—Jijunagrandísimas —Balbuceó Lituma, sintiendo que iba a vomitar—. Cómo te dejaron, flaquito.
El muchacho estaba a la vez ahorcado y ensartado en el viejo algarrobo, en una postura tan absurda que más parecía un espantapájaros o un Ño Carnavalón despatarrado que un cadáver. Antes o después de matarlo lo habían hecho trizas, con un ensañamiento sin límites: tenía la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre reseca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillo, y, como si no fuera bastante, Lituma comprendió que también habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna. Estaba descalzo, desnudo de la cintura para abajo, con una camisa hecha jirones. Era joven, delgado, morenito y huesudo. En el dédalo de moscas que revoloteaban alrededor de su cara relucían sus pelos, negros y ensortijados. Las cabras del churre remoloneaban en torno, escarbando los pedruscos del descampado en busca de alimentos y a Lituma se le ocurrió que en cualquier momento empezarían a mordisquear los pies del cadáver.
—¿Quién carajo hizo esto? —balbuceó conteniendo la náusea.
—Yo qué sé —dijo el churre—. Por qué me carajea a mí, qué culpa tengo. Agradezca que fuera a avisarle.
—No te carajeo a ti, churre —murmuró Lituma—. Carajeo porque parece mentira que haya en el mundo gente tan perversa.