El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina

Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frio de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casa de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.

Nada del otro mundo, de Antonio Muñoz Molina

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Ayer los vi, vi a Juana Rosa y a Funes, parados frente a mí, en la otra acera, a punto de cruzar el mismo paso de peatones que yo, a mediodía, en la avenida de la Constitución, y durante un segundo de pavor creí que me habían visto y que esperaría inmóvil y hechizado a que se me acercaran, pálidos, afables, entre la prisa y la indiferencia de la gente y el ruido de los coches, pero me di la vuelta a tiempo y creo que salí corriendo, sin atreverme a mirar hacia atrás, por miedo no a descubrir que me seguían, sino a que mis ojos y los de ellos se encontraran y ya no hubiera remedio para mí. Di la vuelta justo cuando el semáforo se ponía en verde, choqué con alguien, no me disculpé, me pareció que distinguía entre la multiplicación de tantos pasos el sonido de los de Juana Rosa y los de Funes, entré en un bar, el primero que vi, grande y lleno de humo, de ruidos y luces de máquinas tragaperras, me oculté a medias entre una de ellas y sólo entonces tuve el valor para mirar hacia la calle, imaginando a Juana Rosa y a Funes parados tras el cristal como si miraran hacia el interior de un acuario, serios y solos, atentos, descubriéndome en mi vano refugio, uno de esos bares o salones de juegos donde entran por las mañanas mujeres de edad intermedia que sostienen fuertemente bajo el brazo sus bolsas de la compra e introducen monedas en las ranuras de las máquinas con ensimismado fanatismo.