La tía Tula, de Miguel de Unamuno

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Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O, por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro.
Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas siempre, una pareja al parecer indisoluble, y como un solo valor. Era la hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba la primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces de Gertrudis los que sujetaban a los ojos que se habían fijado en ellos y los que a la par les ponía raya. Hubo quien al verlas pasar preparó algún chicoleo un poco más subido de tono; más tuvo que contenerse al tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad. “Con esta pareja no se juega”, parecía decir con sus miradas silenciosas.
Y bien miradas y de cerca, aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce. Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y a toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.