartre y Juliette Greco y conoció a Picasso; descubrió que no todos los blancos tienen prejuicios raciales; y volvió a Nueva York y a la calle 52. De chico bueno, pasó a yonqui y de nuevo a músico pulcro, con aparición incluida en la revista Life. Y llegó 1959. En el camino habían quedado muchos, entre ellos Charlie ‘Bird’ Parker, posiblemente el músico más admirado por Miles Davis.

Por aquellos días, la discográfica Columbia había rehabilitado una antigua iglesia armenia de la calle 30, en Manhattan. La madera recubría en su totalidad paredes, techo y suelo, proporcionando una acústica especialmente propicia a los instrumentos de viento. Para el día dos de marzo tenía allí cita el sexteto de Davis, acompañados por Bill Evans, pianista que el trompetista consideraba idóneo para interpretar su música, y una de las pocas personas de raza blanca que soportaba. Días antes, Miles Davis había entregado a los músicos un sencillo esbozo de lo que debía ser la grabación: algunas líneas melódicas y las escalas que se utilizarían para improvisar. Allí no había progresiones de acordes en los que apoyarse, sino diferentes escalas. Era un alejamiento del concepto tonal de la música para buscar su esencia modal, abandonada a finales del barroco. No habría ensayos previos, por deseo expreso de Davis. Una vez en el estudio, apenas unas breves indicaciones sobre cada tema antes de que se iluminase el letrero de “Grabando”.

Durante muchos años existió la creencia de que los temas se registraron en una sola toma. El propio Davis, en la autobiografía encargada a Quincy Troupe, se ocupó de alimentar esta idea, como si necesitar varias tomas rebajara el valor de la grabación o la calidad musical de los intérpretes. Finalmente, las cintas máster que registraron las sesiones de grabación se encargaron de sacar a luz una pequeña parte de lo que sucedió en el estudio aquellos dos días de la primavera del 59. Aunque lo habitual era grabar la sesión entera, sin detener la cinta hasta cumplirse las tres horas de grabación, en aquella ocasión se detuvo la cinta tras cada toma buena. El motivo fue la cinta máster que se usó, una Scotch Professional de una calidad excelente que se mantenía en el tiempo, pero de tan sólo cuarenta y cinco minutos de duración. Este hecho motivó que no se grabara entre un tema y otro, aunque sí entre las diversas tomas fallidas de un mismo tema, hasta conseguir la definitiva.  Así, pese a lo poco que se grabó ajeno a la propia música, sí pueden oírse los inicios abortados de algunos temas —la línea de bajo de la introducción de So What sacó de sus casillas a Chambers—, las segundas o terceras tomas grabadas, y también algunas bromas que Davis gastó al productor y comentarios que mostraban el gran sentido del humor de Cannonball Adderley. Tal vez, Davis, al decir que todo se hizo en una única toma, se refería a que de cada tema sólo hubo una toma completa, Evans lo explicó así en el libro que sobre la creación del disco escribió Ashley Kahn:

“Lo que se escucha en el álbum es la primera interpretación completa de cada pieza. (…) no hay tomas completas que no se hayan usado. Creo que eso es lo que le da esa frescura. La atmósfera de una primera toma, si suena lo más correcta posible, normalmente es la mejor. Si no te quedas con la primera, generalmente, tienes un bajón emocional, y entonces es realmente un proceso profesional trabajoso volver a ponerte en disposición”

Otro motivo de controversia que surgió fue en torno a la autoría de alguno de los temas del disco. Más allá de que el preludio de So What tenga todo el estilo de Gil Evans, pianista amigo de Davis,  el tercer tema grabado, Blue in Green, y el primero de la última sesión, Flamenco Sketches, tienen toda la pinta de ser, como mínimo, de autoría compartida con Bill Evans, y aunque éste nunca reclamó judicialmente ningún derecho sobre ellos, sí  se manifestó públicamente en ese sentido. Aquella fue la última vez que Miles Davis y Bill Evans grabaron juntos.

Cuando el 22 de abril, pasadas las diez de la noche, los músicos recogían sus instrumentos y los técnicos guardaban las cintas en sus correspondientes latas, para abandonar la vieja iglesia ortodoxa, nadie podía suponer la trascendencia que  iba a tener el disco que saldría de aquella grabación.

Un mes exacto después de la muerte de Billie Holiday, salió a la venta el álbum Kind of Blue, el 17 de agosto de 1959, en sus dos versiones, la monoaural y la estéreo. El periodo de  promoción del disco, que sonó en los programas de jazz de las emisoras de radio más importantes del país, había dejado patente que el LP iba a ser un éxito de ventas. Y así fue. Muchas de las cincuenta mil copias del primer prensado se vendieron al mismo ritmo que se descargaban de los camiones que las distribuían, como recuerda el pianista Warren Bernhardt en el libro de Ashley Kahn:

“Recuerdo estar esperando delante de la tienda de discos, un garito bajo un puente de las vías del tren en South Side, en medio del gueto. Esperaba junto a un grupo de tipos a que sacaran los discos del camión. Lo compramos en el momento que lo distribuían”

Durante la semana siguiente a la grabación, el grupo tocó los temas de Kind of Blue cada noche en el Birdland, con el local lleno a rebosar. Uno de los asiduos al club que quedó impresionado por aquella música era por entonces un joven de veintiséis años, llamado Quincy Jones. Lo que más  llamó la atención al polifacético Quincy fueron los tempos de aquellos temas nuevos:

“Ésta es una de las características a destacar de esos temas de Kind of Blue, los tempos. Tienen algo como de trance hipnótico. ¿Sabes qué es? Es un tempo de yonqui. La cosa modal crea un ambiente my especial, que me retrotrae a esas noches en Birdland. A aquella música magnífica que te impregnaba”

La semilla estaba puesta. Muy pronto la formación de Davis iría sufriendo cambios. Tanto Coltrane como Cannonball Adderley tenían suficiente música dentro como para liderar sus propias formaciones y que lo hicieran era cuestión de tiempo. Por su parte, el prolífico Davis ya tenía la mente puesta en Sketches of Spain, un proyecto con arreglos de Gil Evans y más de veinte instrumentistas. Por cierto, las ideas musicales del nuevo trabajo de Davis surgieron, como afirmó el productor George Avakian, de dos discos de 78 rpm que habían llegado a manos del trompetista procedentes de España: uno era el Concierto de  Aranjuez, de Joaquín Rodrigo, y el otro, un disco de flamenco antiguo nada menos que de La Niña de los Peines. Pero esto ya es otra historia.

Los zurrados y los que zurran.

elhijodelrelojero

Hace unos días, releí una de las otras novelas de Georges Simenon, las que no cuentan en sus páginas con el personaje del comisario Maigret y a las que yo llamo las psicológicas. Se trataba de El hijo del relojero. En ella, el protagonista, que en realidad es el propio relojero, en mayor medida que su hijo, descubre lo poco que se llega a conocer a nadie, incluso, o sobre todo, a los seres más cercanos. Es como si cuanto más se amase a una persona, menos conocimiento tuviésemos de ella o más falseado estuviese ese conocimiento por nuestra propia percepción, distorsionada quizá por la proximidad. Hacia el final del libro, el relojero advierte por primera vez lo coincidente de su personalidad con la de su padre y la de su hijo. En la búsqueda de una causa que explique el final de su hijo, condenado por asesinato a los dieciséis años, se dice así mismo que sólo hay dos tipos de hombres, los que agachan la cabeza y los otros, y se es de uno u otro grupo  para toda la vida y desde siempre, desde  la infancia, que él llama el tiempo de los zurrados y de los que zurran. Tan sólo de vez en cuando, se produce una trasgresión, y uno de los humillados, por unos instantes, una vez en su vida, se rebelará, y entonces se originará bien un simple y mínimo escándalo familiar o bien la tragedia brutal que hará aparecer su nombre en los periódicos; y entonces los vecinos declararán horrorizados que «nadie hubiera imaginado nunca que pudiera hacer una cosa así, se veía tan normal, quién podía esperarse…»

     Y será definitivamente eso por lo que todos ahora lo rechazan, ese acto violento, lo único que podrá congraciarlo consigo mismo, redimiéndolo de los años de bajar la cabeza.

     Un jefe que tuve en uno de mis empleos de juventud, mucho más pedestre que nuestro protagonista, de vez en cuando, coincidiendo casi siempre con la entrada en su campo de visión de algún político municipal, decía que la vida es como un viejo tiovivo de manubrio, donde unos pocos suben y bajan a lomos de los caballitos de cartón-piedra, mientras abajo, el resto hacer girar la manivela. Me pregunto si como variante del mito de Sísifo, cabría pensar que los de abajo son cada vez menos, los de arriba, cada vez más y para colmo, reclaman sin cesar mayor velocidad.

Cléndula, caléndula y José Hierro.

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Al contrario de lo que es habitual, ese día me sobraba tiempo. La cita con el dentista ─uno de esos sádicos que se escudan tras un título para ejercer su crueldad congénita─, era a las diez de la mañana, y yo, quince minutos antes, ya estaba perfectamente aparcado a dos pasos de la consulta. Escuchaba por radio uno de esos programas matinales que ofrecen noticias, repaso de la actualidad, tertulias, entrevistas y secciones varias, y mientras tanto me concentraba en limpiarme a conciencia las vías respiratorias. Me hurgaba en la nariz, básicamente ─rara vez expectoro─, pero no por vicio, como toda esa gente detenida ante los semáforos cerrados, sino en preparación a lo que más tarde vendría. Estirado en el, sin duda, vestigio moderno del potro de la Inquisición que es ese artefacto engreído, lleno de botones y artilugios motorizados y silbantes con vida propia, que de ninguna manera puede llamarse sillón, palabra reservada y digna de nombrar sólo cómodos y placenteros asientos, ahí, digo, estirado humilde e indefenso, con la boca abierta hasta la exageración y sus piezas, otrora blancas y sanas, todas a merced del sádico, me resulta insufrible la sensación de no poder respirar, más aún cuando el tubo aspirador destinado a absorber la saliva sanguinolenta extrae hasta el oxigeno que los pulmones reclaman, de ahí mi obsesión de entrar a la consulta ya sin obstrucciones en las vías respiratorias altas. En estas, el programa radiofónico llega a la sección literaria y al invitado del día, tras entrevistarle, le hacen leer unos versos de José Hierro, concretamente el Soneto para Paula, un encantador poema que el autor dedicara a una nieta de corta edad. Pues bien, fue allí, entre aquellos versos, donde oigo la palabra cléndula por vez primera. Fonéticamente magnífica, sonoramente evocadora, invito a pronunciarla en voz alta. Ni idea del significado, sacándola del poema podría ser casi cualquier cosa, un insecto, preferiblemente un fásmido, nada de anélidos ni coleópteros, o quizá un artilugio antiguo, o una glándula humana, o una planta muy medicinal, hasta un nombre de mujer, regio y con carácter, como todos los de entonación esdrújula, acordémonos de Úrsula, Brígida, o el más actual de Bárbara. Bien, indagaciones posteriores indican que con este nombre se denomina a  una planta o a su flor. En realidad, el nombre es caléndula, pero, a falta de otra explicación, imagino que el endecasílabo de Hierro forzó una especie de contracción, en cualquier caso, el primer cuarteto es encantador:

Es una rubia furia desatada,

gatea, sube y baja, embiste, grita.

Cléndula que araña, uñas de pita,

torito bravo, más: una manada.

¡Ah!, el dentista me anunció que con mi boca tenía para no acabar, que yo entendí como «te he elegido para que me mantengas durante una temporadita». Entonces me acordé de algunos amigos que mantenían a su vez  otras especies ─algunas, protegidas─, como psicólogos, camareros y ex esposas,  y me resigné.


El crimen de la calle Santaló.

tourino¡Paren las rotativas!

El suceso despertó una expectación casi desproporcionada en todo el país, pero sobre todo en Barcelona, donde en la gélida mañana del 9 de febrero de 2009 se produjeron los hechos. Podría decirse que  durante algunas semanas de aquel anodino invierno no se habló de otra cosa.

Que se mate a un hombre en la calle, a plena luz del día y en un lugar concurrido no es frecuente, pero tampoco es un hecho excepcional. Lo insólito del suceso fue la víctima, y en menor medida, el lugar y la hora del crimen. Se salía del estereotipo a que estamos acostumbrados, no se cumplían los cánones que empezaban a ser redundantes y que nos dejaban cada día más indiferentes ante hechos similares: no se trataba del cadáver que se halla en las afueras,  identificado de inmediato como un ciudadano de Europa del Este o de América del Sur, sin arraigo ni modo de vida conocido, socialmente oscuro y varias cuentas pendientes con la justicia de su país; tampoco era el caso del acuchillado a las puertas de un local de ocio a las cuatro de madrugada. Nada parecido concurría en aquel caso. Habían asesinado de un disparo en la cabeza a un joven ejecutivo, anónimo, aunque brillante, en pleno centro de Barcelona y a primera hora de la mañana.

Félix Martínez Touriño, de 37 años de edad, flamante director general de GL Events en España, sociedad gestora del Centro Internacional de Convenciones de Barcelona (CCIB) y con un pasado, hasta donde se sabía, inmaculado, sólo podía soñar con un futuro rutilante y prometedor. Había recalado en GL Events en abril de 2008, tras una trayectoria impecable en el sector turístico, trabajando primero para compañías como Disney y Barceló, y los últimos diez años para el grupo AC Hotels, como director de varios establecimientos hoteleros de la sociedad en España, incluido el AC Barcelona, una de las joyas de la corona del grupo.

Había sido una noche de frío intenso y el sol se esforzaba por arrancarle al lunes su fastidio de primer día laboral de la semana. La calle Santaló, esquina con Travessera de Gràcia, y todo el barrio de Sant Gervasi, en la zona alta de Barcelona, era a aquella hora un hervidero de gentes. Hombres y mujeres buscaban las bocas de metro y las paradas de autobús para dirigirse a sus lugares de trabajo; los más presurosos y temerarios cruzaban las calles sorteando un torrente continuo de coches, sin esperar  la luz verde de los semáforos. Pasaban algunos minutos de las ocho de la mañana cuando Martínez Touriño  salió de su domicilio  en el edificio número 27 de misma calle Santaló. Se trataba de una finca regia reconvertida interiormente en coquetos apartamentos de unos sesenta metros cuadrados. Como uno más, se mezcló con el resto de transeúntes que en un sentido y otro discurría por la acera de la calle Santaló. Transportando un maletín de mano y una maleta con ruedas, se dirigió a buscar su coche a un  aparcamiento subterráneo cercano, para trasladarse al aeropuerto, donde debía tomar un avión a Lyon, sede de GL Events. Sin conciencia de ser seguido, tomó a la derecha, entrando en Travessera de Gràcia, e inmediatamente el disparo a bocajarro de su asesino lo dejó muerto en el acto, quedando su cuerpo tendido en el suelo, ensangrentado e inerte, junto al elegante escaparate de Berruezo, una conocida sastrería barcelonesa. En alguna de las primeras crónicas, tras repasar su fulgurante trayectoria profesional, se escribió que en los próximos días iba a iniciar vida en común con su novia, una abogada de la ciudad condal con la que salía desde hacía un año, y cuyo llanto aquella tarde en la Comisaría de Travessera de Gràcia no tendría consuelo.

Primeras crónicas.

Desde el primer momento se habló de sicario a sueldo, de asesino profesional, de modus operandi pulcro y preparado. Se publicó que, tras el disparo a quemarropa, el asesino inició una huida estudiada que discurrió por un tramo de comercios sin cámaras de vigilancia. Sólo se halló una grabación en la que apareciese el asesino, reconocido según la descripción de multitud de testigos oculares absolutamente fiables. Las imágenes, publicadas en algunos medios, eran de calidad mediocre, aunque sí podía apreciarse un hombre vestido con una parca de color azul oscuro, pantalones claros y zapatillas de deporte, llevando en la mano un periódico que según todos los indicios ocultaba la pistola. Se conoció también que en la huida se deshizo del pasamontañas, sacó el cargador del arma y lo tiró, extrajo la bala de la recámara y, por último, abandonó la pistola en un saco de escombros, en la calle Casanova; todo ello fue recuperado por la policía. Aunque de entrada pudiera resultar extraño el comportamiento del asesino se trata de un modo de actuación habitual en este tipo de asesinatos y sigue una lógica aplastante y macabra: al no haber un nexo de unión anterior entre ambos actores del crimen, el arma, de hallársele encima al asesino, es lo único que podría relacionar a éste con su víctima; de ahí la urgencia en deshacerse de ella. Al respecto de ésta, trascendió que era de fabricación coreana, procedencia muy poco habitual en las armas utilizadas por la delincuencia europea, concretamente de la marca Daewoo, se supo también que tenía el número de serie borrado y que no constaba que se hubiera utilizado en otro delito.

En los días sucesivos continuaron las pesquisas de la policía, y, cómo no, las filtraciones a la prensa. Es sabido que un porcentaje muy elevado de los casos de asesinato se resuelven dentro del entorno más próximo a la víctima y que las causas que con mayor frecuencia ocasionan  desenlaces sangrientos son las derivadas de las pasiones humanas, en especial los celos,  en todas sus variantes, de ahí que la investigación se iniciara en  el ámbito personal de la víctima, siendo citados a declarar los amigos y conocidos más próximos. Y bien pronto surgió el titular de prensa del redactor de turno: «Los Mossos ya tienen un sospechoso del crimen del ejecutivo hotelero». Había aparecido en escena un personaje nuevo y misterioso, un individuo venezolano que al parecer no dejaba de incordiar a Martínez Touriño, obstinado en que éste le vendiera un coche de su propiedad. Así lo declararon varias amistades del infortunado ejecutivo, testigos del empecinamiento de aquel individuo, que en su perseverancia había llegado, incluso, a presentarse en algún restaurante donde el grupo se hallaba cenando. Aun así, Martínez Touriño nunca denunció el acoso, contrariamente a lo que le aconsejaban los amigos, y a pesar de que  al parecer venía produciéndose desde hacía varios meses. Si en algún momento fue tomada en consideración, muy pronto se descartó esta línea de investigación, quizá erróneamente, como más tarde se verá, pero el titular en grandes caracteres había causado su efecto. Ante todo, que la realidad no nos estropee un buen titular.

El interés de los periódicos fue mermando, la falta de comunicados por parte de la policía y la urgencia de otros asuntos sofocaron el alboroto inicial. Tal es la velocidad de los tiempos que cinco días después del suceso tan sólo un rotativo de la Ciudad Condal se haría eco de una nueva vía de investigación abierta por la policía. Las pesquisas se estaban dirigiendo entonces a grupos inversores y ejecutivos de países del Este, todos ellos con intereses en el sector hotelero, ya que, por lo visto, Martínez Touriño había mantenido contactos con determinados ciudadanos de esa zona europea que podían estar relacionados con negocios de naturaleza poco lícita, cuando no abiertamente ilegal. Se ignoraba de momento si el ejecutivo español era conocedor de la condición poco honesta de aquellos hombres de negocios o si bien éstos se le presentaron bajo apariencia de respetabilidad y buenas intenciones. Aquella sería la última información que aparecería en los medios de comunicación con mayor difusión por espacio de casi cinco meses.


De colombiano en colombiano y tiro porque…

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Sin embargo, los Mossos d’Esquadra, desde la primera semana de investigación, seguían la pista  correcta, pese al intento por parte de los implicados de desviar las pesquisas, a base de difundir entre su círculo cercano rumores falsos de diversa índole, como resultó ser el que se publicó referido a ciudadanos del Este,  rumores que al llegar a conocimiento de los investigadores debían obrar como cortina de humo. No fue así, y aunque los inspectores encargados del caso no pudieron determinar e aquellos momentos el origen de los rumores, y consecuentemente quiénes eran los culpables del crimen, sí, en cambio, intuyeron la maniobra, evitándose así desembocar en una vía muerta de investigación.

En efecto, el 29 de junio, ciento treinta y ocho días después del crimen,  vuelven a las portadas de los periódicos las mismas fotografías  que el fatídico 10 de febrero ilustraron la noticia del asesinato, pero obviamente esta vez los titulares eran otros. Habían sido detenidas ocho personas —dos en Barcelona, cinco en Madrid y una en Toledo—, en relación al asesinato de Félix Martínez Touriño, continuándose la búsqueda de dos implicados más. A medida que avanzaban las horas, las ediciones digitales de los periódicos fueron incorporando nuevos datos, así por la tarde se conoció que entre los detenidos se encontraban tanto el autor material como el autor intelectual del crimen, al parecer un subordinado de la víctima. Veamos, hasta donde la reserva policial permite, cómo se desarrolló la investigación.

Las actuaciones por parte de la policía en los primeros momentos son casi siempre determinantes. Y casi siempre, también, tienen recompensa si el esfuerzo está bien encaminado. Sabemos que la resolución del caso empezó por la localización del autor material del asesinato. Desde él, en una especie de regresión, se llegó al inicio de la trama.

La forma en que se identifica y localiza al sicario no transcendió. Josep Lluís Trapero, intendente jefe de la División de Investigación Criminal (DIC) de los Mossos d’Esquadra manifestó la intención de reservar de la opinión pública estos datos. Al mismo tiempo, algún medio escrito aseguró que dicha identificación se pudo llevar a cabo gracias al retrato robot realizado con la ayuda de varios testigos presenciales y de las imágenes de la cámara de vigilancia que ya hemos comentado. Tenemos que admitir que en un primer momento, la posibilidad de identificar en Madrid a un sujeto sin antecedentes en delitos graves como autor de un asesinato en Barcelona, sin más ayuda que un discutible retrato robot nos pareció cuando menos inverosímil.

Quizá la respuesta al enigma de cómo  se establece la identidad del asesino se encontrase en otra investigación que se estaba ultimando por aquellas mismas fechas, relativa a una red que se dedicaba a la venta de armas a delincuentes.  Estas indagaciones culminaron el 5 de julio con los registros de dos armerías, la detención de sus dueños y la incautación de abundante información, que según fuentes autorizadas iba a permitir seguir el rastro de los compradores.

En todo caso, cualesquiera que fueran los medios empleados, el resultado fue inmejorable, y en menos de diez días se localiza en Madrid  al autor material del asesinato, un ciudadano colombiano de 22 años, Jorge Andrés Madrid García, con domicilio en Parla.

Se trataba de tirar del hilo. Se montó un dispositivo de vigilancia en torno al colombiano, que aunque habitualmente se movía por Madrid, realizaba algunos desplazamientos por el resto de España, pero sin intentar en ningún momento abandonar el país. Paralelamente, la investigación del entorno profesional de la víctima se presentaba ardua. Como hemos apuntado, Martínez Touriño hacía menos de un año que trabajaba en el CCIB, y de agotarse sin resultado este ámbito más reciente habría que extender las indagaciones a la cadena AC Hotels, con las complicaciones que ello comportaría, en cuanto al número de personas a encuestar y el negativo efecto desvanecedor del tiempo a la hora de hallar rastros. No sería necesario. De colombiano en colombiano y tiro porque me toca se llega al responsable de audiovisuales del centro, Manuel Moreno Blancas, subordinado del ejecutivo muerto. Ha hecho falta alejarse de la víctima tanto en lo geográfico como en lo personal para luego ir construyendo paso a paso un camino que nos condujera de nuevo a ella.

Por qué matar al jefe.

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Antes de revisar el resto de eslabones de la cadena y como ayuda para entender el móvil, podría ser esclarecedor atender a la personalidad del inductor del asesinato. Manuel Moreno se hallaba en una situación comprometida en el CCIB, ya que según algunas fuentes, Martínez Touriño tenía dispuesto despedirle al haber descubierto que hacía un uso indebido de los medios materiales del departamento, obteniendo, además, pingües ingresos extras en concepto de comisiones ilegales; otra fuente, sin embargo, apuntó en la dirección de que el despido estaba motivado por una reestructuración laboral que el director desaparecido tenía previsto llevar a cabo, y que ocasionaría la desaparición del departamento. Por último, un cliente del Centro de Convenciones que prefirió no dar su nombre y que tenía trato habitual con él, sugirió en una entrevista a los medios que debía existir alguna causa de mayor gravedad que el mero despido, ya que por la cantidad de conocidos que Manuel Moreno tenía en el sector audiovisual y su trayectoria profesional no hubiera tenido dificultad en lograr un buen empleo.

Sea como fuere, perder aquel trabajo no era algo a lo que estuviera dispuesto aquel individuo. Como ha declarado un subordinado suyo en el CCIB que dejó el empleo ante la angustia que le suponía trabajar a sus órdenes, Manuel Moreno era un individuo hecho a sí mismo, de enorme ambición y escasos escrúpulos, sin una titulación brillante —ni siquiera sabía inglés—, pero con gran capacidad de trabajo y de subyugar a sus subordinados imponiéndoles  en ocasiones jornadas que doblaban el horario estipulado y haciéndoles creer que sólo podían confiar en él y nunca los unos en los otros. Para completar el cóctel, según este mismo declarante, había que añadir otros  rasgos: la necesidad imperiosa del reconocimiento de los demás y, por extensión, del éxito personal y unos celos profesionales desmedidos. La perspectiva de ver desmoronarse su posición económica y de caer en el descrédito social y profesional, unida a esa personalidad y posiblemente al sentimiento de sentirse acorralado dan como resultado que su mente tolere, sin hallarla descabellada, la idea de acabar con la vida de su jefe, quien representa para él una amenaza permanente, ahora y en el futuro, desde el momento que conoce sus manejos ilícitos.
 

Resto de eslabones. Reconstrucción de un crimen.

Por no atreverse él mismo, o por cautela, Manuel Moreno decidió que el siniestro plan lo ejecutara otra persona —el coste económico que ello iba a representar era una minucia comparado con lo que se salvaguardaba. El camino para hallar la persona dispuesta a apretar el gatillo lo tenía muy cerca. Su hermana María Pilar Moreno, enfermera de prisiones, estaba casada con Sahid Sánchez Zuluaga, un colombiano, padre de  sus dos hijos, que cuando se conocieron cumplía condena por tráfico de drogas  y con contactos en el submundo del hampa de nuestro país. Este individuo fue el encargado de organizar el plan, para cuyo cumplimiento recibió la cantidad de 12.000 euros y la promesa de otra cantidad para él mismo si todo finaliza favorablemente. Sin tardanza, Sahid Sánchez se trasladó a Madrid, donde entra en contacto con varios compatriotas, entre ellos el referido Jorge Andrés Madrid, que pese a no contar en su currículum con delitos de sangre estaba dispuesto a llevar a cabo el crimen por encargo a cambio de 9.000 euros. Los 3.000 euros restantes serán para otro compatriota, Yader Jair, que deberá ocuparse de conseguir la pistola y proporcionar apoyo logístico. Además de esto, el cuñado de Moreno se reservó un papel activo en el plan. Él mismo se ocupó de hacerle un seguimiento previo a la víctima, a fin de indagar sus hábitos y horarios, para ello utilizó un todoterreno Nissan Pathfinder y una moto Harley Davidson, ambos propiedad de la pareja. Se ha podido comprobar que bajo el nombre de Óscar y con el pretexto de la compraventa de un coche llegó incluso a hablar cara a cara con Martínez Touriño: nos preguntamos si estamos quizá ante el «venezolano» que durante dos meses incordió con idéntica cuestión al ejecutivo, según habían revelado en sus primeras declaraciones los amigos de éste.

El sábado, día 7 de febrero, el sicario, acompañado de su compinche Yader Jair, llegó a Barcelona a bordo de un Citroën con matrícula 8744 FTL, que les facilitó otro compatriota, Juan Edgar Tamayo. Pronto hacen un reconocimiento del terreno en compañía de Sahid Sánchez Zuluaga y ultiman los detalles: se trata de dejarse ver lo menos posible y de ejecutar el plan sin dilaciones, al día siguiente, domingo. Tal vez ellos no lo sabían —seguramente, el inductor del crimen sí—, pero, como hemos dicho, Martínez Touriño tenía billete de avión a Lyon, sede de GL Events, para el lunes, donde pensaba poner al descubierto la conducta de Manuel Moreno, lo que a buen seguro produciría su inmediato despido y tal vez la denuncia en los juzgados. Pero el domingo el ejecutivo de CCIB iba a estar en todo momento acompañado y Jorge A. Madrid no se atrevió a poner en práctica el plan. Durante esa tarde se llegaron a producir hasta dieciséis llamadas de teléfono entre el inductor y cerebro, Manuel Moreno Blancas y el que podemos llamar responsable organizativo, Sahid Sánchez Zuluaga, su cuñado. Indefectiblemente hubo que esperar al lunes. Minutos antes de las ocho de la mañana de ese lunes se produjo una nueva comunicación telefónica entre los dos personajes, comunicación que según trascendió, fue clave en el caso. Veinticuatro minutos después, Martínez Touriño cayó abatido por el disparo que Jorge A. Madrid le descerraja en la cabeza. El Citroën, a trescientos metros de allí, con Yader Jair al volante, esperó al sicario en la confluencia de Muntaner y Diagonal, una de las principales vías de salida de Barcelona.

Al día siguiente, Sahid Sánchez y Yader Jair emprendieron, desde distintos aeropuertos,  vuelo a Colombia. La mujer del primero, junto a los dos hijos de ambos, esperó tres días para seguir idéntico rumbo.  Durante ese tiempo se ocupó, sin éxito, en requerir al hermano el pago acordado. Tan solo permanecieron en España los dos principales culpables, los dos que en caso de ser descubiertos y detenidos se enfrentarían a las penas mayores, el autor intelectual, que por razones obvias continuó en su puesto de trabajo sin levantar todavía sospechas y el autor material, que como ya sabemos pronto sería identificado, localizado y eficazmente vigilado.

Se cierra el lazo.

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En marzo, sin su marido, volvió Pilar Moreno de Colombia, para intentar forzar a su hermano a pagar la deuda contraída con su esposo. Por falta de liquidez o por soberbia, Manuel Moreno continuó negándose a  pagar los servicios prestados. La vigilancia a Jorge A. Madrid, el sicario, todavía no había dado fruto, pero ella, ya fuese por sentirse insegura en Barcelona o por no desear estar lejos del marido, se trasladó con sus hijos nuevamente a Colombia, dándoles de baja en el colegio. Al no haber conseguido el dinero, la situación en aquel país de la pareja y los dos hijos empezó a ser complicada.

Por su parte la investigación había hecho importantes avances durante ese tiempo y por las acciones que más tarde se conocieron, no parece descabellado pensar que tirando del ovillo se llegó del sicario hasta Sánchez Zuluaga, de éste hasta su esposa, Pilar Moreno Blancas, e inmediatamente debió saltar a la luz la coincidencia de esos apellidos con los del responsable de audiovisuales del CCIB. Con la correspondiente autorización judicial, se llegaron a intervenir  hasta cuarenta números de teléfono. El cerco se había estrechado sobre Manuel Moreno Blancas y ya era sólo cuestión de atar algunos cabos, obtener las pruebas necesarias y esperar el momento oportuno para realizar las detenciones. Algunas de las escuchas telefónicas llevadas a cabo pusieron de manifiesto que la  situación económica de la pareja Sahid Sánchez y Pilar Moreno había llegado al límite. Desde Colombia se comunicaron con el padre de ésta, lamentándose de que Manuel Moreno no cumpliera con el compromiso económico contraído con ellos, aunque nunca hicieron referencias explícitas al caso ni al motivo de la deuda. También, en el curso de una de las conversaciones, expresaron su temor a que los teléfonos estuvieran intervenidos, planteando la posibilidad de utilizar locutorios para futuras comunicaciones.

Pilar Moreno debió entender que la única posibilidad de cobrar pasaba por volver a España y presentarse delante de su hermano para exigirle terminantemente el pago, con la amenaza de que no hacerlo, sería su marido quien se presentaría ante él, con consecuencias, en ese caso,  imprevisibles. Es así como llegó al aeropuerto del Prat de Barcelona el 27 de junio, sin Sahid Sánchez, momento en el que fue detenida.

Era la señal convenida para que se pusiera en marcha el operativo que culminaría con la detención de ocho personas: Manuel Moreno Blancas, Pilar Moreno Blancas, Jorge Andrés Madrid García y Juan Edgar Tamayo, y otras cuatro personas, que con posterioridad, tras prestar declaración ante la juez que llevó el caso serían puestas en libertad.  Antes de tres meses caerían también Sahid Sánchez y Yadir Jair en Cartagena de Indias, que acabarían siendo extraditados a España, y posteriormente, junto a los primeros cuatro detenidos, juzgados y condenados.

Jugando en la biblioteca

bibliotecaDurante mi edad adulta, en diversas épocas, y por diversas causas, he estado obligado a seleccionar cuidadosamente los libros que compraba. Más allá de gustos y apetencias – dilatados,  los unos, desmedidas, las otras -, cuando no faltó la moneda, antes destinada a la carencia penosa, faltó el mínimo espacio requerido, sin hacer del aposento una rareza, donde acumular tanto conocimiento. Afortunadamente, los gobiernos de toda época han velado sin descanso con tal de colmar nuestra necesidad de comprender, y una de las fórmulas empleadas ha sido la biblioteca pública, claro está, con las limitaciones ideológicas que en cuanto a disponibilidad de autores imponía el poder del momento. Tal vez, cuando sea un hecho la digitalización universal, todo lo que pueda  idear un ser humano podrá encontrarse en la red, desde el bello códice que duerme bajo temperatura y humedad controladas en la Biblioteca Nacional hasta la chuscada más estrafalaria vertida en el blog personal, pudiendo, en cualquier caso, gozarlo y padecerlo desde casa. Mientras tanto, les propongo  un juego para practicar en las bibliotecas: escojan al azar un libro de cualquier estantería, favoreciendo los autores desconocidos, y en todo caso descartando aquéllos  de los que hayan leído más de dos títulos, empiecen por apreciar algunos datos, como el nombre del autor, la editorial, el año de publicación de la edición original y la calidad de la que ahora sostienen en sus manos, si tienen la opción de conectarse a la red, busquen un poco de información del autor y por último lean los primeros párrafos de la obra, preferiblemente con cierta lentitud. Les garantizo algunas sonrisas, más de una sorpresa y algún que otro ratito de gozo beatífico. O cuando menos, una tarde de lo más entretenida.

Venimos del gas…

tendido-electricoHoy he recibido la visita mensual de los chicos de Endesa. Son como los impresos de  propaganda de Miró que encontramos cada dos días en los buzones de nuestras viviendas. Ambas empresas deben pensar que en la insistencia está buena parte del éxito. Los «eléctricos» utilizan siempre la misma cantinela, «venimos de parte del gas…, para ver si ya le aplican el descuento de …», he de reconocer que aquí puede ocurrir que el porcentaje esgrimido varíe de una vez para otra, porque creo recordar que en la visita anterior se trataba de un 10%, cuando hoy ha sido tan solo de un 5%, pero, claro, debe ser cosa de la crisis. Los otros, los de los electrodomésticos, llevan meses, si no años, con esos papelones inmensos cuando se despliegan, repletos de los mismos artículos una y otra vez, y como en el caso de Endesa, lo único que cambia es el precio, cada día más rebajado. A partir de aquí las similitudes entre uno y otro sistema de captación de clientes terminan. El de Miró, aunque molesto, es perfectamente lícito, el de Endesa, no. El hecho de que me encontrara en plena siesta y de que el chico mostrara una singular insistencia desató la bestia cínica que llevo dentro. Algo debió contribuir lo que intuí era el modus operandi que el gurú de turno había imbuido en aquellos jóvenes inocuos. De entrada, saludo fino, e inmediatamente lo de «venimos del gas…», al tiempo que enarbolan una factura de Gas Natural, que igual puede servir para hacer creer que vienen de parte de esta compañía como para simular que otros vecinos se han acogido a la oferta, según convenga. Con  una crueldad innecesaria, lo reconozco, le suelto la pregunta:

– ¿Cuando dices, hijo, que vienes del gas, te refieres a que vienes de parte de la compañía Gas Natural?

En ese momento tuve la impresión de que el chico deseaba con toda el alma desaparecer dentro del traje. Era el momento de rematar la faena.

– ¿Porque tú no serás uno de esos pesados de Endesa que vienen cada mes con el mismo cuento, jugando al equívoco para ver si el anciano de turno, encandilado con el descuento, estampa la firma que lo convierte, sin saberlo, en monopolizado energético de la ex-empresa del señor Pizarro?

Si tras esto el muchacho inerme continua delante nuestro sin el sentido y la conciencia perdidos, cabe entonces hablarle del finiquito que cobró  su ex-jefe antes de ingresar en las filas del Partido Popular, cifra mareante que para ser igualada requeriría que él, o yo, o usted, viviéramos 25 vidas de 40 años laborables cada una. Quizá ahora entiendan por qué quieren retrasar la edad de jubilación.

El día del 2-6

calles vacíasFaltaban diecisiete minutos para que fueran las ocho de la tarde. Habían acelerado el paso de tal forma que el pequeño Martí tenía que dar una carrerita de tanto en tanto para acercarse a sus padres y no quedar rezagado. Alrededor de ellos otras personas parecían dominadas por la misma prisa, incluso muchos automóviles hacían sonar sus cláxones intentando en vano que los más parsimoniosos aceleraran la marcha. Antes de llegar a la estación de autobuses  tomaron una calle a la izquierda; a partir de allí, la premura del paso y la estrechez de la acera los forzaba a marchar casi todo el tiempo en fila de a uno, con Enric en primer término, seguido de Teresa, que llevaba a Martí de la mano y tenía que tirar de él para que el pequeño no se quedará atrás, esquivando los tres con mayor o menor éxito otros transeúntes que viniendo en sentido opuesto se cruzaban con ellos. Enric, miró su reloj y a continuación hacia el fondo de la calle, donde se insinuaba más que se veía la masa rosacea que formaba el bloque de apartamentos que compartían con otras treinta familias. Determinó por algún cálculo abstracto que los nueve minutos que faltaban serían suficientes si las condiciones continuaban favorables, temía sobretodo encontrarse algún inoportuno vecino y en menor grado, que el ascensor se hallara en alguna de las últimas plantas; ambas cosas sucedían a menudo. Esta posibilidad le enervó, y sin darse cuenta apretó aún más el paso. Oyó la voz de Teresa sugiriendole que se adelantase él solo, pero no se decidió a hacerlo, considerando, quizá,  que a esas alturas no merecía la pena. No se habían dado cuenta, pero en los últimos diez minutos la cantidad de personas que transitaban por las calles había ido descendiendo hasta tal punto que llegaron a su portal sin cruzarse con vecino ni desconocido alguno. Y para asombro de Enric, desde la puerta de entrada al edificio vió que la pantallita que indicaba la posición del ascensor mostraba las siglas PB, evidencia  de que se encontraba allí mismo, en la planta baja, esperándolos pacientemente. Mientras iban ascendiendo, Enric se entretuvo pensando que si el ascensor estaba abajo significaba que alguien en algún momento reciente anterior había salido a la calle, y se preguntaba quién habría sido el majadero que había abandonado su casa y su sillón cuando estaba  a punto de comenzar el partido del año, el Real Madrid – Barcelona CF.