¿Quién mató a Palomino Molero?, de Mario Vargas Llosa

—Jijunagrandísimas —Balbuceó Lituma, sintiendo que iba a vomitar—. Cómo te dejaron, flaquito.

El muchacho estaba a la vez ahorcado y ensartado en el viejo algarrobo, en una postura tan absurda que más parecía un espantapájaros o un Ño Carnavalón despatarrado que un cadáver. Antes o después de matarlo lo habían hecho trizas, con un ensañamiento sin límites: tenía la nariz y la boca rajadas, coágulos de sangre reseca, moretones y desgarrones, quemaduras de cigarrillo, y, como si no fuera bastante, Lituma comprendió que también habían tratado de caparlo, porque los huevos le colgaban hasta la entrepierna. Estaba descalzo, desnudo de la cintura para abajo, con una camisa hecha jirones. Era joven, delgado, morenito y huesudo. En el dédalo de moscas que revoloteaban alrededor de su cara relucían sus pelos, negros y ensortijados. Las cabras del churre remoloneaban en torno, escarbando los pedruscos del descampado en busca de alimentos y a Lituma se le ocurrió que en cualquier momento empezarían a mordisquear los pies del cadáver.

 —¿Quién carajo hizo esto? —balbuceó conteniendo la náusea.

 —Yo qué sé —dijo el churre—. Por qué me carajea a mí, qué culpa tengo. Agradezca que fuera a avisarle.

 —No te carajeo a ti, churre —murmuró Lituma—. Carajeo porque parece mentira que haya en el mundo gente tan perversa.

 

La Fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa

Mario-Vargas-Llosa

Urania. No le habían hecho un favor sus padres, su nombre daba la idea de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. ¡Urania! Vaya ocurrencia. Felizmente ya nadie la llamaba así, sino Uri, Miss Cabral, Mrs. Cabral o Doctor Cabral. Que ella recordara, desde que salió de Santo Domingo (“Mejor dicho, de ciudad Trujillo”, cuando partió aún no habían devuelto su nombre a la ciudad capital), ni en Adrian, ni en Boston, ni en Washington D. C., ni en New York, nadie había vuelto a llamarla Urania, como antes en su casa y en el Colegio Santo Domingo, donde las sisters y su compañeras pronunciaban correctísimamente el disparatado nombre que le infringieron al nacer. ¿Se le ocurriría a él, a ella? Tarde para averiguarlo, muchacha; tu madre estaba en el cielo y tu padre muerto en vida. Nunca lo sabrás. ¡Urania! Tan absurdo como afrentar a la antigua Santo Domingo de Guzmán llamándola Ciudad Trujillo. ¿Sería también su padre el de la idea?

Está esperando que asome el mar por la ventana de su cuarto, en el noveno piso del Hotel Jaragua, y por fin lo ve. La oscuridad cede en pocos segundos y el resplandor azulado del horizonte, creciendo deprisa, inicia el espectáculo que aguarda desde que despertó, a las cuatro, pese a la pastilla que había tomado rompiendo sus prevenciones contra los somníferos.