Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert

Como hacía un calor de treinta y tres grados, el boulevard Boudon estaba completamente desierto.

Más abajo, el canal Saint-Martin, encerrado entre las dos esclusas, expandía en línea recta su agua de color de tinta. En medio había un barco cargado de madera, y en la orilla dos hileras de barricas.

Más allá del canal, entre las casa que separan unas obras, el gran cielo diáfano se recortaba en franjas de un azul ultramar, y, bajo la reverberación del sol, las fachadas blancas, los tejados de pizarra, los muelles de granito, deslumbraban. Un ruido confuso subía a lo lejos en el aire tibio; y todo parecía entorpecido por la inactividad del domingo y por la tristeza de los días de verano.

Aparecieron los hombres.

Uno venía de las Bastilla, el otro del Jardin des Plantes. El más alto, vestido de lino, caminaba con el sombrero echado hacia atrás, el chaleco desabrochado y la corbata en la mano. El más bajo, cuyo cuerpo desaparecía en una levita marrón, agachaba la cabeza cubierta con una gorra con la visera en punta.

Una vez que hubieron llegado al centro del boulevard se sentaron en el mismo instante en el mismo banco.

Para secarse la frente, se quitaron los sombreros, que cada uno dejó junto a sí; y el hombrecillo vio escrito en el sombrero de su vecino: Bouvard, mientras que el otro distinguía fácilmente en la gorra del individuo enlevitado la palabra: Pécuchet.

La educación sentimental, de Gustave Flaubert

Hacia las seis de la mañana del 15 de septiembre de 1840, próximo a zarpar, el Ville de Montereau despedía grandes torbellinos de humo delante del muelle de Saint-Bernard.

La gente llegaba sin aliento; las barricas, los cables, los cestos de ropa blanca dificultaban la circulación; los marineros no contestaban a nadie; tropezaban unas con otras las personas; los bultos subían por entre los dos tambores, y el bullicio se absorbía en ruido del vapor, que, escapándose por las tapaderas de hierro de las chimeneas, todo lo envolvías en una nube blanquecina, mientras la campana sonaba avante sin cesar.

Por fin, el barco arrancó, y las dos orillas, pobladas de tiendas, de canteros y de fábricas, desfilaron como dos anchas cintas que se desenrollan.

Un joven de dieciocho años, de pelo largo, que llevaba un álbum debajo del brazo, estaba inmóvil cerca del timón. A través de la bruma contemplaba campanarios y edificios, cuyo nombre ignoraba; después abrazó en una última ojeada la isla de Saint-Louis, la Cité, Notre-Dame, y muy pronto, al desaparecer París, lanzó un suspiro prolongado.

Madame Bovary, de Gustave Flaubert

flaubert
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director, seguido de un “novato” con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.

El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:

– Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta se lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.

El “novato”, que se había quedado en la esquina, detrás de la puerta, de modo que apenas se le veía, era un mozo del campo, de unos quince años, y de una estatura mayor que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo cortado en flequillo como un sacristán de pueblo, y parecía formal y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, su chaqueta de paño verde con botones negros debía molestarle en las sisas, y por las aberturas de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas de ir siempre remangado. Las piernas, embutidas en medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba zapatones, no muy limpios, guarnecidos de clavos.