Paso una y otra vez por aquellas calles, me paro a mirar los muros. Parece imposible que no haya quedado una sola huella. En más de una ocasión me he sacado una moneda del bolsillo y he rascado con ella en la cal. Pero no he encontrado señal alguna. Solamente salía otra capa de pintura, quizá más blanca todavía.
Muchas veces le he preguntado a las mujeres que estaban asentadas a las puertas, en sus sillitas bajas, en los atardeceres de verano:
– ¿Dónde llegó la sangre en la calle?
Y me señalan el rodapié de los balcones, o los azulejos que, sobre las casapuertas, marcaban el número de cada finca.