La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, de Antonio Tabucchi

Manolo el Gitano abrió los ojos, miró la débil luz que se filtraba por las rendijas de la chabola y se levantó, procurando no hacer ruido. No le hacía falta vestirse porque dormía vestido, la chaqueta anaranjada que le había regalado el año anterior Agostinho da Silva, llamado Franz el alemán, domador de leones desdentados en el Circo Maravilhas, hacía ya tiempo que le servía de traje y de pijama. A la mortecina luz del amanecer buscó a tientas las sandalias transformadas en zapatillas que usaba como calzado. Las encontró y se las puso. Conocía la chabola de memoria y podía moverse en la semioscuridad respetando la exacta geografía de los míseros muebles que la ocupaban. Avanzó tranquilo hacia la puerta y entonces su pie derecho chocó contra la lámpara de petróleo que estaba en el suelo. Mierda de mujer, dijo entre dientes Manolo el Gitano. Había sido su mujer la que la noche anterior quiso dejar la lámpara de petróleo junto a su catre con el pretexto de que las tinieblas le producían pesadillas y soñaba con sus muertos. Con la lámpara tenuemente encendida, decía ella,  los fantasmas de sus sueños no tenían valor para visitarla y la dejaban dormir en paz.

Afirma Pereira, de Antonio Tabucchi

Afirma Pereira que el va conèixer un dia d’estiu. Un dia magnífic d’estiu, assolellat i ventilat, que Lisboa refulgia. Sembla que Pereira era a la redacció, no sabia què fer, el director estava de vacances, ell es trobava empantanegat perquè havia de posar en solfa la pàgina cultural, perquè el Lisboa ara tenia pàgina cultural, i l’havien posada a càrrec d’ell. I ell, Pereira, reflexionava sobre la mort. Aquell dia d’estiu tan bonic, amb la brisa atlàntica que acaronava la capçada dels arbres i el sol que resplendia, i amb una ciutat que brillava, literalment brillava sota la seva finestra, i una blavor, una blavor mai vista, afirma Pereira, d’una limpidesa que gairebé feria els ulls, ell es va posar a pensar en la mort. Per què? Això a Pereira li és impossible de dir-ho. Deu ser perquè el seu pare, quan ell era petit, tenia una casa de pompes fúnebres que es deia Pereira la Dolorosa, o potser perquè la seva dona s’havia mort de tisi uns anys abans, o potser perquè estava gras, patia del cor i tenia la pressió alta i el metge li havia dit que si continuava així no li quedava pas gaire temps, però el fet és que Pereira es va posar a pensar en la mort, afirma.

El juego del revés, de Antonio Tabucchi

Cuando Maria do Carmo Meneses de Sequeira murió, yo estaba contemplando Las Meninas de Velázquez en el museo del Prado. Era un mediodía de julio y yo no sabía que ella se estaba muriendo. Me quedé mirando el cuadro hasta las doce y cuarto, luego salí lentamente procurando imprimir en la memoria la expresión de la figura del fondo, recuerdo que pensé en las palabras de Maria do Carmo: la clave del cuadro está en la figura del fondo, es un juego del revés; atravesé el parque y cogí un autobús hasta la Puerta del Sol, comí en el hotel, un gazpacho muy frío y fruta, y fui a refugiarme del calor meridiano en la penumbra de mi habitación. Me despertó el teléfono a eso de las cinco, o tal vez no me despertó, me hallaba en un extraño duermevela, afuera zumbaba el tráfico de la ciudad y en el interior de la habitación zumbaba el aire acondicionado que sin embargo en mi conciencia era el motor de un pequeño remolcador azul que cruzaba el estuario del Tajo bajo el crepúsculo, mientras Maria do Carmo y yo lo seguíamos con la mirada. Le llaman de Lisboa, me dijo la voz de la telefonista, luego oí la pequeña descarga eléctrica del conmutador y una voz masculina, neutra y grave, me preguntó mi nombre y luego dijo soy Nuno Meneses de Sequeira, Maria do Carmo murió este mediodía, el funeral será mañana a las cinco de la tarde, lo llamo por su expresa voluntad.

Pequeños equívocos sin importancia, de Antonio Tabucchi

Cuando el ujier ha dicho: de pie, entra el tribunal, y en la sala se ha hecho el silencio por un instante, justo en aquel momento, cuando Federico ha aparecido por la puertecita al frente de la pequeña comitiva, con la toga y el pelo ya casi blanco, me he acordado de Strada anfosa. Les he visto sentarse, como asistiendo a un ritual incomprensible y lejano pero proyectado hacia el futuro, y la imagen de aquellos hombres graves sentados detrás del estrado coronado por un crucifijo se ha disuelto tras la imagen de un pasado que para mí era el presente, exactamente igual que en una película antigua, y, en el cuaderno de apuntes que había traído, mi mano ha escrito, casi por cuenta propia, Strada anfosa, mientras yo estaba en otro lugar, dejándome llevar por el retroceso de la evocación. Y también Leo, sentado dentro de aquella jaula como un animal peligroso, también él ha perdido aquel aire enfermizo que tienen las personas profundamente desgraciadas, le he visto apoyarse en la consola estilo imperio de su abuela, con aquel aire aburrido y astuto que sólo poseía Leo y que era su encanto, y decir: Tonino, pon de nuevo Strada anfosa.