El cuaderno dorado, de Doris Lessing

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Anna se encuentra con su amiga Molly, un día del verano de 1957, después de una separación…

Las dos mujeres estaban solas en el piso londinense.
—El caso es que —dijo Anna al volver su amiga de hablar por teléfono en el recibidor—, el caso es que por lo visto todo se está desmoronando.
Molly era una mujer adicta al teléfono. Cuando éste empezó a llamar acababa de preguntar: «Bueno, ¿qué me cuentas?». Y ahora volvía diciendo:
—Es Richard, que viene. Al parecer hoy es el único día libre que va a tener en todo el mes. Por lo menos eso es lo que dice.
—Pues yo no me voy —dijo Anna.
—No, tú te quedas donde estás.                                                                                                 Molly examinó su aspecto: llevaba pantalones y un jersey, ambas prendas bastante usadas.
—Tendrá que aceptarme como me encuentre —concluyó, y se sentó junto a la ventana—. No ha querido decir qué ocurre… Será otra crisis con Marion, supongo.
—¿No te ha escrito?—preguntó Anna con cautela.
—Los dos, él y Marion, me han escrito cartas llenas de sencillez. Curioso, ¿verdad?
Este curioso, ¿verdad?, era como la contraseña que indicaba el tono confidencial de las conversaciones entre ellas dos. No obstante, después de haber dado la contraseña, Molly cambió el tono y añadió:
—Es inútil hablar ahora. Ha dicho que venía en seguida.
—Seguramente se marchará cuando vea que estoy yo —comentó Anna alegremente, aunque con cierto deje agresivo.
—Ah, y ¿por qué? —preguntó Molly, mirándola incisivamente.
Se había dado siempre por supuesto que Anna y Richard se desagradaban mutuamente; y, antes, Anna siempre se había marchado cuando Richard estaba por llegar. Aquel día Molly dijo:
—La verdad es que yo creo que le agradas bastante, en el fondo. Pero se ve obligado a estimarme a mí, por principio… ¡Es tan ridículo que las personas le gusten del todo o nada! Por eso, lo que no le agrada en mí te lo carga a ti.                                                            —Encantada —replicó Anna—. Pero ¿sabes una cosa? Mientras estabas fuera he descubierto que para mucha gente tú y yo somos casi intercambiables.
—¿Ahora te das cuenta de eso? —inquirió Molly triunfalmente, como siempre que Anna descubría lo que para ella eran hechos evidentes.
Desde muy al principio, en la relación entre las dos mujeres se había llegado a un equilibrio: Molly poseía mucho más conocimiento del mundo que Anna, quien, por su parte, estaba dotada de un talento superior.

Recursos inhumanos, de Pierre Lemaitre

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Nunca he sido un hombre violento. No me viene a la memoria ningún momento en el que haya querido matar a nadie. Sí que he tenido ataques de ira de vez en cuando, pero nunca la voluntad real de hacer daño. De destruir. Así que, claro, estoy sorprendido. La violencia es como el alcohol o el sexo: no se trata de un fenómeno, es un proceso. Entramos en ellos casi sin notarlo, simplemente porque estamos maduros, porque nos llegan en el momento justo. Me daba perfecta cuenta de que estaba enfadado, pero nunca habría imaginado que aquello se transformaría en furia despiadada. Y es eso lo que me da miedo.
Y que todo esto lo haya pagado Mehmet…
Mehmet Pehlivan.
Es turco.
Lleva en Francia diez años, pero tiene menos vocabulario que un niño de esa edad. Solo conoce dos maneras de expresarse: o se cabrea o pone cara de cabreo. Y cuando se cabrea, mezcla el francés con el turco. Entonces nadie le entiende, pero a todo el mundo le queda claro lo que piensa de nosotros. En Mensajerías Farmacéuticas, donde trabajo, Mehmet es «supervisor», y siguiendo un comportamiento vagamente darwiniano, cuando asciende pasa de inmediato a despreciar a sus antiguos compañeros y a considerarlos meras lombrices. Me he encontrado muchas veces con eso en mi carrera, y no solo entre trabajadores inmigrantes. Lo he visto en mucha gente que venía de abajo, de hecho. En cuanto progresan, se identifican con sus superiores con una convicción tal que los superiores no se atreverían a soñar. Es el síndrome de Estocolmo aplicado al mundo del trabajo. Pero, cuidado, no es que Mehmet se crea el jefe, más bien lo reencarna. Es el jefe cuando el jefe desaparece. Resulta evidente que aquí, en una empresa que debe de contar con cerca de doscientos asalariados, no hay un patrón propiamente dicho, solo jefes. Pero Mehmet se siente demasiado importante como para identificarse con un simple jefe. Él se identifica con una especie de abstracción, un concepto superior al que llama «la Dirección», algo vacío de contenido (nadie conoce aquí a los directores) pero rebosante de sentido: la Dirección es como decir el Camino, la Vía. A su manera, ascendiendo por la escala de la responsabilidad, Mehmet se acerca a Dios.
Empiezo a trabajar a las cinco de la mañana en lo que llaman un miniempleo (aunque utilizan la palabra «empleo», hay que añadir el «mini» por el salario). La tarea consiste en seleccionar las cajas de medicinas que se distribuyen después por las farmacias del extrarradio. Yo no estaba allí para verlo, pero parece ser que Mehmet hizo este trabajo durante ocho años antes de convertirse en «supervisor». Hoy se enorgullece de tener bajo sus órdenes a tres lombrices, lo que no es poca cosa.
La primera lombriz se llama Charles. Curioso nombre para un hombre sin techo. Tiene un año menos que yo, es delgado como un fideo y bebe como un cosaco. Lo de sin techo es por simplificar, porque de hecho sí tiene techo. Y completamente cubierto. Vive en su coche, que lleva cinco años sin moverse.

El contable hindú, de David >Leavitt

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El hombre sentado al lado de la tarima parecía muy viejo, al menos a los ojos de su público, cuyos miembros eran casi todos muy jóvenes. En realidad no había cumplido aún los sesenta. La maldición de los hombres que aparentan menos años de los que tienen, pensaba a veces Hardy, es que en un determinado momento de su vida cruzan una línea y empiezan a parecer mayores de lo que son. Cuando estudiaba en Cambridge, lo confundían a menudo con un colegial que estaba de visita. Y cuando ya era catedrático, con un estudiante. Luego la edad le había alcanzado, y ahora le había adelantado, así que parecía la mismísima personificación del matemático mayor al que el progreso ha dejado atrás. «Las matemáticas son un juego de jóvenes» (escribiría a la vuelta de unos años), y a él le había ido mucho mejor que a otros. Ramanujan había muerto a los treinta y tres. Los admiradores actuales, fascinados por la leyenda de Ramanujan, hacían cábalas sobre lo que podría haber conseguido de vivir más años, pero personalmente Hardy opinaba que poco más. Se había muerto con lo mejor de su trabajo ya hecho.
Esto sucedía en Harvard, en la Nueva Sala de Conferencias, el último día de agosto de 1936. Hardy era uno más del grueso de eruditos traídos de todos los rincones del mundo para recibir sus títulos honoríficos con motivo del tercer centenario de la universidad. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los convocados, no estaba allí (ni tampoco había sido invitado, le daba la sensación) para hablar de su propio trabajo o de su propia vida. Eso habría decepcionado a sus oyentes. Querían saber cosas de Ramanujan.
Aunque a Hardy, en cierta forma, le resultaba familiar el olor de la sala (un olor a tiza, a madera y a humo rancio de cigarrillos), tanto ruido le chocaba y le parecía típicamente americano. ¡Aquellos jóvenes armaban mucho más jaleo que sus homólogos ingleses! Mientras hurgaban en sus maletines hacían chirriar las sillas. Y cuchicheaban, y se reían unos con otros. No llevaban toga, sino más bien chaqueta y corbata (algunos, pajarita). Entonces el profesor al que le habían encomendado la tarea de presentarlo (otro joven del que Hardy no había oído hablar nunca y al que acababa de conocer minutos antes) se puso de pie en el estrado y carraspeó, y a esa señal el público se calló. Hardy procuró permanecer impasible mientras escuchaba su propia historia, los premios y títulos honoríficos que acreditaban su renombre. Era una letanía a la que había acabado acostumbrándose, y que no despertaba en él ni orgullo ni vanidad, sólo le producía hartazgo; oír enumerar todos sus logros no significaba nada para él, porque aquellos logros pertenecían al pasado, y por lo tanto, en cierto sentido, ya no eran suyos. Lo único que le había pertenecido siempre era lo que estaba haciendo en ese momento concreto. Y ahora no hacía prácticamente nada.
Estallaron los aplausos y se subió al estrado. Había más gente de la que le había parecido al principio. La sala no sólo estaba llena, sino que había estudiantes sentados en el suelo y también de pie, apoyados en la pared del fondo. Muchos tenían cuadernos abiertos sobre el regazo y sostenían lápices, listos para tomar notas. (Vaya, vaya. ¿Qué habría pensado Ramanujan de todo aquello?)

El frente ruso, de Jean-Claude Lalumière

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Cuando era pequeño, podía pasarme horas observando el papel pintado. Las paredes del cuarto de estar de casa de mis padres, recubiertas con un motivo vegetal rococó posmoderno, colección Vénilia de 1972, producían en mi imaginación, ya de por sí fácilmente impresionable, monstruos espectaculares. Acababa de cumplir ocho años. Solo tenía que instalarme en el sofá de terciopelo marrón, fijar la mirada en el hueco que quedaba entre el sillón y la pared y esperar pacientemente a que el punto flotante en el que me concentraba tomara poco a poco el aspecto de la cara burlona de una criatura del infierno. Las flores de lis le dotaban de orejas y cuernos; las hojas de acanto, de una boca abierta y una lengua colgante; dos tallos entrelazados de madreselva o de pasiflora que ascendían a las alturas formaban su pelo ensortijado; en el espacio que quedaba, dos hojas colocadas simétricamente proporcionaban a ese monstruo unos ojos socarrones e hipnóticos que terminaban por atraparme. Me atenazaba el miedo a no poder liberarme de su influencia y me espabilaba. Mi madre, que solía deambular por el cuarto de estar, siempre que me veía así, con pinta de estar aburriéndome, me proponía ver los dibujos animados. Yo intentaba seguir concentrado en mi ejercicio, pero era en vano, pues ella, sin esperar mi respuesta, encendía la televisión y me sacaba de mi ensueño. Huía entonces a mi habitación, escapaba de la presencia de esa madre que un día sí y otro también frustraba mis tentativas de evasión.
Mi habitación siempre estaba ordenada. Esa era la voluntad de mi padre. Y mi madre, dispuesta a secundarlo en todo, vigilaba que así fuera. Yo no era un adicto al orden. Con ocho años, me diréis, raros son los niños que tienden al orden. Pero como buena ama de casa, mi madre no dudaba en paliar mis carencias en la materia. Los dos conservamos en la memoria, ya que en esa ocasión perdimos parte de nuestras capacidades auditivas, el grito de dolor que soltó mi padre cuando vino a mi cama a darme un beso de buenas noches. Todavía lo veo iluminado por la tenue luz de la lamparita de la mesilla de noche, con su pijama de rayas azules y blancas. Sujetándose el pie magullado con las dos manos, saltó y saltó sobre el mismo sitio, como si semejante ejercicio pudiera atenuar el dolor provocado por la pieza de Lego que acababa de pisar. Sus chillidos aumentaron cuando, en el tercer salto, el pie sano aterrizó, por una pequeña desviación, sobre la cabellera de un clic de Playmobil que había conseguido arrancar del cráneo de su propietario sirviéndome de mis dientes como tenazas. Mi idea había sido la de reproducir las aventuras de Los siete magníficos, un western que había visto en la televisión emitido por el programa Primera sesión. Como habréis adivinado, ese clic de Playmobil hacía el papel de Yul Brynner, jefe de la célebre cuadrilla de vaqueros. Mi madre tuvo que intervenir para extirparle la pequeña peluca de plástico, cuyos bordes puntiagudos habían atravesado la carne tierna, mientras mi padre soltaba, de un modo casi exhaustivo, todas las palabrotas de su repertorio.

Los Baldrich, de Use Lahoz

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Jenaro Baldrich se asomó a la vida en 1920, en Tarragona, en la casa que luego vendería para comprar la de Valldoreix, por no seguir habitando el lugar donde murió su padre, don Eustaqui Baldrich, y donde enfermó su madre, Cinta Campà. Cursó en los Maristas los estudios primarios, mostrándose listo con los curas, trivial en los deberes y en las fotografías aguerrido y complaciente, ya ancho de hombros y de cabeza. Pasó por la infancia copiando lo mínimo de su hermano mayor, Gonzalo Baldrich, mucho más aplicado que él en los estudios. Jenaro aprendió enseguida a tirar piedras contra el muro de las lamentaciones de los gandules, jugando a policías y ladrones, escapando al río a pescar barbos, y faltando en más de una ocasión a la escuela, sin que ello implicara recibir castigo alguno.
Ya desde pequeño su padre le consintió que acompañara a Quimet, el cobrador de la casa, en sus abundantes itinerarios para recaudar los importes de los recibos de la electricidad, negocio controlado por su familia en toda la comarca. El mismo Quimet tenía también una pastelería enfrente de la casa de los Baldrich, donde el pequeño Jenaro ayudaba a elaborar brazos de gitano y bizcochos, panellets y tortells, en mayor medida antes de Navidad y Semana Santa, y allí fue donde aprendió más matemática que en la escuela.
En la oficina habilitada en la trastienda de la pastelería que regentaba Quimet, sobre una mesa recubierta con restos de harina, Jenaro ayudaba a llevar las cuentas a mano, con lápiz y papel, y de vez en cuando se imaginaba pasando calor bajo las faldas estampadas de Petra, la mujer de Quimet, que atendía a los clientes con un catalán lozano, y que movía su peso con maneras rudimentarias, pero que a ojos de un niño sin contacto con mujeres eran lascivas, y suficientes para aprender el arte de la autosatisfacción correspondiente.
Aquella Cataluña que empezaba a abrirse al exterior era, sin duda, un marco próspero para emprender negocios familiares. Tanto esfuerzo había traído como recompensa la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, de la que Jenaro Baldrich oyó hablar a su padre y a algunos clientes de la pastelería. Desde niño estuvo en contacto con el mundo de los negocios, así aprendió el valor del dinero: cuando su abuelo le repetía que cuarenta y nueve céntimos jamás llegarían a valer dos reales y su padre, los domingos, le asignaba una perra chica de propina que debía administrar con el fin de comprar pipas para él y para dos amigos que no tenían un padre en situación de dar cinco céntimos a nadie.
También pasó la guerra. Las ideas militantes derechistas del padre protegieron a Jenaro de grandes problemas. Siendo todavía adolescente vivió de cerca el turbulento registro de la casa por un grupo de anarquistas, unas cuantas amenazas y la detención de su padre, resuelta al mes gracias al desembolso de cinco mil pesetas pagadas en plata, y poco más, pues tan pronto abandonó las rejas, don Eustaqui Baldrich decidió pasar al territorio que controlaban los alzados contra la República.

Una historia de amor, de Nicole Klauss

nicoleklauss

Cuando escriban mi necrológica. Mañana. O pasado. Pondrán: «Leo Gursky ha muerto. Deja un apartamento lleno de mierda». Me extraña no estar sepultado en vida. La vivienda no es grande. Tengo que batallar para mantener el paso libre entre la cama y el baño, el baño y la mesa de la cocina, la mesa de la cocina y la puerta de entrada. Ir del baño a la puerta de entrada es imposible sin pasar por la mesa de la cocina. Me gusta imaginar que la cama es el home; el baño, la primera base; la mesa de la cocina, la segunda; y la puerta de entrada, la tercera: si suena el timbre y estoy en la cama, tengo que dar un rodeo por el baño y la mesa de la cocina para llegar a la puerta. Si por casualidad es Bruno, lo hago pasar sin decir palabra y me vuelvo a la cama corriendo, mientras en mis oídos resuena el clamor del graderío invisible.
A menudo me pregunto quién será la última persona que me vea con vida.
Si tuviera que apostar, lo haría por el repartidor del restaurante chino. Los llamo cuatro noches de cada siete. Cuando el chico llega, busco teatralmente la billetera. Él se queda en la puerta, sosteniendo la bolsa grasienta, mientras yo cavilo en si ésta será la noche en que me coma el rollito de primavera, me acueste y tenga un infarto mientras duermo.
Procuro hacerme notar. A veces, cuando salgo a la calle, me compro un zumo aunque no tenga sed. Si hay mucha gente en la tienda, hasta dejo caer el cambio, para que las monedas rueden por el suelo en todas direcciones.
Entonces me arrodillo. Me cuesta mucho arrodillarme, y más aún levantarme. Y sin embargo. Quizá la gente me tome por idiota. Entro en Pie de Atleta y digo:
«¿Qué tienen en deportivas?» El dependiente me mira como al pobre schmuck que soy en realidad y me señala las únicas Rockport clásicas que tienen, de una blancura detonante. «Nooo, ésas ya las tengo», digo, me voy al estante de las Reebok y elijo algo que ni siquiera parece una zapatilla, quizá una botina impermeable. Pido un cuarenta. El chico me mira otra vez, más despacio. Sin pestañear. «Un cuarenta», repito, sin soltar la zapatilla de muestra. Él menea la cabeza y va a buscarlas, y cuando vuelve ya estoy quitándome los calcetines.
Me subo las perneras del pantalón y contemplo esas cosas decrépitas que son mis pies, y transcurre un minuto tenso, hasta que queda claro que estoy esperando que él me calce las botinas. Nunca compro. Lo único que quiero es no morirme un día en que nadie me haya visto.
Hace meses vi un anuncio en el periódico. Ponía: «Se necesita modelo para clase de dibujo al desnudo. 15 dólares la hora». Parecía demasiado bueno para ser verdad. Tanta mirada. Y de tanta gente. Llamé. Una mujer me dijo que fuera el martes próximo. Yo traté de describir mi aspecto físico, pero no le interesaba.
«Cualquiera vale», dijo.

Diario de un ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman

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Son las nueve y cuarto de esta calurosa mañana de septiembre, más calurosa que cualquiera de los días de verano que hemos tenido. Todas las ventanas están abiertas y el hollín flota en el aire y se deposita por todas partes, como si fuese lluvia radioactiva. Más allá de la puerta de este dormitorio, que acabo de cerrar con llave, el apartamento está vacío y desagradablemente tranquilo. Las niñas han vuelto al colegio hoy, un viernes, para lo que llaman la jornada de reorientación. Acabo de llegar a casa, he ido a despedirlas al autobús del colegio y a pasear a Folly por Central Park West. Me ha llevado una eternidad, porque Folly odia las alcantarillas y a mí me da miedo entrar en el parque. Hoy había jurado que me forzaría a hacerlo, he llegado hasta la entrada y entonces he visto a un hombre en medio del camino, de pie, sonriendo a los árboles con cara de chiflado. Era un hombre muy viejo con el pelo blanco, seguramente no era más que un pobre padre jubilado, o un ornitólogo senil esperando ver, por casualidad, un pinzón púrpura…, pero no podía arriesgarme. Yo no. Ahora no.
Así que nos hemos dirigido a las sucias alcantarillas con páginas rotas del Daily News. En cuanto he llegado a casa, he cerrado esta puerta con llave… No me gusta este silencio. He abierto el cajón de en medio y sacado la libreta de debajo de un montón de combinaciones de nailon. Es una estupenda libreta, gruesa, de ciento treinta y dos páginas. Al deslizarse por la primera página, tan nueva y tan blanca, mi mano deja unas marcas de humedad, hinchadas y arrugadas, que hacen que la tinta se corra cuando intento escribir encima. Compré la libreta ayer, en la tienda de todo a cinco centavos. Llevé a las niñas allí como premio por haberse portado tan bien mientras comprábamos su ropa interior y sus nuevos pijamas de invierno en Bloomingdale’s. El premio era un helado y cinco dólares de material escolar. Sólo era un juego, ya que el colegio Bartlett les proporciona todo el material que necesitan. Pero se lo había prometido y eso era lo que querían, así que cada una cogió una cesta y empezó a llenarla de cosas: pequeñas libretas con espiral, estuches de lápices, gomas de borrar de color rosa, cajas de clips, reglas de plástico, plumillas, rotuladores y tubos de pegamento. Mientras buscaban y elegían, yo me quedé a su lado mirando, deseando que el tic de mi ojo derecho se detuviese y rezando para que el nudo de mi garganta no empeorase, y entonces me fijé en el montón de libretas y se me ocurrió la idea. Así de sencillo. Las vi y supe que eran lo que necesitaba, lo que había estado buscando todo este tiempo, sin saber que las necesitaba ni que estuviera buscándolas. No sé si me explico. También supe que era una buena idea, sensata, porque mientras estaba allí de pie, mirando las libretas, el tic del ojo se detuvo de repente y el nudo de la garganta desapareció. Una señal. Así pues, cogí cuatro libretas y me las puse debajo del brazo.

El ladrón de café, de Tom Hillenbrand

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La moneda de plata de dos peniques giró sobre el mostrador, con un zumbido metálico, hasta que el dedo índice de Obediah Chalon puso fin a aquel baile. Acercó la moneda y escrutó a la moza.
—Buenos días, miss Jennings.
—Buenos días, mister Chalon —respondió la mujer que estaba tras el mostrador—. Hace mucho frío para una mañana de septiembre, ¿no le parece a vuestra merced?
—Diría que no más que la semana pasada, miss Jennings.
Ella se encogió de hombros.
—¿En qué puedo serviros?
Obediah le tendió la moneda.
—Una escudilla de café, por favor.
Miss Jennings tomó la moneda y frunció el ceño, pues era uno de esos viejos tuppences martillados. Tras voltear varias veces la pieza de plata, llegó a la conclusión de que el canto aún tenía filo y la guardó en la caja. Obediah recibió como vuelta una pieza de bronce que podía canjear en el propio café.                                                                                 —¿No hay peniques? —preguntó, aunque sabía la respuesta. La calderilla escaseaba desde que la gente la fundía para vender la plata. Por eso últimamente solo daban como cambio esas malditas piezas de bronce.
Miss Jennings se disculpó con expresión de aburrimiento.
—Hace semanas que no veo un penique —explicó—. En este reino se prodigan menos que el buen tiempo.
Silbando la melodía de la conocida canción popular «El herrero», se dirigió hacia la chimenea y cogió una de las jarras negras de hierro que estaban junto al fuego. Al punto regresó con una escudilla poco honda y se la dio a Obediah.
—Gracias. Decidme, ¿hay correo para mí?
—Un momento, voy a mirarlo —respondió Jennings, y se dirigió hacia una estantería de madera oscura con numerosos compartimientos para cartas.
Obediah tomó el primer sorbo de café mientras ella buscaba la correspondencia. Regresó poco después y le entregó tres cartas y un paquetito. Obediah echó un vistazo al remite y se guardó el paquetito en el bolsillo de la casaca. Después dejó la escudilla en el mostrador y prosiguió con las cartas: la primera era de Pierre Bayle, de Rotterdam, y, a juzgar por el bulto, o contenía una misiva muy larga o el último número de Nouvelles de la République des Lettres; tal vez ambas cosas. La segunda era de un matemático de Ginebra, y la tercera venía de París. Las leería con calma más tarde.
—Os lo agradezco, miss Jennings. Por cierto, ¿sabéis si ya ha llegado el último número de la London Gazette?
—Está al fondo, en la última mesa delante de la estantería, mister Chalon.

La rata en llamas, de George V. Higgins

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—No me vengas con hostias —dijo Terry Mooney. Era un hombre pequeño de pelambrera roja, gafas de montura metálica con cristales rosados y un vestuario compuesto por ternos príncipe de Gales.
Cómo odio a ese cabrón, pensó John Roscommon después de la reunión. Roscommon había dicho muchas veces lo mismo en voz alta, cuando lo acompañaban otros policías estatales.
—Ese cabrón —decía Roscommon—. Ahí lo tienes, treinta años y más pelo que un puto búfalo pero menos seso, se sacó el título de Derecho en alguna mierda de facultad chapucera y se cree que por eso puede dar órdenes a todo dios. Eso cree, el muy capullo.
»Ese tío —dijo Roscommon a Mickey, Don y a todo poli que estuviera en la oficina del fiscal general—, ese tío fue designado directamente por dios para acabar con todos los problemas de la sufrida humanidad. Y aquí estoy yo, que siendo apenas un crío con pelusa en la cara crucé medio mundo para vérmelas con los japoneses y sus ametralladoras Nabu con las que pensaban volarme el culo antes de que aparcáramos a Douglas MacArthur sano y salvo en su casa de Tokio, pero se quedaron con las ganas. Salí a la maldita jungla con la cabeza gacha como si fuera el puto Wyatt Earp y ningún japo de mierda me voló el culo y, entretanto, yo les volé el suyo a unos cuantos.
»Sobreviví a eso —siguió Roscommon—. No comeré ternera teriyaki ni iré a un restaurante japonés de pega en que la idea del chef de pasar un buen rato es gritar “banzai” con el cuchillo en alto en cuanto alguien le pone un cacho de carne delante. Salí de una pieza de mis aventuras con los japos y eso me parece fabuloso, después de ver lo que les pasaba a otros tipos a los que conocí brevemente allí.
»Sobreviví a eso. Sobreviví a varios intrascendentes conflictos laborales entre algunos caballeros de este lado del Pacífico y el alcaide y los guardias de varios presidios que mantenemos para el cuidado y la manutención de tipos que ponen nervioso a todo el mundo cuando están en la calle. Una noche algunos de mis antiguos colegas policías tuvieron que salir a entregarle un papelito a un tipo que se había pirado de la cárcel sin avisar y me pidieron que los acompañara, porque se rumoreaba que el tío tenía todas las armas fabricadas por Colt a lo largo de su historia y además un par de Remingtons que llevarse al hombro para tener algo más de alcance. Y vaya si las tenía, no veáis cómo las usaba, y también salí de una pieza de allí.
»Nunca he tenido úlcera. He cumplido los cincuenta y ocho y no es porque yo lo diga, pero estoy en plena forma y tengo una puta salud de hierro. Pero si alguna vez pillo una úlcera, si alguna vez me tumba una apoplejía de mierda, será por culpa de Terry Mooney.

La casa alemana, de Annette Hess

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Por la noche había vuelto a haber fuego. Lo olió de inmediato cuando salió, sin abrigo, a la calle, en la que reinaba la calma propia de un domingo y que estaba cubierta por una fina capa de nieve. Esta vez debía de haber sido muy cerca de su casa. El olor acre se distinguía con claridad en la habitual neblina invernal: goma carbonizada, tela quemada, metal derretido, pero también piel y pelo chamuscados. Y es que algunas madres protegían del frío a sus hijos recién nacidos con un pellejo de oveja. Eva se paró a pensar, no por primera vez, en quién podría hacer una cosa así, quién entraba en las casas del vecindario a través de los patios traseros por la noche y les prendía fuego a los cochecitos de los niños que la gente dejaba en los pasillos. «Un loco o los gamberros», opinaban muchos. Por suerte, el fuego no se había propagado aún a ninguna casa. Hasta la fecha nadie había sufrido daños. Salvo los económicos, claro está. Un cochecito de niño nuevo costaba ciento veinte marcos en Hertie, y eso no era moco de pavo para las familias jóvenes.

«Las familias jóvenes», resonaba en la cabeza de Eva, que iba de un lado a otro de la acera con nerviosismo. Hacía un frío que pelaba pero, aunque sólo llevaba puesto su vestido nuevo de seda azul claro, no tenía frío, sino que sudaba debido a los nervios. Y es que estaba esperando nada menos que «su felicidad», como decía burlonamente su hermana. Estaba esperando a su futuro esposo, al que quería presentar a su familia por primera vez ese día, el tercer domingo de Adviento. Lo habían invitado a comer. Eva consultó su reloj: la una y tres minutos. Jürgen llegaba tarde.

Por delante pasaba algún que otro coche despacio. Domingueros. Nevisqueaba. La palabra se la había inventado su padre para describir ese fenómeno meteorológico: de las nubes caían pequeñas virutas de hielo. Como si ahí arriba alguien estuviese cepillando un enorme bloque de hielo. Alguien que lo decidía todo. Eva miró al cielo gris que se cernía sobre los tejados blanquecinos y se percató de que la observaban; en la ventana del primer piso, sobre el letrero en el que ponía LA CASA ALEMANA, encima de la primera «a» de «alemana» había un bulto marrón claro que la contemplaba: su madre. Parecía inmóvil, pero a Eva le dio la impresión de que se estaba despidiendo. Se volvió deprisa y tragó saliva. Lo que le faltaba: echarse a llorar en ese momento.

Vidas de hojalata, de Paul Harding

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George Washington Crosby comenzó a padecer alucinaciones ocho días antes de morir. Desde la cama de alquiler del hospital, instalada en mitad del salón de su casa, veía insectos entrar y salir de las grietas imaginarias en el enlucido del techo. Los batientes acristalados de las ventanas, que antes encajaban perfectamente en sus respectivos marcos, ahora estaban flojos. Con la siguiente ráfaga de viento se desprenderían y caerían sobre las cabezas de sus familiares, que estaban sentados en el sofá, el confidente y las sillas que su mujer había traído de la cocina para que todos tuvieran asiento. El torrente de batientes echaría del salón a todo el mundo, a sus nietos de Kansas, de Atlanta y de Seattle, a su hermana de Florida, y su cama quedaría aislada en un foso de cristales rotos. El polen y los gorriones, la lluvia y las intrépidas ardillas que llevaba media vida ahuyentando de los comederos para los pájaros le allanarían la casa.

El mismo había construido la casa; había echado los cimientos, levantado el armazón, empalmado las tuberías, tendido los cables, revocado las paredes y pintado las habitaciones. Un día estaba en la obra, soldando la última junta del depósito de agua caliente, cuando cayó un rayo y lo arrojó a la pared de enfrente. El se levantó y remató la soldadura. En su casa las grietas del techo y las paredes no duraban mucho; las tuberías obstruidas se desatascaban; los listones desconchados se rascaban y cubrían con una nueva capa de pintura.

Traed yeso, dijo, recostado en aquella cama que quedaba extraña e institucional entre las alfombras persas, los muebles coloniales y las decenas de relojes antiguos. Traed yeso, por Dios. Yeso, cables y un par de ganchos. Lo tendréis todo listo por unos cinco dólares.

Sí, abuelo, dijeron ellos.

Sí, papá. Un soplo de aire cruzó la ventana situada detrás de él y pasó por encima de las cabezas exhaustas. Fuera, en el césped, se oyó el ruido seco de unas bochas al entrechocar.

A mediodía se quedó solo por un momento, mientras la familia preparaba el almuerzo en la cocina. Las grietas del techo se ensancharon hasta convertirse en brechas. Las ruedas bloqueadas de la cama se hundieron en la alfombra y abrieron nuevas líneas de falla en el suelo de roble.

84 Charing Cross Road, deHelene Hanff

helene-hanff

In Memorian
14 East 95th St.
New York City
5 octubre 1949
Marks Co.
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
Inglaterra
Señores:
Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión «libreros anticuarios» me asusta un poco. Porque asocio «antiguo» a «caro». Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares.
Les adjunto una lista de mis necesidades más apremiantes. Si disponen ustedes de ejemplares limpios de segunda mano de algunos de los libros de esa lista, y a un precio que no rebase los 5 dólares por unidad, ¿tendrán la amabilidad de considerar la presente corno un pedido en firme y enviármelos?
Dándoles de antemano las gracias, les saluda
Helene Hanff
(Srta.) Helene Hanff

MARKS CO.,Libreros
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
25 octubre 1949
Srta. Helene Hanff
14 East 95th Street
New York 28, New York.
U.S.A.
Distinguida señora:
En respuesta a su carta del 5 de octubre, me complace decirle que hemos conseguido satisfacer las dos terceras partes del problema. Los tres ensayos de Hazlitt que usted quiere se incluyen en la edición de Nonesuch Press de sus Ensayos escogidos, y el de Stevenson se encuentra en Virginibus Puerisque. Le enviamos por paquete postal sendos ejemplares de ambos en excelente estado, confiando en que le llegarán perfectamente en su momento y la complacerán. Encontrará incluida nuestra factura en el envío.
Más difícil va a ser encontrar los ensayos de Leigh Hunt, pero trataremos de hallar algún volumen atractivo que los incluya todos. No tenemos la Biblia latina que usted nos describe, pero sí un Nuevo Testamento en latín y un Nuevo Testamento en griego: se trata de dos ediciones modernas corrientes, encuadernadas en tela. ¿Podrían ser de su gusto?
Queda a su disposición,
FPD

El triturador de huesos, de Wolf Haas

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Y dale!, ha vuelto a ocurrir algo.
La primavera, eso sí, es una época maravillosa, con poesía y todo; además cualquiera sabe que la primavera vida genera. De modo que al comienzo nadie quería creer que de repente iba a ser al revés.
Pero los tiempos cambian. Al final hubiéramos dado lo que fuera con tal de que la cosa hubiera mantenido la gravedad que pareció tener en un principio. Para entonces sólo habían pasado tres semanas y, como digo, aún estábamos en primavera; porque luego, vaya verano…, más pasado por agua que otro poco, sobre todo julio, un asco. En cambio la primavera, ¡qué delicia!
Y quien viera ahí a Brenner, sentado en el asador Löschenkohl, no habría adivinado fácilmente por qué diablos había ido a parar a esas latitudes. Le habría tomado más bien por un excursionista que aprovecha el día primaveral para darse una vuelta en coche por el este de Estiria.
Y seguro que hubiera sido más sensato hacer una excursión a aquella aletargada zona de viñedos. Disfrutar el paisaje, tomarse un vinito, comer un poco de pollo asado. Que no hace falta más para tener la sensación de que el mundo no está tan mal como pensamos.
En la vida entenderé cómo semejante cosa pudo haber pasado, precisamente aquí.
La primavera, sin embargo, tiene una fuerza tal que hace que el ser humano sienta sencillamente el pulso de la naturaleza y entonces, ya puedes estar vadeando en sangre hasta las rodillas que de un momento a otro piensas en el amor. Ahora mismo, por ejemplo, Brenner se encontraba de cuerpo presente en el asador Löschenkohl esperando su comida, pero sus pensamientos estaban en otra parte bien diferente. Calculaba cuánto tiempo hacía que su prometida lo había abandonado. Y lo creas o no, habían pasado doce años y medio.
Aunque no fue sólo la primavera la que hizo que lo recordara. Siempre que comía pollo, Brenner no podía por menos de pensar en Fini. En realidad se llamaba Josefine, pero, naturalmente, todos le decían Fini.

Los besos en el pan, de Almudena Grandes

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Estamos en un barrio del centro de Madrid. Su nombre no importa, porque podría ser cualquiera entre unos pocos barrios antiguos, con zonas venerables, otras más bien vetustas. Este no tiene muchos monumentos pero es de los bonitos, porque está vivo.
Mi barrio tiene calles irregulares. Las hay amplias, con árboles frondosos que sombrean los balcones de los pisos bajos, aunque abundan más las estrechas. Estas también tienen árboles, más apretados, más juntos y siempre muy bien podados, para que no acaparen el espacio que escasea hasta en el aire, pero verdes, tiernos en primavera y amables en verano, cuando caminar por la mañana temprano por las aceras recién regadas es un lujo sin precio, un placer gratuito. Las plazas son bastantes, no muy grandes. Cada una tiene su iglesia y su estatua en el centro, figuras de héroes o de santos, y sus bancos, sus columpios, sus vallados para los perros, todos iguales entre sí, producto de alguna contrata municipal sobre cuyo origen es mejor no indagar mucho. A cambio, los callejones, pocos pero preciosos, sobre todo para los enamorados clandestinos y los adolescentes partidarios de no entrar en clase, han resistido heroicamente, año tras año, los planes de exterminio diseñados para ellos en las oficinas de urbanismo del Ayuntamiento. Y ahí siguen, vivos, como el barrio mismo.

     Pero lo más valioso de este paisaje son las figuras, sus vecinos, tan dispares y variopintos, tan ordenados o caóticos como las casas que habitan. Muchos de ellos han vivido siempre aquí, en las casas buenas, con conserje, ascensor y portal de mármol, que se alinean en las calles anchas y en algunas estrechas, o en edificios más modestos, con un simple chiscón para el portero al lado de la puerta o ni siquiera eso. En este barrio siempre han convivido los portales de mármol y las paredes de yeso, los ricos y los pobres. Los vecinos antiguos resistieron la desbandada de los años setenta del siglo pasado, cuando se puso de moda huir del centro, soportaron la movida de los ochenta, cuando la caída de los precios congregó a una multitud de nuevos colonos que llegaron cargados de estanterías del Rastro, posters del Che Guevara, y telas hindúes que lo mismo servían para adornar la pared, cubrir la cama o forrar un sofá desvencijado, rescatado por los pelos de la basura, y sobrevivieron al resurgir de los noventa, cuando en el primer ensayo de la burbuja inmobiliaria resultó que lo más cool era volver a vivir en el centro.

Apegos feroces, de Vivian Gornick

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  Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento, que da al rellano del segundo piso. La señora Drucker está de pie, junto a la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo. Mi madre echa la llave y le pregunta:
—¿Qué haces aquí?
La señora Drucker señala hacia dentro con la cabeza.
—Este, que quiere echarme un polvo. Le he dicho que ni tocarme sin pasar antes por la ducha.
Yo sé que «este» es su marido. «Este» siempre es el marido.
—¿Por qué? ¿Tan sucio está? —dice mi madre.
—Es un cerdo asqueroso —dice la señora Drucker.
—Drucker, eres una puta —dice mi madre.
La señora Drucker se encoge de hombros.
—No puedo montar en metro —dice.
En el Bronx, «montar en metro» era un eufemismo para ir a trabajar.

 Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veinte apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está —maridos, padres, hermanos—, pero solo recuerdo a las mujeres. Y las recuerdo a todas tan toscas como la señora Drucker o tan feroces como mi madre. Nunca hablaban como si supiesen quiénes eran, como si comprendieran el trato que habían hecho con la vida, pero a menudo actuaban como si lo supiesen. Astutas, irascibles, iletradas, parecían sacadas de una novela de Dreiser. Había años de aparente calma y, de repente, cundían el pánico y la locura: dos o tres vidas marcadas (quizá arruinadas) y el tumulto se apagaba. De nuevo calma silenciosa, letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana. Y yo —la niña que crecía entre todas ellas, formándose a su imagen y semejanza— me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara. He tardado treinta años en entender cuánto entendí de ellas.
Mi madre y yo hemos salido a dar un paseo. Le pregunto si recuerda a las mujeres de aquel edificio del Bronx.
—Cómo no —responde.
Le digo que siempre he pensado que la rabia sexual era lo que las hacía estar tan locas.

El cordero carnívoro, de Agustín Gómez Arcos

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Con los ojos cerrados.
Ninguna imagen debe interponerse entre quien espero y yo. Ninguna imagen ajena a mi esperanza o a mis recuerdos. Establecer por fin el vacío. El vacío necesario entre el pasado, que conozco perfectamente, y el presente, del que no sé nada.
Hoy. ¿A qué día estamos? Ni siquiera me atrevo a preguntármelo. Tampoco hace falta. En mi mente pululan respuestas contradictorias, dispuestas a revelarse y a sembrar la confusión. En la incertidumbre de siempre, se puede pensar. En la angustia súbita, no.
Con los ojos cerrados, invadido por el invierno, me he dedicado toda la mañana a preparar la casa. Así todos los días, desde que llegué el viernes pasado, a las cinco de la tarde. Con los ojos cerrados estoy ya viviendo el miércoles. El reloj de la entrada acaba de dar las diez de la mañana, junto a mi oído derecho. Unas diez de la mañana sin estrenar, de este miércoles sin estrenar, que he esperado, con los ojos cerrados y el alma helada, durante cinco días-cinco siglos.
Porque hoy, miércoles, es el inicio de la primavera: una fecha, un camino nuevo por el que va a transcurrir mi futuro. Por fin.
Claro que, durante todo ese tiempo —quiero decir, durante los cinco días de espera— he tenido que abrir los ojos para hacer las faenas; empezando por poner sábanas limpias en la cama. Fue el viernes de mi llegada, a las cinco de la tarde y un minuto (el minuto necesario para subir de tres en tres las escaleras hasta el primer piso, entrar en la habitación, coger las sábanas y hacer la cama).
Con los ojos abiertos contemplé esa cama, vestida con las sábanas de antes, sábanas que siguen oliendo a los membrillos de Clara, y no vi ni sábanas ni cama, sino un cuerpo, tu cuerpo, tan grande y fuerte como un árbol grande y fuerte; tan completo como un paisaje virgen, con ese riachuelo de sudor que te corre siempre, incluso en mis recuerdos, entre el pecho y el ombligo, verano e invierno, y que se desliza luego hacia la cadera, brillando a la luz. Con los ojos abiertos, tan sólo vi antiguas miradas: recuerdos futuros.
Pero es lo que quiero. Es mi voluntad. Se me despertó en París, de golpe, el día de tu telegrama: «Vuelvo a casa al inicio de la primavera. Te espero».

La desaparición de Stephanie Mailer, de Joël Dicker

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Solo las personas familiarizadas con la región de los Hamptons, en el estado de Nueva York, se enteraron de lo sucedido el 30 de julio de 1994 en Orphea, una ciudad de veraneo pequeña y encopetada a orillas del océano.
Esa noche, Orphea inauguraba su primer festival de teatro y aquel acontecimiento, de alcance nacional, había atraído a un público considerable. Ya desde media tarde, los turistas y la población local habían empezado a agolparse en la calle principal para presenciar los numerosos actos festivos que había organizado el ayuntamiento. Los barrios residenciales se habían quedado vacíos de vecinos hasta tal punto que tenían pinta de ciudad fantasma: no quedaban paseantes por las aceras, ni parejas en los porches, ni niños patinando por la calle, ni había nadie en los jardines. Todo el mundo estaba en la calle principal.
A eso de las ocho, en el barrio completamente vacío de Penfield, el único rastro de vida era un coche que recorría despacio las calles desiertas. Al volante, un hombre escudriñaba las aceras con destellos de pánico en la mirada. Nunca se había sentido tan solo en el mundo. No había nadie para ayudarlo. No sabía qué hacer. Andaba buscando desesperadamente a su mujer: había salido a correr y no había vuelto.

Samuel y Meghan Padalin se hallaban entre los escasos vecinos que habían decidido quedarse en casa en esa primera noche de festival. No habían conseguido entradas para la obra inaugural, cuya taquilla había tomado la gente por asalto, e ir a participar en las festividades populares de la calle principal y del paseo marítimo y el puerto deportivo no había despertado en ellos el menor interés.
A última hora de la tarde, Meghan había salido, como todos los días, a eso de las seis y media, para ir a correr. Salvo los domingos, que era el día en que le concedía al cuerpo algo de descanso, hacía el mismo circuito todas las tardes de la semana. Salía de su casa y subía por la calle Penfield hasta Penfield Crescent, que trazaba un semicírculo alrededor de un parquecillo. Se detenía allí para realizar una serie de ejercicios en el césped —siempre los mismos— y luego regresaba a su casa por el mismo camino. Aquel recorrido le llevaba exactamente tres cuartos de hora. Cincuenta minutos a veces si alargaba los ejercicios. Pero nunca más tiempo.
A las siete y media, a Samuel Padalin le pareció raro que su mujer no hubiera regresado aún.

El mundo de los prodigios, de Robertson Davies

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—Pues naturalmente que fue un hombre encantador. Una persona deliciosa. ¿Quién lo ha puesto en duda alguna vez? En cambio, no fue un gran mago.
—¿En qué criterio se basa usted para decir tal cosa?
—En el mío, ¿en cuál va a ser?
—¿Usted se considera un mago más grande que Robert-Houdin?
—Sin lugar a dudas. Él fue un estupendo ilusionista, pero ¿qué viene a ser eso? Es un hombre que depende de un montón de artefactos, de utensilios mecánicos, de mecanismos de relojería, de engranajes y relojes y cosas por el estilo. ¿No llevamos ya una semana trabajando con toda esa morralla? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Quién ha sabido reproducir ese Pâtissier du Palais-Royal con el que nos hemos pasado todo el día a cuestas? Yo. Yo soy el único hombre en el mundo entero que es capaz de hacer una cosa así. Cuanto más a fondo lo conozco, más desprecio me merece.
—¡Pero si es una delicia! Cuando el pequeño pastelero sale con los bombones, los pasteles, los cruasanes, las copas de oporto y de marsala, todo ante una sola voz de mando, ¡casi me dan ganas de llorar de gusto! ¡Es el recuerdo más conmovedor que existe del espíritu de la época de Luis Felipe! Y usted reconoce que lo ha sabido reproducir precisamente tal como lo hizo en su día, por primera vez, Robert-Houdin. Si él no fue un gran mago, ¿qué es un gran mago en su opinión, dígame?
—Un gran mago es alguien capaz de plantarse en pelota picada delante de la multitud y tener a todos boquiabiertos durante una hora mientras manipula unas cuantas monedas, unas cartas o unas bolas de billar. Yo sé hacer eso, y sé hacerlo mejor que nadie, ya sea hoy en día o a lo largo de la historia. Por eso estoy hasta la coronilla de Robert-Houdin y de su Pastelería portentosa y de su Ponchera inagotable y de su Naranjo milagroso y de toda esa morralla de engranajes y mecanismos, palancas y sandeces.
—Pero tiene previsto terminar la película, claro…
—Evidentemente. He firmado un contrato. Jamás he incumplido un contrato, nunca en toda mi vida. Soy un profesional. Pero estoy harto. Lo que me está pidiendo usted que haga es como pedirle a Rubinstein que toque la pianola. Si se tiene el aparato en cuestión, cualquiera podrá tocarlo.
—Sabe usted perfectamente que le pedimos que interviniera en esta película porque lisa y llanamente es usted el mayor y más grande mago del mundo, el mayor mago de todos los tiempos, si lo prefiere. Y eso da un tremendo valor añadido a nuestra película.
—Hacía muchísimos años que no me llamaban «valor añadido».
—Permítame terminar, por favor. Estamos presentando a un gran mago de hoy en día, que hace los honores a un gran mago del pasado. Al público le va a encantar.

Almas grises, de Philippe Claudel

PhilippeClaudel

No sé muy bien por dónde empezar. Es realmente difícil. Todo ese tiempo ido, que las palabras no harán volver jamás, y también los rostros, las sonrisas, las heridas… Pero aun así debo intentar decirlo. Decir lo que me roe el corazón desde hace veinte años. Los remordimientos y las grandes preguntas. Tengo que abrir el misterio con bisturí, como si fuera un vientre, y hundir en él las dos manos, aunque nada cambie nada de nada.
Si me preguntaran cómo puedo conocer todos los hechos que voy a contar, respondería que los conozco, y basta. Los conozco porque me son tan familiares como la caída de la tarde o la salida del sol. Porque me he pasado la vida queriendo juntarlos y recoserlos, para hacerlos hablar, para escucharlos. En cierto modo, ése era antaño mi trabajo.
Voy a hacer desfilar muchas sombras. Una de ellas ocupará a menudo el primer plano. Pertenecía a un hombre llamado Pierre-Ange Destinat. Fue fiscal en V. durante más de treinta años y ejerció su profesión como un reloj que jamás se conmueve ni se avería. Todo un arte, sin duda, de los que no necesitan museos para hacerse admirar. En 1917, en la época del «Caso», como se lo llamó aquí, subrayando la mayúscula con suspiros y aspavientos, tenía más de sesenta años y llevaba uno jubilado. Era un hombre alto y seco que semejaba un pájaro frío, majestuoso y distante. Hablaba poco. Imponía mucho. Tenía ojos claros, que parecían inmóviles, labios finos, sin bigote, frente despejada y pelo gris.
V. está a unos veinte kilómetros de aquí. En 1917, veinte kilómetros eran todo un mundo, sobre todo en invierno, y sobre todo con aquella guerra que no acababa nunca y que había traído a nuestras carreteras un gran estrépito de camiones y carretones de mano, acompañado de pestilentes humaredas y explosiones a miles, porque el frente no estaba lejos, aunque, desde donde nos encontrábamos nosotros, era como un monstruo invisible, un país oculto.
A Destinat se lo conocía por distintos nombres según el sitio y la gente. En la prisión de V., la mayoría de los internos lo apodaban «el Chupasangre». En una celda, había incluso un dibujo que lo representaba, tallado en la gruesa puerta de roble. Debo añadir que el artista había tenido tiempo de sobra para admirar a su modelo durante los quince días que duró su juicio.

Las bellas extranjeras, de Mircea Cârtârescu

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UNA MAÑANA DE INVIERNO, HARÁ UNOS TRES AÑOS, recibí una llamada del director de una conocida revista cultural. «Señor Cărtărescu», dijo una voz ceremoniosa, de esas que solo la gente de avanzada edad, la que ha vivido una temporadita en el periodo de entre guerras, posee: «hemos recibido una carta de Dinamarca dirigida a usted. Puede pasarse a recogerla a nuestras oficinas, a la calle Brezoianu». Estaba solo en casa y sentía que me rondaba el desasosiego. Me sucede siempre que la luz sucia y deprimente de los inviernos de Bucarest cae sobre la mesa de mi escritorio. Me vestí y salí a la humedad exterior.
Cogí el trolebús en Kogălniceanu, una sola parada, así que no me dio tiempo a preguntarme en serio quién demonios podría enviarme una carta desde Dinamarca. Aparte de Hamlet, no conocía a ningún otro danés. Así que cuando me apeé, frente al McDonald’s, estaba tan intrigado como al principio. Crucé hacia las horribles ruinas que flanqueaban el (arguably) bulevar más feo del mundo y enfilé directamente hacia el edificio La Información, como era conocido en otros tiempos. Me dan pánico los ascensores viejos, así que subí por unas escaleras dignas del Ministerio de la Verdad hasta el último piso. Allí, al igual que en la Casa de la Prensa, me topé con unas oficinas de aspecto sórdido, inconcebibles en un edificio tan majestuoso como aquel. Una secretaria me trajo el sobre. Era grande y acolchado, estaba todo desgastado y en él, además de mi nombre y de la dirección de la revista en cuestión, escrita a mano, a bolígrafo, se incluía algo más, escrito también a mano, en diagonal, y que ocupaba prácticamente toda la superficie del sobre, lo que confería al paquete un aire… extraño, en cierto modo, como de sobre que ha merodeado durante largo tiempo por los recónditos recovecos del servicio de correos y que vuelve al sitio del que partió saturado de inscripciones: destinatario desconocido, fallecido, ausente del domicilio… Di las gracias y salí por la puerta con mi abrigo negro, demasiado imponente para un individuo tan menudo como yo (me lo robarían el invierno siguiente en el aeropuerto de Munich, para mi alivio) y con el sobre debajo del brazo me encaminé a la salida.

El baile del reloj, de Anne Tyler

Tyler

Willa Drake y Sonya Bailey se disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria. Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los concursos regionales. Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez, se morirían sin remedio.
Willa tocaba el clarinete y Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia, en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que no las tuviera.
Como no había aceras, a ninguna de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.
Habían planeado empezar muy lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas; probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de semana.

El Reino, de Emmanuel Carrère

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Hay un pasaje que adoro en las memorias de Casanova. Encerrado en la húmeda y oscura prisión de los Plomos, en Venecia, Casanova idea un plan de evasión. Tiene todo lo necesario para llevar a cabo el plan, salvo una cosa: estopa. La estopa le servirá para trenzar una cuerda o una mecha para un explosivo, ya no me acuerdo, lo que cuenta es que si encuentra estopa está salvado y si no la encuentra está perdido. En la cárcel no es fácil encontrarla así como así, pero Casanova recuerda de repente que cuando se encargó la chaqueta de su ropa le pidió al sastre que para absorber la transpiración de los brazos revistiera el forro de ¿lo adivinan? ¡De estopa! Él, que maldecía el frío de la celda, del que tan mal le protege su chaquetilla de verano, comprende que ha sido voluntad de la Providencia que le detuvieran cuando la llevaba puesta. Está allí, la tiene delante, colgada de un clavo que hay en la pared desconchada. La mira, con el corazón acelerado. Al cabo de un instante va a desgarrar las costuras, buscar en el forro y alcanzar la libertad. Pero cuando se dispone a conquistarla le contiene una inquietud: ¿y si el sastre, por negligencia, no hubiese hecho lo que él le había pedido? En una situación normal no importaría. Ahora sería una tragedia. Lo que está en juego es tan inmenso que Casanova cae de rodillas y empieza a rezar. Con un fervor olvidado desde su infancia, le pide a Dios que el sastre haya revestido la chaquetilla de estopa. Al mismo tiempo su razón no permanece inactiva. Ésta le dice que lo hecho hecho está. O bien el sastre puso estopa o no la puso. O bien la hay o no la hay, y si no la hay sus oraciones no cambiarán nada. Dios no va a poner la estopa ni hacer retrospectivamente que el sastre hubiera sido concienzudo si no lo había sido. Estas objeciones lógicas no impiden que el prisionero rece como un condenado, y no sabrá nunca si sus rezos sirvieron para algo, pero en definitiva encuentra estopa en la chaquetilla. Y se evade.
Mi envite era más modesto, no recé de rodillas para que estuvieran, pero los archivos de mi período cristiano estaban efectivamente en la habitación de Jean-Claude Romand. Tras sacarlos de su caja, di vueltas meticulosas alrededor de los dieciocho cuadernos encuadernados en cartoné, verdes o rojos. Cuando finalmente me decidí a abrir el primero, de él escaparon dos hojas mecanografiadas, dobladas en dos, en las cuales leí lo siguiente:
Declaración de intenciones de Emmanuel Carrère para su boda, el 23 de diciembre de 1990, con Anne D.
«Anne y yo vivimos juntos desde hace cuatro años. Tenemos dos hijos. Nos amamos y estamos tan seguros de este amor como es posible estarlo.
»No lo estábamos menos hace aún unos meses, cuando no nos acuciaba la necesidad del matrimonio religioso. Al eludirlo no creo que nos negáramos a un compromiso ni que lo aplazáramos. Por el contrario, nos considerábamos mutuamente comprometidos, destinados, en lo bueno y en lo malo, a vivir, crecer y envejecer juntos, y uno de los dos, de hecho, a sobrellevar la muerte del otro.

El jardín colgante, de Javier Calvo

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NO HAY PROTOCOLO 
La posición en que la secretaria del capitán de artillería Ponce Oms encuentra a Arístides Lao, alias Sirio, en un rincón del suelo de su despacho es esa postura genuflexionada y con el cuerpo muy echado hacia delante que uno asocia con musulmanes a la hora del rezo o bien con gente que ha perdido una lentilla. La secretaria mira a Lao y a continuación levanta la vista hacia las paredes. Lao se incorpora hasta quedarse de rodillas, sosteniendo la espátula con la que está enmasillando la parte baja de la pared, y vuelve su cabecita pelirroja y alopécica hacia ella.                                                                     —Puedo explicarle esto —dice con su voz sin inflexiones—. Si quiere, hasta puedo rellenarle un informe de incidencia. Usted sólo lo tiene que firmar.
La secretaria vuelve a mirar las paredes. Lao parece haberse dedicado a alisar con masilla todas las imperfecciones del yeso.
—Me molesta que las cosas no sean completamente lisas. —Lao la mira con los ojos alternativamente dilatados y empequeñecidos por los cristales de esas gafas extrañas que lleva—. No me deja trabajar bien.
La secretaria del capitán Oms siente una repulsión por Arístides Lao que va más allá de lo puramente físico. Lao es bajito y rechoncho, parece ser al mismo tiempo pelirrojo y calvo, y lleva unas gafas absurdamente gruesas que le distorsionan los ojos, agrandándoselos o bien reduciéndoselos, según el ángulo con que uno mire. En general todos los empleados de la Delegación Regional del SECED detestan al agente Lao, pero es entre el personal femenino donde se concentran las mayores proporciones de asco. Hay algo en su cuerpecillo blando y lechoso que le da aspecto de alimaña extraída de su caparazón y expuesta a los elementos. De versión inflada y pelirroja de un polluelo blanquecino que se ha caído del nido. Pero es la expresión de su cara lo que realmente le revuelve a uno las tripas. Una expresión neutra, tan carente de emociones visibles o de reacciones familiares que produce un rechazo inmediato. Esa cara repugnante de ciertos autistas adultos. Por no hablar de la cuestión de los puzles, claro.

Un debut en la vida, de Anita Brookner

Anita Brookner

A sus cuarenta años, la doctora Weiss comprendió que la literatura le había destrozado la vida.
Según su costumbre reflexiva y académica, lo atribuyó a que había recibido una educación moral deficiente, pues las fuerzas antagónicas de su padre y de su madre se aliaron en este caso para exigirle que considerase la trayectoria de Anna Karenina y Emma Bovary pero emulara la de David Copperfield y la Pequeña Dorrit.
En realidad, todo había empezado mucho antes, cuando, en algún momento ya olvidado de su primera infancia, se quedó dormida, embelesada, mientras su niñera susurraba: «Cenicienta podrá ir al baile».
El baile nunca llegó a materializarse. La literatura, por el contrario, se había convertido en su especialidad, si podía llamarse así al debate que se desencadenaba tres veces a la semana en la agradable sala de su seminario cuando sus alumnos, más atrevidos de lo que ella lo había sido nunca, fruncían el ceño con un gesto de dolor al pedirles que pensaran en algún escritor menos alienado que Camus. Eran chicas y chicos altos, guapos, de ojos claros, y se expresaban en un tono de confianza que luego no se reflejaba en sus traducciones encorsetadas y cautas.
La doctora Weiss, que prefería a los hombres, era una autoridad en cuestión de mujeres. Las mujeres en las novelas de Balzac era el título del trabajo al que probablemente iba a dedicarse hasta el final de su vida. Ya había publicado un primer volumen que recibió una discreta acogida. Su editor, acuciado por sus propios problemas, había perdido el interés por los dos volúmenes restantes. La doctora Weiss lo invitaba a cenar cada seis meses para hacerle un esbozo de los capítulos siguientes, y él la escuchaba con indiferencia. Los dos hubieran preferido que no se sintiera obligada a hacer eso. De todos modos, el libro se completaría, se publicaría y se reseñaría moderadamente bien.

Una misma noche, de Leopoldo Brizuela

brizuela

2010
Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo.
Declararía, por ejemplo, que en la noche del sábado al domingo 30 de marzo de 2010 llegué a casa entre las tres y tres y media de la madrugada: el último ómnibus de Retiro a La Plata sale a la una, pero una muchedumbre volvía de no sé qué recital, y viajamos apretados, de pie la mayoría, avanzando a paso de hombre por la autopista y el campo.
Urgida por mi tardanza, la perra se me echó encima tan pronto abrí la puerta. Pero yo aún me demoré en comprobar que en mi ausencia no había pasado nada —mi madre dormía bien, a sus ochenta y nueve años, en su casa de la planta baja, con una respiración regular—, y solo entonces volví a buscar la perra, le puse la cadena y la saqué a la vereda.
Como siempre que voy cerca, eché llave a una sola de las tres cerraduras que mi padre, poco antes de morir, instaló en la puerta del garaje: el miedo a ser robados, secuestrados, muertos, esa seguridad que llaman, curiosamente, inseguridad, ya empezaba a cernirse, como una noche detrás de la noche.
Era una noche despejada, declararía, y no hacía frío. No se veía a nadie en la calle. La única inquietud que puedo haber sentido cuando enfilé hacia la rambla de Circunvalación se habrá debido a los autos, pocos pero prepotentes, que pasan a esa hora, con parlantes a todo lo que da y faros intermitentes iluminando el asfalto. O a las motos que con no sé qué artilugio hacen sonar el caño de escape igual que un tiroteo.
Fue entonces que lo vi, al llegar a la esquina. Un tipo de unos treinta, con gorra de visera virada hacia la nuca, musculosa y arito —casi un disfraz de joven. Miraba hacia el fondo de esa anchísima avenida con ramblas que cerca la ciudad. No le importaba yo, no me miró ni una vez, y es raro que a esa hora no se mire a un extraño. ¿Y a quién podía estar esperando, a esa hora, en ese sitio? ¿Quién podía haberlo expuesto, citándolo a esa hora?

El crimen del ómnibus, de Fortuné du Boisgobey

Fortuné_du_Boisgobey

Se ha retrasado en alguna ocasión, en torno a la medianoche, y ha perdido el último ómnibus de la línea que conduce a su domicilio? Si no se ve en la obligación de regular estrictamente los gastos de su presupuesto, posiblemente optará usted por tomar un coche de punto. Si, por el contrario, su modesta economía le prohíbe permitirse ese ligero extra, no tendrá más remedio que regresar a pie y cruzar París salpicándose con los charcos de barro —quizá bajo una lluvia torrencial—, maldiciendo por el camino a una Compañía que no puede actuar de otro modo pues considera justo que, tras dieciséis largas horas de trabajo, tanto empleados como caballos deban tener un descanso.
Existen múltiples modos de perder ese bendito ómnibus, suprema esperanza de los rezagados.
Cuando uno espera su paso y, tras realizar inútiles señas al revisor, ve aparecer en letras grandes sobre un fondo azul esa temible palabra, el desolador cartel de «completo», se enfurece… pero, después de todo, es algo con lo que contaba. Haciendo de tripas corazón continúa caminando al tiempo que sueña vagamente con la idea de que aún pasará otro y, animado con esa ilusión, finalmente termina por llegar a pie a su morada sin advertir demasiado el cansancio.
Mucho peor es presentarse en la estación, cabeza de línea, en el preciso momento en que acaba de ocuparse el último asiento del único ómnibus que resta por salir. Uno no puede hacerse falsas ilusiones en este caso; es el último. El encargado gira la manivela que cierra la taquilla de la estación y le comunica que no saldrán más; mientras, los pasajeros que han llegado antes que usted se ríen en sus narices cuando educadamente les pregunta si queda alguna plaza libre.
El veredicto es inapelable. No tiene otro modo de transporte que sus piernas; sólo éstas le llevarán a su destino, pues no podrá alcanzar en ruta a ese maldito vehículo con el que usted contaba evitarse una larga caminata.                                                                                    Y así sucedió una noche de invierno, a las doce menos cuarto, en la esquina del bulevar Saint-Germain con la rue du Cardinal-Lemonie; en el preciso instante en que el cochero del ómnibus verde que realiza el trayecto entre Halle aux vins y la plaza Pigalle ocupaba su puesto apareció una mujer jadeante, impecablemente vestida y aún joven por lo que podía adivinarse de su apariencia, pues un espeso velo ocultaba su rostro. Procedía de la zona del Jardin des Plantes, por el muelle de Saint-Bernard, y parecía haber corrido durante largo tiempo, pues le faltaba el aire y apenas podía articular la pregunta que todos los rezagados suelen dirigir con ansiedad al empleado encargado de dar la señal de partida.

Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin

Lucia-Berlin

Lavandería Ángel

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.
Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves.
La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El  portero la encontró. No sé cómo.
Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera.
El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.

Una lectora poco común, de Alan Bennett

Alan-Bennett

Era la noche del banquete oficial en Windsor y cuando el presidente de Francia ocupó su puesto junto a Su Majestad, la familia real formó en fila detrás de ellos, la procesión se puso en marcha lentamente y entró en la Waterloo Chamber.
—Ahora que le tengo para mí sola —dijo la reina, sonriendo a derecha e izquierda según pasaban entre la multitud relumbrante—, me moría de ganas de preguntarle por el escritor Jean Genet.
—Ah —dijo el presidente—. Oui.
La Marsellesa y el himno nacional impusieron una pausa, pero cuando hubieron ocupado sus asientos, Su Majestad se volvió hacia el presidente y prosiguió.
—Homosexual y presidiario, ¿era, sin embargo, tan malo como lo pintan? O, más al grano —dijo, y empuñó la cuchara de la sopa—, ¿era tan bueno?
Poco informado acerca del glabro dramaturgo y novelista, el presidente miró ávidamente alrededor en busca de su ministra de Cultura. Pero ella estaba hablando con el arzobispo de Canterbury.                                                                                                              —Jean Genet —repitió la reina, esperanzada—. Vous le connaissez?
—Bien sûr— dijo el presidente.
—Il m’intéresse —dijo la reina.
—Vraiment?
El presidente posó la cuchara. La velada iba a ser larga.
Fue por culpa de los perros. Eran unos esnobs y, de ordinario, después de haber estado en el jardín subían los escalones delanteros, donde un lacayo les abría la puerta.
Pero aquel día, por algún motivo, pasaron como una exhalación por la terraza, ladrando como locos, bajaron otra vez los escalones y rodearon el extremo de la terraza, a lo largo del costado de la casa, donde ella les oyó ladrar a algo en uno de los patios.
Era la biblioteca ambulante del municipio de Westminster, una camioneta grande como un camión de mudanzas, aparcada junto a los cubos de basura, delante de una de las puertas de la cocina. No era una parte de palacio que ella visitase a menudo, y desde luego nunca había visto estacionada allí la biblioteca, y probablemente tampoco los perros, y de ahí el alboroto, y como no logró calmarlos subió la escalerilla de la camioneta para disculparse.

El azar y viceversa, de Felipe Benítez Reyes

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No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. La mezcla de los tres elementos suele resultar bastante mala, aunque conviene mostrarse optimista y hacerse cuanto antes a la idea de equilibrar de la mejor manera posible esa conjugación desconcertante.
Al fin y al cabo, no hay cosa que conozca uno mejor que su vida aparente y que su vida imposible, de igual modo que no hay cosa que cualquiera de nosotros conozca menos que su identidad más recóndita, ya que podemos interpretar nuestras acciones, dilucidar sus razones superficiales, incluso las intermedias, pero no su razón última, que no pasa de ser algo así como el brinco irreflexivo del arlequín: lo que hacemos y pensamos sin tener ni idea de por qué lo pensamos ni de por qué lo hacemos. Y es posible que ahí esté la clave de todo, o de casi todo: la existencia como una sucesión de piruetas aleatorias en el vacío.

Disfrutamos de la facultad de narrarnos, aunque a través de meras anécdotas, y de sobra sabe usted que una anécdota no es más que un entresueño disfrazado de realidad, un jalón pintoresco y más o menos coherente en la gran secuencia del sinsentido. Pero lo radicalmente abstracto, ¿cómo se cuenta? Ni los mejores filósofos sirven del todo para eso.
Bien… Por suerte, no puedo creer en la predestinación: desde la cuna, yo iba para víctima colateral de la mecánica insensata del mundo, como la mayoría de la gente, pero el caso es que he sido una persona venturosa y hasta diría que tirando a feliz.
Con el paso inerte de los años, he aprendido algunas cosas, como es natural, y he vivido otras muchas, aunque, según ha demostrado esa ciencia exacta que es la desilusión, el mucho aprender no siempre sirva para la vida ni el mucho vivir enseñe en el fondo nada, ya que todo es un comienzo: cada día nos inauguramos. Los indefinidos. Los reescritos. Un documento con tachaduras y con una escritura urgente, pues la historia de cualquier existencia tiene menos que ver con la caligrafía que con la taquigrafía, y no sé si me explico: esto es el vértigo. Una carrera a ciegas en una casa de cristal, rompiendo cosas. Esto va tan rápido, en fin, que a veces tienes la impresión de que no va a acabarse nunca.

Tantos días felices, de Laurie Colwin

Laurie Colwin

Guido Morris y Vincent Cardworthy eran primos terceros. Nadie recordaba ya qué Morris se había casado con qué Cardworthy y a nadie le importaba salvo en las grandes reuniones familiares, cuando de vez en cuando alguien sacaba el tema y lo sometía a benévola consideración. Vincent y Guido eran amigos desde su más tierna infancia. Los habían llevado de paseo juntos en el mismo cochecito y, ya de niños, solían reunirse en la casa que los Cardworthy tenían en Petrie, Connecticut, o en casa de los Morris, en Boston, para jugar a las canicas, trepar a los árboles y poner petardos en buzones y en cubos de la basura. De adolescentes habían bebido cerveza a escondidas y habían probado a fumar los puros del padre de Guido, que en vez de marearlos solían dejarlos muy contentos. Ya de mayores, ambos disfrutaban muchísimo con un buen puro.

En la universidad, los dos habían hecho el tonto, habían gastado dinero y se habían preguntado qué sería de ellos cuando fueran mayores. Guido quería escribir poesía en dísticos heroicos y Vincent pensaba que acabaría ganando el Nobel de Física.

A los veintimuchos volvieron a encontrarse en Cambridge. Guido había estudiado Derecho, y como varios años en un bufete de abogados de Wall Street le habían descubierto que su trabajo no lo entusiasmaba, había vuelto a la universidad para hacer un posgrado en lenguas románicas y literatura. Era bastante mayor para los estudios de posgrado, pero había decidido concederse unos años de placer improductivo antes de que las auténticas responsabilidades de la vida adulta se le echaran encima. Al final, Guido terminó recalando en Nueva York para administrar la fundación de la familia Morris, la Fundación Carta Magna, dedicada a la financiación de proyectos de arte público, de artistas de todo tipo y de asociaciones dedicadas a la conservación de monumentos y al embellecimiento de las ciudades. La fundación editaba una revista de arte bimensual que se llamaba Runnymeade. El dinero que lo costeaba todo salía de la pequeña fortuna que un antiguo capitán de barco llamado Robert Morris había amasado a principios del siglo XIX en el sector textil. En uno de sus viajes, Morris se había casado con una italiana, y a partir de entonces todos los Morris habían llevado nombres italianos. El abuelo de Guido se llamaba Almanso, y su padre, Sandro. En esos momentos, el administrador de la fundación era su tío Giancarlo, pero se estaba haciendo ya muy mayor y Guido había sido elegido para, a su debido tiempo, sucederlo.

Las bellas extranjeras, de Mircea Cărtărescu

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UNA MAÑANA DE INVIERNO, HARÁ UNOS TRES AÑOS, recibí una llamada del director de una conocida revista cultural. «Señor Cărtărescu», dijo una voz ceremoniosa, de esas que solo la gente de avanzada edad, la que ha vivido una temporadita en el periodo de entre guerras, posee: «hemos recibido una carta de Dinamarca dirigida a usted. Puede pasarse a recogerla a nuestras oficinas, a la calle Brezoianu». Estaba solo en casa y sentía que me rondaba el desasosiego. Me sucede siempre que la luz sucia y deprimente de los inviernos de Bucarest cae sobre la mesa de mi escritorio. Me vestí y salí a la humedad exterior.

Cogí el trolebús en Kogălniceanu, una sola parada, así que no me dio tiempo a preguntarme en serio quién demonios podría enviarme una carta desde Dinamarca. Aparte de Hamlet, no conocía a ningún otro danés. Así que cuando me apeé, frente al McDonald’s, estaba tan intrigado como al principio. Crucé hacia las horribles ruinas que flanqueaban el (arguably) bulevar más feo del mundo y enfilé directamente hacia el edificio La Información, como era conocido en otros tiempos. Me dan pánico los ascensores viejos, así que subí por unas escaleras dignas del Ministerio de la Verdad hasta el último piso. Allí, al igual que en la Casa de la Prensa, me topé con unas oficinas de aspecto sórdido, inconcebibles en un edificio tan majestuoso como aquel. Una secretaria me trajo el sobre. Era grande y acolchado, estaba todo desgastado y en él, además de mi nombre y de la dirección de la revista en cuestión, escrita a mano, a bolígrafo, se incluía algo más, escrito también a mano, en diagonal, y que ocupaba prácticamente toda la superficie del sobre, lo que confería al paquete un aire… extraño, en cierto modo, como de sobre que ha merodeado durante largo tiempo por los recónditos recovecos del servicio de correos y que vuelve al sitio del que partió saturado de inscripciones: destinatario desconocido, fallecido, ausente del domicilio… Di las gracias y salí por la puerta con mi abrigo negro, demasiado imponente para un individuo tan menudo como yo (me lo robarían el invierno siguiente en el aeropuerto de Munich, para mi alivio) y con el sobre debajo del brazo me encaminé a la salida.

4 3 2 1, de Paul Auster

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Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo XX. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson.

Lo pasó mal, sobre todo al principio, pero incluso después de que ya no fuera el principio, nada ocurrió tal como había imaginado que sería en su país de adopción. Cierto que logró encontrar mujer justo después de su vigésimo sexto cumpleaños, y cierto también que su esposa, Fanny, de soltera Grossman, le dio tres hijos sanos y robustos, pero la vida en Norteamérica siguió siendo una lucha para el abuelo de Ferguson desde el día que desembarcó hasta la noche del 7 de marzo de 1923, cuando encontró una temprana e inesperada muerte a los cuarenta y dos años de edad: a tiros en un atraco al almacén de artículos de piel de Chicago en donde estaba empleado como vigilante nocturno.

 

El lado oscuro del amor, de Rafik Schami

Schami

—¿Y tú crees en serio que nuestro amor tiene alguna posibilidad?
Farid no lo preguntaba para recordar a Rana la sangrienta enemistad que enfrentaba a sus familias, sino porque se sentía desdichado y no veía esperanza alguna.
Tres días atrás, la policía secreta había asaltado y secuestrado a su amigo Amín cuando éste salía de su casa. Desde la unión de Siria y Egipto en la primavera de 1958 se había iniciado una cacería de comunistas. El año 1959 había sido especialmente malo. El presidente Satlán había pronunciado furiosos discursos contra el régimen del dictador Damián en Irak y contra los comunistas. Tampoco al terminar el año había habido un respiro; incluso en plena noche los jeeps del Servicio Secreto circulaban por las calles de la capital con sus víctimas. Las familias quedaban atrás, entre lágrimas de miedo. Se habló de «Nochevieja sangrienta». Un susurro corría de boca en boca y suscitaba aún más miedo del Servicio Secreto, que parecía tener espías en todos los hogares.
Ese día, para Farid el amor era algo parecido a un lujo. Había pasado unas horas tranquilas con Rana en casa de su fallecida abuela. Allí, en Damasco, cualquier encuentro con ella era un oasis en medio del desierto de su soledad. Muy al contrario que las semanas pasadas en Beirut, donde se habían escondido ocho años atrás. Allá, cada día había empezado y terminado en los brazos de Rana. Allá, el amor había sido un dulce y extenso paisaje fluvial.
La casa de su abuela aún no había sido vendida. Claire, su madre, le había dado la llave la mañana anterior.
—Pero déjate puestos los calzoncillos —había bromeado.
Brillaba el sol, pero hacía un día gélido. Una humedad mohosa le había salido al paso al entrar en la casa. Abrió las ventanas, dejó pasar el fresco y por último encendió las estufas de la cocina y el dormitorio. No había nada que Farid odiara más que el olor del frío húmedo y asentado.
Cuando Rana llegó, poco antes de las doce, las estufas ya estaban al rojo. Ella bromeó:
—¿Estamos en el hammam o en casa de tu abuela?
Farid la vio tan arrebatadoramente hermosa como siempre, pero no consiguió librarse de la sensación de un peligro amenazador. Mientras la besaba, pensó en el indio que en una inundación había buscado la salvación encaramándose a un tejado y se había ido sumergiendo poco a poco en la húmeda muerte. Se abrazó a Rana como si estuviera ahogándose y notó el corazón de ella contra su pecho. Tenía frío, a pesar del calor, y su sonrisa sólo lo alivió del miedo durante unos segundos.
—Hoy eres un modelo de decencia —lo provocó ella cuando salieron de la casa al cabo de unas horas—. Como si mi madre te hubiera encargado que cuidaras de mí. Ni siquiera te has quitado los pantalones…
Y rió alegremente.
—Esto no tiene nada que ver con tu madre —dijo él, y quiso explicárselo, pero las palabras se le quedaron atravesadas.

La uruguaya, de Pedro Mairal

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Me dijiste que hablé dormido. Es lo primero que me acuerdo de esa mañana. Sonó el despertador a las seis. Maiko se había pasado a nuestra cama. Me abrazaste y el diálogo fue al oído, susurrado, para no despertarlo, pero también creo para evitar hablarnos a la cara con el aliento de la noche.
—¿Querés que te haga un café?
—No, amor. Sigan durmiendo.
—Hablaste dormido. Me asustaste.
—¿Qué dije?
—Lo mismo que la otra vez: «guerra».
—Qué raro.
Me duché, me vestí. Les di mi beso de Judas a vos y a Maiko.
—Buen viaje, me dijiste.
—Nos vemos a la noche.
—Andá con cuidado.
Tomé el ascensor hasta el subsuelo del garaje y salí. Estaba oscuro todavía. Manejé sin poner música. Bajé por Billinghurst, doblé en Libertador. Ya había tráfico, sobre todo por los camiones cerca del puerto. En el estacionamiento de Buquebús un guarda me dijo que no había más lugar. Tuve que volver a salir y dejar el auto en una playa al otro lado de la avenida. La idea no me gustó porque a la noche, cuando volviera con los dólares encima, iba a tener que caminar esas dos cuadras oscuras, bordeando la vía muerta.
En el mostrador del check in no había cola. Mostré el documento.
—¿El rápido a Colonia? —me preguntó el empleado.
—Sí, y el ómnibus a Montevideo.
—¿Vuelve en el día con el buque directo?
—Sí.
—Bien… —me dijo mirándome un poquito más tiempo de lo normal.
Imprimió el pasaje, y me lo dio con una sonrisa de hielo. Le evité la mirada. Me incomodó. ¿Por qué me miró así? ¿Podía ser que estuvieran marcando y metiendo en una lista a los que iban y volvían en el día?
Subí por la escalera mecánica para hacer Aduana. Pasé la mochila por el escáner, di vueltas por el laberinto de sogas vacío. «Adelante», me dijeron. El empleado de Migraciones miró el documento, el pasaje. «A ver, Lucas, párese frente a la cámara por favor. Perfecto. Apoye el pulgar derecho… Gracias». Agarré el pasaje, el documento y entré en la sala de embarque.

Mac y su contratiempo, de Enrique Vila-Matas

vilamatas

Me fascina el género de los libros póstumos, últimamente tan en boga, y estoy pensando en falsificar uno que pudiera parecer póstumo e inacabado cuando en realidad estaría por completo terminado. De morirme mientras lo escribo, se convertiría, eso sí, en un libro en verdad último e interrumpido, lo que arruinaría, entre otras cosas, la gran ilusión que tengo por falsificar. Pero un debutante ha de estar preparado para aceptarlo todo, y yo en verdad soy tan sólo un principiante. Mi nombre es Mac. Quizás porque debuto, lo mejor será que sea prudente y espere un tiempo antes de afrontar cualquier reto de las dimensiones de un falso libro póstumo. Dada mi condición de principiante en la escritura, mi prioridad no será construir inmediatamente ese libro último, o tramar cualquier otro tipo de falsificación, sino simplemente escribir todos los días, a ver qué pasa. Y así tal vez llegue un momento en el que, sintiéndome ya más preparado, me decida a ensayar ese libro falsamente interrumpido por muerte, desaparición o suicidio. De momento, me contento con escribir este diario que empiezo hoy, completamente aterrado, sin atreverme siquiera a mirarme al espejo, no fuera que viera mi cabeza hundida en el cuello de mi camisa.
Mi nombre es Mac, como he dicho. Y vivo aquí, en el barrio del Coyote. Estoy sentado en mi cuarto habitual, donde parece que haya estado siempre. Escucho música de Kate Bush y luego oiré a Bowie. Afuera, el verano se presenta temible, y Barcelona se prepara —lo anuncian los meteorólogos— para un aumento fuerte de las temperaturas.
Me llaman Mac por una famosa escena de My Darling Clementine, de John Ford. Mis padres vieron la película al poco de nacer yo y les gustó mucho un momento en el que el sheriff Wyatt pregunta al viejo cantinero del saloon:
—Mac, ¿nunca has estado enamorado?
—No, yo he sido camarero toda mi vida.
La respuesta del viejo les encantó y desde entonces, desde un día de abril de finales de los cuarenta, soy Mac.
Mac por aquí y Mac por allá. Mac siempre, para todo el mundo. En los últimos tiempos, en más de una ocasión me han confundido con un Macintosh, el ordenador. Y cuando eso ha ocurrido, he reaccionado disfrutando como un loco, quizás porque pienso que es mejor ser conocido por Mac que por mi nombre verdadero, que a fin de cuentas es horroroso —una imposición tiránica de mi abuelo paterno—, y me niego siempre a pronunciarlo, más aún a escribirlo

La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe

Coe

Cuando sonó el teléfono Gill estaba fuera, rastrillando las hojas y formando montones cobrizos, mientras su marido los arrojaba a una hoguera con la pala. Era una tarde de domingo de finales de otoño. Entró corriendo en la cocina al oírlo sonar, y enseguida sintió cómo la envolvía el calor del interior, sin haberse dado cuenta hasta ese momento del frío que empezaba a hacer. Seguramente helaría por la noche.
Después desanduvo el camino hasta la pequeña hoguera, desde la que un humo gris azulado se elevaba en volutas hacia un cielo que ya comenzaba a oscurecer.
Stephen se dio la vuelta cuando la oyó acercarse. Vio en sus ojos que eran malas noticias, e inmediatamente se le vinieron sus hijas a la cabeza: los peligros imaginarios del centro de Londres, las bombas, los trayectos en metro o autobús, antes rutinarios, convertidos de repente en apuestas a vida o muerte.
—¿Qué pasa?
Y cuando Gill le dijo que Rosamond se había muerto al final a los setenta y tres años, no pudo evitar que le invadiera una vergonzosa sensación de alivio. Rodeó a Gill con los brazos y, durante un minuto o más, permanecieron así abrazados, en un silencio roto solamente por el crepitar de las hojas quemándose, el reclamo de alguna paloma torcaz o el ruido de los coches a lo lejos.
—La ha encontrado el médico —dijo Gill, apartándose con delicadeza—. Estaba sentada en su sillón, tiesa como una estaca. —Suspiró—. Mañana tendré que acercarme a Shropshire a hablar con el abogado. Y empezar a preparar el funeral.
—¿Mañana? Pues mañana no puedo —dijo Stephen rápidamente.
—Ya lo sé.
—Tengo reunión del consejo de administración. Va a ir todo el mundo, y se supone que lo presido yo.
—Ya lo sé. No te preocupes.
Sonrió y se volvió, con aquel pelo rubio ceniza ondeando como único rasgo distintivo mientras se alejaba por el sendero del jardín, y dejándole, como tantas otras veces, con la sensación de haberle fallado de alguna extraña manera.

La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne

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Ojalá mi padre o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban por igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron; si hubieran tenido debidamente presente cuántas cosas dependían de lo que estaban haciendo en aquel momento:—que no sólo estaba en juego la creación de un Ser racional sino que también, posiblemente, la feliz formación y constitución de su cuerpo, tal vez su genio y hasta la naturaleza de su mente;—y que incluso, en contra de lo que ellos creían, la suerte de toda la casa podía tomar uno u otro rumbo según los humores[5] y disposiciones que entonces predominaran:——si hubieran sopesado y considerado todo esto como es debido, y procedido en consecuencia,——estoy francamente convencido de que yo habría hecho en el mundo un papel completamente distinto de aquel en el que es muy probable que el lector me vea. —Creedme, buena gente, esto no es cosa tan insignificante como muchos de vosotros podáis pensar;—me atrevería a decir que todos habéis oído hablar de los espíritus animales[6], de cómo se transfunden de padre a hijo, etc., etc.—y otras muchas cosas al respecto.—Pues bien, tenéis mi palabra de que nueve de las diez partes del sentido de un hombre o de su sinsentido, sus éxitos y sus fracasos en este mundo dependen de los movimientos y actividad de dichos espíritus, así como de los diferentes terrenos y sendas en que se los deposite; de tal manera que, una vez puestos en marcha, no importa ni medio penique que lo estén para bien o para mal,—allá van, alborotando como locos; y al dar los mismos pasos una y otra y otra vez, al poco rato ya han hecho con ello un camino un llano y uniforme como el paseo de un jardín; y una vez que se han acostumbrado a él, ni el mismo Diablo será a veces capaz de desviarlos.
—Perdona, querido, dijo mi madre, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?———¡Por D——!, gritó mi padre lanzando una exclamación pero cuidándose al mismo tiempo de moderar la voz[7]——¿Hubo alguna vez, desde la creación del mundo, mujer que interrumpiera a un hombre con una pregunta tan idiota?—Perdone, pero, ¿qué estaba diciendo su padre?———Nada.

Los diarios de Emilio Renzi. Loa años felices, de Ricardo Piglia

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Una vida no se divide en capítulos, le dijo aquella tarde Emilio Renzi al barman de El Cervatillo, acodado en la barra, de pie frente al espejo y a las botellas de whisky, de vodka, de tequila que se alineaban en las estanterías del bar. Siempre me ha intrigado el modo irreal pero matemático en que ordenamos los días, le dijo. Ya el almanaque es una prisión insensata sobre la experiencia porque impone un orden cronológico a una duración que fluye sin ningún criterio. El calendario encarcela los días y es probable que esa manía clasificatoria haya influido en la moral de los hombres, le dijo sonriendo Renzi al barman. Lo digo por mí, dijo, que escribo un diario, y los diarios sólo obedecen a la progresión de los días, los meses y los años. No hay otra cosa que pueda definir un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona, lo define, sencillamente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año. Eso es todo, dijo satisfecho. Uno puede escribir cualquier cosa, por ejemplo una progresión matemática o una lista de la lavandería o el relato minucioso de una conversación en un bar con el uruguayo que atiende la barra o, como es mi caso, una mezcla inesperada de detalles o encuentros con amigos o testimonios de acontecimientos vividos, todo eso se puede escribir, pero será un diario sólo y exclusivamente si uno anota el día, el mes, el año, o alguna de esas tres maneras de orientarse en el torrente del tiempo. Si escribo, por ejemplo, Miércoles 27 de enero de 2015 y debajo de ese letrero escribo un sueño, o un recuerdo, o imagino algo que no ha sucedido, pero antes de empezar la entrada que voy a escribir anoto, por ejemplo, Miércoles 27 o, más breve, consigno Miércoles, ya es un diario, no es una novela, no es un ensayo, pero puede incluir novelas y ensayos siempre que uno tenga la precaución de escribir antes la fecha, para orientarse y crear una serialidad fechada, pero luego, ojo, dijo —y se tocó con el dedo índice de la mano izquierda el párpado inferior del ojo derecho—, si uno publica esas notas según el calendario, con su nombre, es decir, si asegura que el sujeto que está hablando, el sujeto del cual se está hablando y el que firma son el mismo, o, mejor dicho, tienen el mismo nombre, entonces es un diario personal. El nombre propio asegura la continuidad y la propiedad de lo escrito.

Falcó, de Arturo Pérez-Reverte

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La mujer que iba a morir hablaba desde hacía diez minutos en el vagón de primera clase. Era la suya una conversación banal, intrascendente: la temporada en Biarritz, la última película de Clark Gable y Joan Crawford. La guerra de España apenas la había mencionado de pasada en un par de ocasiones. Lorenzo Falcó la escuchaba con un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, una pierna cruzada sobre la otra, procurando no aplastar demasiado la raya del pantalón de franela. La mujer estaba sentada junto a la ventanilla, al otro lado de la cual desfilaba la noche, y Falcó se hallaba en el extremo opuesto, junto a la puerta que daba al pasillo del vagón. Estaban solos en el departamento.
—Era Jean Harlow —dijo Falcó.
—¿Perdón?
—Harlow. Jean… La de Mares de China, con Gable.
—Oh.
La mujer lo miró sin pestañear tres segundos más de lo usual. Todas las mujeres le concedían a Falcó al menos esos tres segundos. Él aún la estudió unos instantes, apreciando las medias de seda con costura, los zapatos de buena calidad, el sombrero y el bolso en el asiento contiguo, el vestido elegante de Vionnet que contrastaba un poco, a ojos de un buen observador —y él lo era— con el físico vagamente vulgar de la mujer. La afectación era también un indicio revelador. Ella había abierto el bolso y se retocaba labios y cejas, aparentando unos modales y educación de los que en realidad carecía. La suya era una cobertura razonable, concluyó Falcó. Elaborada. Pero distaba mucho de ser perfecta.
—¿Y usted, también viaja hasta Barcelona? —preguntó ella.
—Sí.
—¿A pesar de la guerra?
—Soy hombre de negocios. La guerra dificulta unos y facilita otros.

Vida hogareña, de Merilynne Robinson

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Me llamo Ruth. Me crié con mi hermana pequeña, Lucille, al cuidado de mi abuela, la señora Sylvia Foster y, cuando ella murió, al de sus cuñadas, las señoritas Lily y Nona Foster, y cuando ellas se marcharon, al de su hija, la señora Sylvia Fisher. A lo largo de las sucesivas generaciones de todos esos mayores vivimos siempre en la misma casa, la de mi abuela, que habían construido ella y su marido, Edmund Foster, un ferroviario, que dejó este mundo años antes de que yo llegara a él. Fue él quien nos asentó en ese lugar insólito. El se había criado en el Medio Oeste, en una casa excavada en la tierra, con ventanas a ras del suelo y a la altura de los ojos, de modo que, vista desde el exterior, la casa era un simple montículo, que no tenía más de morada humana que de tumba, y, desde el interior, la horizontalidad perfecta del mundo en aquel paisaje escorzaba lo visible tan marcadamente que el horizonte parecía circunscribir únicamente la propia morada de adobe. Así que mi abuelo empezó a leer cuanta literatura de viajes podía encontrar, diarios de las expediciones a las montañas de Africa, a los Alpes, a los Andes, al Himalaya, a las Rocosas. Se compró una caja de pinturas y copió de una revista una litografía de una pintura japonesa del Fujiyama. Pintó muchas más montañas, ninguna de ellas identificable, si es que alguna era siquiera real. Todas formaban conos suaves o montículos, aisladas o en grupos y arracimadas, verdes, marrones o blancas, dependiendo de la estación, pero siempre coronadas de nieve, y esas coronas eran rosas, blancas o doradas, dependiendo de la hora del día. En un cuadro grande había incluido una montaña acampanada en primer plano y la había cubierto con árboles, pintados a conciencia, cada uno de los cuales se alzaba en ángulo recto del suelo, de donde crecía igual que la pelusa sobresale en la felpa plegada. De cada árbol pendían frutas brillantes, pájaros de colores estridentes anidaban en las ramitas, y cada fruta y cada pájaro mantenían la vertical sobre el desnivel de la tierra. Animales demasiado grandes, a rayas y moteados, ascendían libres y a la carrera por la ladera de la derecha y descendían sin prisa por la izquierda. Que el genio de ese cuadro radicara en su ingenuidad o en su fantasía fue algo que nunca supe decir.

Cero K, de Don DeLillo

DonDeLillo

Todo el mundo quiere apropiarse del fin del mundo.
Me lo dijo mi padre, de pie junto a las ventanas francesas de su despacho de Nueva York; gestión privada de la sanidad, fondos fiduciarios dinásticos, mercados emergentes. Estábamos compartiendo un punto temporal curioso, contemplativo, y ese momento estaba rematado por sus gafas de sol vintage, que traían la noche al despacho. Examiné las obras de arte de la sala, abstractas de distintos estilos, y empecé a entender que el silencio prolongado que había seguido a su comentario no nos pertenecía a ninguno de los dos. Me acordé de su mujer, la segunda, la arqueóloga, la mujer cuya mente y cuyo cuerpo deteriorado pronto empezarían a adentrarse, de forma programada, en el vacío.
• • •

Aquel momento me volvió a la cabeza unos meses más tarde y a medio mundo de distancia. Estaba sentado, con el cinturón de seguridad puesto, en el asiento de atrás de un coche blindado de cinco puertas con las ventanillas laterales tintadas, opacas en ambos sentidos. El chófer, separado de mí por una mampara, llevaba camiseta de fútbol y pantalones de chándal y se le veía un bulto en la cadera que indicaba que iba armado. Después de conducir una hora por carreteras en mal estado, detuvo el coche y dijo algo por su micro de solapa. Luego ladeó la cabeza cuarenta y cinco grados en dirección al asiento trasero derecho. Interpreté que era hora de desabrocharme el cinturón y salir.
Aquel trayecto en coche había sido la última fase de un viaje maratoniano, así que me alejé un poco del vehículo y me quedé allí un rato, aturdido por el calor, con la bolsa de viaje en la mano y sintiendo cómo mi cuerpo se reactivaba. Oí que el motor arrancaba y me giré para mirar. El coche estaba volviendo al aeródromo y era lo único que se movía en medio del paisaje, a punto de que se lo tragara la tierra o la luz crepuscular o el horizonte inmenso.
Completé mi rotación, una larga y lenta inspección de las marismas salinas y los pedregales que me rodeaban, vacíos salvo por varias edificaciones bajas, posiblemente conectadas, apenas distinguibles del paisaje blanqueado. No había más cosas ni más lugares. Hasta entonces no conocía la naturaleza exacta de mi destino, únicamente que se trataba de un lugar remoto. No me costaba imaginar que mi padre, junto a la ventana de su despacho, había invocado su comentario desde aquel mismo terreno yermo y desde los bloques geométricos que se fundían con él.

 

 

Apóstoles y asesinos, de Antonio Soler

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Sabemos que aquella mañana de marzo amaneció cargada de bruma y fue fría. Y que, probablemente, cuando Salvador Seguí se despertó las nubes ya habían desaparecido. El sol relucía en los cristales de su ventana y sacaba unos brillos parecidos a los de un caleidoscopio. Un arcoíris barato.
Es posible que fuese eso lo que pensara. Nada más que eso. Un arcoíris barato. Se lo dijo a Teresita, que fregaba algo en la cocina. Y se rió. Añadió algo más sobre el sol, la justicia y los cristales, pero, con el ruido del agua, Teresita no supo bien lo que decía. Ella seguía abismada en la inquietud de la noche.
Aún estuvo unos minutos en la cama. Se había dormido poco después del amanecer, cuando ya podía ver claramente el perfil del armario recortado contra la pared blanca. Su imagen, tumbado boca arriba, debió de ser poco más que un borrón en el espejo de la cómoda, dibujándose allí turbiamente, ganando nitidez a medida que pasaba la noche y una claridad dudosa asomaba por la ventana. Estaba fatigado después de las horas de insomnio. Teresa había sentido cómo se levantaba sigilosamente en medio de la madrugada y se quedaba un rato en el comedor. El olor del tabaco flotando hasta el dormitorio. Luego volvió con el mismo sigilo.
La manta y las sábanas habían tenido a ratos una textura fangosa. Se había estado removiendo en el limo de un pantano y el calor de Teresita a su lado, con el vientre hinchado por el embarazo, más que consuelo, le llegó a parecer una amenaza. Le inspiró miedo, debilidad. Él creía que ella dormía, y a ratos, ella pensaba lo mismo.
Unas horas después, al ver la cara de su asesino y la pistola que le apuntaba a la cara, esas sensaciones tal vez renacieran en su cabeza, distorsionadas, intensas, alocadas. Quizás tuvo la impresión de haber vivido antes ese momento, de estar viviéndolo continuamente, con tanto detalle que parecía que se estaba cumpliendo el argumento inverosímil de un sueño. O simplemente tuvo miedo, el espanto último y definitivo.
En cualquier caso, esa mañana se levantó fingiendo encontrarse bien, de buen humor. Eran ya las doce, Teresita lo recordaría muchos años después. Ella no fingió nada. Trató de hablarle del sobresalto que habían tenido la noche anterior y le pidió que no saliera de casa, que le mandaran protección del sindicato. Seguí se mostró cariñoso, bromeó. Por complacerla se quedó a comer en casa y estuvo allí hasta avanzada la tarde. Era sábado.

Ciudad en llamas, de Garth Risk Hallberg

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Por la avenida Once avanzaba un árbol de Navidad. O, mejor dicho, lo intentaba; se había enganchado en un carro del súper abandonado en el paso de cebra, se sacudía y se erizaba y se estiraba, a punto de estallar. O así se lo pareció a Mercer Goodman mientras se empeñaba en rescatar la copa del árbol de la malla abollada del carro. Últimamente todo estaba a punto de estallar. En la acera de enfrente, manchas de carbón ensuciaban la zona de carga donde los lunáticos encendían hogueras por la noche. Las putas que se bronceaban allí durante el día vigilaban ahora desde detrás de las persianas de tiendas de baratillo, y por un segundo Mercer fue consciente de cómo los veían: un negro con gafas y pantalón de pana que intentaba recular mientras en la otra punta del árbol un blanco greñudo con cazadora de motorista estiraba del tronco y a la mierda con el carrito. Entonces el semáforo cambió a verde y, milagrosamente, mediante alguna combinación de tirones y empujones, se soltaron.
—Sé que estás molesto —dijo Mercer—, pero ¿te importaría no hacer aspavientos?
—¿Hago aspavientos? —preguntó William.
—Estás llamando la atención.
Como amigos, o incluso vecinos, formaban una extraña pareja, lo que tal vez explicara por qué el hombre que vendía los árboles de los boy scouts junto al acceso al Lincoln Tunnel había dudado tanto en aceptar su dinero. También era la razón por la que Mercer no había podido invitar nunca a William a su casa para presentarle a la familia y, por tanto, el motivo de que tuvieran que celebrar solos la Navidad. Bastaba con mirarlos, el burgués marrón claro y el punk pálido y enjuto: ¿qué podía haber unido a semejante par salvo el poder oculto del sexo?
Había sido William quien había elegido el árbol más grande que quedaba. Mercer le había pedido que pensara en el ya grave hacinamiento del piso, por no mencionar la media docena de manzanas que distaba de donde estaban, pero era la forma de William de castigarle por querer un árbol. Había sacado dos billetes del fajo que se guardaba en el bolsillo y había anunciado, en tono sarcástico y lo bastante fuerte para que lo oyera el vendedor: «Yo, mejor por el culo». Ahora, entre vaharadas de aliento, William añadió: «¿Sabes…? Jesús nos habría mandado a los dos al infierno. Sale en… el Levítico, creo, en alguna parte. No le veo sentido a un Mesías que te condena al infierno». Te equivocas de Testamento, podría haber objetado Mercer, y además hace semanas que no pecamos juntos, pero lo fundamental era no picar el anzuelo. El jefe de los scouts quedaba todavía a escasos cien metros, al final de un caminito de agujas verdes.

El libro de los Baltimore, de Joël Dicker

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Soy el escritor.
Así es como me llama todo el mundo. Mis amigos, mis padres, mi familia e incluso aquellos a quienes no conozco pero que sí me reconocen a mí en un lugar público y me dicen: «¿No será usted el escritor…?». Soy el escritor, es mi identidad.
La gente piensa que, en nuestra calidad de escritores, llevamos una vida más bien sosegada. Hace poco, uno de mis amigos, que se estaba quejando de lo largos que eran los trayectos cotidianos entre su casa y la oficina, acabó por decirme, una vez más:
—En el fondo, tú te levantas por las mañanas, te sientas detrás de la mesa y escribes. Y ya está.
No le contesté nada, demasiado deprimido desde luego al darme cuenta de hasta qué punto consistía mi trabajo, en la imaginería colectiva, en no hacer nada. La gente piensa que uno no pega palo al agua, pero resulta que es precisamente cuando no haces nada cuando más trabajas.
Escribir un libro es como montar un campamento de vacaciones. La vida de uno, que suele ser solitaria y tranquila, te la dejan manga por hombro un montón de personajes que llegan un día sin avisar y te ponen patas arriba la existencia. Llegan una mañana, subidos a un autocar del que se bajan metiendo bulla, entusiasmados con el papel que les ha correspondido. Y tienes que apañarte con lo que hay, tienes que ocuparte de ellos, tienes que darles de comer, tienes que alojarlos. Eres responsable de todo. Porque eres el escritor.
Esta historia empezó en el mes de febrero de 2012, cuando me marché de Nueva York para irme a escribir mi nueva novela en la casa que acababa de comprar en Boca Ratón, en Florida. La había adquirido tres meses antes con el dinero de la cesión de los derechos cinematográficos de mi último libro y, sin contar unos cuantos viajes rápidos de ida y vuelta para amueblarla en diciembre y enero, era la primera vez que iba a pasar una temporada en ella. Era una casa espaciosa, llena de ventanales, que tenía delante un lago muy del agrado de los paseantes. Estaba en un barrio muy tranquilo y con mucha vegetación en el que vivían sobre todo jubilados acomodados entre los que yo desentonaba. Tenía la mitad de años que ellos, pero si había escogido ese lugar era precisamente por su absoluta quietud. Era el sitio que necesitaba para escribir.

Yo antes de ti, de Jojo Moyes

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Hay ciento cincuenta y ocho pasos entre la parada del autobús y la casa, pero pueden llegar a ser ciento ochenta si se camina sin prisa, como al llevar zapatos de plataforma. O zapatos comprados en una tienda de beneficencia que lucen mariposas en los dedos pero quedan sueltos en los talones, lo cual explica ese precio bajísimo de 1,99 libras. Di la vuelta a la esquina de nuestra calle (sesenta y ocho pasos) y vi la casa: un adosado de cuatro habitaciones en medio de una hilera de adosados de tres y cuatro habitaciones. El coche de mi padre estaba fuera, lo que significaba que aún no había ido a trabajar.
A mi espalda, el sol se ponía detrás del castillo de Stortfold, y su sombra oscura se extendía colina abajo, como cera derretida que trataba de alcanzarme. Cuando era niña solíamos jugar a que nuestras sombras alargadas se enzarzaban en tiroteos, la calle convertida en el O.K. Corral. Un día diferente os podría haber contado las cosas que me habían ocurrido en este trayecto: dónde me enseñó mi padre a montar en bicicleta sin ruedines; dónde la señora Doherty, con esa peluca ladeada, solía hacernos tartas galesas; dónde Treena metió la mano en un seto cuando tenía once años y se topó con un nido de avispas y salimos corriendo y gritando de vuelta al castillo.

El triciclo de Thomas estaba tirado en el camino y, al cerrar la puerta detrás de mí, lo arrastré hasta el porche y abrí la puerta. El aire cálido me golpeó con la fuerza de un airbag; mi madre es una mártir del frío y mantiene la calefacción encendida todo el año. Mi padre se pasa el día abriendo ventanas y quejándose de que nos va a arruinar a todos. Dice que nuestras facturas del gas superan el producto interior bruto de un país africano pequeño.
—¿Eres tú, cielo?
—Sí. —Colgué la chaqueta en el perchero, donde luchó por encontrar espacio entre las otras.
—¿Qué tú? ¿Lou? ¿Treena?
—Lou.
Eché un vistazo por la puerta del salón. Mi padre apareció tumbado boca abajo en el sofá, con el brazo hundido entre los cojines, como si se lo hubieran tragado por completo. Thomas, mi sobrino de cinco años, estaba de cuclillas y lo observaba absorto.
—Lego. —Mi padre volvió hacia mí la cara, amoratada por el esfuerzo—. Nunca sabré por qué diablos hacen las piezas tan pequeñas. ¿Has visto el brazo izquierdo de Obi-Wan Kenobi?
—Estaba encima del DVD. Creo que Thomas cambió los brazos de Obi con los de Indiana Jones.

El azar y viceversa, de Felipe Benítez Reyes

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No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. La mezcla de los tres elementos suele resultar bastante mala, aunque conviene mostrarse optimista y hacerse cuanto antes a la idea de equilibrar de la mejor manera posible esa conjugación desconcertante.
Al fin y al cabo, no hay cosa que conozca uno mejor que su vida aparente y que su vida imposible, de igual modo que no hay cosa que cualquiera de nosotros conozca menos que su identidad más recóndita, ya que podemos interpretar nuestras acciones, dilucidar sus razones superficiales, incluso las intermedias, pero no su razón última, que no pasa de ser algo así como el brinco irreflexivo del arlequín: lo que hacemos y pensamos sin tener ni idea de por qué lo pensamos ni de por qué lo hacemos. Y es posible que ahí esté la clave de todo, o de casi todo: la existencia como una sucesión de piruetas aleatorias en el vacío.
Disfrutamos de la facultad de narrarnos, aunque a través de meras anécdotas, y de sobra sabe usted que una anécdota no es más que un entresueño disfrazado de realidad, un jalón pintoresco y más o menos coherente en la gran secuencia del sinsentido. Pero lo radicalmente abstracto, ¿cómo se cuenta? Ni los mejores filósofos sirven del todo para eso.
Bien… Por suerte, no puedo creer en la predestinación: desde la cuna, yo iba para víctima colateral de la mecánica insensata del mundo, como la mayoría de la gente, pero el caso es que he sido una persona venturosa y hasta diría que tirando a feliz.
Con el paso inerte de los años, he aprendido algunas cosas, como es natural, y he vivido otras muchas, aunque, según ha demostrado esa ciencia exacta que es la desilusión, el mucho aprender no siempre sirva para la vida ni el mucho vivir enseñe en el fondo nada, ya que todo es un comienzo: cada día nos inauguramos. Los indefinidos. Los reescritos. Un documento con tachaduras y con una escritura urgente, pues la historia de cualquier existencia tiene menos que ver con la caligrafía que con la taquigrafía, y no sé si me explico: esto es el vértigo. Una carrera a ciegas en una casa de cristal, rompiendo cosas. Esto va tan rápido, en fin, que a veces tienes la impresión de que no va a acabarse nunca.
Para empezar, ¿qué sabe un adulto de su niñez? Pues me temo que poco más que un niño de su futuro. Con respecto al tiempo, estamos siempre entre dos fantasmagorías, y lo que nos sucedió ayer por la tarde no es menos neblinoso que lo que habrá de pasarnos mañana por la mañana. De todas formas, si no tiene usted inconveniente, le hablaré durante un rato, así por encima, de esa masa de niebla que he ido dejando atrás, a pesar de que comprendo que la niebla es un mal asunto de conversación.

La viuda, de Fiona Barton

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Puedo oír el ruido que hace la mujer al recorrer el sendero. Sus pasos son pesados y lleva zapatos de tacón. Ya casi ha llegado a la puerta, y vacila y se aparta el pelo de la cara. Va bien vestida. Chaqueta de botones grandes, un respetable vestido debajo y las gafas sobre la cabeza. No es un testigo de Jehová ni un miembro del Partido Laborista. Debe de ser periodista, pero no parece la típica reportera. Hoy ya se han presentado dos (cuatro esta semana, y solo estamos a miércoles). Apuesto a que me dice: «Lamento molestarla en unos momentos tan difíciles…». Todos lo hacen y ponen esa estúpida cara. Como si les importara.
Esperaré a ver si llama al timbre dos veces. El hombre de esta mañana no lo ha hecho. A algunos les aburre mortalmente intentarlo. En cuanto despegan el dedo del timbre, recorren de vuelta el sendero tan rápido como pueden, se meten en el coche y se marchan. Ya pueden decirles a sus jefes que han llamado a la puerta pero que ella no estaba en casa. Patético.
La mujer llama dos veces. Luego golpea la puerta con fuerza en plan pom-pom-pom-pom-pom-pom. Como un policía. Me ve mirando por el hueco lateral de los visillos y sonríe de oreja a oreja. Una sonrisa muy hollywoodiense, como solía decir mi madre. Luego vuelve a llamar.
Cuando abro, la mujer me da la botella de leche que me habían dejado en el peldaño de la puerta y dice:
—Será mejor que no la deje fuera o se pondrá mala. ¿Puedo entrar? ¿Está hirviendo agua?
No puedo respirar y menos todavía hablar. Ella vuelve a sonreír con la cabeza ladeada.
—Soy Kate —anuncia—. Kate Waters, periodista del Daily Post.
—Yo soy… —comienzo a decir, y de repente me doy cuenta de que no me lo ha preguntado.
—Ya sé quién es usted, señora Taylor —explica ella. Se sobreentienden las palabras «usted es la noticia»—. No nos quedemos aquí. —Y, mientras habla, de algún modo se las arregla para entrar en casa.
Me siento demasiado aturdida por el desarrollo de los acontecimientos y ella toma mi silencio como permiso para ir a la cocina con la botella de leche y prepararme una taza de té. Yo la sigo. No es una cocina muy grande y no dejamos de estorbarnos mientras ella va de un lado para otro, llenando de agua el hervidor y abriendo todos los armarios en busca de tazas y azúcar. Permanezco ahí de pie, sin hacer nada.

La habitación de Nona, de Cristina Fernández Cubas

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Mi hermana es especial. Lo dijo mi madre el día que nació, en la habitación blanca y soleada de la clínica. Y dijo además: «Especial es una palabra muy bonita. Que no se os olvide nunca». No se me ha olvidado, a la vista está, pero es más que posible que la escena que acabo de relatar no tuviera lugar en la clínica, sino mucho después en cualquier otra habitación, y que Nona no fuera tampoco una recién nacida, ni siquiera un bebé, sino una niña de tres o cuatro años. ¡Quién sabe! Me cuentan que puede tratarse de un falso recuerdo y que nuestras engañosas memorias están llenas de falsos recuerdos. Me aseguran también que ciertas peculiaridades —lo llaman así: «peculiaridades»— no suelen apreciarse en los primeros tiempos. Todo eso —y el dato de que cuando nació yo era demasiado pequeña para acordarme— me inclina a pensar que, en efecto, se trata de un recuerdo inventado. O de algo todavía más sutil. «Elaborado», que diría quien yo me sé. Porque antes de que Nona viniera al mundo mi vida era muy diferente. No la recuerdo bien, pero sé que era diferente. Y tengo sobradas razones para pensar que mejor. Mucho mejor. Pero Nona nació, las cosas cambiaron para siempre y, seguramente por eso, me acostumbré a situar las palabras de mi madre el mismo día de su llegada al mundo. Aquel día yo también nací a una nueva vida. Mi vida con Nona. La verdad es que yo hubiera preferido un hermano, pero no me costó demasiado conformarme con Nona. De pequeña, parecía una muñeca. Tenía la piel muy fina, los ojos achinados y los labios gruesos. Cuando dormía —y sus ojos desaparecían formando una raya— abría la boca y la dejaba así mucho rato, como si no pudiera cerrarla o estuviera a punto de decirnos algo, ella que aún no sabía hablar y que tardaría más de lo razonable en pronunciar palabra. A mí me gustaba su boca, tan carnosa, tan grande. Y a la abuela también. «Tiene los labios de Brigitte Bardot», dijo un día junto a la cuna. Y luego me explicó: «Brigitte es una estrella de mi época. Una artista francesa». La abuela era muy alegre. Y le gustaba quedarse con la parte amable de las cosas. Por eso, tiempo después, cuando Nona por fin empezó a hablar y notamos que arrastraba las erres con voz gangosa, meneó la cabeza sonriendo.

El Reino, de Emmanuel Carrère

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Hay un pasaje que adoro en las memorias de Casanova. Encerrado en la húmeda y oscura prisión de los Plomos, en Venecia, Casanova idea un plan de evasión. Tiene todo lo necesario para llevar a cabo el plan, salvo una cosa: estopa. La estopa le servirá para trenzar una cuerda o una mecha para un explosivo, ya no me acuerdo, lo que cuenta es que si encuentra estopa está salvado y si no la encuentra está perdido. En la cárcel no es fácil encontrarla así como así, pero Casanova recuerda de repente que cuando se encargó la chaqueta de su ropa le pidió al sastre que para absorber la transpiración de los brazos revistiera el forro de ¿lo adivinan? ¡De estopa! Él, que maldecía el frío de la celda, del que tan mal le protege su chaquetilla de verano, comprende que ha sido voluntad de la Providencia que le detuvieran cuando la llevaba puesta. Está allí, la tiene delante, colgada de un clavo que hay en la pared desconchada. La mira, con el corazón acelerado. Al cabo de un instante va a desgarrar las costuras, buscar en el forro y alcanzar la libertad. Pero cuando se dispone a conquistarla le contiene una inquietud: ¿y si el sastre, por negligencia, no hubiese hecho lo que él le había pedido? En una situación normal no importaría. Ahora sería una tragedia. Lo que está en juego es tan inmenso que Casanova cae de rodillas y empieza a rezar. Con un fervor olvidado desde su infancia, le pide a Dios que el sastre haya revestido la chaquetilla de estopa. Al mismo tiempo su razón no permanece inactiva. Ésta le dice que lo hecho hecho está. O bien el sastre puso estopa o no la puso. O bien la hay o no la hay, y si no la hay sus oraciones no cambiarán nada. Dios no va a poner la estopa ni hacer retrospectivamente que el sastre hubiera sido concienzudo si no lo había sido. Estas objeciones lógicas no impiden que el prisionero rece como un condenado, y no sabrá nunca si sus rezos sirvieron para algo, pero en definitiva encuentra estopa en la chaquetilla. Y se evade.

Sumisión, de Michel Houllebecq

Houellebecq

Durante todos los años de mi triste juventud, Huysmans fue para mí un compañero, un amigo fiel; jamás dudé, jamás estuve tentado de abandonar ni de decantarme por otro tema; al fin, una tarde de junio de 2007, después de esperar mucho tiempo, después de mucho vacilar y más incluso de lo admisible, defendí mi tesis doctoral ante el tribunal de la Universidad de París IV-Sorbona: Joris-Karl Huysmans, o la salida del túnel. A la mañana siguiente (o tal vez esa misma noche, no puedo asegurarlo, pues la noche de mi defensa fue solitaria y muy alcoholizada), comprendí que acababa de concluir una parte de mi vida y que probablemente sería la mejor.
Eso es lo que les ocurre, en nuestras sociedades todavía occidentales y socialdemócratas, a cuantos acaban sus estudios, pero la mayoría no adquieren conciencia de ello o no lo hacen de forma inmediata, pues están hipnotizados por el deseo de dinero, o quizá de consumo los más primitivos, aquellos que han desarrollado una adicción más violenta a ciertos productos (son una minoría, pues la mayoría, más reflexivos y pausados, desarrollan una simple fascinación por el dinero, ese «infatigable Proteo»), y más hipnotizados aún por el deseo de demostrar su valía, de labrarse un estatus social envidiable en un mundo que imaginan y esperan competitivo, galvanizados por la adoración de iconos variables: deportistas, diseñadores de moda o de portales de Internet, actores y modelos.
Por diferentes razones psicológicas que no tengo ni la capacidad ni el deseo de analizar, me alejaba sensiblemente de ese esquema. El 1 de abril de 1866, cuando contaba dieciocho años, Joris-Karl Huysmans inició su carrera como funcionario de sexta clase en el Ministerio del Interior y de los Cultos. En 1874 publicó a expensas del autor un primer libro de poemas en prosa, Le drageoir à épices, que fue objeto de pocas recensiones aparte de un artículo, extremadamente fraternal, de Théodore de Banville. El inicio de su existencia, como puede verse, no fue atronador.

Cicatriz, de Sara Mesa

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Ahí está, dice él. Señala el edificio más alto de la avenida, un bloque de dieciséis plantas viejo y rojizo, con desproporcionados alerones y pequeñas ventanas que espejean bajo el sol.
Se detienen en la acera de enfrente y alzan la cabeza para mirarlo.
Junto a las señales del abandono —cristales rotos, persianas descabalgadas, antiguos anuncios de alquiler—, se distinguen carteles de oficinas aún en funcionamiento: un bufete de abogados, dos auditorías, dos asesorías fiscales, una academia de idiomas.
Como te dije. Está casi vacío, murmura. Ella asiente en silencio. Cruzan la calle.
El interior es oscuro y está recalentado. En el vestíbulo flota una especie de polvo en suspensión que les hace carraspear. El color del enlosado palidece en el centro, donde debido al uso ha perdido el brillo. Tras su mostrador de madera, el portero no les pregunta adónde se dirigen. Los observa inmutable, masculla un saludo y enseguida vuelve a  bajar los ojos hacia un folleto de publicidad que escruta con detalle.
La pareja se monta en uno de los ascensores y pulsa el botón de la última planta. Ella mira hacia el suelo y los lados; él, casi inmóvil, la mira de frente.
El ascensor chirría y traquetea como un viejo montacargas. Se concentran en el chisporroteo del fluorescente del techo, que se enciende y apaga intermitentemente. El indicativo luminoso está fundido; no pueden saber por dónde van hasta la brusca sacudida final.
Salen a un distribuidor sin luz.
Huele a humedad; en las esquinas se acumulan los residuos. Un tramo más de escaleras conduce a una azotea a la que no puede accederse en ascensor. La pareja sube con lentitud; él va delante, abriendo camino. Una ventana con los cristales casi opacos por la mugre vierte algo de claridad en el último espacio, un cuadrado de cuatro por cuatro metros por donde no ha pasado nadie en mucho tiempo.

Pureza, de Jonathan Franzen

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—Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz —dijo la madre de la chica por teléfono—. Me está traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de traiciones del cuerpo.
—Como todas las vidas, ¿no? —dijo Pip.
Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensación de no valer para ese trabajo, de tener un trabajo para el que nadie podía valer, o de ser una persona que en realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando.
—Se me cierra el párpado del ojo izquierdo —explicó su madre—. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido.
—¿Ahora mismo?
—A ratos. No sé si será parálisis de Bell.
—Sea lo que sea la parálisis de Bell, estoy segura de que no la tienes.             —¿Y cómo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera sabes qué es.
—No sé… Quizá porque tampoco tenías la enfermedad de Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma.
No es que Pip se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre contaminada por el «riesgo moral», una expresión muy útil que había aprendido en los textos de economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland tenían también padres problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su madre, Pip lo era todo.

 

El vientre de la ballena, de Javier Cercas

cercas

Aún no ha pasado año y medio y sin embargo es como si ya hubiera pasado mucho tiempo desde la tarde de agosto en que volví a ver a Claudia Paredes y volví a enamorarme de ella. O eso es al menos lo que entonces pensé y lo que desde entonces he pensado a menudo: que volví a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla y que por tanto fue inevitable todo lo que como consecuencia de ese encuentro ha ocurrido después, en este año y medio en el que ha cambiado por completo y quizá para siempre mi vida, y en el que a veces tengo la impresión de que han ocurrido más cosas que en los treinta y seis que le precedieron. Pero basta que reflexione un poco para admitir sin dificultad que la certeza de que todo fue inevitable ha sido durante todo este tiempo un antídoto más o menos eficaz contra el remordimiento y la culpa, y quizá también contra la nostalgia y el deseo, en definitiva una forma como otras de defensa; porque lo cierto es que no es verdad: la verdad es que todo pudo evitarse, que nada tuvo por qué ocurrir como ocurrió, y que si ocurrió fue porque alguien quiso o no evitó que ocurriera, seguramente yo, y de ahí entonces el remordimiento y la culpa y a ratos la nostalgia y el deseo. Por no ser, quizá ni siquiera es verdad que volviera a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla, es curioso que para bien o para mal guarde una memoria tan precisa de aquellos días y a pesar de ello el momento de mi encuentro con Claudia esté tan borroso, de lo único que estoy seguro es de que aquella tarde, apenas empecé a hablar con ella a la puerta del cine Casablanca, o poco después, en la terraza del Golf, donde estuvimos tomando cerveza mientras anochecía, me dejé blandamente derrotar por un estado de ánimo que no sabría definir —en dosis idénticas se combinan en él una especie de flojera, una especie de torpeza, una especie de indefensión—, un estado de ánimo que ya no recordaba y que me retrocedió de un modo fulminante a la época de mi adolescencia en que estuve enamorado de Claudia.

También esto pasará, de Milena Busquets

Presentació del llib

Por alguna extraña razón, nunca pensé que llegaría a los cuarenta años. A los veinte, me imaginaba con treinta, viviendo con el amor de mi vida y con unos cuantos hijos. Y con sesenta, haciendo tartas de manzana para mis nietos, yo, que no sé hacer ni un huevo frito, pero aprendería. Y con ochenta, como una vieja ruinosa, bebiendo whisky con mis amigas. Pero nunca me imaginé con cuarenta años, ni siquiera con cincuenta. Y sin embargo aquí estoy. En el funeral de mi madre y, encima, con cuarenta años. No sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, ni hasta este pueblo que, de repente, me está dando unas ganas de vomitar terribles. Y creo que nunca en mi vida he ido tan mal vestida. Al llegar a casa, quemaré toda la ropa que llevo hoy, está empapada de cansancio y de tristeza, es irrecuperable. Han venido casi todos mis amigos y algunos de los de ella, y algunos que no fueron nunca amigos de nadie. Hay mucha gente y falta gente. Al final, la enfermedad, que la expulsó salvajemente de su trono y destrozó sin piedad su reino, hizo que nos puteara bastante a todos, y claro, eso se paga a la hora del funeral. Por un lado, tú, la muerta, les puteaste bastante, y por otro lado yo, la hija, no les caigo demasiado bien. Es culpa tuya, mamá, claro. Fuiste depositando, poco a poco y sin darte cuenta, toda la responsabilidad de tu menguante felicidad sobre mis hombros.Y me pesaba, me pesaba incluso cuando estaba lejos, incluso cuando empecé a entender y aceptar lo que pasaba, incluso cuando me aparté un poco de ti al ver que, si no lo hacía, no sólo morirías tú bajo tus escombros. Pero creo que me querías, ni mucho, ni poco, me querías y punto. Siempre he pensado que los que dicen «te quiero mucho», en realidad te quieren poco, o tal vez añaden el «mucho», que en este caso significa «poco», por timidez o por miedo a la contundencia de «te quiero», que es la única manera verdadera de decir «te quiero». El «mucho» hace que el «te quiero» se convierta en algo apto para todos los públicos, cuando, en realidad, casi nunca lo es. «Te quiero», las palabras mágicas que te pueden convertir en un perro, en un dios, en un chiflado, en una sombra. Además, muchos de tus amigos eran progres, ahora creo que ya no se llaman así o que ya no existen. No creían ni en Dios ni en una vida después de la muerte. Recuerdo cuando estaba de moda no creer en Dios.

Una lectora poco común, de Alan Bennett

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Era la noche del banquete oficial en Windsor y cuando el presidente de Francia ocupó su puesto junto a Su Majestad, la familia real formó en fila detrás de ellos, la procesión se puso en marcha lentamente y entró en la Waterloo Chamber.
—Ahora que le tengo para mí sola —dijo la reina, sonriendo a derecha e izquierda según pasaban entre la multitud relumbrante—, me moría de ganas de preguntarle por el escritor Jean Genet.
—Ah —dijo el presidente—. Oui.
La Marsellesa y el himno nacional impusieron una pausa, pero cuando hubieron ocupado sus asientos, Su Majestad se volvió hacia el presidente y prosiguió.
—Homosexual y presidiario, ¿era, sin embargo, tan malo como lo pintan? O, más al grano —dijo, y empuñó la cuchara de la sopa—, ¿era tan bueno?
Poco informado acerca del glabro dramaturgo y novelista, el presidente miró ávidamente alrededor en busca de su ministra de Cultura. Pero ella estaba hablando con el arzobispo de Canterbury.
—Jean Genet —repitió la reina, esperanzada—. Vous le connaissez?
—Bien sûr— dijo el presidente.
—Il m’intéresse —dijo la reina.
—Vraiment?
El presidente posó la cuchara. La velada iba a ser larga.Fue por culpa de los perros. Eran unos esnobs y, de ordinario, después de haber estado en el jardín subían los escalones delanteros, donde un lacayo les abría la puerta.
Pero aquel día, por algún motivo, pasaron como una exhalación por la terraza, ladrando como locos, bajaron otra vez los escalones y rodearon el extremo de la terraza, a lo largo del costado de la casa, donde ella les oyó ladrar a algo en uno de los patios.

Las buenas intenciones, de Max Aub

maxaub

Agustín Alfaro era lo que se dice un buen chico, hijo único por añadidura y mayores méritos. Había salido así, por las buenas. Nunca dio un quehacer de más a sus padres, ni faltó a clase sin decirlo: no era una lumbrera, ni nadie se lo pedía. La familia era de Segovia, pero todos los recuerdos del mozo eran de Madrid, a donde fue a vivir con los suyos, apenas con uso de razón. El padre, don José María, era representante de comercio. Antes fue panadero pero las cosas no sucedieron como debían; fracasó, entre otras cosas, porque lo que más le gustaba era hablar y beber algunas copas de vino con los amigos y algún que otro día no estuvo la masa a punto en su hora, hubo otros en que la hornada salió quemadilla, sin olvidar un domingo en que se durmió en la artesa de la que tuvieron que sacarle ya casi sin huelgo. Era hombre de buen ver, con fuerte musculatura de la que sacaba no poco orgullo, gran bigote, mucho pelo y muy repartido, alegre y a lo que él mismo decía más bueno que el pan. Todos lo creían y él mismo desde luego. Un harinero amigo suyo, de Albacete, le propuso que le representara en Madrid, seguro de que su buen humor, su simpatía un poco escandalosa, y su labia habían de hacer de él un buen vendedor. No se quedó atrás José María en la creencia y así fueron a vivir a la capital, en un modesto piso de la calle de Mesón de Paredes. El hombre se desenvolvió sin grandes dificultades y, a los dos años, era más madrileño que el primero que se le enfrentara, así hubiera nacido en el mismo barrio de Embajadores. La señora Camila era otra cosa, para ella no había como Segovia, ni ciudad de más mérito, lo que era difícil de rebatirle cuando sacaba a relucir —quizá más veces de las que era conveniente— el alcázar, la catedral y el acueducto y a don Juan Bravo, el de Villalar. No tenía más defectos que ser un poco dura de oído y dos verrugas en la mejilla izquierda que frieron alargándose entre algunos recios pelos, con el correr natural de los años.

La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches

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En una capital de provincia de la España de principios del siglo XX, dos hombres, Numeriano Galan y Pablo Picavea, compiten por seducir a Solita, criada de casa de los Trévelez. Picavea, el cual es socio del Guasa Club, pide ayuda a Tito Guiloya para quitarse de en medio a su rival. Tito decide gastar una broma de mal gusto a Numeriano y remite con firma de éste una carta de amor a la señorita Florita Trevélez, una mujer madura, poco atractiva e ingenua y que nunca captó la atención de hombre alguno.

Florita se ilusiona por primera vez en su vida. Cree haber encontrado la felicidad que hasta ese momento le había sido negada y, ante la satisfacción de su hermano Don Gonzalo, llega incluso a fantasear con la boda.

Numeriano mantiene la ficción por temor a la reacción del sobreprotector Gonzalo. Para enredar aún más la situación, Tito complica a Picavea, el cual finge también un amor apasionado hacia la señorita de Trevélez. La farsa llega al límite cuando Numeriano y Picavea planean un duelo por el amor de su dama. Seguidamente será Gonzalo quien rete a Picavea.

Sin embargo, Picavea llega finalmente a ser consciente del daño que está provocando y confiesa la verdad a Gonzalo, quien termina lamentando las injusticias de la vida.

La vuelta a Europa en avión, de Manuel Chaves Nogales

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El avión de la Deutsche Luft-Hansa que, partiendo de Getafe, va a llevarnos a Barcelona, primera etapa de este viaje por Europa, hace rodar lentamente sus pesados neumáticos sobre la hierba del aeródromo. Esta rueda enorme que gira cada vez más vertiginosamente al costado de mi ventanilla, aplastando los surcos, es, para mí, un claro ejemplo. El voluminoso disco de caucho va ganando velocidad con un dramático anhelo de conseguir ingravidez. Su esfuerzo para despegar es heroico. Cuando al fin llega el momento en que pierde el penoso contacto con los terrones, la hazaña parece milagrosa. Nunca he visto tan claramente reproducido el mecanismo espiritual. Sea éste un ejemplo diáfano del patético esfuerzo que hay que hacer para remontarse a una altura desde la que sea posible otear siquiera el panorama espiritual de Europa.
El tiempo es aviador. Ha hecho su aparición en Alemania el avión-taxi que vuela en la dirección que le marcan sus alquiladores, con arreglo a la tarifa de un marco treinta y cinco pfennigs por kilómetro; en Francia se establece cada día una nueva línea comercial; hay aviones-restaurantes y aviones-camas; una gran fábrica alemana está ensayando la construcción de un avión gigantesco, en cuyas alas inmensas irán alojados cuarenta o cincuenta pasajeros que podrán bañarse, comer, dormir y pasearse en el interior del monstruoso pajarraco… Esto, de una parte. De otra, los grandes raids.
Todos los días nos llegan agudas sugestiones aeronáuticas. La navegación aérea no es ya una actividad hermética reservada a unos cuantos héroes y a un pequeño núcleo de profesionales, sino que nos arrastra a todos, desde el gordo y prudente mercader que utiliza las líneas regulares de aviación para ultimar sus negocios, hasta el turista, el político, el cómico y el escritor.

El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina

muñozmolinaHabían pasado casi dos años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado bebiendo juntos la noche anterior, no en Madrid, sino en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, donde él había estado tocando durante una larga temporada.

Ahora tocaba en el Metropolitano, junto a un bajista negro y un batería francés muy nervioso y muy joven que parecía nórdico y al que llamaban Buby. El grupo se llamaba Giacomo Dolphin Trio: entonces yo ignoraba que Biralbo se había cambiado de nombre, y que Giacomo Dolphin no era un seudónimo sonoro para su oficio de pianista, sino el nombre que ahora había en su pasaporte. Antes de verlo, yo casi lo reconocí por su modo de tocar el piano. Lo hacía como si pusiera en la música la menor cantidad posible de esfuerzo, como si lo que estaba tocando no tuviera mucho que ver con él. Yo estaba sentado en la barra, de espaldas a los músicos, y cuando oí que el piano insinuaba muy lejanamente las notas de una canción cuyo título no supe recordar, tuve un brusco presentimiento de algo, tal vez esa abstracta sensación de pasado que algunas veces he percibido en la música, y cuando me volví aún no sabía que lo que estaba reconociendo era una noche perdida en el Lady Bird, en San Sebastián, a donde hace tanto que no vuelvo. El piano casi dejó de oírse, retirándose tras el sonido del bajo y de la batería, y entonces, al recorrer sin propósito las caras de los bebedores y los músicos, tan vagas entre el humo, vi el perfil de Biralbo, que tocaba con los ojos entornados y un cigarrillo en los labios.

En el café de la juventud perdida, de Patrick Modiano

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De las dos entradas del café, siempre prefería la más estrecha, la que llamaban la puerta de la sombra. Escogía la misma mesa, al fondo del local, que era pequeño. Al principio, no hablaba con nadie; luego ya conocía a los parroquianos de Le Condé, la mayoría de los cuales tenía nuestra edad, entre los diecinueve y los veinticinco años, diría yo. En ocasiones se sentaba en las mesas de ellos, pero, las más de las veces, seguía siendo adicta a su sitio, al fondo del todo.
No llegaba a una hora fija. Podía vérsela ahí sentada por la mañana muy temprano. O se presentaba a eso de las doce de la noche y se quedaba hasta la hora de cerrar. Era el café que más tarde cerraba en el barrio, junto con Le Bouquet y La Pergola, y el que tenía una clientela más peculiar. Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era sólo su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.
Vamos a suponer que llevan allí a alguien con los ojos vendados, lo sientan a una mesa, le quitan la venda y le preguntan: ¿En qué barrio de París estás? Bastaría con que mirase a los vecinos y escuchase lo que decían y es posible que lo adivinara: Por las inmediaciones de la glorieta de L’Odéon, que siempre me imagino igual de lúgubre bajo la lluvia.

Así empieza lo malo, de Javier Marías

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No hace demasiado tiempo que ocurrió aquella historia —menos de lo que suele durar una vida, y qué poco es una vida, una vez terminada y cuando ya se puede contar en unas frases y sólo deja en la memoria cenizas que se desprenden a la menor sacudida y vuelan a la menor ráfaga—, y sin embargo hoy sería imposible. Me refiero sobre todo a lo que les pasó a ellos, a Eduardo Muriel y a su mujer, Beatriz Noguera, cuando eran jóvenes, y no tanto a lo que me pasó a mí con ellos cuando yo era el joven y su matrimonio una larga e indisoluble desdicha. Esto último sí seguiría siendo posible: lo que me pasó a mí, puesto que también ahora me pasa, o quizá es lo mismo que no se acaba. E igualmente podría darse, supongo, lo que sucedió con Van Vechten y otros hechos de aquella época. Debe de haber habido Van Vechtens en todos los tiempos y no cesarán y continuará habiéndolos, la índole de los personajes no cambia nunca o eso parece, los de la realidad y los de la ficción su gemela, se repiten a lo largo de los siglos como si carecieran de imaginación las dos esferas o no tuvieran escapatoria (las dos obra de los vivos, a fin de cuentas, quizá haya más inventiva entre los muertos), a veces da la sensación de que disfrutáramos con un solo espectáculo y un solo relato, como los niños muy pequeños. Con sus infinitas variantes que los disfrazan de anticuados o novedosos, pero siempre en esencia los mismos. También debe de haber habido Eduardos Muriel y Beatrices Noguera por tanto, en todos los tiempos, y no digamos los comparsas; y Juanes de Vere a patadas, así me llamaba y así me llamo, Juan Vere o Juan de Vere, según quién diga o piense mi nombre. Nada tiene de original mi figura.

Cabaret Biarritz, de José C. Vales

Vales, José C.

Los periodistas, los sepultureros y los gusanos somos los únicos que sacamos provecho de los muertos. Y en aquella época, a mí los muertos me venían muy bien, qué quiere que le diga. Una cosa le puedo asegurar: los periodistas sabemos mucho de muertos. No todos los muertos son iguales, aunque los poetas hablen de la igualdad de todos los hombres en la muerte y esas tonterías. Blablablablablá… No es lo mismo un muerto común, digamos, por pulmonía o por la gripe española, que un muerto al que le han rebanado el cuello con un corvillo; del mismo modo que no es lo mismo un muerto en los caminos de Auvernia que en un palacio de París. Para nosotros, los muertos valen también lo que valieron en vida: un rey nos da (al sepulturero y a mí) más dinero que un mendigo. Y si me apura, también los ricos proporcionan más alimento a los gusanos: al respecto, un orondo y opulento potentado no tiene comparación con un miserable famélico. Esa historia repetida de que la muerte iguala a todos los hombres es… un cuento para espíritus cristianos. Un muerto ilustre, qué sé yo, como Goethe o Napoleón o Mozart o el apóstol Santiago, por ejemplo, sigue proporcionando dividendos a periódicos, editoriales, librerías, revistas, y las ciudades donde están enterrados naturalmente obtienen sustanciosos beneficios de los turistas y los visitantes que acuden a sus túmulos como devotos peregrinos. La gente habla de los muertos como si nada, sin embargo…

Jonathan Strange y el señor Norrell, de Susanna Clarke

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HACE años, había en la ciudad de York una sociedad de magos. Los socios se reunían el tercer miércoles del mes y se leían unos a otros largos y aburridos trabajos sobre la historia de la magia en Inglaterra. Eran caballeros magos, lo que significa que a nadie habían causado mal con la magia, como tampoco bien. A decir verdad, ninguno de ellos había obrado hechizo alguno, hecho temblar una hoja de un árbol, inducido a una mota de polvo a modificar su trayectoria ni movido un cabello de la cabeza de alguien. Pero, con esta pequeña reserva, tenían fama de ser los hombres más sabios y los caballeros más mágicos de Yorkshire.
Un mago eminente dijo de su profesión que sus practicantes «… han de estrujarse el cerebro para adquirir hasta el conocimiento más insignificante, y muestran siempre una natural inclinación a la polémica»1, y hacía años que los magos de York habían demostrado la exactitud del aserto. En el otoño de 1806, se unió a ellos un caballero llamado John Segundus. En la primera reunión de la sociedad a la que asistía, el señor Segundus se levantó para hacer uso de la palabra. Empezó su discurso felicitando a los reunidos por su relevante historial y enumeró los muchos y prestigiosos magos e historiadores que, en uno u otro momento, habían pertenecido a la Sociedad de York. Insinuó que el conocimiento de la existencia de tal sociedad había influido no poco en su decisión de ir a York. Recordó a su auditorio que los magos del norte siempre habían sido más respetados que los del sur. Dijo también que había estudiado magia durante muchos años y conocía la historia de todos los grandes hechiceros de épocas pretéritas. Él leía las nuevas publicaciones sobre el tema e incluso había colaborado, modestamente, en algunas de ellas, pero había empezado a preguntarse por qué los grandes prodigios de la magia cuyos relatos leía, sólo existían en las páginas de los libros y ya no se los veía en la calle ni aparecían en los periódicos. Deseaba saber por qué los magos modernos no eran capaces de 1Historia y práctica de la magia inglesa, Jonathan Strange, tomo I, capítulo 2, ed. John Murray, Londres, 1816.

El plantador de tabaco, de John Barth

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En los años finales del siglo XVII había entre los juerguistas y petimetres que frecuentaban los cafés londinenses un individuo delgaducho y zanquilargo llamado Ebenezer Cooke, con más ambición que talento y, sin embargo, más talento que prudencia, el cual, al igual que sus compañeros de juerga, que en teoría estaban educándose en Oxford o Cambridge, encontraba en los sonidos de la madre lengua inglesa más un motivo de juerga y diversión que algo con sentido, con lo que se podía trabajar y, en consecuencia, en lugar de entregarse a los sinsabores de la erudición, el tal Ebenezer aprendió el arte de versificar, dando en desgranar, conforme a la moda de entonces, cuadernillos de pareados plagados de Joves y Júpiteres espumeantes, entre el estruendo de las rimas estridentes y símiles que de tanto tensar la cuerda, a punto estaban de romperla.
Como poeta, el tal Ebenezer no era ni mejor ni peor que sus colegas, ninguno de los cuales dejó tras de sí nada más noble que su misma posteridad; pero había cuatro cosas que lo distinguían de los otros. La primera era su aspecto: de pelo y ojos claros, huesudo, los pómulos hundidos, levantaba —más bien al sesgo— ocho o nueve palmos del suelo. Sus ropas eran de buen material, bien confeccionadas, mas pendían de su esqueleto cual velas orzadas de altos palos. Hombre garza, de patas flacas y pico largo, caminaba y se sentaba con pose descoyuntada; su porte mismo era una sorpresa angulosa, cada uno de sus gestos, una semiagitación. Su rostro era, además, desconcertante, como si los rasgos no encajaran: el pico de garza, la frente de perro lobo, la barbilla, puntiaguda, la mandíbula descarnada, los ojos de un azul aguado y las cejas rubias y huesudas; tenía cada uno de dichos elementos voluntad propia; movíanse como les venía en gana, adoptando extrañas posturas que la mitad de las veces no guardaban relación alguna con lo que en un momento dado se pudiera suponer que era el estado de ánimo de Ebenezer. Y tales configuraciones tenían una vida corta, ya que, al igual que ocurre con los inquietos patos silvestres, sus facciones no bien se habían aposentado cuando, ¡tris!, levantaban de repente el vuelo y, ¡tras!, venga a revolotear, y no había ser humano capaz de decir lo que ocultaban.

Brookyn Follies, de Paul Auster

auster

Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno. No había vuelto en cincuenta y seis años, y no me acordaba de nada. Mis padres se habían ido de la ciudad cuando yo tenía tres años, pero el instinto me llevó al barrio donde habíamos vivido, arrastrándome como un perro herido al lugar donde nací. Un empleado de una agencia inmobiliaria de la zona me enseñó media docena de pisos en edificios de piedra rojiza, y a última hora de la tarde había alquilado un apartamento de dos habitaciones con jardín en la calle Uno, sólo a media manzana de Prospect Park. No tenía idea de quiénes eran mis vecinos, y no me importaba. Todos trabajaban de nueve a cinco, ninguno tenía hijos, así que en el edificio siempre habría un relativo silencio. Más que nada, eso era lo que buscaba. Un fin silencioso para mi triste y ridícula vida.
Ya se había firmado un contrato de compraventa para la casa de Bronxville, y una vez que se formalizaran las escrituras a finales de mes no habría problemas de dinero. Mi ex mujer y yo pensábamos repartimos lo que sacáramos de la venta, y con cuatrocientos mil dólares en el banco tendría más que suficiente para mantenerme hasta que exhalara el último aliento.Al principio, no sabía cómo ocupar el tiempo. Me había pasado treinta y un años yendo y viniendo entre los barrios residenciales y Manhattan, donde estaba la oficina de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic, pero ahora que ya no trabajaba, al día le sobraban horas. Más o menos una semana después de mudarme al apartamento, mi hija Rachel, ya casada, vino de Nueva Jersey para hacerme una visita. Me dijo que lo que yo necesitaba era dedicarme a algo, buscarme una ocupación provechosa. Rachel no es ninguna tonta. Es doctora en bioquímica por la Universidad de Chicago y trabaja de investigadora en una gran empresa farmacéutica de las afueras de Princeton, pero, como digna hija de su madre, raro es el día en que dice algo que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo.

La ley de los sueños, de Peter Behrens

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POR el camino de Scariff, rumbo a casa, al noreste, el granjero Carmichael cabalga a su vieja yegua taheña entre las ruinas de Irlanda. Las cabañas, sin tejado, han sido abandonadas. Encuentra en una encrucijada a una familia desalojada y da un penique a la mujer, que le bendice, mientras sus hijos le miran fijamente y su marido, un hombretón, se acuclilla en la orilla herbosa, con la cabeza hundida entre las rodillas.
Cruje la silla, faltan aún cuatro millas hasta la granja y Carmichael avanza por un camino recto y bien hecho, con la presión del tiempo cambiante zumbando en los oídos y la vieja yegua entre las piernas, sólida y viva.
Owen Carmichael es un hombre delgado pero bien proporcionado. Todos sus miembros encajan admirablemente. Lleva un sombrero de paja atado con una cinta debajo de la barbilla, una chaqueta negra, de un violeta desgastado, y botas que en otro tiempo pertenecieron a su padre. Su ropa de ciudad está en un pulcro atadillo detrás de la silla. Al mirar arriba ve las nubes que empañan el cielo, pero camino adelante el aire es templado, sopla una brisa ligera del oeste y no ha llovido desde que se puso en marcha esta mañana. Mira a menudo el cielo. Da una visión de limpieza, de posibilidad, de paz eterna.
Baja la mirada al percibir un balanceo en el paso de la yegua. Más allá ve un montículo de harapos en medio del camino.
La yegua es la primera que nota el hedor, empieza a bufar y a relinchar, y después Carmichael huele la muerte, agria y flagrante en el viento ligero.
Suelta la rienda y espolea con los tacones a la yegua, que inicia un medio galope regular y resuelto. La obliga a sortear ampliamente el montículo de trapos que aletean. Hay un antebrazo blanco, rígido y vertical, y un puño y en él un cuervo posado audazmente. Más pájaros brincan, furtivos, en la cuneta herbosa… Si tuviera un látigo los espantaría con un restallido…

Sunset Park, de Paul Auster

auster

Durante casi un año ya, viene tomando fotografías de cosas abandonadas. Hay como mínimo dos servicios al día, a veces hasta seis o siete, y siempre que entra con sus huestes en otro domicilio, se enfrenta con las cosas, los innumerables objetos desechados por las familias que se han marchado. Los ausentes han huido a toda prisa, avergonzados, confusos, y seguro que dondequiera que habiten ahora (si es que han encontrado un lugar para vivir y no han acampado en la calle), sus nuevas viviendas son más pequeñas que los hogares que han perdido. Cada casa es una historia de fracaso —de insolvencia e impago, deudas y ejecución de hipoteca— y él se ha propuesto documentar los últimos y persistentes rastros de esas vidas desperdigadas con objeto de demostrar que las familias desaparecidas estuvieron allí una vez, que los fantasmas de gente que nunca verá ni conocerá siguen presentes en los desechos esparcidos por sus casas vacías.

Sacar la basura, llaman a ese trabajo, y él forma parte de un equipo de cuatro personas empleado por la Compañía Inmobiliaria Dunbar, que subcontrata sus servicios de «mantenimiento de viviendas» a los bancos de la zona que ahora son los dueños de las propiedades en cuestión. En las extensas llanuras del sur de Florida abundan esas estructuras huérfanas, y como a los bancos les interesa volverlas a vender cuanto antes, hay que limpiar, arreglar y preparar las casas desalojadas para enseñárselas a los posibles compradores. En un mundo que se viene abajo, abrumado por la ruina económica e implacables privaciones en incesante aumento, sacar la basura es uno de los pocos negocios florecientes en la zona. Sin duda tiene suerte de haber encontrado ese trabajo. No sabe cuánto tiempo podrá seguir aguantándolo, pero el salario es bueno, y en un país donde cada vez escasea más el empleo, seguro que es una buena ocupación.

Herzog, de Saul Bellow

Bellow

«Si estoy chalado, tanto mejor», pensó Moses Herzog. Algunos lo creían majareta, y durante algún tiempo él mismo había llegado a pensar que le faltaba un tornillo. Pero ahora, aunque seguía portándose de un modo extraño, sentíase seguro de sí mismo, alegre, clarividente, y fuerte. Había caído bajo una especie de hechizo y escribía cartas a todo bicho viviente. Estas cartas le apasionaban tanto que, desde fines de junio, iba por ahí con una maleta llena de papeles. Había llevado esta maleta de Nueva York a Martha’s Vineyard, pero regresó en seguida de allí, y dos días después fue en avión a Chicago, y desde Chicago a un pueblo al oeste de Massachusetts. Escondido en el campo, escribió incesante y fanáticamente a los periódicos, a la gente que desempeñaba cargos públicos, a los amigos y parientes, después, a los muertos, sus propios muertos sin importancia y, por último, a los muertos famosos.

Era el rigor del verano en los Berkshires. Herzog estaba solo en la casa grande y vieja. Aunque solía ser muy exigente para la comida, tomaba ahora pan Silvercup que venía envuelto en papel, guisantes de lata y queso americano. De vez en cuando cogía frambuesas en la exuberante huerta, y, para dormir, utilizaba un colchón sin sábanas -era su abandonada cama de matrimonio- o la hamaca, cubriéndose con su abrigo. En el patio, le rodeaban la abundante hierba, los algarrobos y los arces. Cuando abría los ojos por la noche, veía cerca a las estrellas, como cuerpos espirituales. Como fuegos, desde luego; eran gases, minerales, calor, átomos, pero resultaban muy elocuentes hacia las cinco de la mañana para un hombre que yacía en una hamaca envuelto en un abrigo.

Una misma noche, de Leopoldo Brizuela

brizuela

Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo.
Declararía, por ejemplo, que en la noche del sábado al domingo 30 de marzo de 2010 llegué a casa entre las tres y tres y media de la madrugada: el último ómnibus de Retiro a La Plata sale a la una, pero una muchedumbre volvía de no sé qué recital, y viajamos apretados, de pie la mayoría, avanzando a paso de hombre por la autopista y el campo.
Urgida por mi tardanza, la perra se me echó encima tan pronto abrí la puerta. Pero yo aún me demoré en comprobar que en mi ausencia no había pasado nada —mi madre dormía bien, a sus ochenta y nueve años, en su casa de la planta baja, con una respiración regular—, y solo entonces volví a buscar la perra, le puse la cadena y la saqué a la vereda.
Como siempre que voy cerca, eché llave a una sola de las tres cerraduras que mi padre, poco antes de morir, instaló en la puerta del garaje: el miedo a ser robados, secuestrados, muertos, esa seguridad que llaman, curiosamente, inseguridad, ya empezaba a cernirse, como una noche detrás de la noche.
Era una noche despejada, declararía, y no hacía frío. No se veía a nadie en la calle. La única inquietud que puedo haber sentido cuando enfilé hacia la rambla de Circunvalación se habrá debido a los autos, pocos pero prepotentes, que pasan a esa hora, con parlantes a todo lo que da y faros intermitentes iluminando el asfalto. O a las motos que con no sé qué artilugio hacen sonar el caño de escape igual que un tiroteo.
Fue entonces que lo vi, al llegar a la esquina. Un tipo de unos treinta, con gorra de visera virada hacia la nuca, musculosa y arito —casi un disfraz de joven. Miraba hacia el fondo de esa anchísima avenida con ramblas que cerca la ciudad. No le importaba yo, no me miró ni una vez, y es raro que a esa hora no se mire a un extraño. ¿Y a quién podía estar esperando, a esa hora, en ese sitio? ¿Quién podía haberlo expuesto, citándolo a esa hora?

El caso de los bombones envenenados, de Anthony Berkeley

anthonyberkeley

ROGER Sheringham bebió un sorbo del excelente coñac que tenía delante y se arrellanó en su sillón a la cabecera de la mesa.
Entre una espesa nube de humo de tabaco, oía las voces acaloradas de los comensales, que charlaban animadamente sobre asesinatos, envenenamientos y muertes repentinas. Por fin Roger veía realizado su sueño, su Círculo del Crimen, fundado, organizado, reunido y dirigido por él exclusivamente. Y cuando en la primera reunión, cinco meses atrás, fuera elegido presidente por unanimidad, se había sentido tan lleno de orgullo y complacencia como en aquel otro día inolvidable, del pasado ya lejano, en que un ángel disfrazado de editor le aceptara su primera novela.
El Inspector Jefe Moresby, de Scotland Yard, estaba sentado a la derecha de Roger, en calidad de invitado de honor, y se hallaba dedicado, con evidentes dificultades, a fumar un enorme cigarro.
—Sinceramente, Moresby —le dijo Roger—, sin pretender restar méritos a Scotland Yard, creo que en esta habitación hay más genio criminológico (me refiero al genio intuitivo, no a la simple capacidad ejecutiva) que en ninguna otra parte del mundo, fuera de la Sûreté de Paris.
—¿Cree usted, Mr. Sheringham? —repuso el Inspector con aire tolerante. Moresby siempre se mostraba generoso ante las opiniones de los demás—. ¡Bueno, bueno! —Y concentró su atención una vez más en el extremo encendido de su cigarro, tan distante de su boca, que se le hacía imposible saber, por simple succión, si estaba encendido o no.
Tenía Roger cierto fundamento para su afirmación, aparte de un justificable orgullo. La entrada a una de las selectas comidas del Círculo del Crimen no estaba al alcance de cualquiera, por el solo hecho de tener apetito [1]. No bastaba que el futuro miembro profesase una pasión verbal por la solución de crímenes y se contentase con ello; él, o ella, tenía que probar su capacidad de llenar con eficacia los requisitos que estipulaba el Círculo.

La trilogía de Nueva York, de Paul Auster

auster

Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él. Mucho más tarde, cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría a la conclusión de que nada era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al principio, no había más que el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser diferente o si todo estaba predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca del desconocido, no es la cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada no es la historia quien ha de decirlo.
En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho. Quién era, de dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos, por ejemplo, que tenía treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que había sido padre y que tanto su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que escribía libros. Para ser exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía estas obras con el nombre de William Wilson y las producía a razón de una al año aproximadamente, lo cual le proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en un pequeño apartamento en Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una novela, el resto del año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos libros, miraba cuadros, iba al cine. En verano veía los partidos de béisbol en la televisión; en invierno iba a la ópera. Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar. Casi todos los días, con lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su apartamento para caminar por la ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino simplemente a donde le llevaran sus piernas.

El libro de Rachel, de Martin Amis

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Me llamo Charles Highway, aunque si pudiesen echarme una ojeada seguro que jamás se lo imaginarían. Es un apellido enérgico, viajado, cipotudo, y por mi aspecto nadie deduciría ninguna de esas cualidades. Empezando porque llevo gafas, y las llevo desde los nueve años. Y porque mi figura de estatura mediana, desprovista de culo y de cintura, con una caja torácica ondulada y piernas estevadas borra todo indicio de aplomo. (En ningún sentido, por cierto, debería confundirse este modelo con el tipo ágil y elástico tan popular entre mis contemporáneos. No nos parecemos en nada. Recuerdo que tenía que hacerme un par de dobleces en los extremos de mis pantalones, y que rellenaba sus fondillos con camisas de talla de adulto. Ahora elijo mi ropa más reflexivamente, aunque lo que ha mejorado no es mi gusto sino mi intuición. ) Pero sí poseo una de esas voces cachondas que ahora están de moda, esas que acostumbran a tener un irónico gangueo y que resultan excelentes para inquietar a los mayores. Y supongo que, además, mi rostro tiene expresiones extrañamente amedrentadoras. Es anguloso, pero delicado; nariz larga y delgada, labios anchos y delgados…, y unos ojos: con pestañas exuberantes, ocre oscuro salpicado de motitas siena tostada… Ay, qué pobres resultan las palabras.
El dato más importante, sin embargo, es que tengo diecinueve años de edad, y que mañana cumplo los veinte.

Ellas mismas. Mujeres que han hecho historia, de María Teresa Álvarez

mariateresaalvarez

Leonor Plantagenet. Una extranjera en la corte castellana.

Si no supiéramos que fue la madre de la reina Berenguela de Castilla y de la reina Blanca de Fran cia. Si no supiéramos que fue la abuela de Fernando III el Santo y de san Luis de Francia, y la bisabuela de Alfonso X el Sabio, podríamos creer que la existencia de Leonor Plantagenet había sido algo irreal, etéreo, como un sueño del que la historia no ha querido acordarse.
Sin embargo, la presencia de Leonor en el viejo y anquilosado reino medieval castellano significó la apertura a la nueva realidad europea. Leonor, educada en el ambiente más «progresista» del siglo XII, hija de Leonor de Aquitania, la mujer que en aquel tiempo encarnaba la modernidad, lo tenía todo para ser una buena reina. Vivió momentos cruciales de la historia. Contribuyó desde la sombra, de forma callada, al engrandecimiento de Castilla. Fue la esposa de Alfonso VIII, el vencedor de la batalla de las Navas de Tolosa.
Cuando Leonor llegó a Castilla contaba diez años. La boda con el rey Alfonso se celebró en Tarazona, y Tarazona fue el primer nombre que la joven inglesa aprendió en lengua castellana. Un nombre que siempre permanecería en su corazón porque allí conoció al que se iba a convertir en su marido y al que amó más que a nada en el mundo.
Leonor Plantagenet llegaba a Castilla de un mundo totalmente diferente. En Poitiers, donde la corte de sus padres se establecía durante varios meses al año, vivía inmersa en un ambiente artístico y cultural único. Su madre, Leonor de Aquitania, adoraba esta ciudad porque en ella se sentía querida y admirada en medio de sus cortes de amor, rodeada de poesía y de trovadores que cantaban su belleza.

El árbol de saliva, de Brian W. Aldiss

brianaldiss

Avanzábamos los cuatro, lenta y penosamente, a través de la nada. Debíamos formar un grupo extraño.
Al frente iba Royal Meacher, mi hermano, todo brazos largos y manos huesudas en lucha contra el viento para no perder su manto, una capa harapienta cuya posesión retenía con tanto esfuerzo como la de su autoridad. La brisa del norte, al proseguir su rumbo, zarandeaba la silueta de Turton, nuestro pobre Turton, el viejo mutante; su tercer brazo y la pierna adicional, completamente inútiles, se combinaban con la chaqueta negra para darle, ante quien lo mirara desde atrás, el aspecto de un escarabajo. Turton llevaba al hombro a Cándida, en una posición sumamente incómoda.
Ella chorreaba todavía. El pelo le colgaba como una cinta ajada. La oreja izquierda golpeaba a cada paso la costura central de la chaqueta de Turton; mientras tanto, el ojo derecho parecía mirar a ciegas en mi dirección. Cándida es la cuarta mujer de Royal.
Yo soy Sheridan, el hermano menor. Aquella mirada fija me hacía sentir traicionado; tenía la esperanza de que el mismo balanceo de la marcha le cerrara el ojo en algún roce, cosa que habría sido probable de no estar la mujer cabeza abajo.
Avanzábamos hacia el norte, hacia los molares del viento, por una ruta angosta y muy recta. Parecía no conducir a ninguna parte, pues frente a nosotros, a pesar de las ráfagas, se levantaba una miasmática neblina. El camino corría a lo largo de un dique recién construido, cuyos lados eran de tierra desnuda. Ese dique separaba una extensión de mar, que se abría a ambos costados.
A la derecha el agua era visiblemente menos tranquila que a la izquierda, en ésta última el cuerpo acuático ya había sido separado de sus orígenes por un malecón. Al sector derecho le esperaba el mismo destino.

Historia de una maestra, de Josefina Aldecoa

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Contar mi vida… No sé por dónde empezar. Una vida la recuerdas a saltos, a golpes. De repente te viene a la memoria un pasaje y se te ilumina la escena del recuerdo. Lo ves todo transparente, clarísimo y hasta parece que lo entiendes. Entiendes lo que está pasando allí aunque no lo entendieras cuando sucedió…

Otras veces tratas de recordar hechos que fueron importantes, acontecimientos que marcaron tu vida y no logras recrearlos, sacarlos a la superficie… Si tienes paciencia y me escuchas y luego te las arreglas para ir poniendo orden en la baraja…

Si tú te encargas de buscar explicaciones a tantas cosas que para mí están muy oscuras, entonces lo intentamos. Pero poco a poco, como me vaya saliendo. No me pidas que te cuente mi vida desde el principio y luego, todo seguido año tras año. No hay vida que se recuerde así…

Para mí, por ejemplo está muy claro el día que di por terminada la carrera. Yo acababa de cumplir diecinueve años. Era un día de octubre de 1923. Lloviznaba. Desde muy temprano había contemplado por la ventana los árboles del parque cubiertos de una gasa tenue y abajo, al final de la ladera, un pozo de luz lechosa, como una nube o un ovillo de hilos enredados que flotaba sobre el suelo.

 Al levantar el sol, cuando sólo quedaran jirones de niebla enganchados en los rincones más sombríos, por la ciudad se extendería un clamor de sonidos mezclados; cascos de caballos, bocinas de automóviles, gritos de niños, voces de vendedores ambulantes.

La ciudad era Oviedo y yo conocía sus amaneceres porque llevaba mucho tiempo viviendo allí, en la pensión de una familia que, como yo, procedía de un pueblo leonés situado en la línea de montañas que separa Asturias de la meseta.

Gran Sol, de Ignacio Aldecoa

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EL sureste lento, cálido, hondo, picaba las aguas de la dársena. Lejana amarilleaba la mar abierta. En el cielo del atardecer se apretaban las nubes como un racimón de mejillones, cárdeno y nacarado. Las gaviotas daban sus gritos estremecidos revoleando el puerto, garreando las olas. Un barco bonitero navegaba hacia la línea de atraque: baja la mar, bajo y áspero el run del motor.

Olía a podredumbre de algas y a tormenta. Colorineaban las manchas de gasoil en las aguas. En los muelles la marea descendente descubría los manchones moluscarios, las verdisucias rocas del espantado correr de los cangrejos, las órbitas náufragas de las cloacas, el hierro corroído de las escalerillas.

Por los grandes cangilones de la draga de cadena discurría la aventura de la chiquillería, destemplada a ratos por las advertencias de las mujeres del pescado: mímica y guirigay raqueros. Por un ángulo de la dársena, en el que, pasado el cemento del muelle, se extendía un arenal barbado de junquillos con redes del oscuro y noble color del ron, oreándose, tres mocetes estaban al pulpo.

Cercana a la rampa del puerto la pareja de altura, abarloados los barcos, se balanceaba al hervorcillo de la mar. En las chimeneas la distintiva en naranja y azul. Blancos los puentes, ocres los guardacalores, negros y rojos los cascos. El nudo gigante de los aparejos en los saltillos de las popas. En los espardeles los ordenados y débiles muros de las cajas de pescado, las lanchas, el verdor de vegetación marina de los trajes de aguas al aire. En el palo de proa, arriba, en la galleta, donde, en la noche, la fosfórica luz de rumbo, y en los daros nocturnos del Atlántico Norte, estrella, el punto inquieto de una gaviota; palo de proa del Aril. Uro y Aril altas proas valientes.

Mal de piedras, de Milena Agus

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1. Abuela conoció al Veterano en el otoño de 1950. Era la primera vez que salía de Cagliari para ir al Continente. Iba a cumplir cuarenta años y no había tenido hijos porque su mal de piedras la hacía abortar en los primeros meses. Y así, con su sobretodo de corte recto, los zapatos altos con cordones y la maleta del marido -de cuando se había refugiado en el pueblo-, la mandaron al Balneario para curarse.

2. Se había casado tarde, en junio de 1943, tras los bombardeos de los americanos sobre Cagliari, y por aquel entonces tener treinta años sin haber contraído matrimonio era casi casi como ser solterona. No es que fuese fea ni que le faltaran pretendientes, al contrario. La cuestión es que llegaba un momento en el que los pretendientes espaciaban las visitas, y después no se les volvía a ver el pelo, siempre sin haber solicitado antes oficialmente su mano a mi bisabuelo. Mi querida señorita: Causas de fuerza mayor me impiden el próximo miércoles y el siguiente ir a visitarla, cosa que me resultaría sumamente grata pero, por desgracia, imposible. Entonces abuela esperaba el tercer miércoles, pero siempre se presentaba una muchachita con una carta en la que se volvía a aplazar la cita, y luego nada más.

Mi bisabuelo y las hermanas de abuela la querían de todos modos, tal como era, casi casi solterona, pero mi bisabuela no, la trataba siempre como si no fuese de su propia sangre y decía que ella sabía por qué.

Los Lamb de Londres, de Peter Ackroyd

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–Detesto el hedor de los caballos. – Mary Lamb se acercó a la ventana y rozó con gran delicadeza el gastado ribete de encaje de su vestido. Se trataba de una prenda anticuada que lucía sin inmutarse, como si la manera en la que elegía vestirse no tuviera la menor importancia-. La ciudad es una gran letrina.

Estaba sola en el salón de su casa y ladeó la cara hacia el sol. Tenía el cutis picado por la viruela que había sufrido hacía seis años, y con el rostro dirigido hacia la luz, imaginó que era la agujereada luna.

–Querida, lo he encontrado. Estaba escondido en A buen fin. – Charles Lamb entró en el salón con un delgado libro verde en la mano.

Mary se volvió sonriente. No se resistió al entusiasmo de su hermano, que le permitió dejar de pensar en la perforada luna.

–¿Qué es?

–Querida, ¿a qué te refieres?

–¿A buen fin no hay mal principio?

–Espero con fervor que así sea. – Llevaba desabrochados los botones superiores de la camisa de hilo y el cuello flojamente anudado-. ¿Puedo leértelo? – Charles se dejó caer en el butacón y se apresuró a cruzar las piernas. Fue un movimiento rápido y preciso, al que su hermana ya se había acostumbrado. Sujetó el libro con el brazo estirado y recitó un fragmento: «Dicen que los milagros pertenecen al pasado; contamos con filósofos que consiguen que lo sobrenatural y sin causa parezca moderno y familiar. De ahí que restemos importancia a los terrores y nos escondamos en el presunto conocimiento, cuando lo cierto es que deberíamos someternos al miedo a lo desconocido». Lo comenta Lafeu a Parolles. Es ni más ni menos el pensamiento de Hobbes.

Ligeros libertinajes sabáticos, de Mercedes Abad

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Todos recordaron durante mucho tiempo la conmoción que causó aquel acontecimiento, cuyo eco fue ampliado hasta la náusea por la prensa amarilla. Las opiniones se dividieron rápidamente en dos facciones opuestas. La primera condenaba a Bernabé Lahiguera mientras la segunda intentaba tener en cuenta las absurdas circunstancias en las que se produjo la muerte de Dolores de la Borbolla.
La mayoría de las personas que aseguran tener una dosis suficiente de sentido común -sin mencionar siquiera una cuestión tan necesaria en estos casos como el sentido del humor-no se preguntaron cómo puede razonablemente alojarse un tapón de champagne en una cavidad vaginal.
Estaban convencidos de que se trataba de un caso claro de asesinato. Tras violación, naturalmente. Y todo dentro de los imprevisibles cauces de la lógica. Pero la vida no tuvo el buen gusto de detenerse ante semajante hipertrofia de consideraciones lógicas.
Tampoco cabía esperar que los miembros del jurado que condenó a Bernabé se sintieran, cuando menos, extrañados ante el inusitado método elegido por el supuesto asesino. ¿Acaso hay muchos criminales que muestren tan afrancesado refinamiento en el acto de matar? Sin embargo, la originalidad del procedimiento no constituyó atenuante alguno en el proceso judicial de Bernabé Lahiguera, cuyo apellido y el fatídico determinismo que implicaba no impidieron que se dictara una sentencia francamente adversa. Con obvia falta de imaginación, el fiscal declaró a Bernabé Lahiguera culpable de la violación y el asesinato de Dolores de la Borbolla.

La librería de las oportunidades, de Anjali Banerjee

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Lo cierto es que no lo vi venir o, mejor dicho, no lo vi alejarse. Mi ex marido, Rob, usaba sus encantos como un arma, sin importarle a quién rompía el corazón ni a quién destrozaba la vida. Tampoco le importaba demasiado con quién se despertaba al día siguiente. Mi madre habría dicho «¿Has visto, Jasmine? Esto te pasa por haberte buscado un pene americano. Tendrías que haberte casado con un bengalí: fiel, bueno y leal a su cultura». Sus palabras evocan en mi mente la imagen de su alteza el pene real bengalí, ataviado con la tradicional churidar kurta, el glande asomando por la camisa de seda blanca bordada en oro en medio de una tradicional boda india. Pero mi madre no se saldrá con la suya: no pienso volver a casarme.
Ahora que el divorcio es un hecho, necesito alejarme de Los Ángeles, del ex marido infiel al que en el pasado creí perfecto. Viajo sola en un ferry con destino a la isla de Shelter, una mota de verde oscuridad empapada por la lluvia flotando en medio del estrecho de Puget. En la cubierta del barco el viento me azota el pelo, recordándome que sigo viva, que aún soy capaz de notar el frío. En la pantalla de mi móvil aparece de pronto el número de Robert, esa secuencia de dígitos verdes por la que he llegado a sentir verdadero odio. Hago caso omiso de la llamada y lo mando al desolado limbo del buzón de voz. Que se las vea con el agente inmobiliario y los buitres que planean sobre el piso. Yo he emprendido una huida en busca de la soledad.

La elegancia del erizo, de Muriel Barbery

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Me llamo Renée. Tengo cincuenta y cuatro años. Desde hace veintisiete, soy la portera del número 7 de la:alle Grenelle, un bonito palacete con patio y jardín interiores, dividido en ocho pisos de lujo, todos habitados ‘f todos gigantescos. Soy viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con mi gato, un animal grueso y perezoso, cuya única característica notable es que le huelen las patas cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas por integrarnos en el círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente. y como en alguna parte está escrito que las porteras son viejas, feas y ariscas, también está grabado en letras de fuego en el frontón del mismo firmamento estúpido que dichas porteras tienen gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con fundas de crochet.

City, de Alessandro Baricco

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–Entonces, señor Klauser, ¿Mami Jane debe morir?
–Por mí, ya se pueden ir todos a la mierda. – ¿Eso es un sí o un no? – ¿A usted qué le parece?
En octubre de 1987, CRB -la editorial que publicaba desde hacía veintidós años las aventuras del mítico Ballon Mac- decidió convocar un referéndum entre sus lectores para establecer si sería oportuno hacer que Mami Jane muriera. Ballon Mac era un superhéroe ciego que durante el día era dentista y por las noches combatía el Mal gracias a los muy especiales poderes de su saliva. Mami Jane era su madre. Los lectores, en general, sentían un gran apego por ella: coleccionaba viejas cabelleras indias y por las noches actuaba, como bajista, en un grupo de blues compuesto enteramente por músicos negros. Ella era blanca. La idea de que debía palmarla se le había ocurrido al director comercial de CRB -un señor muy tranquilo que tenía una única afición: los trenes eléctricos. Sostenía que Ballon Mac había entrado en una vía muerta y necesitaba nuevos alicientes.
La muerte de la madre -arrollada por un tren mientras huía perseguida por un guardagujas paranoico- lo convertiría en una mezcla letal de rabia y dolor, es decir, en el perfecto retrato del lector medio. Aquella idea era idiota. Pero también el lector medio de Ballon Mac era idiota.
Así que, en octubre de 1987, CRB vació una estancia en el segundo piso e instaló en ella a ocho señoritas cuya tarea era la de contestar al teléfono y recabar las opiniones de los lectores. La pregunta era: ¿debe morir Mami Jane?
De las ocho señoritas, cuatro eran empleadas de CRB, dos las habían enviado los servicios sociales, otra era sobrina del presidente. La última, una muchacha de unos treinta años que procedía de Pomona, estaba allí con un contrato de formación que había conseguido al responder correctamente en un concurso radiofónico («¿Qué es lo que más odia Ballon Mac en este mundo?»
«Hacerse una limpieza dental»). Siempre llevaba encima una grabadora. De vez en cuando, la encendía y decía cosas.

El canalla sentimental, de Jaime Bayly

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La historia comienza en Miami. Es febrero, hace un frío inusual para la ciudad, voy a la televisión todas las noches, soy un rehén de la televisión porque no tengo suficiente talento para ganarme la vida como escritor o porque no tengo suficiente coraje para vivir pobremente como escritor. Camila, mi hija mayor, que está de vacaciones con Sofía, su madre, en una playa de Lima, me escribe una lista de encargos. Como le gusta hacer bien sus tareas, consigue copiar y adherir al correo electrónico las imágenes de los productos que me encarga, de modo que, al ver claramente las cosas que me está pidiendo, no me equivoque cuando vaya a comprarlas. Se trata de ropa y cosas para el colegio.
Camila trata de enviarme esa lista por correo electrónico, pero, a pesar de que lo intenta en varias ocasiones, no la recibo, tal vez porque su buzón de Hotmail no le permite mandar un correo tan pesado o porque nada que se envíe desde Lima llega nunca a su destinatario o porque el azar conspira contra nosotros. Al pasar dos o tres días y confirmar que no me ha llegado, intenta enviármela desde una casilla de Gmail, pero, de nuevo, algo incierto impide que llegue a mi computadora.
Impaciente, le sugiero que entre a mi correo electrónico y me lo envíe a otro buzón que tengo en ese mismo servidor, que es uno que permite enviar correos pesados, con imágenes en alta resolución. Le digo por teléfono mi clave. Ella toma nota y me dice que entrará a mi correo y me enviará la lista. Al colgar, me pregunto si sentirá curiosidad de leer mis correos y, por las dudas, borro unos pocos, de índole amorosa, que prefiero que no lea.

Día de perros, de Alicia Giménez Bartlett

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Hay días que comienzan extraños. Te despiertas en la cama, tomas conciencia, echas pie a tierra, preparas café… sin embargo, la idea de futuro que divisas frente a ti supera el espacio de una jornada. Sin mirar más adelante, ves. Luego, cualquier acto empieza a tener el mismo tono profético y esencial. «Algo sucederá», te dices y sales a la calle dispuesta a estar atenta, sensible, porosa ante los imprevistos, analítica con la realidad. Por ejemplo, aquella mañana, aparentemente una mañana normal, me crucé en la puerta con una anciana vecina. Después de saludarme, se enzarzó en un monólogo interminable para acabar contándome que mi actual casa de Poble Nou había sido en tiempos un burdel.
Después de conocer el dato histórico pasé un buen rato recorriendo mi domicilio con curiosidad. Supongo que intentaba captar algún eco de los pasados ardores que entre aquellas paredes habían devenido. Pero nada, quizás la reforma a la que sometí el lugar había sido demasiado drástica; probablemente los albañiles habían emparedado toda lujuria y los pintores blanqueado cualquier vestigio carnal. Es posible que buscando rastros del antiguo lupanar, estuviera expresando un deseo inconsciente de disfrutar de incentivos novedosos. No me extrañaría. Durante dos años, trabajo, lectura, música y jardinería habían constituido mi única diversión. Tampoco eso me preocupaba demasiado ya que, después de dos divorcios, el aburrimiento sabe a paz. Bien, en cualquier caso, el descubrir la existencia de aquel previo local había removido mi conciencia por primera vez en dos años, haciendo que me preguntara si no estaba llevando demasiado lejos mis deseos de soledad.

El legado de Tesla, de Robert G. Barret

robertbarret

El pájaro miná común nunca sabía qué podía acabar con él. En un minuto estaba pavoneándose a lo largo de la barandilla de madera delante de otros dos pájaros más pequeños, que estaban picoteando de un plato de plástico su comida, que al segundo siguiente, un plomo para pesca se estrellaba contra su pecho, matándolo al instante. Su sorprendido compañero lo vio caer desplomado contra el porche de madera. Pero en lugar de emprender el vuelo, revoloteó hasta alcanzar la rama de un árbol que rozaba la barandilla, sin estar muy seguro de lo que estaba pasando. Apenas había posado sus patas sobre la rama cuando, de la nada, otro plomo se estrelló contra su garganta, rompiéndole el cuello. Los ojos del miná se cerraron, cayó del árbol y aterrizó muerto sobre la espesa hierba, a los pies del porche. El hombre que estaba en el comedor, vestido con una camiseta blanca y unos pantalones cargo azules, bajó el tirachinas y se dirigió hacia la puerta con mosquitera que permanecía abierta y daba al exterior. Miró hacia el primer miná muerto un momento, al tiempo que le propinaba una patada con la puntera del pie derecho y lo echaba del porche. Cuando el pájaro llegó a estar junto a su compañero en la hierba, el hombre les dedicó una sonrisa triunfante a los dos minás muertos.
—Os tengo, malditos —dijo el hombre—. A los dos.
La pareja de pájaros más pequeños apenas se había dado cuenta de aquella acción violenta que acababa de producirse. Simplemente habían parado de picotear los trozos de pan durante un instante para alzar la mirada hasta el hombre que se hallaba cerca de ellos. Luego, después de mover la cabeza como gesto de reconocimiento amistoso, continuaron comiendo.

Yo confieso, de Jaume Cabré

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Hasta anoche, andando por las calles mojadas de Vallcarca, no supe que nacer en semejante familia había sido un error imperdonable. De pronto entendí que siempre había estado solo, que nunca había podido contar con mis padres ni con un Dios al que encargar la búsqueda de soluciones, aunque, a medida que crecía, fuera adoptando la costumbre de delegar el peso del pensamiento y la responsabilidad de mis actos en creencias imprecisas y en lecturas muy diversas. Ayer, martes, por la noche, al volver de casa de Dalmau en pleno aguacero, llegué a la conclusión de que esa carga me corresponde sólo a mí. Y de que mis aciertos y errores son responsabilidad mía y sólo mía. He necesitado sesenta años para verlo. Espero que me entiendas y comprendas lo desamparado y solo que me encuentro y lo muchísimo que te echo de menos. A pesar de la distancia que nos separa, sigo tu ejemplo. A pesar del pánico, ahora ya no acepto tablas de salvación para no hundirme. A pesar de algunas insinuaciones, me mantengo sin creencias, sin sacerdotes, sin códigos consensuados que me allanen el camino hacia no se sabe dónde. Me encuentro viejo y la dama de la guadaña me invita a seguirla. Veo que ha movido el alfil negro y, con un gesto cortés, me anima a seguir la partida. Sabe que estoy muy escaso de peones. De todas maneras, todavía no es mañana y miro a ver qué pieza puedo mover. Estoy solo ante el papel, la última oportunidad que tengo.

No te fíes un pelo de mí. Sé que este género del recuerdo escrito para un solo lector se presta a la mentira y que procuraré caer siempre de pie como los gatos; pero voy a hacer un esfuerzo por no inventar gran cosa. Todo fue tal cual y peor. Tendría que habértelo contado hace tiempo, me hago cargo, pero es difícil y en estos momentos no sé por dónde empezar.
En el fondo, todo se remonta a más de quinientos años en el tiempo, cuando un hombre atormentado decidió solicitar el ingreso en el monasterio de Sant Pere del Burgal. Si no lo hubiera hecho o si el padre prior, dom Josep de Sant Bartomeu, se hubiese mantenido firme en la negativa, ahora no te estaría contando todo lo que te quiero contar.

Campo de Agramante, de José Manuel Caballero Bonald

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CUANDO medio comprendí que podía oír los ruidos antes de que se produjesen, ni siquiera lo consideré una rareza. No sé por qué pensé eso entonces, pues tampoco había tenido ocasión de hacer ninguna clase de consulta en este sentido, y mucho menos de prever hasta qué punto iba a afectarme tan poco frecuente especialidad. Todo empezó hace ya casi nueve años, un día en que tío Leonardo me llevó a una tala de pinos negrales por los cerros de Alcaduz. Me acuerdo bastante bien todavía. Era una mañana incolora y húmeda, con una neblina veloz reptando entre los árboles y dejando colgadas de las ramas una especie de vedejas algodonosas. En mitad de la arboleda, por donde se hacía más pronunciado el declive del monte, un mediano calvero marcaba el avance de la tala, que no iba a pasar aquella vez de medio centenar de pinos prietos. El paisaje tenía por esa parte una ingrata apariencia de estrago, con los tocones de los árboles untados de algo que parecía melaza y los desbroces esparcidos por el terraplén como después de un vendaval. Olía mucho a resina, y ese olor me dejó en la memoria el amago taciturno de un invierno lejano en la cabaña del guardabosque.
Tío Leonardo me dijo que me quedase en el barracón donde habían instalado provisionalmente la sierra mecánica y que no me moviera de allí hasta que él volviese. Y yo no me moví, o sólo lo hice para curiosear un poco por aquellos alrededores. La sierra —que no funcionaba en ese momento— aparecía salpicada de orín y por los rodillos laterales se le veían unas manchas grasientas, como una supuración que hubiese ido encostrándose y tiñéndose de negro a medida que fluía. Había maderos escuadrados y troncos sin desbastar apilados por todas partes. Me entretenía escarbando con la punta de la bota entre el serrín alojado en las grietas del terrizo, cuando oí de pronto el estruendo de un árbol desplomándose, abriéndose paso entre la espesura de la fronda, un enorme arañazo de ramas desguazadas y como esparcidas a lentos empellones por el calvero. El tablaje del fondo me impedía la visión, pero esperé sin ningún motivo aparente a que se apagara el ruido para asomarme afuera, y fue entonces cuando vi derrumbarse el árbol. Supuse en un primer momento que sería otro pino que había sido aserrado casi simultáneamente, pero el de ahora se venía abajo sin ningún presumible desbarajuste vegetal, caía con una premura silenciosa sobre la tierra, sólo levantando al final una nube insonora de polvo y ramujos astillados.

HHhH, de Laurent Binet

PARIS: emission "Vous aurez le dernier mot!" sur France 2

 

Gabčík, como se llama, es un personaje que ha existido de verdad. ¿Acaso ha oído de fuera, tras los postigos de un piso a oscuras, donde está solo y tumbado encima de un estrecho jergón, acaso ha escuchado el chirrido tan familiar de los tranvías de Praga? Quiero creer que sí. Como conozco bien Praga, no me es difícil imaginar el número del tranvía (aunque tal vez haya cambiado), ni su itinerario, ni siquiera el lugar desde el que, tras los postigos cerrados, Gabčík, en la cama, espera, piensa y escucha. Estamos en Praga, en la esquina de Vyšehradska con Trojička. El tranvía número 18 (o el 22) se ha detenido delante del Jardín Botánico. Estamos concretamente en 1942. En El libro de la risa y el olvido, Kundera deja entender que le da un poco de vergüenza tener que ponerle nombre a sus personajes, y aunque esa vergüenza apenas sea perceptible en sus novelas, en las que abundan los Tomas, las Tamina y muchas Tereza, es obvia la intuición de una evidencia: ¿hay algo más vulgar que atribuir de modo arbitrario, con la pueril intención de lograr un efecto de realidad o, en el mejor de los casos, sencillamente de comodidad, un nombre inventado a un personaje inventado? Aunque, en mi opinión, Kundera debería haber ido más lejos: ¿hay algo más vulgar, en realidad, que un personaje inventado?

Este Gabčík ha existido de verdad, y por difícil que parezca respondía a ese nombre (aunque no siempre). Su historia es igualmente tan verdadera como excepcional. Tanto él como sus camaradas son, a mi modo de ver, los autores de uno de los mayores actos de resistencia de la historia humana, e, incontestablemente, del mayor hecho de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Hace mucho tiempo que deseaba rendirle un homenaje. Hace mucho tiempo que lo veo a él, tumbado en esa pequeña habitación que tiene los postigos cerrados y la ventana abierta, atento al chirrido del tranvía que se detiene delante del Jardín Botánico (¿en qué sentido? No lo sé). Pero por mucho que lleve esta imagen al papel, como solapadamente estoy haciendo ahora, no estoy seguro de rendirle con ello un auténtico homenaje.

El frío, de Thomas Bernhard

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Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfrentaba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insólitamente los primeros días. El estado de los pacientes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y también el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir.

Volverás a Región, de Juan Benet

juanbenet

 

Es cierto, el viajero que saliendo de Región pretende llegar a su sierra siguiendo el antiguo camino real —porque el moderno dejó de serlo— se ve obligado a atravesar un pequeño y elevado desierto que parece interminable.
Un momento u otro conocerá el desaliento al sentir que cada paso hacia adelante no hace sino alejarlo un poco más de aquellas desconocidas montañas. Y un día tendrá que abandonar el propósito y demorar aquella remota decisión de escalar su cima más alta, ese pico calizo con forma de mascarilla que conserva imperturbable su leyenda romántica y su penacho de ventisca. O bien —tranquilo, sin desesperación, invadido de una suerte de indiferencia que no deja lugar a los reproches— dejará transcurrir su último atardecer, tumbado en la arena de cara al crepúsculo, contemplando cómo en el cielo desnudo esos hermosos, extraños y negros pájaros que han de acabar con él, evolucionan en altos círculos.
Para llegar al desierto desde Región se necesita casi un día de coche. Las pocas carreteras que existen en la comarca son caminos de manada que siguen el curso de los ríos, sin enlace transversal, de forma que la comunicación entre dos valles paralelos ha de hacerse, durante los ocho meses fríos del año, a lo largo de las líneas de agua hasta su confluencia, y en sentido opuesto. El desierto está constituido por un escudo primario de 1.400 metros de altitud media, adosado por el norte a los terrenos más jóvenes de la cordillera, que con forma de vientre de violín originan el nacimiento y la divisoria de los ríos Torce y Formigoso. Segado al oeste por los contrafuertes dinantienses da lugar a esas depresiones monstruosas en cuyos fondos canta el Torce, después de haber serrado esos acantilados de color de elefante que formaron hasta el siglo pasado una muralla inexpugnable a la curiosidad ribereña; por el contrario, en la frontera meridional que mira al este el altiplano se resuelve en una serie de pliegues irregulares de enrevesada topografía que transforman toda la cabecera en un laberinto de pequeñas cuencas y que sólo a la altura de Ferrellan se resuelven en un valle primario de corte tradicional, el Formigoso.

Grandeza y decadencia de César Birotteau, de Honoré de Balzac

balzac

Durante las noches de invierno, el ajetreo no cesa más que por un instante en la calle de Saint-Honoré; en seguida, los carros de los hortelanos que van hacia el Mercado Central continúan el ruido que venían haciendo los coches que volvían de los espectáculos o de los bailes. A la mitad de ese calderón que se encuentra en la gran sinfonía del movimiento parisiense, hacia la una de la madrugada, la esposa del señor César Birotteau, comerciante perfumista establecido cerca de la plaza Vendóme, se despertó sobresaltada por un terrible sueño. La perfumista se había visto doble; se había aparecido a sí misma vestida con harapos, haciendo girar, con una mano seca y arrugada, el picaporte de su propio comercio, encontrándose así a la vez en el quicio de la puerta y en su silla tras el mostrador; se pedía limosna a sí misma y oía su propia voz en la puerta y en su puesto de vendedora. Quiso agarrarse a su marido, pero su mano sólo encontró un lugar frío. Se hizo entonces tan intenso su miedo que ni siquiera pudo mover el cuello: lo tenía como petrificado; se le cerró la garganta y le faltó la voz. Quedó clavada en la cama, muy abiertos los ojos y fija la mirada, con una sensación de dolor en sus erizados cabellos, los oídos llenos de ruidos extraños, el corazón encogido, pero palpitante y, en fin, bañada de sudor y helada, en medio de un dormitorio cuya puerta estaba abierta de par en par.
El miedo es un sentimiento casi patógeno y obra de tal suerte en el organismo humano que sus facultades son llevadas, bien al más alto grado de su poder, bien al último del decaimiento. Durante mucho tiempo se ha visto la fisiología sorprendida por este fenómeno, que echa por tierra sus hipótesis y revoluciona sus presunciones, aun cuando en realidad no sea otra cosa que un abatimiento que se ha operado en el interior como una fulminación; pero, como todos los accidentes eléctricos, extraño y caprichoso en sus manifestaciones. Esta explicación se convertirá en algo vulgar el día en que los sabios hayan descubierto el gran papel que desempeña la electricidad en el pensamiento humano.

Antigua luz, de John Banville

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Billy Gray era mi mejor amigo y me enamo­ré de su madre. Puede que amor sea una pa­la­bra de­ma­sia­do fuer­te, pero no co­noz­co nin­gu­na más suave que pueda apli­car­se. Todo esto ocu­rrió hace medio siglo. Yo tenía quin­ce años y la se­ño­ra Gray trein­ta y cinco. Estas cosas son fá­ci­les de decir, pues las pa­la­bras no sien­ten vergüenza y nunca se sor­pren­den. Puede que la se­ño­ra Gray to­da­vía viva. Ahora ten­dría, ¿cuán­tos, ochen­ta y tres, ochen­ta y cua­tro? Tam­po­co es muy mayor, para estos tiem­pos. ¿Y si em­pren­die­ra su bús­que­da? Sería toda una aven­tu­ra. Me gus­ta­ría vol­ver a enamo­rar­me, me gus­ta­ría vol­ver a enamo­rar­me, sólo una vez más. Po­dría­mos se­guir un tra­ta­mien­to de glán­du­las de mono, ella y yo, y vol­ver a ser como hace cin­cuen­ta años, en­tre­ga­dos a nues­tros éx­ta­sis. Me pre­gun­to cómo le irá, su­po­nien­do que siga en este mundo. En aque­lla época era tan des­di­cha­da, y debe de haber sido tan des­di­cha­da, a pesar de su va­le­ro­sa e in­que­bran­ta­ble jo­via­li­dad, y de ver­dad es­pe­ro que las cosas le fue­ran mejor.
¿Qué re­cuer­do de ella ahora, en estos días sua­ves y pá­li­dos en que ca­du­ca el año? Imá­ge­nes del pa­sa­do re­mo­to se agol­pan en mi ca­be­za, y la mitad de las veces soy in­ca­paz de dis­tin­guir si son re­cuer­dos o in­ven­cio­nes. Tam­po­co es que haya mucha di­fe­ren­cia, si es que hay al­gu­na. Hay quien afir­ma que, sin dar­nos cuen­ta, nos lo vamos in­ven­tan­do todo, ador­nán­do­lo y em­be­lle­cién­do­lo, y me in­clino a creer­lo, pues Ma­da­me Me­mo­ria es una gran y sutil fin­gi­do­ra. Los pe­cios que elijo sal­var del nau­fra­gio ge­ne­ral —¿y qué es la vida, sino un nau­fra­gio gra­dual?— a veces asu­men un as­pec­to de inevi­ta­bi­li­dad cuan­do los ex­hi­bo en sus vi­tri­nas, pero son aza­ro­sos; quizá re­pre­sen­ta­ti­vos, quizá de ma­ne­ra con­vin­cen­te, pero sin em­bar­go aza­ro­sos.

Los siete locos, de Roberto Arlt

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Al abrir la puer­ta de la ge­ren­cia, en­cris­ta­la­da de vi­drios ja­po­ne­ses, Er­do­sain quiso re­tro­ce­der; com­pren­dió que es­ta­ba per­di­do, pero ya era tarde.
Lo es­pe­ra­ban el di­rec­tor, un hom­bre de baja es­ta­tu­ra, mo­rru­do, con ca­be­za de ja­ba­lí, pelo gris cor­ta­do a «lo Hum­ber­to I», y una mi­ra­da im­pla­ca­ble fil­trán­do­se por sus pu­pi­las gri­ses como las de un pez: Gual­di, el con­ta­dor, pe­que­ño, flaco, me­lo­so, de ojos es­cru­ta­do­res, y el sub­ge­ren­te, hijo del hom­bre de ca­be­za de ja­ba­lí, un guapo mozo de trein­ta años, con el ca­be­llo to­tal­men­te blan­co, cí­ni­co en su as­pec­to, la voz ás­pe­ra y mi­ra­da dura como la de su pro­ge­ni­tor. Estos tres per­so­na­jes, el di­rec­tor in­cli­na­do sobre unas pla­ni­llas, el sub­ge­ren­te re­cos­ta­do en una pol­tro­na con la pier­na ba­lan­ceán­do­se sobre el res­pal­dar, y el señor Gual­di res­pe­tuo­sa­men­te de pie junto al es­cri­to­rio, no res­pon­die­ron al sa­lu­do de Er­do­sain. Sólo el sub­ge­ren­te se li­mi­tó a le­van­tar la ca­be­za:
—Te­ne­mos la de­nun­cia de que usted es un es­ta­fa­dor, que nos ha ro­ba­do seis­cien­tos pesos.
—Con siete cen­ta­vos —agre­gó el señor Gual­di, a tiem­po que pa­sa­ba un se­can­te sobre la firma que en una pla­ni­lla había ru­bri­ca­do el di­rec­tor. En­ton­ces, éste, como ha­cien­do un gran es­fuer­zo sobre su cue­llo de toro, alzó la vista. Con los dedos tra­ba­dos entre los oja­les del cha­le­co, el di­rec­tor pro­yec­ta­ba una mi­ra­da sagaz, a tra­vés de los pár­pa­dos en­tre­ce­rra­dos, al tiem­po que sin ren­cor exa­mi­na­ba el de­ma­cra­do sem­blan­te de Er­do­sain, que per­ma­ne­cía im­pa­si­ble.

El loro de Flaubert, de Julian Barnes

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Seis nor­te­afri­ca­nos ju­ga­ban a la pe­tan­ca al pie de la es­ta­tua de Flau­bert. Se oían lim­pios chas­qui­dos por en­ci­ma del es­truen­do de la cir­cu­la­ción atas­ca­da. Con una final e iró­ni­ca ca­ri­cia de la yema de los dedos, una mano mo­re­na lanzó una es­fe­ra pla­tea­da que ate­rri­zó, botó pe­sa­da­men­te, y trazó una curva acom­pa­ña­da de un lento es­par­ci­mien­to de polvo duro. El lan­za­dor se con­ge­ló en una ele­gan­te es­ta­tua tem­po­ral: las ro­di­llas no des­do­bla­das del todo, y la mano de­re­cha ex­tá­ti­ca­men­te ex­ten­di­da. Me llamó la aten­ción una arre­man­ga­da ca­mi­sa blan­ca, un an­te­bra­zo des­nu­do y una man­cha en el envés de la mu­ñe­ca. No era un reloj, como pensé al prin­ci­pio, ni un ta­tua­je, sino una cal­co­ma­nía de co­lo­res: el ros­tro de un san­tón po­lí­ti­co muy ad­mi­ra­do en el de­sier­to.
Per­mí­ta­se­me que co­mien­ce con la es­ta­tua: la de arri­ba, la per­ma­nen­te, la inele­gan­te, la que llora lá­gri­mas cú­pri­cas, la ima­gen le­ga­da de ese hom­bre de suel­ta cor­ba­ta de lazo, cha­le­co de án­gu­los rec­tos, pan­ta­lo­nes hol­ga­dos, mos­ta­cho des­or­de­na­do, as­pec­to re­ce­lo­so, fría­men­te dis­tan­te. Flau­bert no de­vuel­ve la mi­ra­da. Desde la Place des Car­mes vuel­ve la vista hacia el sur, en di­rec­ción a la Ca­te­dral, a la ciu­dad que des­pre­cia­ba, y que a su vez le ha ig­no­ra­do casi siem­pre. Man­tie­ne la ca­be­za de­fen­si­va­men­te al­za­da: sólo las pa­lo­mas pue­den ver en toda su di­men­sión la cal­vi­cie del es­cri­tor.

El guitarrista, de Luis Landero

Hace mucho tiempo (cuando yo ni siquiera sospechaba que algún día llegaría a ser escritor) fui guitarrista, y aún antes trabajé de aprendiz en un taller mecánico: al taller se bajaba por una rampa en espiral, y ya la primera vez que entré allí tuve la sensación de haber caído en la trampa de la hormiga león, esas larvas que parecen garrapatas o arañas y que viven en el suelo, junto a los caminos, donde excavan unos conos de arena muy bien cernida y granulada por cuya pendiente resbalan sin remedio las víctimas, y cuanto más intentan escapar más resbalan, y cuanto más resbalan tanto más se afanan en huir. Entretanto, la hormiga león, oculta bajo tierra, sin prisas, sin apuro, sin comparecer jamás en el escenario del drama, sólo tienen que esperar el instante de asomar las garras y apoderarse de su presa, ya extenuada y rendida, y arrastrarla con ella a su guarida de tinieblas. Y ahí concluye la historia.

Eso fue lo que pensé el primer día que llegué al taller y me hundí en sus entrañas, que estaba cayendo en una trampa de la que ya nunca iba a salir. Por lo demás, recuerdo que en aquellos tiempos madrugaba muchísimo, que llevaba las uñas siempre sucias, con restos ya enquistados de grasa, y astilladas y rotas por las herramientas y las sustancias corrosivas, y que el pelo y las manos, por más que me lavara, me restregara y hasta me perfumara, me olían irremediablemente a aceite, a trapos de borra, a petróleo usado, a goma podrida de neumático. Con ese tufo yo iba y venía por el Madrid de entonces, siempre deprisa y siempre a punto de llegar tarde a todas partes.

Teniente Bravo (Cuentos completos), de Juan Marsé

El ansiado potro de saltos que el teniente Bravo hizo traer una noche al campamento en una camioneta desvencijada, conducida por un musculoso ex legionario de andares felinos, albergaba un ratón en su barriga de paja. El potro era una antigualla, zanquilargo y pesado y con tantos costurones que bien podía haber vivido el desastre de Annual y hasta la guerra de Cuba. El mismo ratón que lo habitaba parecía de otra época, bigotudo y altanero y un poco rubiales, un poco decimonónico y colonial. Cuando el aparato de gimnasia era descargado de la camioneta, el sargento Lecha vio fugazmente en el hocico impertinente al roedor asomado a una raja del cuero y frotándose las patitas delanteras, y golpeó repetidas veces el lomo del potro con la mano para obligarle a salir del escondrijo. Como era noche cerrada, no vio si el ratón escapaba o no. La camioneta emprendió el regreso a Ceuta, el sargento se encaminó hacia los sombríos barracones del campamento y el potro quedó plantado en medio de un páramo de tierra bermeja, acogotado y sordo al fragor de la resaca que el viento traía desde la playa. Una de sus patas de madera había sido sustituida por una rama de cerezo delgada y torcida. Viejísimo y quebrantado, con la piel raída y mugrienta, bajo la furiosa noche sin estrellas parecía un animal manso y estúpido abrevando en el polvo.

Zona fría, de Jonathan Franzen

Aquella noche había habido una tormenta en St. Louis. El agua se remansaba en charcos negros humeantes sobre la acera delante del aeropuerto, y desde el asiento trasero del taxi vi ramas de roble que se mecían contra nubes urbanas que colgaban bajas. Las carreteras de la noche de sábado estaban saturadas de una sensación de hora tardía, de hora posterior: la lluvia no caía, ya había caído.

La casa de mi madre, en Webster Groves, estaba a oscuras, salvo por una lámpara con temporizador del cuarto de estar. Una vez dentro de casa, fui derecho a la repisa de bebidas y me serví el pelotazo que me había estado prometiendo desde el primero de mis dos vuelos. Tenía la sensación de propiedad que tendría un vikingo sobre todas las provisiones que pudiera arramplar. Iba a cumplir los cuarenta y mis hermanos mayores me habían encomendado la misión de viajar a Missouri y encontrar a un agente inmobiliario para que vendiese la casa. Durante todo el tiempo que estuviese allí, trabajando en beneficio de Webster Groves, el bar sería mío. ¡Mío! Ídem el aire acondicionado, que puse muy bajo. Ídem el congelador de la cocina, que juzgué necesario abrir de inmediato para meter la mano hasta el fondo con la esperanza de encontrar salchichas para el desayuno, un estofado de buey casero o algo graso y sabroso que calentar y comer antes de acostarme. Mi madre había sido experta en etiquetar comida con la fecha en que se había congelado. Debajo de numerosas bolsas de arándanos descubrí un paquete de róbalo de boca pequeña que un vecino pescador había cogido hacía tres años. Debajo del róbalo había un pecho de buey que databa de nueve años atrás.

Biografía del humor y del mal humor, de Noel Clarasó.

¿Por qué nos hace esperar la mujer? No lo sé. Alguna vez se lo he preguntado y me han contestado siempre que no nos hacen esperar. No hay discusión posible.

Su técnica de hacer esperar es depurada. Aprovechan todas las ocasiones, sin falta. Y si nos enfadamos con ellas nos dicen que no las comprendemos.

Saben llegar tarde con una serenidad pasmosa. Algunas, cuando llegan tarde, llegan enfadadas con el que las espera. Y éste, que estaba dispuesto a enfadarse con ellas, se acobarda y acaba pidiendo perdón por haber llegado a la hora.

Un hombre que se espera en una esquina ocupa una de sus posiciones naturales. Una mujer que se espera nos llama la atención. Hay algo en ello contrario a la naturaleza de las cosas. La mujer solo es capaz de esperar al hombre que ama. Pero el hombre es capaz de esperar a todas las mujeres, y de hecho invierte una gran parte de su vida en esperar a la mujer, a veces a una mujer determinada, y en el pecado lleva la penitencia, porque la mujer acude. Otras veces espera a la mujer, en general, y también entonces en el pecado lleva la penitencia, porque la mujer, en general, nunca acude a la cita.

Los inquilinos de Moonbloom, de Edward Lewis Wallant

Atado poco menos que de pies y manos por el cables del teléfono, Norman era víctima de su propia tendencia de irse por las ramas, aunque cuando al fin se anclaba en alguna actividad daba en sosegarse. La voz de su hermano era un disco tocado a menos revoluciones de las precisas que innecesariamente le recordaba con insistencia quién era. Podría haber sido la voz de aquellas grabaciones primitivas, en cinta, que se empleaban como una gran novedad en las tarjetas postales o en los juguetes baratos, y que emitían un pálido remedo del habla humana cuando se pasaba la uña por los surcos. Ahora bien, la pérdida de fidelidad era despreciable; incluso en presencia de Irwin, Norman tenía la impresión de que su hermano era una cantinela machacona, puesta y vuelta a poner. Durante unos cuantos años estuvo lejos de la poderosa incoherencia de esa voz, pero ahora que había vuelto, patéticamente, reconocía para sus adentros que en sus exigencias era posible encontrar un perverso consuelo.

-Nosotros no ranana, Norman. No es posible mantener ránana ranana. Tienes que ranana ranana ránana y ranana. La responsabilidad ranana rananá. Yo estoy ranana ranana constantemente. Ranana ranana ránana…

El cable lo sujetaba al teléfono, y por tanto a la silla giratoria y al suelo pandeado, lo conectaba a los archivadores de filo dentado y a la mesa, cuyas vetas de madera parecían encogidas como pellejos. Notaba un olor a gato, y algo así como el polvo entre los dientes. 

Absolución, de Luis Landero

¿Será posible que, al fin, hayas logrado ser feliz?, piensa mientras se afeita y observa en el espejo su cara radiante de felicidad. Porque es de felicidad, no hay duda, y en ese caso tienen razón los otros, los enterados, los sabios, los expertos. Todo era cuestión de esperar, de ir madurando, de encontrar tu ritmo, de no perder la fe, se lo habían dicho sus padres, sus profesores, sus amigos, sus novias, se lo habían dicho Montaige y Bertrand Russell y los viajeros anónimos con los que emparejaba el paso en el camino de la vida, que tuviera paciencia, que no hiciera un drama del más pequeño contratiempo, que fuese reconciliándose con sigo mismo y con el prójimo y ya vería como al final encontraba su lugar en el mundo. Y ahora, en efecto, lo había encontrado, había surgido casi sin buscarlo, como un obsequio del destino. O mejor, una ofrenda. No, quizá el mundo no es tan azaroso y contingente como a ti siempre te ha gustado creer.

Y era curioso. Porque a lo largo de su vida había conocido a todo tipo de gente que no era feliz pero que sin embargo sabía indicar muy bien la senda que lleva a la felicidad. Haz esto, te decían, o haz lo otro, ve por allí, no se te ocurra tomar aquel atajo, ten cuidado no vayas a caer en aquel hoyo o a tropezar en esa piedra, no comas de esa fruta, de esa fuente puedes beber pero de aquella de allá no, sigue todo derecho, tuerce a ala izquierda, haz noche en tal mesón, pasa de largo, ¿dónde vas tan ligero o tan cargado de equipaje?, ¿por qué andas tan deprisa o por qué tan despacio?…Siempre le asombró eso, lo mucho que todos saben de la felicidad y lo poco que esa ciencia les aprovecha para poner remedio a sus desdichas.

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