La noche de Richard Speck

Una familia numerosa de Illinois de lo más normal. Diez miembros: Mary Margaret Carbaugh y Benjamin Franklin Speck, los padres, y ocho hijos. El séptimo, Richard, se haría dramáticamente famoso por asesinar a ocho estudiantes de enfermería de entre veinte y veinticuatro años pertenecientes al South Chicago Community Hospital, durante la madrugada del 13 al 14 de julio de 1966.
Al parecer, todo empezó a torcerse para Richard Speck cuando, tras la muerte de su padre en 1947, la madre, incapaz de sacar adelante ella sola a la familia, se casó con Carl Lindberg, un vendedor de seguros con antecedentes penales y que pronto se mostraría como un alcohólico y un maltratador. Sus abusos irían destinados especialmente contra la esposa, Mary Margaret, y los dos hijos menores de ésta, Richard y Carolyn. El azar quiso que además de ser testigo y víctima de la continua violencia familiar, diversas circunstancias produjeran probablemente algún tipo de daño en su cerebro. La cabeza de Richard fue el blanco de sus desgracias durante toda su infancia: desde cierta falta de riego sanguíneo a causa de una neumonía padecida a los tres años, hasta diversos accidentes en los que cada golpe iba a parar a ella, como el sufrido al caer de un árbol, que lo tuvo sin conocimiento durante más de noventa minutos.
Con semejante ambiente familiar, la calle parecía un lugar más seguro, más acogedor, incluso para un niño como él, sin amigos y sin verdaderos compañeros de colegio, debido a los continuos cambios de centro escolar. Uno de sus profesores, al ser entrevistado después de los asesinatos diría de él «Era un gruñón, pero no era contestón. Evidentemente le habían enseñado a no contestar. Pero era un solitario, sin ningún amigo en clase. Parecía estar como perdido, como si no supiera que estaba pasando a su alrededor. Creo que nunca la vi sonreír, y tampoco fui capaz de enseñarle nada. No creo que nadie hubiera llegado hasta él, parecía como si estuviera perdido en la niebla»
Con solo trece años se emborracha a diario. Comete pequeños delitos, como hurtos, allanamiento de morada, provocación de incendio en un parking…, y más adelante otros como atraco a un ultramarinos, falsificación de cheques y asalto con arma blanca a una mujer. Entre delito y delito eran habituales los arrestos por peleas en bares y clubes de Monmouth, ciudad en la que residía con su hermana Sara y su cuñado desde que su madre y su padrastro se trasladaran a Texas. En una de las innumerables peleas, para detenerlo la policía tuvo que golpearle repetidamente en la cabeza, lo que al parecer originó que a partir de ese momento sufriera frecuentes jaquecas, tan fuertes que únicamente notaba alivio consumiendo alcohol y drogas.
Sin llegar a graduarse en el instituto, los empleos que consiguió fueron duros y de escasa remuneración: basurero, granjero o camionero, y siempre de corta duración. A los veinte años su vida hubiera podido dar un giro en el sentido correcto: es contratado en la fábrica de la conocida marca de bebidas 7-Up. Allí conoció a una joven de quince años, Shirley Malone, que a las tres semanas de relación quedó embarazada. Se casaron y un tuvieron una hija. Sin embargo, el giro en la buena dirección no se produjo y no consiguió mantenerse apartado de los problemas, de hecho, mientras Shirley daba a luz a la hija de ambos él cumplía condena en prisión. Algunos psiquiatras que serían requeridos en el juicio para elaborar un informe mental del asesino apuntaron a un sentimiento de misoginia muy arraigado en él. De hecho, maltrató a su madre y a su esposa, e incluso la mayoría de delitos que cometió tuvieron como víctimas mujeres.
A principios de 1966, Shirley le abandonó y nuestro hombre se pasó varios meses de taberna en taberna. El marido de su hermana Sara le alentó a enrolarse en la marina americana. Para Richard podría ser una buena salida laboral y al mismo tiempo eso lo mantendría alejado de sus vidas, debió pensar su cuñado. Se incorporó a la tripulación del Clarence B. Randall pero desgraciadamente cuando apenas llevaba un mes a bordo tuvo que ser devuelto a tierra por una apendicitis, ingresando en el St. Joseph Hospital. Allí conocería a la enfermera Judy Laakaniemi, con la que entablaría cierta relación. De vuelta a bordo del buque, en apenas otro mes de navegación y debido a los constantes enfrentamientos con sus superiores y su casi permanente embriaguez fue separado del servicio.
Estamos a mediados de junio de 1966, Richard decide no volver a casa de su hermana y trasladarse a Houghton, donde reunirse con Judy, por entonces en proceso de separación. Tampoco esto le salió bien. La enfermera lo rechazó y le prestó ochenta dólares para que desapareciera de allí. Volvió a casa de su hermana y de nuevo su cuñado tuvo que ocuparse de encontrarle trabajo. Aprovechando la mínima experiencia de marinero de Richard hizo que se diera de alta en el sindicato marino. Tras varios días acudiendo a las oficinas obtuvo una oferta de trabajo para el siguiente lunes, a bordo de un buque transoceánico. Eufórico, pidió prestados veinticinco dólares a su hermano para sobrevivir hasta embarcarse. Cogió habitación en el Shipyard Inn, un hotel del tres al cuarto en el South Side de Chicago, a noventa centavos la noche. Acto seguido jugó unas partidas de billar en un tugurio cercano, consiguiendo algo más de dinero, lo que le permitió hacerse con un bote de Red Birds, barbitúricos depresores del sistema nervioso central. Al acudir al sindicato marino para ultimar los detalles de su embarque se revela un desgraciado error: el empleo prometido a Speck estaba ya adjudicado a otro marinero.
Richard nunca necesitó muchas excusas para entrar en una taberna a beber, pero esa nueva decepción se le antojó motivo sobrado para hacerlo en esta ocasión. A eso de las tres de la tarde entró a beber en un bar cercano al sindicato. Allí estableció conversación con tres marineros, con los cuales, tras beber abundantemente, se dirige a un lugar solitario, donde los tipos sacan un pequeño frasco lleno de líquido y una jeringa. Posiblemente, fue la primera vez que Speck se inyectaba heroína. Ya al atardecer, con un calor sofocante, se dirigió a otro bar de la zona. En esta ocasión, según se estableció posteriormente en el juicio, conoció a una mujer casi treinta años mayor que él con la que bebió hasta el anochecer, ofreciéndose después para acompañarla hasta su casa, donde la viola y le roba una pistola que la mujer declaró haber comprado por correo. Completamente borracho y con la pistola en el bolsillo abandonó la vivienda, dirigiéndose a una zona de casas bajas en el mismo barrio de Jeffery Manor. Se trataba de seis casas adosadas destinadas a alojar ocho estudiantes de enfermería cada una, pertenecientes al Hospital Universitario de Chicago.
En el número 2319 de la 100th street, sobre las once de la noche, se hallaban seis de las ocho jóvenes inquilinas. Sonó el timbre y la estudiante filipina de enfermería Corazon Amurao abrió la puerta sin recelo alguno, pensando que debía tratarse de alguna otra compañera. Richard Speck, totalmente de negro, empuñando un cuchillo y la pistola recién robada, la empuja al interior y le dice que esté tranquila, sólo quiere dinero y no piensa hacerle ningún daño. Dentro de la casa, habitación por habitación, reúne a todas las chicas y las lleva al piso superior, a un dormitorio de la parte trasera, donde las va atando con ayuda de una sábana y de su experiencia en nudos marineros. Queda a la vista un tatuaje que Richard lleva en el brazo: Born to raise Hell (Nacido para traer el Infierno). Insiste en que no les hará daño, pero necesita dinero para viajar a New Oleans. Enseguida llega otra otra chica a la casa, que también es atada y obligada a entregar el dinero. Consigue algo menos de cien dólares. Esa cantidad equivaldría actualmente a unos ochocientos dólares, suficiente para el presunto viaje. Sin embargo, Speck, en lugar de abandonar la casa, se sienta en el suelo para entablar conversación con las chicas dando golpecitos en la tarima de madera con el cañón de la pistola. De pronto, desata los tobillos de una de las estudiantes, Pam Wilkening, y la lleva a otra habitación. Se oye un suspiro, al que sigue el silencio. Dos nuevas estudiantes llegan a la casa, Suzanne Farris y Mary Ann Jordan, y al llegar a la parte trasera son encañonadas y llevadas aparte. Se oyen gritos apagados. En ese punto, las chicas atadas están aterrorizadas e intentan esconderse. Corazon Amurao se desliza bajo una cama. Speck vuelve y se lleva a Nina Schmale. Las siguientes fueron Merlita Gargullo y Valentina Pasion. Bajo la cama, Amurao no se mueve ni un milímetro, paralizada por el terror. Patricia Matusek es ahora la arrastrada hasta la habitación contigua. Ya solo quedan Amurao y Gloria Davi. Se oyen los pasos de Speck acercándose. Amurao, desde su escondite, ve caer al suelo los pantalones vaqueros de Gloria. El ruido constante y rítmico de los muelles de la cama no deja dudas de lo que está pasando. La estudiante escondida oye decir a Speck: ¿Por favor, podrías poner tus piernas alrededor de mi espalda? Algo más tarde se detiene el crujir de muelles. Se oyen unos pasos alejándose y luego el silencio. Amurao sale de su escondite, ve a Gloria tapada con una sábana y al oír un ruido se desliza bajo la cama donde su amiga yace. Pasan cuarenta y cinco interminables minutos sin que nada allí suceda. Amurao tiene los sentidos completamente alerta, en un intenso empeño en captar cualquier mínimo ruido. Éste llega finalmente. Se trata de Speck que se detiene en la entrada de la habitación, echa un vistazo y dando media vuelta marcha de nuevo. La estudiante filipina permanece bajo la cama. Hace rato que ningún ruido se escucha en la casa pero no se atreve a salir de su escondite. Cuando llega hasta ella el sonido de un despertador desde otro dormitorio deduce que son las cinco de la mañana, la hora habitual de empezar a prepararse para la jornada en el hospital, que comienza a las seis y media.
A las seis de la mañana, Amurao se arma de valor y sale de debajo de la cama. Descubre los cadáveres de Gloria, Mary Ann, Suzanne y Pam. Hay sangre por todos sitios. El pánico le impide bajar a la planta de abajo y opta por salir por la ventana y caminar por la cornisa hasta la zona delantera de la casa. No se ve a nadie, las estudiantes de las casas vecinas ya están camino del hospital. Grita con las pocas fuerzas que le quedan: ¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! Todo el mundo está muerto. Soy la única que ha quedado viva! Una vecina y un hombre que pasea un perro acuden acuden alertados por los gritos.
Daniel Kelly fue el primer agente de policía en llegar al lugar. Entró en la casa y fue descubriendo los cadáveres de las ocho chicas. Reconoce a una de ellas, Gloria Davi, por ser la hermana de su antigua novia, Charlene. Todas han sido estranguladas, apuñaladas o ambas cosas. Ocho mujeres entre los veinte y los veinticuatro años. Andrew Toman, el juez de instrucción forense que se ocupó del caso, a pesar de estar bragado en sucesos de lo más siniestro, quedó conmocionado al contemplar la escena de los crímenes.
Trasladaron a Corazon Amurao al hospital, donde ligeramente sedada con un tranquilizante logró relatar los hechos de forma coherente y dar una descripción pormenorizada del asesino con la que realizar un retrato robot. A las ocho y media de esa misma mañana, el superintendente de la policía de Chicago Orlando Wilson tenía ya un informe detallado de lo sucedido, más que suficiente para poner en marcha la maquinaria policial. La investigación se inicia en los alrededores del lugar de los hechos. Mientras se tomaban huellas dactilares y se recababan todo tipo de pruebas en el 2319 de 100th street, un buen número de agentes se desplegaron por la zona buscando información sobre cualquier individuo que encajase en la descripción dada por Amurao. En una gasolinera situada frente a la casa de las chicas asesinadas, el encargado recordaba a un marinero como el descrito que dejó allí durante unas horas sus maletas y que comentó que esperaba ser contratado a bordo de algún barco. Ese dato llevó a los agentes hasta la oficina del sindicato marítimo, por donde pasaban todos los marineros que andaban en busca de trabajo. Varios empleados recuerdan a un tipo que se ajusta a la descripción y en una de las papeleras aparece un formulario arrugado con un nombre: Richard Speck.
Sobre esa misma hora, once de la mañana, Speck se despertó en su habitación del Shipyard Inn. No recordaba absolutamente nada: ni del origen de la mancha de sangre del dorso de su mano ni de la pistola que encuentra en su bolsillo. Pero esto es algo frecuente en los alcohólicos y no le dio mayor importancia. Bajó al bar del hotel para comprar una botella de vino justo en el momento en que por la radio daban la noticia de los asesinatos de las ocho estudiantes de enfermería. Con total normalidad, señalando la radio, comentó al camarero: Espero que cojan a ese hijo de perra.
El superintendente Wilson decidió tirar del único hilo disponible. Pidió a la guardia costera la ficha de Richard Speck, de cuando sirvió en el Clarence B. Randall y se desplazó al hospital donde estaba ingresada Corazon Amurao, con un lote de cien fotos de violadores entre las que colocó la de Speck. Por desgracia, los médicos estaban muy preocupados por Amurao y se negaron a que el policía practicara aquella diligencia que podría empeorar el estado de la joven. Sin embargo, Wilson obvió ese paso y pasó al siguiente: localizar a Speck para interrogarle. Ideó una treta que consistía en ponerle un cebo basado en la necesidad de empleo del sujeto. Se solicitó al sindicato marino que ofreciese un empleo ficticio. Se apostó a varios agentes en sus instalaciones y se intervinieron sus teléfonos. Si Speck se ponía en contacto de una u otra forma podrían detenerlo o al menos localizarlo. La llamada llegó sobre las tres de la tarde. Al recibir una respuesta afirmativa a su demanda de trabajo, Speck aseguró que esa misma tarde pasaría por el sindicato. El azar quiso que al salir del hotel se encontrara con uno de sus amigos de borracheras, Robert «Red» Gerrald, y decidieran tomar unas copas. Localizada la llamada, la policía se presenta en el Shipyard Inn apenas media hora más tarde, pero el conserje informa que su hombre, tras hacer una llamada telefónica había salido del hotel. En el sindicato, otros agentes le esperan, pero Speck no aparece en toda la tarde. Deambulando de bar en bar con su amigo, notó un inusual movimiento policial por la zona. Aún tenía algunas causas pendientes y lo último que deseaba era llamar la atención de alguna patrulla, así que se despidió de su amigo y para quitarse de en medio tomó rumbo a la zona norte de la ciudad. Después de ganar algo de dinero jugando al billar contrató una prostituta y tomó una habitación en una una fonducha de North Side. Por la mañana, al marcharse, la mujer informó al dueño de que su cliente tenía una pistola. Éste puso el hecho en conocimiento de la policía, que se personó inmediatamente. La patrulla no estaba al tanto de los detalles ni de los avances en el caso de las estudiantes asesinadas, y hasta ese momento no había aún una orden general para la búsqueda de Speck. Estando así las cosas, los agentes se limitaron a identificar al sujeto y confiscar el arma. Algunas horas después, al leer el informe de aquella actuación, alguien ató cabos y los inspectores del caso se trasladaron a toda velocidad a la fonda en cuestión. La mala suerte quiso que Speck se hubiese marchado quince minutos antes. Entretanto, Corazon Amurao, en mejores condiciones físicas ya, había reconocido entre las fotos de violadores que se le presentaron a Richard Speck como el agresor de sus compañeras. Por otra parte, hacia el final de la tarde llegó un informe completo, incluidos huellas dactilares y tatuajes, del historial delictivo de Speck remitido por el FBI de Washington. Ya no había duda: las huellas encontradas en la casa y el tatuaje descrito por Amurao apuntaron directa y rotundamente a Richard Speck, sin margen de error. Hacia las dos de la tarde del 16 de julio, el superintendente Wilson anunciaba públicamente la identidad del asesino de las ocho jóvenes estudiantes: El asesino de las ocho enfermeras del South Chicago Community Hospital, cometido el 14 de julio de 1966… responde al nombre de Richard Franklin Speck; varón, blanco, marinero, de veinticuatro años. Las huellas dactilares obtenidas en el lugar de los hechos concuerdan plenamente con las del asesino.
Sentado en la barra de un bar, Speck se quedó atónito al escuchar su nombre en la radio del establecimiento. Estaba confundido, sobrepasado por aquella revelación. Compró allí mismo una botella de vino y abandonó el local. Hacia la medianoche, tumbado en la cama, en la habitación de una inmunda pensión, de nombre Starr Hotel, con aquella misma botella de vino, ya vacía y rota, se cortó las venas de ambas muñecas. Mientras se desangraba no dejaba de gritar Venid y verme aquí… Tenéis que venir y verme. He hecho algo malo… Su vecino de habitación, un vagabundo llamado George Grigorich, comenzó a gritarle a su vez, exigiéndole que se callara. Aun debilitado por la pérdida de sangre, Speck seguía siendo un pendenciero. Se incorporó, avanzó hasta la puerta de la habitación contigua y la aporreó, sin dejar de retar a su ocupante. Un huésped que se cruzó con él alertó al conserje de que un tipo sangrando estaba armando jaleo arriba. Curiosamente, los policías que acudieron a la llamada del conserje no reconocieron a Speck. Se había inscrito con el nombre de B. Brian, y con ese mismo nombre se le inscribió en las urgencias del hospital a donde lo trasladaron. La enorme difusión de su retrato en los periódicos y la descripción del tatuaje hicieron que el médico que lo atendió le reconociera. Inclinándose sobre él le preguntó su nombre: Richard… Richard Speck, recibió como respuesta. Después de coserle las heridas y realizarle una transfusión salió del quirófano y allí le esperaban varios inspectores y agentes de policía. Al no poder esposarle por las heridas en las muñecas, colocaron unas barras en la camilla que impedían cualquier movimiento para saltar de ella. Inmediatamente, lo subieron a una ambulancia y lo trasladaron al Hospital Penitenciario de Bridewell. La caza y captura del asesino más odiado de los Estados Unidos en los últimos años había concluido.
Durante los interrogatorios, Speck aseguró no recordar nada de aquella noche, sin que esto obedeciera a una estrategia del acusado para obtener algún tipo de beneficio. A las preguntas de un inspector simplemente contestó: Yo no sé más que usted sobre el tema… Asimismo, cuando el psiquiatra de la prisión, Marvin Ziporyn, le preguntó si había matado a las ocho jóvenes su respuesta fue: Todo el mundo dice que lo hice. Pues así debe ser. Si dicen que lo hice, es que lo hice. Al carecer de medios económicos se le nombró un abogado de oficio, Gerald Getty. En la acusación se nombró al fiscal William Martin y para determinar la capacidad para ser juzgado del acusado se creó un equipo de ocho psiquiatras independientes. Por otra parte, fueron entrevistadas y valoradas más de seiscientas personas hasta escoger los doce miembros del jurado definitivos, siete hombres y cinco mujeres. Este punto era especialmente crítico, ya que sin una declaración de culpabilidad unánime no era posible enviar a Speck a la silla eléctrica. El fiscal hizo construir una casa a escala de la del escenario de los crímenes, con ocho figuras que representaban a las estudiantes de enfermería. Mientras Amurao relataba los hechos de aquella noche, el fiscal iba escenificándolos: cada vez que Speck se llevaba a una de las chicas a otra habitación Martin movía una de las figuritas y la colocaba en el lugar de la casa donde había aparecido el cadáver. Los más de cinco mil dólares que supuso la construcción de la maqueta tuvieron un buen rédito para la fiscalía. Aquella puesta en escena fue devastadora para la defensa, que intentó centrar sus esfuerzos en conseguir una declaración de no responsable para su cliente. Sin embargo el equipo psiquiátrico, quizá influido por la presión mediática, no estuvo por la labor. A partir de ahí, el abogado Getty dirigió su defensa a invalidar algunas pruebas, como la pistola y el cuchillo, pero su mayor éxito, que sembraría la duda entre algunos miembros del jurado, lo obtuvo al presentar dos testimonios que proporcionaron una coartada para el acusado. Se trataba del matrimonio Murrill Farmer y Gerdena, barman y cocinera respectivamente del Kay’s Pilot House, establecimiento del South Side de Chicago. Ambos recordaban al acusado consumiendo una hamburguesa y un bourbon con cola sobre la medianoche, hora en que la joven filipina situaba a Speck en la casa. Sin embargo, este testimonio de nada serviría ante la impactante escena de Corazon Amurao, que al ser requerida por el fiscal Martin para que señalase al hombre que asesinó a sus compañeras, si éste se encontraba en la sala, se levantó, cruzó toda la estancia, se detuvo frente a la mesa de la defensa y levantando el brazo señaló a Richard Speck poniendo el dedo a escasos centímetros de su cara, al tiempo que con voz clara decía: Este es el hombre. El jurado solo necesitó cuarenta y cinco minutos para debatir y declarar culpable al acusado, recomendando sentencia de muerte. En ese momento, en Estados Unidos se había abierto un debate en contra de la pena de muerte. Los partidarios de su abolición argumentaban que iba en contra de la octava enmienda, en la que se estipulaba textualmente que no se exigirán fianzas excesivas; no se impondrán multas desproporcionadas, ni se aplicarán penas crueles y en desuso. Finalmente, la Corte Suprema decretó una moratoria que suprimió la pena capital durante diez años en todo el país. De esta forma, la sentencia de muerte para Richard Speck fue conmutada en 1972 por la de prisión, con una privación de libertad de entre cincuenta y ciento cincuenta por cada una de las ocho víctimas, lo que suma entre cuatrocientos y mil doscientos años de condena, la más larga dictada en Estados Unidos hasta aquel momento.
En 1996, cinco años después de la muerte en su celda por infarto de Speck, apareció un vídeo grabado en 1988 dentro del Stateville Correctional Center, prisión de máxima seguridad en Illinois. El vídeo, de unas tres horas de duración, fue grabado por un preso usando material destinado a los cursos de formación para reclusos. En la grabación se puede ver a un Richard Speck absolutamente distinto al de 1966: media melena, rostro afeminado, senos propios de mujer, lencería femenina… En algunas escenas aparece practicando sexo oral y anal con su compañero de celda. También consumiendo cocaína. En el audio de la cinta se puede oír de voz de Speck: Si supieran lo mucho que me estoy divirtiendo aquí, me dejarían suelto. Obviamente el contenido del vídeo levantó oleadas de indignación de los familiares de las ocho víctimas, pero también de buen número de políticos de la época y de gran parte de la sociedad general. Era inaudito que con los impuestos de los ciudadanos se sufragaran estancias en prisión con aquellas connotaciones de «confort» y depravación. En algunas crónicas de este asesinato en masa —no en serie, como lo llaman erróneamente— se cuenta que Speck se hizo en el patio con un gorrión herido, al que cuidó y alimentó hasta que logró rehabilitarlo. Lo llevaba siempre consigo, atado con una cuerdecita por una de sus minúsculas patitas. El día que uno de los guardas le pidió que se deshiciera del pájaro, por no estar autorizada la tenencia de mascotas, Speck sencillamente desató la cuerdecita y arrojó el gorrión a las palas de un ventilador que, fijado al techo, sobre su cabeza, se hallaba en marcha.

La tragedia del Príncipe de Asturias

Naviera Pinillos

A principios del siglo XX dos compañías navieras españolas rivalizaban por la hegemonía en el transporte por mar de mercancías y personas. La Compañía Transatlántica Española, con sede en Santander, y la Naviera Pinillos, cuya sede estaba en Cádiz. «La Transatlántica», como se la conocía, tuvo su precedente en Cuba, como Compañía de Vapores Correo A. López, a mediados del siglo anterior. Obtuvo los favores de los gobiernos de la época, logrando excelentes contratos para el transporte de correo y pasajeros a América, consiguiendo un rápido crecimiento. En contrapartida, esta naviera colaboró en el traslado de tropas a las zonas en conflicto de ultramar. Sus fundadores, Antonio López y López y Patricio de Satrústegui y Bris, recibirían de manos de Alfonso XII los títulos de marqués y barón, respectivamente.
Por su parte, la Naviera Pinillos nació del impulso empresarial de Miguel Martínez de Pinillos y Sáenz de Velasco, un riojano afincado en Cádiz, Con una bricbarca y una fragata se inició en el tráfico marítimo entre Cádiz y las islas Canarias, aunque también comerció con algunos puertos antillanos. El hijo del fundador, Antonio Martínez de Pinillos e Izquierdo, modernizó la flota, apostando por los vapores en menoscabo de los veleros. Paradójicamente, La Transatlántica desaparecería totalmente arruinada en 2012, mientras la Naviera Pinillos sería absorbida por el importante grupo naviero Boluda.
Pero volvamos a inicio. Las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX vieron importantes cambios en la navegación. Fue la época en que los veleros cedieron el paso a los barcos a vapor. Tras los inicios, con barcos que necesitaban grandes cantidades de carbón para alimentar la desmesurada caldera y ruedas con palas a cada lado haciendo la función de remos, se pasó por fin a sistemas más eficientes, como la hélice sumergida. Por fin, el transporte marítimo no dependía de las corrientes y los vientos, sino del ingenio humano. Arrancaba la carrera de las navieras por poseer los mejores y más rentables buques. En esa carrera se encontraban la Transatlántica y la Pinillos en la primera década de 1900. Era tanta la rivalidad que si una llamaba a su nuevo vapor «Infanta Isabel», la otra bautizaba el suyo como «Infanta Isabel de Borbón», es decir, la misma persona.

El Titanic español

El 30 de abril de 1914 se lleva a cabo la botadura del Príncipe de Asturias, orgullo de la Naviera Pinillos. El transatlántico fue construido en Glasgow, en los astilleros de Kingston Yard por la empresa Russell & Co. El buque, de 140 metros de eslora y 18 de manga, era capaz de desplazar 16.500 toneladas a una velocidad de 18 nudos. Sería conocido como el Titanic español, por el gran lujo que exhibían las zonas de primera y segunda clase, equipadas para viajar con el máximo confort. Disponía de salones espléndidos para las señoras, como la biblioteca decorada al estilo Luis XVI; los caballeros contaban con el salón fumador, donde espirar el humo de sus puros confortablemente arrellenados en las butacas tapizadas en cuero fino. Tampoco faltaba la escalinata principal, de aspecto soberbio y punto de encuentro donde exhibir su opulencia los pasajeros ilustres. El salón de música era otro espacio donde relacionarse y pasar el tiempo en los largos días de travesía. La cubierta de primera clase servía de zona de paseo y recreo, pudiendo contemplarse el océano con toda comodidad, pues había sido cerrada con grandes cristaleras que protegían al pasaje del viento. También contaba la nave con la instrumentación más avanzada de la época, como la T.S.H — telegrafía sin hilos— de la reconocida marca Marconi´s Wireless Telegraph. Con la tragedia del Titanic aún en la memoria, el Príncipe de Asturias fue construido con avanzados compartimentos estancos y un fondo con tanques de lastre que podían ser llenados o vaciados de agua, para ajustar la estabilidad del barco en cualquier condición de navegación. De hecho, le fue otorgada la máxima calificación en este sentido por la agencia Lloyd’s.
El buque tenía capacidad para 390 pasajeros en las clases de primera, segunda y segunda económica —denominada así esta última para evitar el término «tercera»— y para 1500 viajeros en los sollados de emigrantes. El precio del pasaje iba desde las 6.500 pesetas del camarote familiar de lujo hasta las 250 pesetas de una litera en el sollado. La tripulación del buque rondaba las 200 personas. Su ruta asignada sería de Barcelona a Buenos Aires, con escalas en Valencia, Almería, Cádiz y Las Palmas de Gran Canaria para recoger pasajeros. Tras cruzar el Atlántico debía recalar en Santos (Brasil) y Montevideo, antes de fondear en Buenos Aires, desde donde debía partir el viaje de vuelta.
El navío estrella de la Naviera Pinillos fue confiado al capitán José Lotina Abrisqueta, experimentado marino vasco natural de Plentzia, en Vizcaya, donde alrededor de 1780 se había fundado la Escuela Náutica de Plentzia. Hombre religioso y de carácter ponderado, su más de una década de trabajo sin tacha en la compañía le proporciona la confianza de Antonio Martínez de Pinillos, propietario de la naviera e hijo del fundador.
El 15 de agosto de 1914 el Príncipe de Asturias inició su viaje inaugural. Era sábado, día de la Asunción de la Virgen, y aquel atardecer cientos de barceloneses se habían congregado en el muelle Baleares para ver zarpar a la joya de la marina mercante española. De allí se dirigiría a Valencia y a continuación a Cádiz, sede de la Naviera Pinillos. Ni en esa ocasión ni en ninguna otra, Antonio Martínez de Pinillos se interesó por visitar el barco. Aquel riojano austero se confinaba en la oficinas de la naviera, en la plaza de san Agustín de Cádiz, y pasaba prácticamente todas las horas del día trabajando en sus libros de contabilidad. Por fin, el 19 de agosto, el Príncipe de Asturias inicia su primera travesía del Atlántico. Apenas año y medio más tarde emprendería la última.

El sueño americano

Entre 1885 y 1930 se produjo el mayor flujo de emigrantes hacia tierras americanas. Varias fueron las causas que motivaron que tantos españoles se lanzaran en masa en busca de prosperidad. En primer lugar, el desolado estado de la agricultura, base de la economía del país, y su falta de expectativas para la población rural. En segundo término tenemos el servicio militar: las familias eran privadas por tres años de la ayuda de sus hijos, con el descalabro económico que ello suponía, a eso hay que añadir los conflictos bélicos en Marruecos, Cuba y Filipinas y la posibilidad de perder la vida en ellos. Esto explica que durante algunas etapas de la ola migratoria los varones jóvenes formaran en una proporción de cinco hombres por cada mujer el grueso de la emigración. Por último, el efecto llamada tuvo también su influencia en aquel proceso: ver volver de América a paisanos enriquecidos, o cuando menos en condiciones de mayor prosperidad, resultaba alentador en aquel panorama de miseria sin esperanza.
Afortunadamente, en aquella época coincidieron la oferta y la demanda. Los países sudamericanos se hallaban en plena etapa de crecimiento, necesitando mano de obra para la construcción de sus infraestructuras de carreteras y líneas ferroviarias. Algunos de estos países abrieron oficinas de emigración en ciudades españolas para abastecerse de esta mano de obra. Durante la Primera Guerra Mundial gran parte de esta emigración fue clandestina. Muchos hombres en edad militar, principalmente italianos, huyeron de la guerra europea desde puertos españoles. Las navieras no tuvieron escrúpulos a la hora e embarcar en los sollados de sus buques a estos emigrantes clandestinos. Era preciso rentabilizar la travesía. Las autoridades miraban a otro lado, compensando así a las navieras por su colaboración en el desplazamiento de tropas a las guerras de ultramar.
Los países preferidos por los españoles en su búsqueda de un porvenir mejor fueron Argentina y Cuba, en menor medida Uruguay y Brasil. Más de tres millones de españoles salieron del país entre 1900 y 1930. En su mayoría eran gallegos, asturianos y canarios, casi todos sin cualificación profesional, y en menor proporción comerciantes vascos o catalanes. Aunque muchos de ellos volverían a España convertidos en «ricos indianos», encarnando la parte más visible y destacada de la emigración, lo cierto es que hubieron muchos más que morirían en aquellas tierras lejanas dejando poco más de lo habían llevado.

El pasaje

Un año y medio después de su viaje inaugural, el Príncipe de Asturias estaba a punto de encontrarse con su destino.
Tras cinco travesías redondas —denominación náutica de los viajes completos de ida y vuelta—, el transatlántico se hallaba atracado en el muelle Baleares, en el puerto de Barcelona. Sus bodegas iban acogiendo las mercancías que iban a transportarse a América. Más de 3000 sacas de correo, un automóvil Renault 35 HP, 40.000 libras en oro con el que pagar el trigo argentino que llenaba los graneros españoles, compartían sitio en fondo del buque. Con todo, el cargamento más especial fue un monumento que desmontado en veinte cajas de cerca de una tonelada cada una debía ser entregado en Buenos Aires. La comunidad española en Argentina deseaba demostrar su compromiso con aquel país, enterrando cualquier recelo que pudiera quedar hacia la madre patria a los cien años de la independencia de la nación sudamericana. Para la celebración de ese centenario, se encargó al escultor catalán Aguntín Querol el proyecto que se llamó Monumento a la República. Desgraciadamente, el escultor murió al poco tiempo de iniciar la obra, por lo que se trasladó el encargo a otro artista español, Cipriano Folgueras, que debía seguir los bocetos de Querol. Apenas cinco meses después, Folgueras murió inesperadamente, pasando finalmente el proyecto a Josep Montserrat. Las imprevistas muertes de los dos primeros artistas y la demora en la entrega del mármol a causa de una huelga en las canteras de Carrara, impidieron la realización a tiempo del monumento y lo envolvieron en cierto halo de mal fario. Por fin parecía que el proyecto entraba en su recta final y no era deseable un nuevo contratiempo. Se encargó a Juan Mas i Pi, escritor y periodista catalán, redactor del Diario Español en Buenos Aires, la supervisión de la carga, traslado y desembarco del monumento en la capital argentina. Una labor que, si bien inició con gran celo, no podría completar.
Los pasajeros fueron embarcando. El doctor Zapata, médico del barco, controla que nadie acceda con síntomas de gripe, enfermedad que estaba causando estragos aquel invierno. La lista de apellidos ilustres de la época era extensa.
Francisco Chiquirrín, millonario navarro con grandes intereses económicos en Argentina, viajaba con su esposa y un sobrino, al que atendía una dama de compañía. Ocupaban dos camarotes de primera clase en la segunda cubierta.
Marcial Aguirre, oriundo de San Sebastián. Emigró muy joven a Argentina donde haría una gran fortuna. Viajaba con su esposa, sus cuatro hijos y dos doncellas.
Francisco Pérez y su esposa Margarita Gardey, con sus tres hijos. El matrimonio cordobés había emigrado a Buenos Aires, donde el esposo se estableció como médico. Allí logró prestigio profesional y nacieron sus hijos. Habían viajado a España para visitar a la familia y que los niños conocieran la tierra de sus padres.
Carl F. Deichman, ciudadano estadounidense que había ejercido de cónsul en distintos países asiáticos, viajaba a Santos, su nuevo destino como diplomático.
Louis Descotte Jourdan, afamado decorador, con dos familias, una de carácter oficial en Argentina y otra en Zurich, formada por su amante, María Victoria Gaber, y dos hijos, Julio José y María Herminia. Esta última sería, con los años, la madre de Julio Cortázar.
Podríamos seguir con otros pasajeros de apellido relevante, como Jauregui, Urtiaga, Eguiguren, Alsina, Caparrós, Ordogui.
El 17 de febrero de 1914 una multitud de curiosos de habían acercado al muelle barcelonés para admirar el majestuoso transatlántico y verlo iniciar su larga singladura hacia Buenos Aires. Igualmente, un buen número de familiares y amigos habían acudido a despedir a los viajeros y a la tripulación. En concreto, partieron de Barcelona 201 pasajeros y 193 tripulantes. Se habían previsto escalas en Valencia, Almería, Cádiz y Las Palmas, donde ingresarían nuevos pasajeros.
Aunque la cifra exacta varía de unas fuentes a otras, cuando el 24 de febrero el barco salió de su última escala, Las Palmas, viajaban a bordo 136 pasajeros en camarote de primera, segunda y segunda económica, 259 en el sollado de emigrantes y los 193 miembros de la tripulación. A esta cifra de 588 personas embarcadas algunas fuentes añaden un buen número de emigrantes clandestinos, principalmente jóvenes italianos que huían del reclutamiento forzoso en su país con destino a la Gran Guerra.

La travesía

El 24 de febrero, el Príncipe de Asturias partió de su última escala en territorio español . Desde el puerto de Las Palmas hasta la siguiente en Santos, en la costa brasileña, le esperaban ocho días de travesía por las frías aguas del Atlántico. Algunas fuentes señalan que tras este viaje, y por cuestiones de rentabilidad, al buque se le iba a designar la ruta de Barcelona a La Habana. Asimismo, parece ser que el capitán Lotina tenía previsto que esta fuese su última gran travesía del océano, que de hecho lo fue.
Al cuarto día de navegación, en su derrota, el Príncipe de Asturias se cruzó cerca del paralelo 27 con el Infanta Isabel, en viaje de vuelta de Buenos Aires. Las cubiertas de ambos buques se llenaron de pasajeros que se saludaban mutuamente. Manuel Balda, aficionado a la fotografía que viajaba en el Infanta Isabel, tomó en aquel instante la que sería la última fotografía del Príncipe de Asturias.
La vida a bordo transcurría todo lo plácida que el oleaje y los temporales habituales del Atlántico permitían. Por alguna razón, los viajes en barco han propiciado siempre el galanteo, la coquetería y cierta inclinación al hedonismo. En ello, y en otras relaciones más anodinas, dedicaban su tiempo los pasajeros de la nave. Las cubiertas, principalmente la de primera clase que estaba acristalada para evitar los vientos, se llenaban por la mañana de caballeros leyendo sus periódicos, mientras las señoras, en algunas casos ayudadas por sus doncellas, se ocupaban de distraer a los niños. Los comedores se abrían las seis de la mañana para el desayuno, a las diez para el almuerzo, a las dos para un refrigerio y a las cinco para la cena. A las nueve, Joaquín Cruz, el mayordomo, volvía a hacer sonar la campana, para ofrecer al pasaje un servicio de café, té o chocolate. Con los estómagos saciados, tras el almuerzo llegaban las partidas de tresillo y bridge, y tras la cena los ratos de flirteo en cubierta, bajo las estrellas. Aunque pudiera pensarse otra cosa, el pasaje emigrante era igualmente bien satisfecho en sus necesidades alimentarias, disponiendo en abundancia de legumbres, cocido, carnes y pescado.
Era costumbre que durante los primeros días de travesía se realizara un simulacro de salvamento. Aunque se intentó dar al acto un cariz de mera rutina, recalcando la condición insumergible del buque, lo cierto es que en cubierta muchos pasajeros, ya equipados con sus chalecos salvavidas, no podían dejar de recordar el hundimiento del transatlántico Lusitania, torpedeado en la primavera pasada frente a la costa de Irlanda. Se habían perdido más de mil vidas en el naufragio.

La tragedia

El día 4 de marzo amaneció totalmente cubierto y con marejada de suroeste. En aquellas condiciones no era posible establecer la posición del barco con exactitud, por lo que fue preciso aminorar la marcha y navegar por estima. En esa circunstancia se calcula la posición teórica del buque en función de la última ubicación cierta, el rumbo y la velocidad. Eso daría el nuevo emplazamiento con relativa precisión si no fuera por el abatimiento —desviación— ocasionado por los vientos y las corrientes.
El capitán Lotina tenía reputación de ser escrupulosamente puntual en sus travesías. Aquella situación le resultaba enojosa, parecía evidente que si las circunstancias no mejoraban pronto iba a ser imposible fondear en Santos a las seis de la tarde, como estaba previsto. Muy al contrario, por la tarde el cielo se encapotó aún más y empezaron los primeros chubascos. A las cuatro de la tarde muchos familiares de los pasajeros del Príncipe de Asturias empezaban a concentrarse en el puerto de Santos. Algunos hombres escudriñaban el horizonte, a la espera de ser los primeros en avistar el buque. A esa misma hora, el torrero del faro de Punta de Boí se inquietaba ante la espesa niebla que empezaba a cubrir la zona. La luz de ese faro era la única referencia en la oscuridad para los barcos que transitaban por la zona.
A medida que pasaban las horas, el aguacero, lejos de mejorar se convirtió en un verdadero temporal. En el puente, el tercer oficial, José Márquez, de guardia desde las 20:00 horas, da el relevo a Antonio Salazar, primer oficial al mando, al que acompaña el agregado Romualdo Carmona. Es medianoche y el estado del mar es de fuerte marejada. En su camarote, el capitán Lotina, sin poder dormir, no deja de darle vueltas a la situación. El barco debe estar muy cerca de la zona costera más peligrosa de Brasil. Sabe perfectamente que innumerables embarcaciones se han hundido al chocar contra el arrecife de Punta Pirabura. Había nacido la leyenda de que la abundancia de magnetita y uranio en su subsuelo falseaba el rumbo reflejado en las brújulas.
A las 03:00 horas, la naturaleza había creado la situación perfecta para la tragedia. La visibilidad se había reducido peligrosamente, el estado de la mar era cada vez más aterrador, la tormenta se desataba en toda su magnitud y desde la madrugada del día 3 de marzo, que se estableció la última posición exacta, el barco navegaba por estima acercándose a una zona muy comprometida.
El oficial de guardia, a través del tubo acústico, avisó al capitán, que en pocos minutos se presenta en el puente. Lotina observa la situación y saliendo al exterior busca la luz del faro de Punta de Boí. La niebla era tan densa que ni siquiera en los breves instantes en que el cielo es iluminado por los relámpagos consigue ver nada. Vuelve al puente y ordena al telegrafista que ponga los aparatos en posición de atención. A continuación da la orden de «avante media», bajando la velocidad del navío a 10 nudos.
A las 04:00 horas, Rufino Onzain y Alfredo Dorda relevan a Salazar y Carmona en el puente. El capitán apenas responde a los «buenos días» de los oficiales, e inmediatamente ordena hacer sonar la sirena del buque a intervalos. Pese a ser una orden que siempre se evita por no molestar al pasaje que duerme, Lotina no puede esperar más, consciente que la visibilidad es nula y que deben estar muy próximos a tierra. A continuación, en pocos minutos ordena dos cambios de rumbo de cinco grados a babor, pensando alejar el barco de la costa, que presiente muy cerca.
Nadie habla en el puente. La tensión es general. Todos rastrean con la mirada el costado de estribor rogando divisar la luz del faro de Punta de Boí. De repente, no a estribor, sino a proa, perciben el destello de luz. Horrorizados se dan cuenta que van directos hacia el acantilado, justo bajo el faro. Lotina grita la orden de «atrás toda» y, dirigiéndose al timonel, «todo a babor». Se ordena, también, accionar el cierre de los compartimentos estancos. Demasiado tarde. Ninguna de esas órdenes puede ser completada. Son las 04:15 horas, el choque contra el arrecife sumergido de Punta Pirabura es brutal. Literalmente, el buque salta en el aire y al caer la roca corta el fondo de proa a popa. La bodega de proa, desfondada por completo, recibe masivamente el agua marina, inundando los entrepuentes donde en los sollados duermen los emigrantes. El ímpetu del agua que entra arranca las calderas de su emplazamiento. El agua hirviendo achicharra a los fogoneros y a todo aquel que encuentra a su paso.
En el puente, el capitán Lotina ordena que se arríen los botes salvavidas y que se lance un SOS desde la la sala de telegrafía. Rufino Orzain, Alfredo Dorda y el médico, doctor Zapata, que acababa de llegar a cubierta, son barridos por una ola cuando intentaban arriar los botes. Otra ola barre el puente y lo sumerge, atrapando al capitán. Inmediatamente, en el momento en que el telegrafista se dispone a cumplir la orden de SOS se produce una violenta explosión en la sala de calderas, dejando todo el transatlántico a oscuras. Toda la zona de la clase segunda económica queda destruida por la explosión.
El pasaje, en su mayoría durmiendo en el momento de la colisión, despierta entre la estupefacción y el terror. Todos se lanzan a oscuras buscando las cubiertas, donde muchos serán barridos por las olas. El barco de hunde de proa, quedando la popa arriba, con las hélices en el aire. Allí si producirían escenas terribles:

Alejandro López, un joven camarero del barco, es atacado a cuchilladas por un pasajero que intenta arrebatarle el chaleco salvavidas. López recibe dos puñaladas: una en la cara y otra en un brazo hasta que de una patada arroja a su agresor al agua. Un hombre consigue alcanzar la cubierta del buque con su mujer y sus tres hijos. Se dispone a hacerlos bajar por un cabo al agua cuando son barridos de la cubierta por una ola. El hombre se incorpora y a duras penas consigue agarrar el cuerpecillo de un crío. Horas después, al ser rescatado, comprobará con horror que se trata de un niño de otra familia. Su mujer y los tres niños han perecido… (Naufragio, Francisco García Novell)

Ni un solo bote ha podido ser arriado. El barco está inclinado unos setenta grados. En popa, algunos pasajeros intentan llegar al agua bajando con ayuda de lo que encuentran. Otros se lanzan, directamente. Una nueva explosión y el buque se hunde definitivamente, llevándose al fondo a los pasajeros atrapados en el casco. Muchos de los que estaban ya en el agua son arrastrados también por el remolino que forma la nave al hundirse.
El mar se llena de gritos. En la oscuridad, algunos encuentran restos flotando a los que asirse: fardos procedentes de las bodegas, trozos de madera de las cubiertas arrancados por la explosión, restos de botes descuajados de los pescantes… Otros nadan desesperadamente hacia la costa. Marina Vidal, pasajera de segunda clase, logra aferrarse a un trozo de bote que flota a su lado. Impulsándose con las piernas intenta ir hacia la luz del faro. En el trayecto insta a otras cuatro personas a agarrarse a los restos del bote. Logran llegar a la costa y ponerse a salvo sobre una roca. Otros que están nadando hacia la costa son arrojados contra el acantilado por un mar embravecido, muriendo allí. Un único bote entero, milagrosamente arrancado del pescante y caído al mar, se debate entre las olas. El oficial Orzain consigue llegar hasta él. A bordo, diecisiete náufragos van a la deriva. Con ese bote, Orzain conseguiría, con ayuda de otros, llevar a tierra a más de cien personas, rescatándolas de una muerte segura.
A mediodía del del 5 de marzo, el navío francés Vega, transita por la zona. Se encuentra con los primeros restos del naufragio. Fardos de mercancías, trozos de madera, toda clase de despojos lanzados al mar por las explosiones anteriores al hundimiento del Príncipe de Asturias. El carguero francés ralentiza la marcha y la tripulación escudriña la superficie del agua en busca de supervivientes. No tardan en divisar una tabla desde la que dos hombres hacen señales desesperadas para ser vistos. Se arría un bote y son rescatados Alejandro López, el camarero al que le intentaron arrebatar el chaleco, y el agregado Romualdo Carmona. Relatan las circunstancias del naufragio al capitán del Vega. A medida que el carguero avanza van apareciendo más y más restos. El panorama es tremendo y el capitán ordena arriar los botes y rastrear la zona. Orzain, que seguía buscando supervivientes con la ayuda de varios remeros, divisa los botes y rápidamente se atan unas camisas en el extremo de los remos y se agitan para llamar la atención de los rescatadores. Cuando son llevados a bordo ante el capitán del Vega, el oficial del Príncipe de Asturias relata que en las ocho horas transcurridas desde el hundimiento había logrado poner a salvo en la costa a más de cien personas, y que era preciso traerlas a bordo. Rápidamente, el carguero se dirige hacia el lugar que Ordain le indica, conocido como Pedras Duras. La marejada y lo peligroso de la zona convirtieron el rescate de aquellos náufragos en toda una odisea. En total, el Vega rescató a ciento cuarenta y tres personas.
A las ocho de la mañana del día 6 de marzo llegó el mercante francés a Santos. Un grupo de familiares de los pasajeros del Príncipe de Asturias llevaban casi dos días acudiendo al muelle a la espera de la llegada del transatlántico español. Con ellos, el señor Troncoso, agente de la compañía Pinillos en Santos, y Gonzalo Trevijano, cónsul de España en Brasil. El Vega no disponía de telégrafo a bordo, por lo que nada sabían aún de la tragedia del navío español. Las malas noticias se propagaron rápidamente, y con ellas un sentimiento de pesadumbre y abatimiento. Las autoridades brasileñas envían un buque de guerra y un remolcador de altura al lugar del hundimiento. El cónsul español, ese mismo día, enviará un telegrama al ministro plenipotenciario de España en Petrépolis, en el estado de Río de Janeiro, informando del desastre. Éste, a su vez, trasladaría la pésima noticia a las autoridades de Marina en España. Los días siguientes, la prensa de todo el mundo se haría eco del fatal accidente del transatlántico hispano.
Esa misma mañana, desde Santos se telegrafía al buque español Patricio de Satrústegui, en navegación cerca de la zona del naufragio, informando al capitán, Enrique Aparicio, de la tragedia del Príncipe de Asturias, y solicitándole rastrear el área. A bordo viajaba Eulogio Orzain, hermano del segundo oficial del navío hundido, que al conocer la terrible desgracia teme por la suerte de su hermano Rufino. Después de siete horas de rastreo, tan solo ha sido posible rescatar del mar seis cadáveres, cuatro hombres y dos mujeres. Cuando el Patricio de Satrústegui pone rumbo a Santos se cruza con el remolcador brasileño. Ambas embarcaciones se ponen en contacto por telegrafía. El barco español le indica al brasileño el lugar exacto del naufragio. Por su parte, el radiograma del remolcador anuncia que el cónsul español viaja a bordo e informa que ciento cuarenta y tres supervivientes habían sido desembarcados en Santos por un mercante francés. Añade a esto que el capitán Lotina había desaparecido en el mar y que el segundo oficial, Rufino Orzain, había sobrevivido. La alegría y el alivio de Eulogio Orzain fueron inmensos.
Los siguientes días el mar fue devolviendo a la orilla algunos cadáveres, que según fuentes de la época eran saqueados por desaprensivos locales. Pero cuando ya parecía imposible encontrar más supervivientes, unos pescadores de la isla de Buzios divisaron unos bultos en el agua. Se dirigieron a ellos y encontraron a tres hombres y un niño vivos aferrados a un gran fardo que flotaba. Se hallaban a diez millas del lugar del naufragio. Dos días en alta mar, arrastrados por las corrientes hacia la costa de la isla. Uno de ellos, el padre del niño, relató su odisea: aquella fatídica madrugada, en el momento del naufragio, consiguió que su mujer subiera a un bote salvavidas y corrió al camarote a buscar a su hijo. Al volver ya no había bote a la vista, se lanzó al agua con el pequeño, lo puso a su espalda y buscó dónde aferrarse, encontrando el fardo flotando con dos hombres más. Los pescadores de la isla de Buzios cuidaron a los cuatro supervivientes durante siete días, hasta que pasado el temporal pudieron trasladarlos en piragua hasta Villa Bella, desde donde se telegrafió a Santos para dar cuenta de su salvación.

Consideraciones finales

Las cifras de víctimas y supervivientes varían según las fuentes. Resulta lógico si pensamos que ya había distintas cifras para el pasaje inicial. Cuando unos hablan de 588 personas a bordo, otros los aumentan hasta 600. Y eso sin contar con quienes aseguraron que podían ser más de 1100, si se sumaban los emigrantes clandestinos. Un dato incuestionable es que se salvaron más tripulantes que pasajeros, en una proporción desmedida: de los 193 miembros de la tripulación, 87 sobrevivieron —casi la mitad—, mientras que de unos 400 pasajeros sólo lo hicieron 59.
La explicación es sencilla. Antes de amanecer se realizaban trabajos de limpieza, se fabricaba el pan, se adecuaban los comedores para el primer desayuno de las 06:00 horas, se comenzaba en las cocinas con los preparativos para el almuerzo… También se hallaban en sus puestos los fogoneros, los operarios de máquinas, el timonel, el telegrafista, oficiales de puente. Es decir, buena parte de la tripulación estaba despierta. Por el contrario, a esa hora de la madrugada, el pasaje duerme en sus camarotes. Si pensamos en la rapidez con que ocurrió todo —poco más de diez minutos desde el choque contra el arrecife hasta el hundimiento—, parece claro pensar que poca oportunidad de salvación tuvieron los pasajeros. Esta circunstancia puede también explicar el escaso número de mujeres que se salvaron, tan solo seis, frente a los cincuenta y un hombres que lo hicieron. Muchos de estos pasajeros varones, alertados por la brutal colisión con las rocas, se lanzaron a cubierta en camisa de dormir para indagar lo ocurrido. Las señoras, siempre reacias a aparecer en público sin hallarse completamente vestidas, perdieron los pocos minutos que les hubieran otorgado una mínima posibilidad de salvación.
Asimismo, decenas de niños perecieron en la catástrofe. Únicamente se salvaron dos. Antonio Franco, de diez años, que viajaba a Buenos Aires para unirse a unos familiares, labrarse un porvenir y aliviar una carga a sus padres, consiguió ponerse el chaleco salvavidas y lanzarse al mar; en el agua, un individuo le arrebata el chaleco, y aun así, el chico logra nadar hasta la costa. Pedro García, apenas año y medio; de repente, en cubierta, una mano lo aferra y acto seguido está en el agua; el hombre que lo ha cogido lo retiene junto a él y consiguen llegar hasta una tabla que flota con dos náufragos subidos a ella; una vez a salvo en la tabla, el hombre se da cuenta que no es su hijo el niño al que ha salvado.
Una de las fuentes más fiables ofrece el desglose de los pasajeros supervivientes: siete de primera clase, nueve de segunda, otros nueve de segunda económica y treinta y cuatro de tercera.
En cuanto a las causas del naufragio, aunque parecen claras, no faltaron voces discordantes, algunas de ellas procedentes incluso de supervivientes. Quizá pensando que las indemnizaciones de la aseguradora serían mayores si se achacaba la catástrofe a la negligencia de la tripulación, se llegó a decir que la mayoría de los oficiales estaban borrachos esa noche, por lo demás totalmente plácida y serena, sin marejada ni tormenta. La circunstancia de que el fatídico día era sábado de carnaval y se había celebrado una fiesta a bordo dio cierta base de credibilidad a los difusores del bulo. Quien conociera mínimamente al capitán José Lotina descartaría semejante patraña. Aquel vasco, de profundo sentimiento religioso, serio y riguroso en el gobierno de su buque, no hubiera permitido jamás una pizca de desorden entre sus oficiales, por mucha fiesta que celebrara el pasaje.
Hubo también quienes inventaron la historia de que el capitán y el resto de oficiales habían planeado el robo del oro transportado a bordo, trasladándolo a otra embarcación en mitad del océano y provocando más tarde el hundimiento del Príncipe de Asturias. Ciertamente, las diversas expediciones de cazadores de tesoros que descendieron los cuarenta y cinco metros de agua salada que separaban la superficie marina del casco hundido del barco no hallaron rastro del supuesto oro. Al menos, oficialmente así lo aseguraron.
Tampoco pudo faltar quien responsabilizara del hundimiento al torpedo disparado por una submarino alemán, como ocurriera un año antes con el transatlántico Lusitania. Circunstancia ésta que, sin ser el caso, hubiera podido ser muy posible. De hecho, el propio carguero francés Vega, sería hundido apenas un mes después. A unas ochenta millas de Barcelona, cuando se dirigía a Marsella en viaje de vuelta desde Brasil, fue interceptado por un submarino alemán. El capitán del mercante fue requerido para abandonar el buque con toda la tripulación. Una vez que toda la dotación del mercante estuvo en los botes salvavidas, el submarino torpedeó el Vega, hundiéndolo. El destino quiso que aquellos franceses que un mes antes habían rescatado a tantos españoles frente a las costas de Brasil, fueran ahora salvados por el vapor correo español Jaime II.
El 20 de marzo, dos semanas después de la tragedia, los tripulantes supervivientes del Príncipe de Asturias embarcaban en el Patricio de Satrústegui para su regreso a tierras españolas. El 4 de abril desembarcaron en Santa Cruz de Tenerife, para acto seguido continuar viaje en el vapor Barcelona hasta esta misma ciudad, a donde llegaron el 17 de abril de aquel 1916, que nunca iban a olvidar.

Voluntad

Acto con que la potencia volitiva admite o rehúye una cosa, queriéndola, o aborreciéndola y repugnándola.

Elección de algo sin precepto o impulso externo que a ello obligue.

Facultad de decidir y ordenar la propia conducta.

Burlar

Esquivar a quien va a impedir el paso o a detenerlo.

Frustrar, desvanecer la esperanza, el deseo, etc., de alguien.

Esquivar la acometida del toro.

Trampa

Artificio de caza que atrapa a un animal y lo retiene.

Infracción maliciosa de las reglas de un juego o de una competición.

Deuda que se tarda en pagar.

Turbar

Alterar o interrumpir el estado o curso natural de algo.

Sorprender o aturdir a alguien, de modo que no acierte a hablar o a proseguir lo que estaba haciendo.

Interrumpir, violenta o molestamente, la quietud.

Peso

Fuerza con que la Tierra atrae a un cuerpo.

Entidad, sustancia e importancia de algo.

Pesadumbre, dolor, disgusto, preocupación.

Giro

Vuelta alrededor de un punto o un eje.

Variación con respecto a la dirección o a la intención original.

Tratándose del lenguaje o estilo, estructura especial de la frase, o manera de estar ordenadas las palabras para expresar un concepto.

Movimiento o traslación de caudales por medio de letras, libranzas, etc.

Peregrino

El que anda por tierras extrañas.

Extraño, especial o pocas veces visto.

Alma que está en la vida mortal de paso para la eterna.

Línea

Sucesión continua de puntos.

Dirección, tendencia u orientación.

En pintura, el dibujo, por contraposición al color.

Vía terrestre, marítima o aérea.

Senda

Camino más estrecho que la vereda, abierto principalmente por el tránsito de peatones o de ganado menor.

Procedimiento o medio para hacer o lograr algo.

Ilusión

Cosa que se percibe como real siendo imaginaria.

Esperanza sin fundamento real y cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo.

Objetivo

Que existe realmente, fuera del sujeto que lo conoce.

Punto o zona que se pretende alcanzar u ocupar como resultado de una operación militar.

Desinteresado, desapasionado.

Puente

Lo que sirve para poner en contacto o acercar dos cosas distintas.

Construcción de piedra, ladrillo, madera, hierro, hormigón, etc., que se construye y forma sobre los ríos, fosos y otros sitios, para poder pasarlos.

Día o serie de días que entre dos festivos o sumándose a uno festivo se aprovechan para vacaciones.

Zozobrar

Peligrar una embarcación por la fuerza y contraste de los vientos.

Estar inquieto o desazonado por la inseguridad respecto de algo o por la incertidumbre sobre lo que conviene hacer.

Especial

Singular o particular, que se diferencia de lo común o general.

Muy adecuado o propio para algún efecto.

Que está destinado a algún fin concreto o esporádico.

Que está por encima de lo normal o habitual por significativo o estimado.

Reserva

Prevención o cautela para no descubrir algo que se sabe o se piensa.

Acción de destinar un lugar o una cosa, de un modo exclusivo, para un uso o una persona determinados.

Fondo

Parte interior de una cosa hueca.

Zona más alejada de la entrada o de un punto de referencia.

Condición o índole de alguien.

Parte principal y esencial de algo, en contraposición a la forma.

Razón

Acierto, verdad o justicia en lo que alguien dice.

Argumento o demostración que se aduce en apoyo de algo.

Gastar

Hacer que algo se deteriore por el uso.

Tener alguien habitualmente una determinada actitud.

Utilizar o poseer.

Reconstrucción

Unión o evocación de recuerdos o ideas para completar el conocimiento de un hecho o el concepto de algo.

Vela

Vigilia.

Paño que recibe el viento que impele una nave.

Centinela o guardia que se ponía por la noche en los ejércitos o plazas.

Pieza generalmente cilíndrica o prismática y de cera o parafina, con un pabilo en su eje y que se utiliza para alumbrar.

Cruz

Lado de una moneda opuesto al que se considera anterior y principal.

Sufrimiento o dolor que se soporta durante mucho tiempo.

Peso, carga o trabajo.

En las tahonas, los cuatro palos que en dos direcciones perpendiculares entre sí abrazan el eje y afirman la corona de la rueda principal.

Nave

Cada uno de los espacios en que se dividen longitudinalmente las iglesias, las lonjas y otros edificios importantes.

Embarcación de estructura cóncava y, generalmente, de grandes dimensiones.

Cómplice

Que mantiene intimidad estrecha con otro.

Persona que, sin ser autora de un delito o una falta, coopera a su ejecución con actos anteriores o simultáneos.

Distinguir

Conocer las diferencias entre unas cosas y otras.

Lograr ver pese a la lejanía o a cualquier otra dificultad.

Hacer particular estimación de unas personas prefiriéndolas a otras.

Expuesto

Colocado de forma que pueda ser admirado.

Puesto de manera que reciba la acción directa de un agente.

Aventurado, peligroso.

Dibujar

Representar mediante líneas y sombras una figura en una superficie.

Indicarse o revelarse lo que estaba callado o oculto.

Tono

Cualidad de los sonidos que permite ordenarlos de graves a agudos.

Energía, vigor, fuerza.

Grado de coloración.

Fuga

Abandono inesperado del domicilio o del ambiente habitual.

Composición que consiste en la repetición de un tema y su contrapunto, con cierto artificio y por diferentes tonos.

Abatir

Inclinar o tumbar lo que estaba vertical.

Descender un ave sobre su presa. Hacer caer sin vida a una persona o animal.

Nota

Apunte sobre alguna cosa o materia para extenderse después o acordarse de ella.

Fama, concepto o crédito de alguien.

Distancia

Espacio lineal que media entre dos cosas. Alejamiento, desapego, desafecto entre personas.

Espacio o intervalo de lugar o de tiempo que media entre dos cosas o sucesos.

Oficio

Dominio o conocimiento de la propia actividad.

Pieza que está aneja a la cocina y en la que se prepara el servicio de mesa.

Nido

Sitio al que se acude con frecuencia.

Lugar donde se juntan personas, animales o cosas despreciables.

Huguette Marcelle Clark

Una vida a su antojo

Introducción

Los titulares de prensa anunciando la muerte de la millonaria Huguette Clark a los 104 años de edad fueron el señuelo. La peculiar vida de la que fuera hija del senador Clark, relatada brevemente en artículos periodísticos de todo el mundo con motivo del fallecimiento, suscitó la fascinación que me empujaría a ahondar más en su biografía

La principal fuente de información la obtuve de una detestable, aunque suficiente, traducción de Google Translate del libro Empty Mansions: The Mysterious Story of Huguette Clark and the Loss of One of the World’s Greatest Fortunes, de Bill Dedman y Paul Clark Newell. El primero es un prestigioso periodista norteamericano ganador del Pulitzer, y el segundo nada menos que un pariente lejano, sobrino segundo podría decirse, de la propia Huguette Clark. Bill Dedman se topó con la historia por casualidad. Mientras buscaba casas a la venta a no más de una hora de Nueva York dio con una web donde se listaban éstas en orden de precio. La primera y más cara era una propiedad en Connecticut que se había rebajado de los 35 millones de dólares iniciales hasta los 24 millones. De entrada, el nombre de la propietaria, Huguette Clark, no le sonó para nada, sin embargo, ese nombre iba a convertirse para él en algo muy familiar. Le llamó la atención que la propiedad, una mansión de más de 1.300 metros cuadrados y veintidós habitaciones, en medio de cincuenta y dos hectáreas de terreno, no hubiera sido habitada nunca por su propietaria desde que la adquiriera en 1951. ¿Quién podía permitirse el lujo de mantener semejante posesión que sólo en impuestos generaba un gasto equivalente a los ingresos anuales de cuatro años de una familia tipo americana?

Y así empezó todo. Pronto la investigación de Dedman empezaría a dar sus frutos, poniéndose más interesante con cada nuevo hallazgo. Dar con Paul Clark Newell y que éste estuviera continuando la biografía del senador Clark iniciada por su padre, puede decirse que fue una feliz y provechosa circunstancia. De esa colaboración saldría en 2013 el libro citado, que sería uno de los más vendidos entre los de no ficción. La historia tenía todos los ingredientes para convertirse en un éxito: una millonaria misteriosa, a la que algunos empleados nunca verían en persona, que pasa sus últimos veinte años de vida en un hospital sin estar enferma, espléndidas mansiones donde puede verse un Renoir, un Monet, o escucharse un Stradivarius, una herencia de 300 millones de dólares y una enfermera muy beneficiada por ella, unos parientes que impugnan un testamento en el que no se les deja nada… Aparecen algunas preguntas: ¿Sabía una Huguette ya anciana lo que firmaba en aquel testamento? ¿Fue manipulada su voluntad por personas de su entorno en beneficio propio?

Empecemos por el principio…

El origen de la fortuna

Los primeros Clark llegaron a América coincidiendo con el nacimiento de EEUU como una nueva nación. Las conocidas como Las Trece Colonias se sublevaron al dominio del Reino de Inglaterra. Promulgaron la Declaración de Independencia y tras ocho años de guerra, con Francia y España como aliados, los ingleses claudicaron en 1783 en el Tratado de París. Dos tercios del actual territorio estadounidense quedarían bajo dominio español y francés, mientras el tercio restante, delimitado por la frontera de Canadá, la región de la Florida, la costa atlántica y el río Missisippi, constituiría EEUU. Posteriores anexiones, compras y cesiones de territorio irían ampliando la nueva nación hasta lo que es hoy en día.

William Andrews Clark, el padre de Huguette, que llegaría a ser uno de los hombres más ricos del mundo y se haría construir una mansión en Manhattan que costó el equivalente a 250 millones de dólares de hoy en día, siempre solía decir que había salido de una cabaña de troncos. Aunque esto es estrictamente cierto, la realidad es que su abuelo poseía una granja de 172 acres en un remoto lugar de Pennsylvania llamado Dunbar Township, al sureste de Pittsburgh. Muy cerca de allí, en Connellsville, se establecieron John y Mary, padres de W.A. Clark a su llegada a los EEUU.

John Clark había nacido en 1797 en Dunbar, muy cerca de Edimburgo y Mary, su esposa, descendía de una familia hugonote francesa que llegó a Escocia huyendo de la encarnizada persecución a los protestantes llevada a cabo por los católicos en Francia. De allí pasarían más tarde al norte de Irlanda y de allí, finalmente a América. Establecidos ya en Connellsville, tuvieron once hijos, de los cuales solo ocho llegaron a la edad adulta. W.A. Clark fue el segundo hijo en orden de nacimiento y el primer varón del matrimonio. Si bien Jonh transmitió a sus hijos su energía y el orgullo de prosperar a través del trabajo duro, por su parte, la madre les inoculó valentía y ambición.

En 1856, con sesenta y dos años, John vendió la granja y trasladó a la familia al oeste, a Iowa, a más de 1000 kilómetros, que recorrería en tren, diligencia y barco de vapor. Con diecisiete años, el joven Will condujo los caballos de la familia por sí solo y por delante de sus padres y hermanos. En Iowa retomó sus estudios, al tiempo que ayudaba en la granja, y se matriculó en estudios clásicos y derecho. La fiebre del oro se extendió rápidamente por América y Will no pudo resistirse a ella. Dejó los estudios en 1862 y se fue en busca del metal precioso. Kansas, Colorado, Idaho y Montana serían sus próximos destinos. Pero enseguida se da cuenta de que los mineros se gastan alegremente todo lo que obtienen por el poco oro que encuentran, y decide hacerse comerciante. Cargando su carreta de mantequilla, tabaco y huevos recorre las explotaciones mineras obteniendo un buen beneficio con la venta. En ese comercio entró en contacto con los vigilantes, grupos de hombres que administraban justicia ante la falta de orden y ley, y que intentar limpiar los caminos de bandas de ladrones. Y, como ellos, se hace masón. Pasa el tiempo y su ambición crece: obtiene un contrato estatal para transportar el correo a través de territorios dominados por los indios, se casa con Katherine Louise Stauffer y se establece en Deer Lodge, Montana, convirtiéndose en un próspero comerciante y banquero.

Fueron llegando los hijos, hasta siete, aunque dos morirían a edad temprana. Se hace con algunas minas, en principio consideradas de escaso valor, en la cercana ciudad de Butte, a donde se había trasladado con la familia. Aprende minería y da con vetas ricas en cobre, mineral cada vez más valioso en un país lanzado al trazado del telégrafo. En pocos años se convirtió en un hombre rico. Su esposa y sus hijos pasaban largas temporadas en Europa y Nueva York. Representó a Montana en la Exposición Universal de Filadelfia en 1876, donde 35 países expusieron sus logros y en la que se presentó la máquina de escribir Remington, el tomate frito Heinz e incluso el teléfono de Graham Bell. También se expuso el brazo con la antorcha de la Estatua de la Libertad, aunque habrían de pasar diez años hasta que el resto llegara desde Francia. En 1993, su esposa Kate, murió de fiebre tifoidea y para ella hizo construir un panteón en el cementerio de Woodlawn, en Nueva York, donde finalmente también sería enterrado él y gran parte de sus descendientes, incluida Huguette Clark.

Viudo a los cincuenta y cuatro años y con cinco hijos entre los trece y los veintitrés, W.A. Clark necesitaba otra esposa. Aún establecido en Butte, donde era considerado un hombre justo y el motor de la región, se ocupó de apoyar a jóvenes artistas de la música. Entre ellos estaba Anne LaChapelle, cuya familia en un primer momento había llegado a Canadá desde Europa. De Quebec se trasladaron a EEUU, como muchos otros franceses que habían emigrado a Canadá. El padre de Anne era sastre, aunque también ejerció de curandero vendiendo un tónico para los ojos, y la madre atendía a los mineros que estaban alojados en habitaciones de la casa, lo que suponía otra pequeña aportación a los ingresos familiares. Bajo la tutela de W.A. Clark, Anne estudió música y canto, empezando a interesarse por el arpa. Ante sus buenas aptitudes para el instrumento es enviada a París, donde perfeccionar su técnica. Por aquel entonces, W.A. Clark poseía un espacioso apartamento en la avenue Victor Hugo, donde había residido su difunta esposa con los hijos durante sus estancias en París, y que ahora iba a destinarse a alojar a cuatro féminas: la estudiante de música Anne y una hermana y dos sobrinas del que ya empezaba a ser conocido como el Rey del cobre de Montana.

W.A. Clark, incansable, no perdía una oportunidad de negocio: se hizo con nuevas minas en Arizona, con empresas de energía, con periódicos, con fundiciones, y entró en el negocio del ferrocarril, construyendo la línea ferroviaria de desde Salt Lake hasta San Pedro, cerca de Los Ángeles. Y al mismo tiempo que se enriquecía más y más enriqueció también a sus hermanos. Toda la familia acabaría concentrándose en Los Ángeles.

En julio de 1904 mandó un telegrama a uno de sus periódicos desde Europa para decir que se había casado con Anne LaChapelle y habían tenido una hija. De hecho, la boda había tenido lugar el 25 de mayo de 1901, tres años antes. W.A. Clark contaba ya con sesenta y dos años y Anne tan solo veintitrés. Al año del enlace, en el sur de España, había nacido Louise Amelia Andrée Clark y cuatro años más tarde, en París, lo hizo Huguette Marcelle Clark.

La locura de Clark

Tras su estancia en Europa, los Clark vuelven a EEUU en julio de 1910. W.A. Clark y Anne LaChapelle, con sus hijas, Andrée y Huguette, desembarcan en el puerto de New York del transatlántico Teutonic de la White Star Liner, procedente de Cherbourg. El buque, de 177 metros de eslora, fue uno de los primeros en incorporar lujosos camarotes de primera clase o Saloon Class, destinados a pasajeros y familias acaudaladas, totalmente separados de la tercera clase o Steerage, ocupados en su mayoría por población inmigrante. Los fotógrafos de prensa solían acudir al puerto donde atracaban los grandes transatlánticos para plasmar la llegada de estos pasajeros de primera clase, con cuyas fotografías nutrían las páginas de ecos de sociedad de sus periódicos. En una de estas fotografías quedaron perpetuados W.A. Clark y sus dos hijas, no así Anne, que prefirió mantenerse apartada del enfoque de la cámara.

W. A. Clark con Andrée y Huguette

La mansión que debía ocupar la familia en New York se encontraba todavía en fase de construcción, pese a que los cimientos se habían puesto diez años antes. El retraso era debido a la magnitud de la obra y a que W.A. Clark no cesaba de modificar los planos para hacerla más y más fastuosa, no dudando para ello en comprar hasta cinco casas vecinas. El lugar elegido para semejante alarde de ostentación fue la esquina de la Quinta Avenida con la calle setenta y siete, frente al Central Park, con vecinos — los Vanderbilt y los Astor— tan ricos como los propios Clark. Se trataba de una construcción que iba a ser calificada como la residencia privada más notable, hermosa y costosa del país, aunque algunos la llamaron La locura de Clark, calificándola de mamotreto ostentoso propio de un megalómano.

Por el momento, WA Clark envió a su esposa y a sus hijas a su espléndida casa de Butte, en Montana, donde había iniciado su fortuna en las minas de cobre. Él se quedó en New York, acelerando la terminación de la mansión. Para ello, y para controlar mejor los costes, compró algunas de las empresas que debían suministrar los materiales, entre ellas una fundición y varios talleres de marmolistas y carpinteros.

Fueron 121 dependencias en seis plantas, más una cúpula que añadía la altura de tres plantas más. La entrada principal era una reja de bronce de seis metros de altura, por donde se podía acceder en carruaje. También supo prever la necesidad de adaptar la planta baja a la incursión del automóvil en la vida americana. En el jardín delantero se construyó una rotonda, donde la familia se apearía en el futuro tanto de carruajes de caballos como de automóviles. La mansión sería finalmente habitada en 1911 y costó lo que hoy equivaldría a unos 250 millones de dólares. Cuando se presentó la casa en sociedad, los periodistas contaron 26 dormitorios, 31 baños, cinco galerías de arte, varias bibliotecas, salón para fumar y una sala de billar de 160 metros cuadrados, con una vidriera del siglo XIII procedente de la catedral de Soissons, en Francia. En los sótanos había piscina, baños turcos, trasteros y un ferrocarril particular que conectaba con la vía general exterior, por donde llegaba el carbón que quemaba una caldera que proporcionaba calefacción y alimentaba a su vez la planta de frío, las dinamos que accionaban los dos ascensores interiores y las 4200 bombillas de la mansión. Disponía incluso de una zona de cuarentena, con dormitorio, baño y cocina para aislar enfermos en caso de epidemia.

En cuanto al mobiliario baste decir que era digno de la casa: alfombras de piel de tigre, un reloj que había pertenecido a María Antonieta, una chimenea del siglo XVI originaria de un castillo de Normandía, vajillas de 900 piezas, vidrieras esplendidas, infinidad de libros de gran valor… En ese decorado opulento, Andrée y Huguette pasarían muchas horas descubriendo y disfrutando de infinidad de objetos bellos, escondites secretos, salones magníficos, como el Salón Doré, del tamaño de una casa convencional, con vistas al Central Park, donde se celebraban cenas con invitados de la talla de JP Morgan o Andrew Carnegie. Sin embargo, la habitación que Huguette iba a recordar siempre con más cariño era la biblioteca, con miles de volúmenes. Allí estaban Dickens, Conan Doyle, Poe, Thoreau, Ibsen y Twain, pero también obras francesas de Jean-Pierre Claris de Florian o las fábulas de Jean de La Fontaine, como La hormiga y el saltamontes o El avaro que perdió su tesoro que Huguette leía con entusiasmo.

Mansión de los Clark

Clark, senador

Como hombre de negocios, Clark había tenido siempre una buena reputación, siendo reconocido por una amplia mayoría como un hombre trabajador incansable, enérgico pero justo en sus tratos comerciales. Contó con el respeto de sus competidores y en general también de sus asalariados. Para éstos creó zonas residenciales cerca de las minas, mejorando notablemente sus condiciones de vida con bibliotecas, piscinas y escuelas para sus hijos. Naturalmente, estas zonas residenciales estaban separadas según la categoría de los trabajadores, pero esto es algo que no podía reprocharse en aquellos tiempos. Siempre se opuso a las bajadas salariales cuando el precio del cobre caía, ofreció asistencia sanitaria a sus trabajadores y animó a que por ley se dotara a las minas de jaulas de seguridad que protegieran a los mineros en caso de hundimiento. Fue, también, un firme defensor del derecho al voto de la mujer.

Sin embargo, muy distinta consideración tuvo su carrera política. Obsesionado por ser senador, no reparó en utilizar cualquier medio a su alcance, por ilegitimo que fuese. Una de sus primeras batallas políticas tuvo lugar en la década de 1890, cuando Montana acababa de ser aceptado como cuadragésimo primer estado de la unión. Había que elegir una ciudad como capital del estado y ello originó una escandalosa pugna entre W.A. Clark y Marcus Daly. Al igual que Clark, Daly era otro magnate de la minería en Montana, ambos pertenecían al partido demócrata y estaban emparentados, ya que una hermana de la esposa de éste se había casado con un hermano de Clark. Finalmente fue designada Helena como capital del estado de Montana, opción defendida por nuestro hombre, en detrimento de Anaconda, apoyada por Daly. Se habló de compra de apoyos por parte de Clark. Más ardua fue su lucha para llegar al senado. La primera vez que fue candidato demócrata perdió frente a su oponente republicano.

Volvió a intentarlo, y esta vez quiso asegurarse el triunfo con una campaña abundante en financiación. Por aquellos años, los senadores no eran elegidos por la ciudadanía, sino por las legislaturas estatales, con lo que no resultaba demasiado difícil decantar algunos votos a través de sobornos, sobre todo cuando se dispone de dinero casi ilimitado. Pero aunque ganó y lo celebró por todo lo alto, en el momento de tomar posesión del cargo una delegación de ciudadanos de Montana pidió al Senado que se invalidaran las elecciones por compra de votos, iniciándose un juicio entre enero y abril de 1900. Toda una maquinaria pesada se puso en marcha con el objeto de echar a Clark del senado: detectives buscando pruebas y evidencias, abogados consiguiendo testigos, periódicos mediatizando el caso siempre en perjuicio de W.A. Clark. Y todo pagado, al parecer, nada menos que por Marcus Daly. Ante la evidencia, Clark declaró en el juicio que nunca tuvo conocimiento de esos sobornos, ni mucho menos los ordenó. Había dejado la campaña en manos de su hijo y otros incondicionales y nunca preguntó en qué y cómo se había gastado el dinero. Expuso que su hijo Charlie tenía autorización para firmar cheques contra su cuenta bancaria y que “nunca hizo una pregunta a ninguno de ellos sobre en qué habían gastado un solo dólar… Y por supuesto no autoricé ni esperé que gastaran un céntimo ilegalmente”. Finalmente, el comité del senado por unanimidad, sentenció que “la elección al Senado de William A. Clark, de Montana, es nula e inválida a causa de sobornos, intentos de soborno y prácticas corruptas de sus agentes”. En su defensa no se coartó de decir “Nunca compré a un hombre que no estuviera en venta”. Uno de los principales detractores de W.A. Clark fue Mark Twain, quien llegó a decir “Es un ser humano tan podrido como el peor que se pueda encontrar en lugar alguno bajo la bandera; es una vergüenza para la nación estadounidense, y no hay nadie de los que han ayudado a enviarlo al Senado que no supiera que su lugar adecuado era la penitenciaría con una bola y una cadena en las piernas. En mi opinión, es la criatura más repugnante que la república ha producido desde la época de Tweed”.

Aquel linchamiento público hubiera hecho desistir a cualquiera de la carrera política, pero Clark era de otra pasta, y al cabo de ocho meses fue elegido senador de los EEUU por Montana. Era el año 1901, Marcus Daly, su obstinado enemigo político, había muerto unos meses antes y Clark adoptó un eslogan que le proporcionó muchas simpatías: “W.A. Clark, senador estadounidense, 8 horas”. En esa época, la jornada del minero era de diez horas. Pese que por una ley de 1868 se había establecido la jornada de ocho horas, existían cláusulas que permitían ampliarla, como en el caso de los mineros. El resultado fue que Clark consiguió, por fin, su anhelo de ser nombrado senador de los EEUU por el partido demócrata. Fue tan solo una legislatura, de 1901 a 1907, que coincidió con la llegada a la Casa Blanca de Theodore Roosevelt y una época de hegemonía republicana.

Los años dorados

Abandonada la política llegaron años de placidez para la familia Clark. La mansión de Nueva York se abría a diario para acoger a lo mejor de la sociedad amante de las artes. También se organizaban cenas destinadas a la recaudación de fondos para los más desfavorecidos. En aquellos años los Clark fueron asiduos pasajeros de los grandes transatlánticos que cubrían el trayecto entre Nueva York y Europa. En 1911 asistieron a la coronación de George V de Inglaterra y el siguiente año reservaron pasaje en el que debería haber sido el segundo viaje del Titanic, el de vuelta del buque a Southampton. De hecho, en el viaje inaugural del Titanic formaban parte del pasaje Walter Miller Clark, sobrino del magnate, y su esposa Virginia Estelle McDowell. La fatídica noche del hundimiento solamente Virginia pudo llegar hasta los botes salvavidas. Ella y su amiga Madeleine, esposa de John Jacob Astor IV, subieron a tiempo en el bote número cuatro, desde el cual serían testigos de la desaparición del transatlántico bajo el agua, con sus respectivos esposos atrapados a bordo. A la pena de la familia por la pérdida de Walter se uniría pronto la indignación de ver a su viuda casada de nuevo a los cinco meses escasos.

Durante algunos años la familia Clark viajó a Francia, donde seguían utilizando el apartamento de la avenue Victor Hugo. Desde allí se trasladaban en tren hasta Trouville, en la costa de Normandía, un paraje descubierto por la buena sociedad parisina y que en distintas épocas sería frecuentado por literatos tan renombrados como Flaubert, Proust y Marguerite Duras. Allí disfrutaron las jóvenes hermanas Clark de las playas normandas y del lujoso balneario local, bajo los atentos ojos de Madame Sandré, la tutora de las niñas. W.A. Clark, no pudiendo prescindir de sus negocios, viajaba mientras tanto por algunas capitales europeas. El verano de 1914 los Clark habían alquilado un castillo en Petit-Bourg, al sur de París, donde Andrée y Huguette exploraban túneles secretos, montaban a caballo y en bicicleta, tocaban el arpa y el violín, todo en la mayor placidez. Pero las tensiones entre Alemania y Francia acabaron en guerra y a finales de agosto el embajador americano conminó a los ciudadanos estadounidenses a abandonar Francia con urgencia. Los Clark se trasladaron a Inglaterra hasta su vuelta a EEUU.

Durante los años de la Gran Guerra, los Clark pasaron sus vacaciones en Montana, en compañía de parte de la primera familia del padre. Visitaron el parque Yellowstone y algunos lagos de la zona, donde las dos hermanas nadaban y paseaban en canoa. Y por supuesto, visitaron Butte, donde pudieron admirar el tranvía y los jardines que su padre había regalado a la ciudad muchos años antes. Todo fue captado por las Kodak Brownie que las hermanas portaban siempre con ellas. No faltó la visita a las minas, incluida la bajada a una de ellas por medio de las jaulas de acero, una experiencia que Huguette recordaría toda la vida.

Por aquellos años, Andrée se había convertido en una joven malhumorada y tempestuosa, y no faltaron las desavenencias con su madre, típicas de la adolescencia. A los dieciséis años, en el verano de 1919, viajó con su madre y su hermana a Quebec, posiblemente por deseo de Anne, que debía sentir cierta añoranza por la tierra que primero acogió a su familia tras su éxodo de Europa. De la ciudad canadiense se trasladaron a una zona turística rodeada de lagos en Maine. En ese viaje, Andrée enfermó con unas fiebres cada vez más altas y un fuerte dolor de cabeza. Avisado W.A. Clark hizo viajar a su médico personal desde Nueva York hasta Rangeley Plantation, donde la pobre Andrée empeoraba por momentos, acompañada en todo momento por Anne y Huguette. El doctor determinó que se trataba de meningitis tifoidea, una enfermedad prácticamente mortal hasta el descubrimiento de los antibióticos. Andrée murió el 7 de agosto de 1919, una semana antes de cumplir diecisiete años.

Es difícil saber en qué medida afectó aquella muerte a la familia Clark, pero al lógico dolor que debió producir el hecho en sí, se añadió el de saber, por medio de su diario, que Andrée no había tenido una infancia feliz. De hecho, según lo escrito en el diario, solo se sintió verdaderamente feliz durante el último invierno. Fue la temporada en que su monitora de gimnasia, Alma Guy, convenció a Anne para que permitiera a Andrée realizar algún tipo de actividad fuera del hogar, aconsejando su ingreso en las Girl Scouts, un grupo formado por chicas de buena familia a las que se enseñaba desde primeros auxilios a preparar una fogata en el campamento de acampada. Emocionados, W.A. Clark y Anne decidieron donar un terreno de 55 hectáreas para la creación del primer campamento nacional de Girl Scouts, que llevaría el nombre de Andrée Clark. Huguette había perdido a su única hermana y compañera constante.

En los años siguientes, la década de 1920, Huguette, poseedora ya de una sólida formación musical y pictórica, continuaría su formación en la Miss Spence’s Boarding, una de las escuelas para niñas más exclusiva de Manhattan. Su mera admisión en ella daba patente de nobleza estadounidense. La fundadora, Clara Spence, había dotado de un ambiente distendido y artístico a la escuela. Se impartía elocuencia y latín, junto con costura y economía práctica, y por supuesto clases de arte, danza —nada menos que a cargo de Isadora Duncan— y esgrima. Se exigía a las niñas decoro y buen juicio, nada de extravagancias. A los padres se les pedía que sus hijas asistieran a la escuela sin joyas y sin maquillaje ni lápiz de labios. Eso sí, a la salida, una gran fila de coches aparcados junto a la acera, con sus respectivos chóferes, esperaba a las chicas para su vuelta a casa. La asistencia a la iglesia era obligatoria. Bill Dedman, de cuyo libro Empty Mansions, dedicado a la vida de Huguette Clark, se ha extraído este artículo, cuenta que en una ocasión una de las alumnas recibió un telegrama excesivamente cariñoso de su novio e inmediatamente se la requirió a dejar la escuela o anunciar el compromiso, a su elección.

Las compañeras de Huguette tenían diferente percepción de ella. Mientras para algunas siempre fue una amiga apreciada con la que compartir peripecias, para otras no dejaba de ser un bicho raro, una simple compañera de clase distante y reservada que, por ejemplo, nunca invitó a ninguna de ellas a su casa.

En 1922 hacía cuatro años que había acabado la Gran Guerra, en ese tiempo las costas francesas se habían limpiado de minas y los Clark decidieron que era el momento ya de volver a Francia. Allí, nuestro hombre, acompañado de Anne y Huguette, y claramente convertido en un anciano, depositó flores en la tumba al soldado desconocido que dos años antes se había instalado bajo el Arco del Triunfo. Fue, de alguna manera, su despedida de Francia, donde ya nunca volvería.

El hombre activo y enérgico que salió de una cabaña de troncos, como siempre gustaba decir, y acabó en la más rica mansión de Manhattan dejó de ir a su despacho junto a Wall Street. Un accidente de automóvil y una caía en la calle le llevaron a permanecer en casa, desde donde contestaba la correspondencia comercial, aprobaba gastos o autorizaba donaciones a comités políticos. Con menos de cincuenta kilos de peso, un resfriado que derivó en neumonía acabó con su vida a los ochenta y seis años. Aquel 2 de marzo de 1925 estuvieron junto a su lecho de muerte su esposa, Anne, Huguette y buena parte de los hijos de su primer matrimonio. Fue enterrado en el mausoleo familiar del cementerio de Woodlawn, junto a su primera esposa y su hija Andrée.

En su último testamento de 1922, el magnate del cobre repartía su inmensa fortuna entre familia, colaboradores, viejos amigos masones, personal de servicio y obras de caridad. La mayor parte de la fortuna pasó a manos de sus cinco hijos vivos, cuatro de su primer matrimonio y Huguette. Por su parte, a Anne, que ya había recibido una suma sin especificar al casarse, se le entregaron 2,5 millones de dólares, el apartamento en París y Bellosguardo, la mansión de veraneo en Santa Bárbara. La colección de arte de Clark hubiera tenido que ser donada al Museo Metropolitano de New York, pero el museo tuvo que renunciar, al no poder aceptar las condiciones que el magnate estableció en el testamento: la colección debía mantenerse unida y ser expuesta en una sala exclusiva para ese fin. Se trataba de más de ochocientos objetos, entre ellos unos doscientos cuadros, que hubieran precisado un edificio entero. Además, algunas de las obras resultaban al parecer de dudosa autenticidad. Finalmente el agraciado con semejante legado artístico fue la Corcoran Gallery of Art, en Washington. Aunque resulta imposible saber el valor total de su patrimonio, se estima que podría equivaler hoy en día a una suma tal que lo colocaría en tercera posición en la lista Forbes, solo por detrás de Bill Gates y Warren Buffett.

Dos mujeres solas

W.A. Clark había prometido a sus hijos que la mansión de la Quita Avenida sería para ellos y así quedó establecido en el testamento, con una cláusula que daba tres años a Anne para abandonarla. La viuda apenas tardó uno. De hecho, nunca tuvo demasiado interés por la casa, siempre la consideró un capricho y un pasatiempo de su marido. Huguette y sus hermanastros pusieron la propiedad a la venta pero no resultó fácil encontrar comprador para semejante edificio. Dividirlo en apartamentos era imposible y para una sola familia, excesivo. Finalmente se vendió por menos de la mitad de lo que costó construirla, aunque los hermanos todavía sacaron lo que serían siete millones de dólares de hoy subastando lo que quedó en su interior. Lo que no tuvo comprador, como la hermosa escalera circular de mármol, fue arrojado al mar. La locura de Clark, que solo fue habitada catorce años, se derribó en el verano de 1927. Otras muchas mansiones de la época tuvieron el mismo destino: la demolición, para convertirse en edificios comerciales o de apartamentos. Los años dorados habían acabado.

Uno de esos nuevos edificios de apartamentos, en la misma Quinta Avenida, iba a ser el nuevo hogar de Anne y Huguette, concretamente el apartamento 12W del 907 Fifth Avenue. Quizá el término apartamento pueda sugerir en 2020 un tipo de vivienda de cierta sencillez: nada más lejos de la realidad en este caso. Nada menos que 1500 metros cuadrados repartidos en diecisiete habitaciones, con nueve ventanales alineados en la fachada con vistas al Central Park y techos de más de tres metros y medio de altura. Anne gastó más de un millón de hoy en amueblar el apartamento, todo a base de antigüedades compradas en su mayor parte en Londres. Las habitaciones de Huguette eran totalmente estilo Luis XV y tan solo el baño mantuvo su diseño moderno. Pero la madre deseaba que Huguette viviera sola y encontrase un marido, por lo que decidió trasladarse cuatro plantas más abajo, a otro suntuoso apartamento del mismo edificio.

Huguette siguió sus estudios de pintura iniciados en la adolescencia con su profesor Tadé Styka, un pintor de origen polaco que alcanzó cierta fama entre la sociedad americana. Aunque en aquellos años era habitual que las mujeres pintaran al pastel, quedando el óleo reservado a los hombres por su carácter más profesional, Huguette siempre utilizó esta técnica, alcanzando un nivel notable. Se sintió muy atraída por los temas japoneses y en muchas de sus pinturas las geishas son el motivo principal. Su pintura, a pesar de hallarse en plena época impresionista, era de tipo realista, con especial esmero en el detalle. Su única exposición la realizó en 1929, en la Corcoran Gallery, donde estaba ubicada la colección de su padre.

La fama de cazador de dotes de su maestro de pintura y el temor de que su hija y el pintor estuvieran manteniendo una relación más íntima apremió a Anne a buscarle marido. Huguette se había convertido en una de las jóvenes casaderas más cotizadas del momento desde su debut en los bailes de sociedad neoyorquinos. En uno de ellos coincidió con Bill Gower, al que ya conocía desde muchos años atrás, por ser el hijo del contable de una de las minas de su padre. El chico era un año mayor que ella, había estudiado Historia en Princeton y Derecho en Columbia. En diciembre de 1927 se anunció el compromiso de la pareja y en agosto del año siguiente se casaron en la mansión de Bellosguardo, en una ceremonia íntima. Anne les había comprado un Rolls-Royce Phantom I para el viaje de novios, con el que recorrieron el oeste de EEUU, antes de viajar a Hawai para completar la luna de miel.

Apartamentos 907 Fifth Avenue

A su vuelta se instalaron en el apartamento de Huguette, alquilaron un palco en el Metropolitan Opera y Tadé Styka hizo un retrato de Gower. Todo parecía perfecto, la pareja tenía ante sí un futuro de felicidad. Sin embargo, a los nueve meses se produjo la ruptura del matrimonio. La versión oficial culpaba del fracaso matrimonial a que Huguette solo estaba interesada en el arte y su marido en las finanzas. En cambio, la versión oficiosa, compartida por miembros de la familia, es que ella no estaba interesada en la parte física del matrimonio, y que éste no se había consumado.

A principios del siglo XX no resultaba fácil divorciarse en EEUU, principalmente en los estados de tradición católica como Nueva York, en los que sólo se admitía el adulterio como causa legítima. Distinto era el caso de Nevada, un estado que ya empezaba a ser conocido por su mayor transigencia en estas cuestiones. Había una formalidad que cumplir: para acceder a una vista en la Corte se precisaba una residencia mínima de tres meses en el estado. Poco problema fue éste para Huguette y su madre, que se trasladaron a Reno con seis sirvientes y alquilaron toda una planta en un moderno hotel de la ciudad. En agosto de 1930 Huguette obtuvo el divorcio de su marido, que ni se presentó ni puso impedimento alguno.

Curiosamente, Huguette y Bill mantuvieron una buena amistad, con abundante correspondencia, incluso cuando éste volvió a casarse y se estableció en Francia, y ella siempre conservó la alianza de Cartier con treinta y dos brillantes que él le regaló.

Un imperio se desvanece

Diez años sobrevivió el imperio Clark a la muerte de su fundador. Los hijos varones de W.A. Clark tuvieron una vida mucho más corta que su padre. En 1928, los herederos Mary, Charles, Khate y William, hijos del primer matrimonio, y Huguette, del segundo, decidieron vender todo el patrimonio industrial de Montana, origen de la fortuna. Quedaba el principal activo de la familia, la United Verde Copper Company, en Arizona, presidida por el hijo mayor, Charles, gran aficionado a los caballos, la bebida, el juego y las mujeres. Murió en 1933, de neumonía, a los sesenta y un años. El otro hijo varón, William, estaba más entregado a sus inquietudes intelectuales que a los negocios, pese a tener diferentes cargos en las empresas del padre. Creó una espléndida biblioteca que a su muerte dio origen a la Universidad de California y fundó la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles. Su único hijo, conocido como Clark III, era la esperanza de la familia al convertirse en gerente de la United Verde Copper Company a la muerte de Charles, pero un fatal accidente aéreo cuando practicaba vuelo sin motor acabó con su vida en 1932. Dos años más tarde, el propio William moriría de un infarto fulminante a los cincuenta y siete años. Desaparecida también Khate en 1933, ya solo quedaban Mary y Huguette, como descendientes directas de W.A. Clark, ambas muy poco interesadas en los negocios. Con el precio del cobre por los suelos a causa de la Gran Depresión de 1929, las dos hermanastras vendieron la última mina del imperio Clark, un modelo de ciudad-industria con servicios sanitarios, equipamientos y sueldos justos para sus trabajadores, a la Phelps Dodge Corporation, conocida por su aversión a los sindicatos. Era el año 1935, hacía setenta años que había empezado todo y solo diez desde que había muerto el gran hombre. Ya no quedaba nada que pudiera mantener el apellido Clark en la memoria de la nación. De hecho, con el país hundido aún en una profunda crisis, bastante tenía el pueblo americano con sobrevivir.

Aunque quizá quedaba algo: una región de Montana que incluso hasta el día de hoy constituye el desastre medioambiental más sobrecogedor de EEUU. Agua y viento esparcieron durante años arsénico de cobre, cadmio y plomo, contaminando el aire, la tierra y los ríos. Aunque se culpa en mayor medida a otros propietarios de minas que a W.A. Clark, el hecho es que la zona ha necesitado más de mil millones de dólares para paliar en parte los efectos de la industria minera. Si sienten curiosidad busquen en Google Maps Berkeley Pit, y hallarán un enorme pozo, del tamaño de un lago, lleno de agua tóxica en lo que fue una mina a cielo abierto. Durante años, miles de gansos que en sus migraciones se posaban en esas aguas morían, encontrándose en sus entrañas quemaduras por exposición a altas concentraciones de cobre, cadmio, arsénico y ácido sulfúrico. La última masacre ocurrió en 2016, cuando una bandada de más de tres mil ejemplares sucumbió en las aguas del pozo. A partir de entonces, un sistema de sonido distribuido por la zona emite sonido de disparos y de depredadores para ahuyentar a las aves y alejarlas del pozo.

Bellosguardo

William Miller Graham, magnate del petróleo, y su esposa, Lee Eleanor, se hicieron construir en 1903 una mansión de estilo italiano en Santa Bárbara, frente al mar. En ella se rodaron algunas conocidas películas del cine mudo, aunque la que alcanzó más éxito fue En los días de Trajano. La bancarrota y el divorcio provocaron que la monumental casa fuera puesta en alquiler, siendo arrendada por los Clark, a los que gustó tanto que W.A. Clark hizo una oferta de compra a los propietarios y se hizo con ella. Desgraciadamente iba a poder disfrutarla muy poco tiempo, apenas año y medio. El mismo año de su fallecimiento, cuatro meses después, un terremoto en Santa Bárbara causaría graves daños en la propiedad. Anne, que había heredado la mansión a la muerte de su marido, decidió reconstruirla por entero, al estilo francés del siglo XVIII y, por descontado, a prueba de terremotos. Durante los tres años que duró la construcción se dio empleo al máximo número posible de trabajadores, por orden expresa de Anne, en un intento de aliviar la grave situación de desempleo ocasionada por la Gran Depresión.

Hasta principios de la década de 1950, Anne y Huguette visitaron regularmente Bellosguardo. Llegaban a la estación de Santa Bárbara en un lujoso tren Pullman, donde ya estaba aparcado el Rolls-Roice o el enorme Cadillac, con el fiel Walter Armstrong al volante. Una camioneta se ocupaba de trasladar el abundante equipaje hasta la mansión. Aparte de las visitas habituales de algunos miembros de la familia, de las ahijadas de Anne y de Etienne, los siete mil metros cuadrados en forma de “U” daban para recibir a miembros destacados de la sociedad de Santa Bárbara, a socios del club de golf o a responsables del Museo de Arte de la ciudad. El Cuarteto Paganini —del que se dan detalles en el próximo capítulo— y sus Stradivarius también estuvieron a menudo presentes en la propiedad.

Ciertamente, Bellosguardo era magnífico. Nada menos que casi 100.000 metros cuadrados de extensión y una situación que le otorgaba, además de unas increíbles vistas del océano Pacífico, una confortable privacidad. Césped, arbolado, jardines, estanques, embarcadero, y una bella construcción, amplia y elegante. Solo la sala de música ocupaba trescientos metros cuadrados. Huguette disponía de un estudio escondido en la parte trasera para mantener su privacidad. El estudio contaba con cocina y baño, y una escalera que conducía hasta las habitaciones, para evitar tener que pasar por el vestíbulo. Igualmente espectaculares eran la biblioteca y las suites de Huguette y Anne. En las paredes abundaban los cuadros de Tadé Styka, algunos de ellos con Andrée de protagonista. Pero, además de en las pinturas, Andrée estaba presente en el exterior, detrás de la pista de tenis, en una cabaña de entramado de madera que se llamó Andrée’s Cottage, de estilo Tudor, con tejado de paja y de cuyo mantenimiento se ocupaban maestros artesanos venidos de Inglaterra. Ya fuera de Bellosguardo, Huguette quiso homenajear a su hermana fallecida con la creación del Refugio de aves Andrée Clark. Se escogió un terreno pantanoso junto a la propiedad y se convirtió en un lago con tres islotes, utilizado por diversas especies de aves acuáticas en sus escalas migratorias, aunque también sirvió de hábitat permanente para cormoranes y garzas.

Hasta la década de 1960 Bellosguardo se regía por la regla de las cuarenta y ocho horas, es decir, que avisando con esta escasa antelación la mansión debía estar perfectamente preparada para recibir a las Clark. Eso implicaba un mantenimiento constante, teniéndolo todo al día. Para ello, el administrador, Albert Hoelscher, debía vivir todo el año en Bellosguardo y ocuparse de su cuidado. Hasta veinte jardineros y dos fontaneros —por el sistema de riego— se necesitaban para adecuar los impresionantes jardines de rosales, el arbolado y los prados de césped.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la mansión acogió un regimiento de infantería en la casa de la playa, ante la amenaza de un ataque japonés. De hecho, en 1942, un submarino nipón atacó un campo petrolífero cerca de Santa Bárbara. Aunque no se produjeron graves daños el miedo se apoderó de los vecinos de la zona, incluidas las Clark y el personal de servicio. El temor a nuevos ataques o a una invasión determinó que Anne comprase, tierra adentro, un rancho, con una casa de campo, prados inmensos con caballos y ciervos y una piscina que se alimentaba de las aguas de un arroyo de montaña. A la muerte de Anne, Huguette heredaría el rancho, que sería donado casi de inmediato a los Boy Scouts.

Bellosguardo

Bellosguardo recibiría a la madre e hija Clark por última vez en 1953. Quizá el largo viaje desde Nueva York empezaba a resultar pesado para ellas, en especial para Anne, que con setenta y cinco años empezaba a tener algunos achaques. Por su parte, Huguette acababa de comprar un castillo de estilo francés en New Canaan, Connecticut, a menos de cien kilómetros de Nueva York. Le Beau Château, como se le conocía, había sido construido en 1838 por un senador republicano y ahora la hija de otro senador era la propietaria. Huguette no movió ni un solo mueble de la casa, aunque sí la amplió con una nueva ala y mejoró la propiedad comprando algunos terrenos colindantes. No acabaron aquí sus inversiones. Entre 1950 y 1960 añadió valiosas pinturas a su colección, en la que destacaban los impresionistas franceses, como Renoir, Degas, Manet y Monet, aunque también dos retratos del cotizado pintor estadounidense John Singer Sargent. En 1955 compró su tercer Stradivarius —sin contar los cuatro comprados para el Cuarteto Paganini—, y no un Stradivarius cualquiera, sino quizá el mejor del mundo en manos privadas. El violín era llamado «La Pucelle», en referencia a que nunca había sido abierto para una reparación y mantenía su “virginidad”. Tan pronto tuvo ocasión adquirió las residencias de ella y su madre en la Quinta Avenida, hasta entonces solo disponibles en régimen de alquiler.

A pesar de no volver a Bellosguardo desde 1953, Huguette, que lo había heredado de su madre en 1963, jamás quiso venderlo, a pesar de las excelentes ofertas que recibió. Eso sí, la regla de las cuarenta y ocho horas quedó abolida, y al nuevo administrador solo se le exigió mantener la propiedad en un estado perfectamente digno.

La vida cotidiana

Anne, sin nietos en los que volcar su afecto y con Huguette totalmente dedicada a la pintura, buscó la compañía de dos jovencitas cercanas. De una banda, Leontine Lyle, hija del doctor Lyle, el médico de la familia, que atendió a Andrée y a W.A. Clark en sus últimos momentos de vida. Por otro lado, Ann Ellis, hija del abogado que siempre representó a los Clark, George Ellis. Aunque de familias bien situadas, no pertenecían a la misma clase social que Anne y ésta se tomó la obligación de refinar a las chicas y convertirlas en dos mujeres de éxito. Ciertamente, hubo un gran cariño por parte de las tres en aquella relación, y una gran generosidad, además, por parte de Anne.

También mantuvo una buena relación con los hijos del primer matrimonio de W.A. Clark, sobre todo con Charlie y sus hijos, a los que invitaba a menudo a las sesiones musicales que tenían lugar en la octava planta del 907 de la Quinta Avenida. En un intento de que no se perdiera el contacto entre hermanastros organizó veraneos en Bellosguardo, en los que Huguette, si bien estaba presente, participaba poco, más inclinada a entretenerse con sus muñecas, un apego que le duró toda la vida y que motivaría que algunos familiares la consideraran inmadura y quizá afectada emocionalmente por la muerte de su hermana.

Anne fue siempre una gran amante de la música, en especial de la música de cámara, además de una meritoria intérprete de arpa. En una ocasión, Robert Maas, violonchelista de cierto renombre, se hallaba tocando en el salón de Anne, en una de aquellas tardes musicales que ofrecía la anfitriona. Al acabar su interpretación, la viuda Clark le propuso que creara un cuarteto de cuerda y ella proporcionaría la financiación necesaria. La conversación fue concretando quiénes podrían ser los integrantes del cuarteto y dónde encontrar instrumentos con el necesario nivel de excelencia. Maas comentó que había visto cuatro instrumentos magníficos en el taller de un distribuidor de rarezas musicales antiguas llamado Emil Herrmann. Se trataba de cuatro instrumentos fabricados por Antonio Stradivari en Cremona que habían pertenecido a Niccolo Paganini. Herrmann solo los vendería si se le garantizaba que permanecerían unidos. Inmediatamente, Anne descolgó un cuadro de Cézanne de la pared, llamó al chófer y desapareció. Dos horas más tarde aparecieron Anne y su chófer con los dos violines, la viola y el violonchelo de Stradivari. Así se creó el Cuarteto Paganini, que alcanzaría fama mundial.

Huguette, tras el divorcio volvió a usar el apellido de soltera, haciéndose llamar señora Clark, en vez de señorita. Su madre, sin embargo, no desistió de encontrarle marido. El marido de su hermana Amelie, tenía un hijo de otro matrimonio anterior, Darry, que había servido en aviación durante la Segunda Guerra Mundial. Amelie y Anne lo organizaron todo para que Darry y Huguette se conocieran pero cada una de las dieciséis veces que se citaron un pretexto de Huguette impidió el encuentro.

Retrato de Huguette, Tadé Styka

Quizá el corazón de Huguette ya tenía dueño. En sus estancias en Trouville los Clark habían conocido a la familia Villermont, de origen noble aunque venida a menos económicamente tras la revolución francesa. Etienne Allard de Villermont, hijo de la familia, tenía dos años más que Huguette y era su habitual compañero de juegos en Trouville. Aquella vieja amistad infantil se consolidó cuando Etienne viajó a Nueva York en la década de 1930. Etienne fue invitado habitual de las Clark en las tardes musicales en el apartamento de la Quinta Avenida y en los veranos en Bellosguardo. El marqués de Villermont encontró un lugar destacado en las columnas de sociedad neoyorquinas entre los años 1935 y 1944. Alto, de hermoso pelo castaño, rostro amable y conducta elegante, Etienne era invitado a la mejores fiestas, codeándose tanto con príncipes rusos como con los actores más cotizados de Hollywood. En 1936 se le relacionó con una rica heredera americana de la industria del café, pero al poco tiempo se anunció que el compromiso se había cancelado. Tres años más tarde apareció en la prensa una nota que informaba de una probable boda del marqués de Villermont y Huguette Clark. Se desconoce qué motivó que no se llevara a cabo una boda que prácticamente se daba por hecha. Si se tiene en cuenta que Anne deseaba un marido para su hija y que un noble francés contaría con su bendición, máximo siendo de una familia a la que apreciaba, no parece probable una oposición materna al enlace. Por otro lado, tampoco resulta lógico que Etienne desaprovechara la oportunidad de matrimonio con una rica americana, sobre todo porque según la correspondencia que mantuvo con Huguette por largo tiempo se deduce que tenía por ella sentimientos profundos. Esta correspondencia, con Etienne de vuelta en Francia, se mantuvo entre las décadas de 1940 y 1980. Siempre había para Huguette una postal de Etienne en el día de San Valentín, incluso después de casado. Queda pues pensar que fue Huguette quien no deseó casarse en 1936.

Además de la pintura y la música, la fotografía fue otra de las grandes aficiones de Huguette. Equipada con cámaras de gama alta de la época realizó multitud de fotografías, tanto en Bellosguardo como en su apartamento. En el dorso de cada instantánea anotaba la fecha y los datos técnicos de la toma, como la apertura y el tiempo de exposición. Muchas de estas fotografías tienen a la propia Huguette como protagonista. Durante años se retrató por Pascua y Navidad sentada en una silla junto a una tela de Cézanne o frente al piano. Las fotos son casi idénticas, prácticamente solo varían los vestidos y el rostro de Huguette, que va envejeciendo poco a poco.

Su madre, Anne Eugenia LaChapelle Clark, murió en octubre de 1963 en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York, a los ochenta y cinco años. Un funeral católico privado y dos esquelas en la prensa, una de su hermana, Amelie, y otra de Huguette. En el testamento, redactado en 1960, fue generosa con su familia y sus empleados, sin olvidar organizaciones benéficas y otras instituciones. Toda la familia del lado LaChapelle recibió una parte de la herencia. Recibieron también su parte las dos ahijadas, Leontine y Ann, la ex asistente, Adele Marie, y el resto de empleados. Entre las instituciones beneficiadas en el testamento estaban las Girl Scouts, la Galería Corcoran, la Cruz Roja y la Juilliard School of Music. Fue enterrada en en mausoleo familiar del cementerio de Woodlawn.

Etienne fue un buen apoyo para Huguette en aquellos momentos, tanto a través de sus cariñosas cartas como personalmente en las visitas que le hizo. Al volver a Francia, él le enviaba carta expresándole lo grato que había sido verla y lo difícil que le resultó volver a su país. Por su parte, Huguette ayudó económicamente a toda la familia Villermont hasta el final de sus días. Incluso, ya fallecido Etienne en 1982, Huguette siguió enviando dinero a su viuda durante años.

La meticulosidad que puso su padre en la construcción de la gran mansión quedaba corta comparada con la que mostró Huguette con sus casas de muñecas. Como su padre, no escatimó tiempo ni dinero. Los artesanos que siguiendo sus bocetos fueron encargados de la construcción de las casitas recibían continuas llamadas, incluso por la noche, con constantes modificaciones. Exigía que las medidas fueran exactas a las que ella indicaba, y que cada detalle fuera perfecto. Rudolph, el principal ebanista de las casas de muñecas, nunca pudo negarse a trabajar para Huguette, pese a lo frustrante que podía resultar a veces. Tanta era la generosidad de su cliente. Huguette enviaba regalos a sus hijos y nietos. Por Navidad, el ebanista recibía un cheque de cinco cifras que iba aumentando de año en año. Cuando Rudolph murió en el año 2000 su viuda siguió recibiendo los cheques y sus nietos tuvieron los estudios universitarios pagados. Por descontado, de los vestidos de las muñecas se ocupaba nada menos que La Maison Christian Dior de París.

Una mujer oculta

El personal de servicio en los apartamentos de la Quita Avenida fue disminuyendo a medida que envejecían y se jubilaban. Por un lado, Huguette no estaba por la labor de entrevistar a nuevo personal, y por otro, una vez desaparecidas su madre y su tía, sólo estaba ella para ser atendida. Una de sus últimas cuidadoras a tiempo completo, Delia Healey, era irlandesa inmigrante seis años mayor que Huguette. Por las mañanas se ocupaba de traer plátanos frescos y de preparar el almuerzo de Huguette, por lo general a base de galletas saladas con sardinas de lata. Lavaba y planchaba los vestidos de las muñecas y grababa programas de televisión, en especial dibujos animados, para que Huguette los viera en cualquier momento. Los Picapiedra eran sus preferidos. Cuando Delia enfermó, ya con cerca de ochenta años, Huguette enviaba el coche a su casa para recogerla y evitarle la incomodidad del transporte público.

Huguette empezó a usar personal a tiempo parcial y a no dejarse ver. Robert Samuels, su restaurador de muebles, que trabajó para ella durante más de veinticinco años, nunca habló con ella cara a cara. El cáncer en su rostro estaba causando estragos, hasta tal punto que había destruido parte del labio, impidiéndole alimentarse normalmente. Terriblemente desnutrida no sabía a quien recurrir. Su médico de años, el doctor Jules Pierre, era un anciano y ya no atendía pacientes, y el que lo sustituyó, Dr. Myron Wright, había muerto. Finalmente, pidió ayuda a Suzanne, la esposa del doctor Pierre, con la que mantenía una buena amistad. Suzanne pidió a Huguette que se dejara visitar por el doctor Henry Singman, que ahora se ocupaba de los pacientes de su esposo. Tan pronto como examinó a Huguette vio la gravedad del caso y la convenció para ingresar en un hospital. Se eligió el Doctors Hospital por estar muy cerca de donde residía Suzanne, lo que facilitaba las visitas, y por ser el preferido de la buena sociedad neoyorquina, especialmente si se necesitaba un estiramiento facial o una cura de adelgazamiento. La instalaron en una habitación encantadora de la planta once con vistas al parque de la ciudad.

Los primeros días fueron difíciles, había vivido prácticamente sola durante años y rechazaba tanta gente a su alrededor. Se mantenía siempre alerta, desconfiada y asustada. Se le practicaron diversas cirugías, eliminando tumores malignos y comenzaron con la reparación del labio, la mejilla y el párpado derecho. Al mismo tiempo se la trató de su problema de mala nutrición de años. Huguette tuvo hasta veinticinco enfermeras privadas que la atendían día y noche. Hadassah Peri fue su enfermera del turno de día y con la que Huguette tendría un trato especial durante veinte años. Se iba a convertir con los años en la enfermera más rica del gremio. Sin ningún día de descanso al principio, Hadassah trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, con un sueldo de más de 130.000 dólares anuales. El origen filipino de la enfermera estaba quizá detrás de su absoluta fidelidad y devoción a Huguette. Pasados los primeros días de rechazo a todo se fue estableciendo una rutina diaria. Al despertar se tomaba dos tazas de leche que le preparaba la enfermera de noche, a la espera de que llegase Hadassah con el The New York Times. Mientras Huguette repasaba las páginas de sociedad y el obituario, la fiel enfermera le preparaba el desayuno a base de avena, huevos, puré y una café con leche al estilo francés. A continuación, sin ayuda, Huguette realizaba su aseo personal y en seguida sus ejercicios respiratorios con un espirómetro, en el que debía soplar hasta que la bolita subía varias veces por el tubito de plástico. Una caminata por la habitación con Hadassah era también una práctica diaria, tras la cual llegaba el tiempo personal de Huguette, que dedicaba por lo general a llamar por teléfono. La destinataria de las llamadas solía ser Suzanne, con la que podía hablar en francés, algo que la fascinaba.

Hadassah Peri

Los pocos familiares más o menos directos que le quedaban nunca supieron adonde se había trasladado al dejar el apartamento de la Quinta Avenida. Algunas tardes se entretenía mostrando el álbum de fotos familiar a las enfermeras. En el hospital siguió viendo Los Picapiedra y La abeja Maya, aunque también consultaba la información financiera de la CNN y renegaba cuando caía el índice bursátil. En general, el personal del hospital, exceptuando al médico, no veía a Huguette, sus enfermeras privadas se ocupaban de todo. En cierta ocasión que Hadassah tuvo que ser operada y se estaba restableciendo en una habitación cercana, Huguette, vestida de calle y con zapatos de tacón, cruzó todo el pasillo para visitarla, causando sensación entre el personal del hospital, para el que hasta ese momento había sido un misterio.

Dejando aparte el cáncer del rostro, la salud de Huguette era excelente para su edad. Cuando quisieron darle el alta, ella ya se había acostumbrado a la vida en el hospital e intentó alargar el final de los tratamientos. Sin duda, la paciente se hallaba a gusto allí. El medio millón de dólares al año que costaba la estancia no eran ningún problema para la hija del Rey del Cobre. Con una mente clara y activa pese a la edad, siguió desde allí sus proyectos de arte y los relacionados con sus casas de muñecas. Para ello contrató a Chris Sattler, un licenciado en Historia y Literatura, como asistente personal. El honrado Chris se ocupó en hacer un inventario de todo el mobiliario de los apartamentos de la Quinta Avenida. No fue tarea sencilla, muchas cosas caben en 1500 metros cuadrados, entre ellas más de mil muñecas. Le llevaba al hospital la correspondencia, representaba a Huguette en subastas, hacía de recadero cuando Huguette necesitaba en el hospital algunos libros u objetos del apartamento. En este último caso, la anciana Clark indicaba con toda precisión los títulos de los libros y el estante donde podía localizarlos.

Dos ejemplos de generosidad

La generosidad de Huguette era proporcional a su fortuna. Ningún viejo amigo o empleado tuvo motivo de queja jamás. En una ocasión ni siquiera fue necesaria relación alguna. La historia es como sigue.

Gwendolyn Jenkins era una enfermera jamaicana de cincuenta y siete años que residía con su hija en un barrio pobre de Queens. Un día apareció en la puerta de su casa un abogado que dijo llamarse Don Wallace y que traía una carta para ella. Antes de abrirla, Gwendolyn debía jurar no revelar su contenido.

El último paciente de Gwendolyn había sido Irving Gordon, un agente de bolsa neoyorquino, que enfermó de cáncer. La enfermera jamaicana se trasladaba cada día en tren y autobús para cuidar al enfermo, para el que siempre tuvo un trato abnegado y cariñoso. El abogado explicó a Gwendolyn que él nunca conoció a Irving, pero tenía un cliente cuyas finanzas habían sido manejadas por el agente de bolsa que ella había cuidado hasta su muerte, y que quería expresarle su agradecimiento.

Por la noche, la enfermera relató a su hija el encuentro con el abogado Don Wallace y su sorpresa al recibir aquella carta de una tal Huguette Clark con una nota preciosa de agradecimiento por sus cuidados hacia Irving y un cheque de trescientos dólares como regalo. La hija de Gwendolyn, después de ver la carta y el cheque le pidió a su madre que se sentara y en ese momento le dijo a su madre que el cheque no era de trescientos dólares, sino de treinta mil.

Madame Sandré, que recordaremos por haber sido la tutora de Huguette y Andrée, tenía una hija llamada Ninta de la misma edad que la menor de las Clark. Ninta era de temperamento artístico, había estudiado danza y llegó incluso a debutar en Broadway, aunque las críticas no fueron precisamente entusiastas. Es una época también trabajó para la familia Clark como ayudante de cocina. Con cerca de ochenta años se encontró en una situación difícil. Enferma de demencia senil, a menudo se la vio rebuscando en los contenedores de basura. En 1987, un poco antes de que Huguette se mudara al Doctor Hospital, Ninta fue recogida por la policía, desorientada por la calle en una gélida tarde de enero. La llevaron al Hospital Bellevue, donde buscaron entre sus ropas la pista de algún familiar, encontrando un papel con el teléfono de Huguette Clark, que de inmediato se hizo cargo de la situación. Pidió a su médico que se ocupara del cuidado de Ninta y contrató enfermeras que la atendieran. A menudo llamaba para interesarse por la evolución de Ninta, quería saber si comía y si tenía todo lo necesario. Cuando se requirió ingresarla en una residencia de ancianos Huguette siguió sufragando los gastos, que ascendieron a unos 200.000 dólares anuales durante trece años.

Hadassah y más

Huguette fue especialmente generosa con Hadassah Peri. Durante los veinte años que estuvo contratada, Hadassah recibió, aparte de un sueldo generoso, unos trescientos cheques. Cuando la enfermera le comentó que sus tres hijos padecían asma y que la casa resulta insalubre por la humedad, Huguette le dio 450.000 dólares para que se mudaran a otra. Entre 1999 y 2002 compró otras cinco propiedades de alto valor para la familia Peri, que le costaron 3.890.000 dólares. Cuando Hadassah le decía que ya tenían demasiadas casas y que le producían muchos gastos e impuestos, Huguette sencillamente se hizo cargo de ese coste. La enfermera y su familia también recibió varios coches a lo largo de los veinte años de relación. Entre ellos un Bentley de más de 200.000 dólares: el señor Peri, ex taxista, conduciendo semejante coche. Pagó la educación, preescolar, primaria, secundaria, universidad y posgrado de los tres hijos de la enfermera, así como las facturas médicas, las lecciones de piano o violín, los campamentos de verano, las lecciones de hebreo…

En ocasiones le daba dos cheques en el mismo día y cuando la enfermera le hacía notar que ya le había dado uno por la mañana, Huguette le contestaba “Bueno, tienes muchos gastos. Úsalo”. En el año 2003, Hadassah y su familia recibieron treinta y cinco cheques por un total de 955.200 dólares.

Parece ser que los Peri nunca pidieron nada, al contrario, acostumbraban a poner reparos a tanto regalo, pero lo cierto es que esos reparos no debían ser muy firmes. Cierta vez que se le preguntó a Hadassah si consideraba ético aceptar semejante cantidad de dinero, ella respondió que no siendo empleada del hospital, sino enfermera privada, no veía impedimento alguno. Si se cuentan todos los regalos que Huguette hizo a Hadassah, su marido y sus hijos, la suma asciende nada menos que a 32.000.000 de dólares.

Otras enfermeras fueron igualmente objeto de la generosidad de Huguette. Geraldine Lehane Coffey, la enfermera del tuno de noche, con un sueldo anual nada despreciable de 131,040 dólares, recibió a lo largo de los años en los que estuvo contratada algo más de un millón de dólares con los que redondear sus ingresos.

Su antiguo médico, el doctor Jules Pierre, cerca del final de su vida le envió una carta donde le expresaba su preocupación por madame Pierre cuando él faltara. De viuda, ella no podría mantener el apartamento de Park Avenue. Solicitaba de Huguette un préstamo a su esposa hasta que ésta pudiera venderlo. La contestación a la carta tardó siete años, en forma de un cheque de diez millones de dólares para la señora Pierre.

Don Wallace, durante años abogado de Huguette, fue el primero que empezó a preocuparse por los gastos desmesurados de su cliente, pero no era fácil hablar de estos temas con la hija del senador Clark. A su muerte, por infarto en 1997, Wally Bock ocupó su lugar y junto al contable Irving Kamsler comunicaron a Huguette que consideraban desproporcionado el gasto en regalos y en el pago de los impuestos que ello generaba. Lo hicieron en cartas separadas, pero perfectamente coordinadas y razonadas. Venían a decir que se estaba agotando el efectivo, pues los ingresos no eran suficientes para pagar los gastos.

Sacar partido

Doctors Hospital pasó a formar parte del Centro Médico Beth Israel en 1991. El presidente, doctor Robert Newman, se propuso que el dinero de Huguette fuera a parar al hospital en forma de donación. Lo primero era saber de cuánto dinero se estaba hablando, así que movieron algunos hilos al respecto y descubrieron que, además de tratarse de una gran fortuna, la paciente no había hecho testamento. Lo segundo era ganarse su confianza y a poder ser su afecto. En esto, el doctor Newman contaba con algo a su favor: su esposa era japonesa. Y otra feliz coincidencia: la madre del doctor había vivido durante muchos años en Francia y a Huguette le fascinaba hablar en francés. Algunos regalitos, las visitas de su madre y de su esposa y directo al tercer paso: solicitar la donación.

Durante los primeros diez años que residió en el hospital sus donaciones sumaron casi un millón de dólares. Posteriormente, algunas negligencias médicas pusieron al hospital en una situación complicada. Acudieron con el problema a Huguette y recibieron una pintura de Manet que después de subastarla proporcionó al hospital más de tres millones de dólares, una vez pagados los impuestos.

La codicia nunca queda satisfecha. Le propusieron que transfiriera al hospital 106.000.000 de dólares, y a cambio, recibiría un millón mensual mientras viviera. Huguette tenía en ese momento noventa y ocho años, así que la jugada era perfecta. Afortunadamente, en esta ocasión, Huguette fue capaz de decir no.

En 2004 empezaron a correr rumores que presagiaban el inminente cierre del hospital y su demolición en vistas a construir un edificio de apartamentos de lujo. Ello implicaba que los pacientes deberían mudarse a otro centro médico. Huguette estaba feliz allí. Después de tantos años aislada en su apartamento de la Quinta Avenida, la vida allí le resultaba gratificante y cómoda, se había acostumbrado a la compañía humana. Y cualquier cambio en ese sentido la asustaba terriblemente. Los mandamases del hospital, Newman y Hyman, visitaron a Huguette en su habitación para indicarle que una donación de 125.000.000 de dólares evitaría la necesidad de vender el centro, pudiendo contar en ese caso con un lugar allí mientras viviera. Un chantaje en toda regla, al que la pobre paciente solo pudo contestar que hablaría con su abogado.

La primera idea de Huguette fue vender su propiedad en Connecticut, pero desgraciadamente, Bock, el abogado, le informó que apenas obtendría 20.000.000 de dólares con la venta. En realidad, Huguette hubiera podido reunir la cifra solicitada por el hospital con cierta facilidad. Contaba en esa época con unos 150.000.000 $ en acciones, bonos, pinturas y efectivo, además de una cantidad similar en bienes raíces. Sin embargo, decidió que no iba a hacer esa donación al Doctors Hospital.

Hospital Monte Sinaí

En la mañana de un martes de julio de 2004, acompañada en la ambulancia por su asistente Chris Sattler, una Huguette cercana a la centena de años, recorrió cinco millas en quince minutos hasta el que sería su nuevo y último hogar, el Hospital Monte Sinaí de Nueva York, donde había fallecido su madre. Aquella también sería su última salida al exterior.

Una habitación más grande que la del Doctors Hospital, aunque con peores vistas, en la planta décima del hospital. Allí contó con Hadassah y seis enfermeras más, dos por turno, para que el servicio quedara cubierto en caso de alguna de ella tuviera que tomarse algún día libre. Las visitas de madame Pierre se fueron espaciando, la pobre esposa del doctor Pierre había envejecido, el nuevo hospital distaba más de su apartamento y su Alzheimer empezaba a aparecer. Y justo por entonces, Huguette se mostraba cada vez más abierta al trato social. Recibía a su actual abogado Bock asiduamente, cosa que no había hecho con el anterior, Don Wallace, quien en los veintiséis años que trabajó para Huguette nunca la vio en persona, todas las comunicaciones fueron por teléfono o a través de una puerta. Incluso permitió que se dejara la puerta de la habitación abierta en muchos momentos. Para su cien cumpleaños asistieron las enfermeras, algunos médicos, Bock, Sattler, madame Pierre y Kamsler, su contable.

La última vez que Huguette vio a un familiar Clark fue en 1968, en el entierro de una medio sobrina, Katherine Morris Hall. Al terminar el sepelio, marchó discretamente de la iglesia, sin esperar a ser presentada a los parientes más jóvenes que aún no la conocían personalmente. En la década de 1990, familiares de Huguette empezaron a preocuparse por su pariente rica. O al menos por su dinero. Supieron a través de la Corcoran Gallery of Art que el mecenazgo de Huguette había ido reduciéndose y que se estaban vendiendo telas muy valiosas —que la galería había esperado recibir algún día—, como Dans les Roses (Madame Léon Clapisson), de Renoir, por la que se pagaron 23.500.000 de dólares. Otra circunstancia que hizo saltar las alarmas y persuadió a la familia de que Huguette estaba “en malas manos” fue la negativa de el abogado Bock a revelar su paradero, cuando lo cierto es que tan solo cumplía órdenes estrictas de su empleadora. Paul Newell, primo de Huguette, fue uno de los parientes que tras años de contacto telefónico dejó de saber de ella. Esta súbita ruptura de la relación le hizo temer que la salud de su tía abuela hubiese empeorado o que le estuvieran bloqueando las llamadas. Nada de eso, simplemente el oído de Huguette había perdido tanta audición que ya no se sentía cómoda utilizando el teléfono —nunca aceptó usar audífono— y además coincidió con el período en que debía dejar el Doctors Hospital y trasladarse al Monte Sinaí. Pero, claro, los familiares no sabían nada de esto, ni siquiera que estaba residiendo en un hospital.

En octubre de 2008, más de setenta y cinco miembros de la familia Clark se reunieron a petición del nuevo director de la galería Corcoran. Llegaron de Francia, Inglaterra, California: había demócratas y republicanos; católicos, protestantes, judíos y algún budista. Algunos se reconocieron por haber ido al mismo colegio y descubrieron en ese preciso momento que eran primos lejanos. Una de las tataranietas de Huguette había solicitado de Huguette, a través de Bock, que costeara ese primer “fin de semana Clark”, unos 22.000 $, a los que la hija de Rey del Cobre añadió 10.000 $ para gastos imprevistos. Irving Kamsler, el contable, que representaba a Huguette en ese encuentro familiar, hizo algunos comentarios que molestaron a la familia. Para su desgracia, hubo quien puso su nombre en Google y allí estaba el titular: “La pornografía salpica al presidente de la sinagoga”. Al parecer se le acusó de intentar atraer a menores a través de internet, a lo que se defendió asegurando estar convencido de que se trataba de un chat de adultos. Otra circunstancia calentó los cerebros de algunos Clark: la ley fiscal sobre impuestos a las herencias iba a ser modificada el 1 de enero de 2010, pasaría de la actual tasa del 45 por ciento a prácticamente nada. Los engranajes chirriaban en las cabezas pensantes de los Clark: ¿Estarían manteniendo viva a Huguette artificialmente, conectada a una máquina hasta esa fecha?

La familia se puso en marcha. Consultas a abogados sobre maltrato de ancianos, indagaciones en el registro de la propiedad, rastreo, localización e interrogatorio de personas cercanas a Huguette… Lo primero que salió a la luz fue que la propiedad en Connecticut estaba en venta. Por medio de madame Pierre conocieron que su rica pariente residía en Hospital Monte Sinaí. Dos tataranietos de Huguette, Carla Hall Friedman y Ian Devine decidieron presentarse en el hospital para comprobar su estado. Encontraron a la enfermera de fin de semana de Huguette, que les dijo que la paciente dormía en ese momento, pero ante la insistencia, les permitió entrar en la habitación. Fue apenas un minuto. Aquella anciana parecía dormir plácidamente, sin ayuda de soporte vital alguno, sin siquiera un gotero con suero. La enfermera atestiguó que la señora Clark poseía una mente clara, estaba al tanto de todo, sabía de la reunión familiar y su deseo era que nadie supiera que vivía en un hospital. Si querían saber algo más deberían volver cuando estuviera Hadassah Peri, la enfermera jefa. Y volvieron la mañana siguiente. Hadassah, enterada de lo ocurrido la noche anterior, muy enojada les pidió en el pasillo que se marcharan, cosa que hicieron sin discusión. Carla e Ian informaron al resto de parientes que Huguette estaba todo lo bien que puede estarlo una mujer de ciento dos años, parecía recibir la atención adecuada, su estado mental era equilibrado y tenía total capacidad para tomar sus propias decisiones. El personal que la asistía daba la impresión de honestidad y de merecer toda la confianza. Y que la voluntad de Huguette era limitar sus relaciones a estas personas, a su abogado, su contable y su asistente personal, con quienes se sentía cómoda y protegida.

Un reportaje televisivo sobre mansiones vacías en la NBC News puso a Huguette bajo los focos. La fiscalía, a través de la Unidad de Abusos a Ancianos, se interesó por el caso. Visitaron a Huguette en el hospital en tres ocasiones, determinando que no había signos que evidenciaran demencia, y aunque casi ciega, la señora Clark podía seguir perfectamente una conversación. También se revisaron las finanzas, para asegurarse que habían sido manejadas según sus deseos. Durante la investigación de la fiscalía, el abogado Bock consiguió mantener la privacidad de Huguette colocando un nombre falso en la puerta de la habitación: Harriet Chase. Animados por la noticia de la investigación, tres sobrinos nietos de Huguette solicitaron que se designase un tutor para supervisar las finanzas de Huguette. La propuesta no fue tomada en consideración.

Durante años, Huguette había dado largas cuando le aconsejaban hacer testamento. No sería hasta el 19 de abril de 2005 cuando finalmente firmaría, en la habitación del hospital, sus últimas voluntades.

El final

A finales de 2010, la salud de Huguette se volvió más frágil. Ella había expresado a los médicos su deseo de vivir el máximo tiempo posible, por lo que el hospital siguió tratándola de todas las complicaciones que iban surgiendo. En la primavera de 2011, el contable Kamsler recibió la llamada del hospital: Huguette había sufrido una insuficiencia cardíaca, siendo trasladada a cuidados intensivos.

Allí pasó sus últimas semanas, alimentada a través de un tubo, manteniéndola con vida a toda costa. Chris Sattler, el asistente personal, contaría tiempo después que aún pudo hablar con ella: “Gracias por todo”, le dijo, y ella le contestó “No, Chris, gracias a ti”.

Murió la mañana del 24 de mayo de 2011, dos semanas antes de cumplir ciento cinco años. Hadassah estuvo a su lado en los últimos momentos, y aunque era deseo explícito de Huguette que no hubiera funeral ni sacerdotes, la fiel enfermera, una católica convertida al judaísmo, pidió un sacerdote para administrarle el sacramento de la unción.

Mausoleo de los Clark en el cementerio de Woodlawn

Tras una vida de una casi absoluta privacidad, el obituario de Huguette Marcelle Clark ocupó la portada de The New York Times, igual como había sucedido en 1925 con su padre.

Los familiares se interesaron por la ceremonia, presionando a Bock, pero éste dejó muy claro las indicaciones de Huguette a ese respecto.

Afortunadamente, Bock, en 2006 había caído en la cuenta de que el mausoleo de los Clark en el cementerio de Woodlawn había completado su capacidad al acoger los restos de la madre de Huguette, Anne, en 1963. Tras comentar la circunstancia con su empleadora, ésta se ratificó en su deseo de ser enterrada junto a sus padres y hermana, desechando las opciones de incineración y de una sepultura junto al mausoleo, pero en el exterior. Finalmente, se encontró la forma de adicionar otro nicho bajo el de su madre.

Y allí fue colocado el ataúd de Huguette. Tan solo asistieron los empleados de la funeraria y del cementerio. Todo se había arreglado para llevarse a cabo por la mañana temprano, antes de la apertura del cementerio al público general, para mantener alejados a parientes y periodistas.

La guerra por la herencia

En 2012, diecinueve parientes, entre bisnietos, tataranietos y sobrinos nietos, acudieron a los tribunales para reclamar la herencia. Esto era absolutamente improcedente teniendo en cuenta que a la muerte de W.A. Clark, cada hijo recibió una parte igual del patrimonio del padre, los cuatro hijos del primer matrimonio y Huguette, la única hija viva del segundo. Bien es cierto que Huguette, a la muerte de Anne, recibió además la parte que había heredado su madre. Pero esto era totalmente lícito y los parientes no tenían derecho a reclamar. Aún así, había que intentar persuadir a los jueces, no podía ser que una enfermera, Hadassah Peri, un asistente, Chris Sattler, una ahijada, Wanda Styka, y dos instituciones, la galería Corcoran y el Hospital Monte Sinaí, se quedaran los 300.000.000 $.

Catorce de los diecinueve parientes reconocieron en documento judicial que jamás habían conocido a Huguette. Los otros cinco dieron como último contacto personal 1960. Diez dijeron haber enviado felicitaciones a Huguette por Navidad o por su aniversario. Cuatro aseguraron haber recibido respuesta. Quedaba establecido que en los últimos cincuenta años, medio siglo, ninguno de ellos se había acercado a Huguette. Ni Huguette a ellos.

Para que los parientes pudieran tener éxito debían demostrar que el testamento se firmó de forma irregular, sin la certeza de que Huguette tenía conciencia de lo que firmaba, o bien, demostrar que la anciana se hallaba completamente influida por la enfermera, el contable y el abogado. Incluso podrían intentar demostrar que en el momento de la firma del testamento, Huguette no tenía ya la capacidad mental necesaria.

Los dos bandos estaban a punto de enfrentarse: de un lado los parientes y del otro Hadassah, Sattler, Bock, Kamsler, Wanda y la Fundación Bellosguardo, la galería Corcoran y el Hospital Monte Sinaí. Mientras tanto, se había designado un administrador público que inició la venta de todo aquello que no tenía un legatario específico. Aunque parte de las joyas ya se había vendido y otra parte fue entregada a Hadassah y Sattler, quedaba aún un buen lote en una caja de seguridad, todavía en sus cajas originales de Tiffany y Cartier, que no se habían usado desde 1930. Subastadas por Christie’s, rindieron 18.000.000 $. Los apartamentos de la Quinta Avenida se vendieron por un total de 55.000.000 $. Le Beau Château, en Connecticut, que años atrás Huguette se negó a vender porque estando a la venta por 26.000.000 $ el comprador ofreció un millón menos, al final se vendió por 16.000.000 $. El resto de posesiones quedaron a la espera del juicio o de un posible acuerdo entre las partes.

Le Beau Château, Connecticut

Finalmente, el 24 de setiembre de 2013, la sentencia otorgó unos 80 millones de dólares a la familia, muy reducidos tras pagar impuestos y abogados, nada a Hadassah, que ya había recibido 30 millones en octubre de 2011, más lo recibido en vida de Huguette, Wanda Styka, la ahijada, 12 millones, el contable y el abogado, 500.000 $ cada uno. El resto, la parte mayor, iría a parar a obras de caridad relacionadas con las bellas artes, como la Fundación Bellosguardo y la galería Corcoran.

El personaje

Para muchos, incluida parte de su familia, Huguette fue una persona infeliz y retraída, con una vida triste. No faltó quien, quizá solo por referencias, sin ningún conocimiento médico, le atribuyó enfermedad mental o discapacidad intelectual. Para la mayoría de los que la conocieron y trataron, sin embargo, Huguette era tremendamente lúcida, alegre e imaginativa. Y sí, quizá también excéntrica, aunque en su caso no parece algo demasiado censurable.

Vivió para las artes, se formó como pintora y violinista, se interesó por la fotografía, por la historia y cultura japonesas, por las antigüedades, leyó a los clásicos. Sus aptitudes sociales eran plenamente normales. Mantuvo conversaciones telefónicas con ilustradores franceses, artesanos ingleses y japoneses, se interesó siempre por las cuestiones personales de sus empleados y amigos, preguntando a menudo por sus esposas e hijos. Repartió su generosidad a manos llenas, no solo entre su círculo cercano, sino con cualquiera que le expresase una necesidad apremiante. Huguette era también una amiga fiel que mantenía sus relaciones durante décadas, a veces pese a la distancia. Tuvo su compañero del alma, Etienne de Villermont, al que se sintió espiritualmente unida y ayudó incontables veces. Incluso mantuvo una excelente relación con su ex marido, Bill Gower. Contó durante sesenta años con su ahijada Wanda Styka. Infinidad de amistades telefónicas, sobre todo en Francia. Mantenía contacto regular con los cuidadores de sus mansiones, con el personal de la galería Corcoran, con autoridades de Santa Bárbara.

Ciertamente, sus entretenimientos habituales no eran quizá los de una persona rica convencional. Su afición a las muñecas y las casitas podía sorprender. También su devoción por Los Picapiedra y Los Pitufos. Actualmente los médicos quizá hablarían de autismo o síndrome Asperger. Quizá una timidez patológica, el trauma de la muerte de su hermana o un padre casi anciano en el momento de su nacimiento podrían explicar aspectos de su personalidad.

Nunca hizo daño a nadie, ni usó su dinero contra alguien. Al contrario, era feliz “tirando el dinero”, a decir de algunos, con la gente de su entorno. Era una mujer firme pero amable. El doctor Singman recordaría siempre como cierto día que visitó a Huguette en la habitación del hospital, la paciente, con casi cien años, le recitó en inglés, español y francés la fábula de Jean-Pierre Claris de Florian. La misma fábula que su hermana Andrée le leía noventa años antes:

Un pobre grillo

escondido en la hierba floreciente.

observó una mariposa

revoloteando en el prado.

El insecto alado brillaba con los colores más brillantes;

azul, púrpura y oro estallaban en sus alas.

Joven, hermosa, pequeña hábil, corre de flor en flor,

tomando y dejando lo más bello.

¡Ah! dijo el grillo, que su destino y el mío

son diferentes! La madre naturaleza

para ella hizo todo, y para mí nada.

No tengo talento, ni hermosura.

Nadie me cuida, aquí abajo me ignoran:

sería mejor no existir.

Mientras hablaba, en el prado

llega una tropa de niños:

Inmediatamente están corriendo

detrás de esta mariposa, todos la quieren.

Para atraparla se utilizan sombreros, pañuelos, gorras.

La mariposa busca en vano escapar de ellos,

pronto se convierte en su conquista.

Uno la agarra del ala, otro del cuerpo;

Aparece un tercero y la toma por la cabeza:

no hizo falta tanto esfuerzo

para destrozar a la pobre bestia.

Oh! Oh! dijo el grillo, ya no estoy enojado;

Cuesta demasiado brillar en el mundo.

¡Cuánto amaré mi existencia ignorada!

Para vivir feliz, vivir escondido.

El estraperlo

estraperlo   Foto del diario La opinión de Málaga.

 El estraperlo fue un comercio ilegal muy usual durante los primeros años de la posguerra española. Se trataba de vender en el mercado negro cualquier producto, en especial de primera necesidad, saltándose las tasas e impuestos. Es necesario situarlo en una etapa de absoluta escasez, con largas colas para conseguir una insuficiente cantidad de arroz o aceite, previa presentación de la cartilla de racionamiento. Muchos hombres y mujeres se lanzaban a los caminos en burro o bicicleta, o sencillamente andando, hacia los pueblos cercanos o las casas de campo. Allí compraban sobre todo huevos, patatas, y si había suerte tocino. Luego había que volver a la ciudad y evitar los llamados fielatos (burots, en Catalunya), unas casetas en las entradas de las ciudades y en las estaciones de tren donde se controlaba la entrada de mercancías: las que no estaban autorizadas eran requisadas y por las demás había que pagar las tasas establecidas. El nombre de fielato derivaba del fiel de la balanza del tipo llamado “romana” que se utilizaba en estas casetas para el pesaje de las mercancías. El precio que alcanzaban estos bienes en el mercado negro era muy alto: una docena de huevos que con cartilla de racionamiento podía costar dieciocho pesetas en 1941, de estraperlo el precio se multiplicaba por diez. Pero el estraperlo también si hizo a gran escala y la fortuna de muchas familias preponderantes actuales tiene su origen en él. Al amparo de militares y funcionarios de pocos escrúpulos se enriquecieron apellidos ilustres, cuando no beneficiados directamente por los mandamases del régimen.

   Para finalizar, una breve explicación del origen de la palabra estraperlo. Deriva de unir la parte inicial de los apellidos de dos tipos listos llegados de Holanda. Los señores Strauss y Perlowitz habían inventado un juego de azar basado en una ruleta de trece números que pretendían instalar en casinos españoles. El juego se dio a conocer como “Straperlo”. El artilugio estaba trucado y disponía de un mecanismo de relojería que garantizaba las ganancias de la banca cuando era preciso. Introduciéndose en círculos cercanos al poder, y prometiendo participación en las ganancias a varias personalidades del momento, consiguieron autorización para instalar sus ruletas fraudulentas en el casino de San Sebastián. Apenas estuvieron tres horas funcionando porque la policía clausuró el juego por ser claramente un fraude. Un tiempo después, Strauss consiguió colocar sus ruletas en el casino del Hotel Formentor, en Mallorca, pero igualmente fue por muy poco tiempo. Finalmente, Daniel Strauss, absolutamente indignado, pues había gastado una importante suma de dinero en sobornos y regalos, exigió ser compensado con 83.000 florines, cantidad equivalente a unas 400.000 pesetas de la época. El asunto de conviertió en cuestión de estado y acabó con el gobierno de Alejandro Lerroux, tío paterno de uno de los principales comprometidos en la maquinación.

El cuaderno dorado, de Doris Lessing

dorislessing

Anna se encuentra con su amiga Molly, un día del verano de 1957, después de una separación…

Las dos mujeres estaban solas en el piso londinense.
—El caso es que —dijo Anna al volver su amiga de hablar por teléfono en el recibidor—, el caso es que por lo visto todo se está desmoronando.
Molly era una mujer adicta al teléfono. Cuando éste empezó a llamar acababa de preguntar: «Bueno, ¿qué me cuentas?». Y ahora volvía diciendo:
—Es Richard, que viene. Al parecer hoy es el único día libre que va a tener en todo el mes. Por lo menos eso es lo que dice.
—Pues yo no me voy —dijo Anna.
—No, tú te quedas donde estás.                                                                                                 Molly examinó su aspecto: llevaba pantalones y un jersey, ambas prendas bastante usadas.
—Tendrá que aceptarme como me encuentre —concluyó, y se sentó junto a la ventana—. No ha querido decir qué ocurre… Será otra crisis con Marion, supongo.
—¿No te ha escrito?—preguntó Anna con cautela.
—Los dos, él y Marion, me han escrito cartas llenas de sencillez. Curioso, ¿verdad?
Este curioso, ¿verdad?, era como la contraseña que indicaba el tono confidencial de las conversaciones entre ellas dos. No obstante, después de haber dado la contraseña, Molly cambió el tono y añadió:
—Es inútil hablar ahora. Ha dicho que venía en seguida.
—Seguramente se marchará cuando vea que estoy yo —comentó Anna alegremente, aunque con cierto deje agresivo.
—Ah, y ¿por qué? —preguntó Molly, mirándola incisivamente.
Se había dado siempre por supuesto que Anna y Richard se desagradaban mutuamente; y, antes, Anna siempre se había marchado cuando Richard estaba por llegar. Aquel día Molly dijo:
—La verdad es que yo creo que le agradas bastante, en el fondo. Pero se ve obligado a estimarme a mí, por principio… ¡Es tan ridículo que las personas le gusten del todo o nada! Por eso, lo que no le agrada en mí te lo carga a ti.                                                            —Encantada —replicó Anna—. Pero ¿sabes una cosa? Mientras estabas fuera he descubierto que para mucha gente tú y yo somos casi intercambiables.
—¿Ahora te das cuenta de eso? —inquirió Molly triunfalmente, como siempre que Anna descubría lo que para ella eran hechos evidentes.
Desde muy al principio, en la relación entre las dos mujeres se había llegado a un equilibrio: Molly poseía mucho más conocimiento del mundo que Anna, quien, por su parte, estaba dotada de un talento superior.

Recursos inhumanos, de Pierre Lemaitre

pierrelemaitre

Nunca he sido un hombre violento. No me viene a la memoria ningún momento en el que haya querido matar a nadie. Sí que he tenido ataques de ira de vez en cuando, pero nunca la voluntad real de hacer daño. De destruir. Así que, claro, estoy sorprendido. La violencia es como el alcohol o el sexo: no se trata de un fenómeno, es un proceso. Entramos en ellos casi sin notarlo, simplemente porque estamos maduros, porque nos llegan en el momento justo. Me daba perfecta cuenta de que estaba enfadado, pero nunca habría imaginado que aquello se transformaría en furia despiadada. Y es eso lo que me da miedo.
Y que todo esto lo haya pagado Mehmet…
Mehmet Pehlivan.
Es turco.
Lleva en Francia diez años, pero tiene menos vocabulario que un niño de esa edad. Solo conoce dos maneras de expresarse: o se cabrea o pone cara de cabreo. Y cuando se cabrea, mezcla el francés con el turco. Entonces nadie le entiende, pero a todo el mundo le queda claro lo que piensa de nosotros. En Mensajerías Farmacéuticas, donde trabajo, Mehmet es «supervisor», y siguiendo un comportamiento vagamente darwiniano, cuando asciende pasa de inmediato a despreciar a sus antiguos compañeros y a considerarlos meras lombrices. Me he encontrado muchas veces con eso en mi carrera, y no solo entre trabajadores inmigrantes. Lo he visto en mucha gente que venía de abajo, de hecho. En cuanto progresan, se identifican con sus superiores con una convicción tal que los superiores no se atreverían a soñar. Es el síndrome de Estocolmo aplicado al mundo del trabajo. Pero, cuidado, no es que Mehmet se crea el jefe, más bien lo reencarna. Es el jefe cuando el jefe desaparece. Resulta evidente que aquí, en una empresa que debe de contar con cerca de doscientos asalariados, no hay un patrón propiamente dicho, solo jefes. Pero Mehmet se siente demasiado importante como para identificarse con un simple jefe. Él se identifica con una especie de abstracción, un concepto superior al que llama «la Dirección», algo vacío de contenido (nadie conoce aquí a los directores) pero rebosante de sentido: la Dirección es como decir el Camino, la Vía. A su manera, ascendiendo por la escala de la responsabilidad, Mehmet se acerca a Dios.
Empiezo a trabajar a las cinco de la mañana en lo que llaman un miniempleo (aunque utilizan la palabra «empleo», hay que añadir el «mini» por el salario). La tarea consiste en seleccionar las cajas de medicinas que se distribuyen después por las farmacias del extrarradio. Yo no estaba allí para verlo, pero parece ser que Mehmet hizo este trabajo durante ocho años antes de convertirse en «supervisor». Hoy se enorgullece de tener bajo sus órdenes a tres lombrices, lo que no es poca cosa.
La primera lombriz se llama Charles. Curioso nombre para un hombre sin techo. Tiene un año menos que yo, es delgado como un fideo y bebe como un cosaco. Lo de sin techo es por simplificar, porque de hecho sí tiene techo. Y completamente cubierto. Vive en su coche, que lleva cinco años sin moverse.

El contable hindú, de David >Leavitt

davidleavitt

El hombre sentado al lado de la tarima parecía muy viejo, al menos a los ojos de su público, cuyos miembros eran casi todos muy jóvenes. En realidad no había cumplido aún los sesenta. La maldición de los hombres que aparentan menos años de los que tienen, pensaba a veces Hardy, es que en un determinado momento de su vida cruzan una línea y empiezan a parecer mayores de lo que son. Cuando estudiaba en Cambridge, lo confundían a menudo con un colegial que estaba de visita. Y cuando ya era catedrático, con un estudiante. Luego la edad le había alcanzado, y ahora le había adelantado, así que parecía la mismísima personificación del matemático mayor al que el progreso ha dejado atrás. «Las matemáticas son un juego de jóvenes» (escribiría a la vuelta de unos años), y a él le había ido mucho mejor que a otros. Ramanujan había muerto a los treinta y tres. Los admiradores actuales, fascinados por la leyenda de Ramanujan, hacían cábalas sobre lo que podría haber conseguido de vivir más años, pero personalmente Hardy opinaba que poco más. Se había muerto con lo mejor de su trabajo ya hecho.
Esto sucedía en Harvard, en la Nueva Sala de Conferencias, el último día de agosto de 1936. Hardy era uno más del grueso de eruditos traídos de todos los rincones del mundo para recibir sus títulos honoríficos con motivo del tercer centenario de la universidad. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los convocados, no estaba allí (ni tampoco había sido invitado, le daba la sensación) para hablar de su propio trabajo o de su propia vida. Eso habría decepcionado a sus oyentes. Querían saber cosas de Ramanujan.
Aunque a Hardy, en cierta forma, le resultaba familiar el olor de la sala (un olor a tiza, a madera y a humo rancio de cigarrillos), tanto ruido le chocaba y le parecía típicamente americano. ¡Aquellos jóvenes armaban mucho más jaleo que sus homólogos ingleses! Mientras hurgaban en sus maletines hacían chirriar las sillas. Y cuchicheaban, y se reían unos con otros. No llevaban toga, sino más bien chaqueta y corbata (algunos, pajarita). Entonces el profesor al que le habían encomendado la tarea de presentarlo (otro joven del que Hardy no había oído hablar nunca y al que acababa de conocer minutos antes) se puso de pie en el estrado y carraspeó, y a esa señal el público se calló. Hardy procuró permanecer impasible mientras escuchaba su propia historia, los premios y títulos honoríficos que acreditaban su renombre. Era una letanía a la que había acabado acostumbrándose, y que no despertaba en él ni orgullo ni vanidad, sólo le producía hartazgo; oír enumerar todos sus logros no significaba nada para él, porque aquellos logros pertenecían al pasado, y por lo tanto, en cierto sentido, ya no eran suyos. Lo único que le había pertenecido siempre era lo que estaba haciendo en ese momento concreto. Y ahora no hacía prácticamente nada.
Estallaron los aplausos y se subió al estrado. Había más gente de la que le había parecido al principio. La sala no sólo estaba llena, sino que había estudiantes sentados en el suelo y también de pie, apoyados en la pared del fondo. Muchos tenían cuadernos abiertos sobre el regazo y sostenían lápices, listos para tomar notas. (Vaya, vaya. ¿Qué habría pensado Ramanujan de todo aquello?)

El frente ruso, de Jean-Claude Lalumière

jean-claudelalumiere

Cuando era pequeño, podía pasarme horas observando el papel pintado. Las paredes del cuarto de estar de casa de mis padres, recubiertas con un motivo vegetal rococó posmoderno, colección Vénilia de 1972, producían en mi imaginación, ya de por sí fácilmente impresionable, monstruos espectaculares. Acababa de cumplir ocho años. Solo tenía que instalarme en el sofá de terciopelo marrón, fijar la mirada en el hueco que quedaba entre el sillón y la pared y esperar pacientemente a que el punto flotante en el que me concentraba tomara poco a poco el aspecto de la cara burlona de una criatura del infierno. Las flores de lis le dotaban de orejas y cuernos; las hojas de acanto, de una boca abierta y una lengua colgante; dos tallos entrelazados de madreselva o de pasiflora que ascendían a las alturas formaban su pelo ensortijado; en el espacio que quedaba, dos hojas colocadas simétricamente proporcionaban a ese monstruo unos ojos socarrones e hipnóticos que terminaban por atraparme. Me atenazaba el miedo a no poder liberarme de su influencia y me espabilaba. Mi madre, que solía deambular por el cuarto de estar, siempre que me veía así, con pinta de estar aburriéndome, me proponía ver los dibujos animados. Yo intentaba seguir concentrado en mi ejercicio, pero era en vano, pues ella, sin esperar mi respuesta, encendía la televisión y me sacaba de mi ensueño. Huía entonces a mi habitación, escapaba de la presencia de esa madre que un día sí y otro también frustraba mis tentativas de evasión.
Mi habitación siempre estaba ordenada. Esa era la voluntad de mi padre. Y mi madre, dispuesta a secundarlo en todo, vigilaba que así fuera. Yo no era un adicto al orden. Con ocho años, me diréis, raros son los niños que tienden al orden. Pero como buena ama de casa, mi madre no dudaba en paliar mis carencias en la materia. Los dos conservamos en la memoria, ya que en esa ocasión perdimos parte de nuestras capacidades auditivas, el grito de dolor que soltó mi padre cuando vino a mi cama a darme un beso de buenas noches. Todavía lo veo iluminado por la tenue luz de la lamparita de la mesilla de noche, con su pijama de rayas azules y blancas. Sujetándose el pie magullado con las dos manos, saltó y saltó sobre el mismo sitio, como si semejante ejercicio pudiera atenuar el dolor provocado por la pieza de Lego que acababa de pisar. Sus chillidos aumentaron cuando, en el tercer salto, el pie sano aterrizó, por una pequeña desviación, sobre la cabellera de un clic de Playmobil que había conseguido arrancar del cráneo de su propietario sirviéndome de mis dientes como tenazas. Mi idea había sido la de reproducir las aventuras de Los siete magníficos, un western que había visto en la televisión emitido por el programa Primera sesión. Como habréis adivinado, ese clic de Playmobil hacía el papel de Yul Brynner, jefe de la célebre cuadrilla de vaqueros. Mi madre tuvo que intervenir para extirparle la pequeña peluca de plástico, cuyos bordes puntiagudos habían atravesado la carne tierna, mientras mi padre soltaba, de un modo casi exhaustivo, todas las palabrotas de su repertorio.

Los Baldrich, de Use Lahoz

uselahoz

Jenaro Baldrich se asomó a la vida en 1920, en Tarragona, en la casa que luego vendería para comprar la de Valldoreix, por no seguir habitando el lugar donde murió su padre, don Eustaqui Baldrich, y donde enfermó su madre, Cinta Campà. Cursó en los Maristas los estudios primarios, mostrándose listo con los curas, trivial en los deberes y en las fotografías aguerrido y complaciente, ya ancho de hombros y de cabeza. Pasó por la infancia copiando lo mínimo de su hermano mayor, Gonzalo Baldrich, mucho más aplicado que él en los estudios. Jenaro aprendió enseguida a tirar piedras contra el muro de las lamentaciones de los gandules, jugando a policías y ladrones, escapando al río a pescar barbos, y faltando en más de una ocasión a la escuela, sin que ello implicara recibir castigo alguno.
Ya desde pequeño su padre le consintió que acompañara a Quimet, el cobrador de la casa, en sus abundantes itinerarios para recaudar los importes de los recibos de la electricidad, negocio controlado por su familia en toda la comarca. El mismo Quimet tenía también una pastelería enfrente de la casa de los Baldrich, donde el pequeño Jenaro ayudaba a elaborar brazos de gitano y bizcochos, panellets y tortells, en mayor medida antes de Navidad y Semana Santa, y allí fue donde aprendió más matemática que en la escuela.
En la oficina habilitada en la trastienda de la pastelería que regentaba Quimet, sobre una mesa recubierta con restos de harina, Jenaro ayudaba a llevar las cuentas a mano, con lápiz y papel, y de vez en cuando se imaginaba pasando calor bajo las faldas estampadas de Petra, la mujer de Quimet, que atendía a los clientes con un catalán lozano, y que movía su peso con maneras rudimentarias, pero que a ojos de un niño sin contacto con mujeres eran lascivas, y suficientes para aprender el arte de la autosatisfacción correspondiente.
Aquella Cataluña que empezaba a abrirse al exterior era, sin duda, un marco próspero para emprender negocios familiares. Tanto esfuerzo había traído como recompensa la Exposición Internacional de Barcelona de 1929, de la que Jenaro Baldrich oyó hablar a su padre y a algunos clientes de la pastelería. Desde niño estuvo en contacto con el mundo de los negocios, así aprendió el valor del dinero: cuando su abuelo le repetía que cuarenta y nueve céntimos jamás llegarían a valer dos reales y su padre, los domingos, le asignaba una perra chica de propina que debía administrar con el fin de comprar pipas para él y para dos amigos que no tenían un padre en situación de dar cinco céntimos a nadie.
También pasó la guerra. Las ideas militantes derechistas del padre protegieron a Jenaro de grandes problemas. Siendo todavía adolescente vivió de cerca el turbulento registro de la casa por un grupo de anarquistas, unas cuantas amenazas y la detención de su padre, resuelta al mes gracias al desembolso de cinco mil pesetas pagadas en plata, y poco más, pues tan pronto abandonó las rejas, don Eustaqui Baldrich decidió pasar al territorio que controlaban los alzados contra la República.

Una historia de amor, de Nicole Klauss

nicoleklauss

Cuando escriban mi necrológica. Mañana. O pasado. Pondrán: «Leo Gursky ha muerto. Deja un apartamento lleno de mierda». Me extraña no estar sepultado en vida. La vivienda no es grande. Tengo que batallar para mantener el paso libre entre la cama y el baño, el baño y la mesa de la cocina, la mesa de la cocina y la puerta de entrada. Ir del baño a la puerta de entrada es imposible sin pasar por la mesa de la cocina. Me gusta imaginar que la cama es el home; el baño, la primera base; la mesa de la cocina, la segunda; y la puerta de entrada, la tercera: si suena el timbre y estoy en la cama, tengo que dar un rodeo por el baño y la mesa de la cocina para llegar a la puerta. Si por casualidad es Bruno, lo hago pasar sin decir palabra y me vuelvo a la cama corriendo, mientras en mis oídos resuena el clamor del graderío invisible.
A menudo me pregunto quién será la última persona que me vea con vida.
Si tuviera que apostar, lo haría por el repartidor del restaurante chino. Los llamo cuatro noches de cada siete. Cuando el chico llega, busco teatralmente la billetera. Él se queda en la puerta, sosteniendo la bolsa grasienta, mientras yo cavilo en si ésta será la noche en que me coma el rollito de primavera, me acueste y tenga un infarto mientras duermo.
Procuro hacerme notar. A veces, cuando salgo a la calle, me compro un zumo aunque no tenga sed. Si hay mucha gente en la tienda, hasta dejo caer el cambio, para que las monedas rueden por el suelo en todas direcciones.
Entonces me arrodillo. Me cuesta mucho arrodillarme, y más aún levantarme. Y sin embargo. Quizá la gente me tome por idiota. Entro en Pie de Atleta y digo:
«¿Qué tienen en deportivas?» El dependiente me mira como al pobre schmuck que soy en realidad y me señala las únicas Rockport clásicas que tienen, de una blancura detonante. «Nooo, ésas ya las tengo», digo, me voy al estante de las Reebok y elijo algo que ni siquiera parece una zapatilla, quizá una botina impermeable. Pido un cuarenta. El chico me mira otra vez, más despacio. Sin pestañear. «Un cuarenta», repito, sin soltar la zapatilla de muestra. Él menea la cabeza y va a buscarlas, y cuando vuelve ya estoy quitándome los calcetines.
Me subo las perneras del pantalón y contemplo esas cosas decrépitas que son mis pies, y transcurre un minuto tenso, hasta que queda claro que estoy esperando que él me calce las botinas. Nunca compro. Lo único que quiero es no morirme un día en que nadie me haya visto.
Hace meses vi un anuncio en el periódico. Ponía: «Se necesita modelo para clase de dibujo al desnudo. 15 dólares la hora». Parecía demasiado bueno para ser verdad. Tanta mirada. Y de tanta gente. Llamé. Una mujer me dijo que fuera el martes próximo. Yo traté de describir mi aspecto físico, pero no le interesaba.
«Cualquiera vale», dijo.

Diario de un ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman

suekaufman

Son las nueve y cuarto de esta calurosa mañana de septiembre, más calurosa que cualquiera de los días de verano que hemos tenido. Todas las ventanas están abiertas y el hollín flota en el aire y se deposita por todas partes, como si fuese lluvia radioactiva. Más allá de la puerta de este dormitorio, que acabo de cerrar con llave, el apartamento está vacío y desagradablemente tranquilo. Las niñas han vuelto al colegio hoy, un viernes, para lo que llaman la jornada de reorientación. Acabo de llegar a casa, he ido a despedirlas al autobús del colegio y a pasear a Folly por Central Park West. Me ha llevado una eternidad, porque Folly odia las alcantarillas y a mí me da miedo entrar en el parque. Hoy había jurado que me forzaría a hacerlo, he llegado hasta la entrada y entonces he visto a un hombre en medio del camino, de pie, sonriendo a los árboles con cara de chiflado. Era un hombre muy viejo con el pelo blanco, seguramente no era más que un pobre padre jubilado, o un ornitólogo senil esperando ver, por casualidad, un pinzón púrpura…, pero no podía arriesgarme. Yo no. Ahora no.
Así que nos hemos dirigido a las sucias alcantarillas con páginas rotas del Daily News. En cuanto he llegado a casa, he cerrado esta puerta con llave… No me gusta este silencio. He abierto el cajón de en medio y sacado la libreta de debajo de un montón de combinaciones de nailon. Es una estupenda libreta, gruesa, de ciento treinta y dos páginas. Al deslizarse por la primera página, tan nueva y tan blanca, mi mano deja unas marcas de humedad, hinchadas y arrugadas, que hacen que la tinta se corra cuando intento escribir encima. Compré la libreta ayer, en la tienda de todo a cinco centavos. Llevé a las niñas allí como premio por haberse portado tan bien mientras comprábamos su ropa interior y sus nuevos pijamas de invierno en Bloomingdale’s. El premio era un helado y cinco dólares de material escolar. Sólo era un juego, ya que el colegio Bartlett les proporciona todo el material que necesitan. Pero se lo había prometido y eso era lo que querían, así que cada una cogió una cesta y empezó a llenarla de cosas: pequeñas libretas con espiral, estuches de lápices, gomas de borrar de color rosa, cajas de clips, reglas de plástico, plumillas, rotuladores y tubos de pegamento. Mientras buscaban y elegían, yo me quedé a su lado mirando, deseando que el tic de mi ojo derecho se detuviese y rezando para que el nudo de mi garganta no empeorase, y entonces me fijé en el montón de libretas y se me ocurrió la idea. Así de sencillo. Las vi y supe que eran lo que necesitaba, lo que había estado buscando todo este tiempo, sin saber que las necesitaba ni que estuviera buscándolas. No sé si me explico. También supe que era una buena idea, sensata, porque mientras estaba allí de pie, mirando las libretas, el tic del ojo se detuvo de repente y el nudo de la garganta desapareció. Una señal. Así pues, cogí cuatro libretas y me las puse debajo del brazo.

El ladrón de café, de Tom Hillenbrand

tomhillenbrand

La moneda de plata de dos peniques giró sobre el mostrador, con un zumbido metálico, hasta que el dedo índice de Obediah Chalon puso fin a aquel baile. Acercó la moneda y escrutó a la moza.
—Buenos días, miss Jennings.
—Buenos días, mister Chalon —respondió la mujer que estaba tras el mostrador—. Hace mucho frío para una mañana de septiembre, ¿no le parece a vuestra merced?
—Diría que no más que la semana pasada, miss Jennings.
Ella se encogió de hombros.
—¿En qué puedo serviros?
Obediah le tendió la moneda.
—Una escudilla de café, por favor.
Miss Jennings tomó la moneda y frunció el ceño, pues era uno de esos viejos tuppences martillados. Tras voltear varias veces la pieza de plata, llegó a la conclusión de que el canto aún tenía filo y la guardó en la caja. Obediah recibió como vuelta una pieza de bronce que podía canjear en el propio café.                                                                                 —¿No hay peniques? —preguntó, aunque sabía la respuesta. La calderilla escaseaba desde que la gente la fundía para vender la plata. Por eso últimamente solo daban como cambio esas malditas piezas de bronce.
Miss Jennings se disculpó con expresión de aburrimiento.
—Hace semanas que no veo un penique —explicó—. En este reino se prodigan menos que el buen tiempo.
Silbando la melodía de la conocida canción popular «El herrero», se dirigió hacia la chimenea y cogió una de las jarras negras de hierro que estaban junto al fuego. Al punto regresó con una escudilla poco honda y se la dio a Obediah.
—Gracias. Decidme, ¿hay correo para mí?
—Un momento, voy a mirarlo —respondió Jennings, y se dirigió hacia una estantería de madera oscura con numerosos compartimientos para cartas.
Obediah tomó el primer sorbo de café mientras ella buscaba la correspondencia. Regresó poco después y le entregó tres cartas y un paquetito. Obediah echó un vistazo al remite y se guardó el paquetito en el bolsillo de la casaca. Después dejó la escudilla en el mostrador y prosiguió con las cartas: la primera era de Pierre Bayle, de Rotterdam, y, a juzgar por el bulto, o contenía una misiva muy larga o el último número de Nouvelles de la République des Lettres; tal vez ambas cosas. La segunda era de un matemático de Ginebra, y la tercera venía de París. Las leería con calma más tarde.
—Os lo agradezco, miss Jennings. Por cierto, ¿sabéis si ya ha llegado el último número de la London Gazette?
—Está al fondo, en la última mesa delante de la estantería, mister Chalon.

La rata en llamas, de George V. Higgins

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—No me vengas con hostias —dijo Terry Mooney. Era un hombre pequeño de pelambrera roja, gafas de montura metálica con cristales rosados y un vestuario compuesto por ternos príncipe de Gales.
Cómo odio a ese cabrón, pensó John Roscommon después de la reunión. Roscommon había dicho muchas veces lo mismo en voz alta, cuando lo acompañaban otros policías estatales.
—Ese cabrón —decía Roscommon—. Ahí lo tienes, treinta años y más pelo que un puto búfalo pero menos seso, se sacó el título de Derecho en alguna mierda de facultad chapucera y se cree que por eso puede dar órdenes a todo dios. Eso cree, el muy capullo.
»Ese tío —dijo Roscommon a Mickey, Don y a todo poli que estuviera en la oficina del fiscal general—, ese tío fue designado directamente por dios para acabar con todos los problemas de la sufrida humanidad. Y aquí estoy yo, que siendo apenas un crío con pelusa en la cara crucé medio mundo para vérmelas con los japoneses y sus ametralladoras Nabu con las que pensaban volarme el culo antes de que aparcáramos a Douglas MacArthur sano y salvo en su casa de Tokio, pero se quedaron con las ganas. Salí a la maldita jungla con la cabeza gacha como si fuera el puto Wyatt Earp y ningún japo de mierda me voló el culo y, entretanto, yo les volé el suyo a unos cuantos.
»Sobreviví a eso —siguió Roscommon—. No comeré ternera teriyaki ni iré a un restaurante japonés de pega en que la idea del chef de pasar un buen rato es gritar “banzai” con el cuchillo en alto en cuanto alguien le pone un cacho de carne delante. Salí de una pieza de mis aventuras con los japos y eso me parece fabuloso, después de ver lo que les pasaba a otros tipos a los que conocí brevemente allí.
»Sobreviví a eso. Sobreviví a varios intrascendentes conflictos laborales entre algunos caballeros de este lado del Pacífico y el alcaide y los guardias de varios presidios que mantenemos para el cuidado y la manutención de tipos que ponen nervioso a todo el mundo cuando están en la calle. Una noche algunos de mis antiguos colegas policías tuvieron que salir a entregarle un papelito a un tipo que se había pirado de la cárcel sin avisar y me pidieron que los acompañara, porque se rumoreaba que el tío tenía todas las armas fabricadas por Colt a lo largo de su historia y además un par de Remingtons que llevarse al hombro para tener algo más de alcance. Y vaya si las tenía, no veáis cómo las usaba, y también salí de una pieza de allí.
»Nunca he tenido úlcera. He cumplido los cincuenta y ocho y no es porque yo lo diga, pero estoy en plena forma y tengo una puta salud de hierro. Pero si alguna vez pillo una úlcera, si alguna vez me tumba una apoplejía de mierda, será por culpa de Terry Mooney.

La casa alemana, de Annette Hess

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Por la noche había vuelto a haber fuego. Lo olió de inmediato cuando salió, sin abrigo, a la calle, en la que reinaba la calma propia de un domingo y que estaba cubierta por una fina capa de nieve. Esta vez debía de haber sido muy cerca de su casa. El olor acre se distinguía con claridad en la habitual neblina invernal: goma carbonizada, tela quemada, metal derretido, pero también piel y pelo chamuscados. Y es que algunas madres protegían del frío a sus hijos recién nacidos con un pellejo de oveja. Eva se paró a pensar, no por primera vez, en quién podría hacer una cosa así, quién entraba en las casas del vecindario a través de los patios traseros por la noche y les prendía fuego a los cochecitos de los niños que la gente dejaba en los pasillos. «Un loco o los gamberros», opinaban muchos. Por suerte, el fuego no se había propagado aún a ninguna casa. Hasta la fecha nadie había sufrido daños. Salvo los económicos, claro está. Un cochecito de niño nuevo costaba ciento veinte marcos en Hertie, y eso no era moco de pavo para las familias jóvenes.

«Las familias jóvenes», resonaba en la cabeza de Eva, que iba de un lado a otro de la acera con nerviosismo. Hacía un frío que pelaba pero, aunque sólo llevaba puesto su vestido nuevo de seda azul claro, no tenía frío, sino que sudaba debido a los nervios. Y es que estaba esperando nada menos que «su felicidad», como decía burlonamente su hermana. Estaba esperando a su futuro esposo, al que quería presentar a su familia por primera vez ese día, el tercer domingo de Adviento. Lo habían invitado a comer. Eva consultó su reloj: la una y tres minutos. Jürgen llegaba tarde.

Por delante pasaba algún que otro coche despacio. Domingueros. Nevisqueaba. La palabra se la había inventado su padre para describir ese fenómeno meteorológico: de las nubes caían pequeñas virutas de hielo. Como si ahí arriba alguien estuviese cepillando un enorme bloque de hielo. Alguien que lo decidía todo. Eva miró al cielo gris que se cernía sobre los tejados blanquecinos y se percató de que la observaban; en la ventana del primer piso, sobre el letrero en el que ponía LA CASA ALEMANA, encima de la primera «a» de «alemana» había un bulto marrón claro que la contemplaba: su madre. Parecía inmóvil, pero a Eva le dio la impresión de que se estaba despidiendo. Se volvió deprisa y tragó saliva. Lo que le faltaba: echarse a llorar en ese momento.

Vidas de hojalata, de Paul Harding

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George Washington Crosby comenzó a padecer alucinaciones ocho días antes de morir. Desde la cama de alquiler del hospital, instalada en mitad del salón de su casa, veía insectos entrar y salir de las grietas imaginarias en el enlucido del techo. Los batientes acristalados de las ventanas, que antes encajaban perfectamente en sus respectivos marcos, ahora estaban flojos. Con la siguiente ráfaga de viento se desprenderían y caerían sobre las cabezas de sus familiares, que estaban sentados en el sofá, el confidente y las sillas que su mujer había traído de la cocina para que todos tuvieran asiento. El torrente de batientes echaría del salón a todo el mundo, a sus nietos de Kansas, de Atlanta y de Seattle, a su hermana de Florida, y su cama quedaría aislada en un foso de cristales rotos. El polen y los gorriones, la lluvia y las intrépidas ardillas que llevaba media vida ahuyentando de los comederos para los pájaros le allanarían la casa.

El mismo había construido la casa; había echado los cimientos, levantado el armazón, empalmado las tuberías, tendido los cables, revocado las paredes y pintado las habitaciones. Un día estaba en la obra, soldando la última junta del depósito de agua caliente, cuando cayó un rayo y lo arrojó a la pared de enfrente. El se levantó y remató la soldadura. En su casa las grietas del techo y las paredes no duraban mucho; las tuberías obstruidas se desatascaban; los listones desconchados se rascaban y cubrían con una nueva capa de pintura.

Traed yeso, dijo, recostado en aquella cama que quedaba extraña e institucional entre las alfombras persas, los muebles coloniales y las decenas de relojes antiguos. Traed yeso, por Dios. Yeso, cables y un par de ganchos. Lo tendréis todo listo por unos cinco dólares.

Sí, abuelo, dijeron ellos.

Sí, papá. Un soplo de aire cruzó la ventana situada detrás de él y pasó por encima de las cabezas exhaustas. Fuera, en el césped, se oyó el ruido seco de unas bochas al entrechocar.

A mediodía se quedó solo por un momento, mientras la familia preparaba el almuerzo en la cocina. Las grietas del techo se ensancharon hasta convertirse en brechas. Las ruedas bloqueadas de la cama se hundieron en la alfombra y abrieron nuevas líneas de falla en el suelo de roble.

84 Charing Cross Road, deHelene Hanff

helene-hanff

In Memorian
14 East 95th St.
New York City
5 octubre 1949
Marks Co.
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
Inglaterra
Señores:
Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión «libreros anticuarios» me asusta un poco. Porque asocio «antiguo» a «caro». Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares.
Les adjunto una lista de mis necesidades más apremiantes. Si disponen ustedes de ejemplares limpios de segunda mano de algunos de los libros de esa lista, y a un precio que no rebase los 5 dólares por unidad, ¿tendrán la amabilidad de considerar la presente corno un pedido en firme y enviármelos?
Dándoles de antemano las gracias, les saluda
Helene Hanff
(Srta.) Helene Hanff

MARKS CO.,Libreros
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
25 octubre 1949
Srta. Helene Hanff
14 East 95th Street
New York 28, New York.
U.S.A.
Distinguida señora:
En respuesta a su carta del 5 de octubre, me complace decirle que hemos conseguido satisfacer las dos terceras partes del problema. Los tres ensayos de Hazlitt que usted quiere se incluyen en la edición de Nonesuch Press de sus Ensayos escogidos, y el de Stevenson se encuentra en Virginibus Puerisque. Le enviamos por paquete postal sendos ejemplares de ambos en excelente estado, confiando en que le llegarán perfectamente en su momento y la complacerán. Encontrará incluida nuestra factura en el envío.
Más difícil va a ser encontrar los ensayos de Leigh Hunt, pero trataremos de hallar algún volumen atractivo que los incluya todos. No tenemos la Biblia latina que usted nos describe, pero sí un Nuevo Testamento en latín y un Nuevo Testamento en griego: se trata de dos ediciones modernas corrientes, encuadernadas en tela. ¿Podrían ser de su gusto?
Queda a su disposición,
FPD

El triturador de huesos, de Wolf Haas

wolfhaas
Y dale!, ha vuelto a ocurrir algo.
La primavera, eso sí, es una época maravillosa, con poesía y todo; además cualquiera sabe que la primavera vida genera. De modo que al comienzo nadie quería creer que de repente iba a ser al revés.
Pero los tiempos cambian. Al final hubiéramos dado lo que fuera con tal de que la cosa hubiera mantenido la gravedad que pareció tener en un principio. Para entonces sólo habían pasado tres semanas y, como digo, aún estábamos en primavera; porque luego, vaya verano…, más pasado por agua que otro poco, sobre todo julio, un asco. En cambio la primavera, ¡qué delicia!
Y quien viera ahí a Brenner, sentado en el asador Löschenkohl, no habría adivinado fácilmente por qué diablos había ido a parar a esas latitudes. Le habría tomado más bien por un excursionista que aprovecha el día primaveral para darse una vuelta en coche por el este de Estiria.
Y seguro que hubiera sido más sensato hacer una excursión a aquella aletargada zona de viñedos. Disfrutar el paisaje, tomarse un vinito, comer un poco de pollo asado. Que no hace falta más para tener la sensación de que el mundo no está tan mal como pensamos.
En la vida entenderé cómo semejante cosa pudo haber pasado, precisamente aquí.
La primavera, sin embargo, tiene una fuerza tal que hace que el ser humano sienta sencillamente el pulso de la naturaleza y entonces, ya puedes estar vadeando en sangre hasta las rodillas que de un momento a otro piensas en el amor. Ahora mismo, por ejemplo, Brenner se encontraba de cuerpo presente en el asador Löschenkohl esperando su comida, pero sus pensamientos estaban en otra parte bien diferente. Calculaba cuánto tiempo hacía que su prometida lo había abandonado. Y lo creas o no, habían pasado doce años y medio.
Aunque no fue sólo la primavera la que hizo que lo recordara. Siempre que comía pollo, Brenner no podía por menos de pensar en Fini. En realidad se llamaba Josefine, pero, naturalmente, todos le decían Fini.

Los besos en el pan, de Almudena Grandes

    almudenagrandes

Estamos en un barrio del centro de Madrid. Su nombre no importa, porque podría ser cualquiera entre unos pocos barrios antiguos, con zonas venerables, otras más bien vetustas. Este no tiene muchos monumentos pero es de los bonitos, porque está vivo.
Mi barrio tiene calles irregulares. Las hay amplias, con árboles frondosos que sombrean los balcones de los pisos bajos, aunque abundan más las estrechas. Estas también tienen árboles, más apretados, más juntos y siempre muy bien podados, para que no acaparen el espacio que escasea hasta en el aire, pero verdes, tiernos en primavera y amables en verano, cuando caminar por la mañana temprano por las aceras recién regadas es un lujo sin precio, un placer gratuito. Las plazas son bastantes, no muy grandes. Cada una tiene su iglesia y su estatua en el centro, figuras de héroes o de santos, y sus bancos, sus columpios, sus vallados para los perros, todos iguales entre sí, producto de alguna contrata municipal sobre cuyo origen es mejor no indagar mucho. A cambio, los callejones, pocos pero preciosos, sobre todo para los enamorados clandestinos y los adolescentes partidarios de no entrar en clase, han resistido heroicamente, año tras año, los planes de exterminio diseñados para ellos en las oficinas de urbanismo del Ayuntamiento. Y ahí siguen, vivos, como el barrio mismo.

     Pero lo más valioso de este paisaje son las figuras, sus vecinos, tan dispares y variopintos, tan ordenados o caóticos como las casas que habitan. Muchos de ellos han vivido siempre aquí, en las casas buenas, con conserje, ascensor y portal de mármol, que se alinean en las calles anchas y en algunas estrechas, o en edificios más modestos, con un simple chiscón para el portero al lado de la puerta o ni siquiera eso. En este barrio siempre han convivido los portales de mármol y las paredes de yeso, los ricos y los pobres. Los vecinos antiguos resistieron la desbandada de los años setenta del siglo pasado, cuando se puso de moda huir del centro, soportaron la movida de los ochenta, cuando la caída de los precios congregó a una multitud de nuevos colonos que llegaron cargados de estanterías del Rastro, posters del Che Guevara, y telas hindúes que lo mismo servían para adornar la pared, cubrir la cama o forrar un sofá desvencijado, rescatado por los pelos de la basura, y sobrevivieron al resurgir de los noventa, cuando en el primer ensayo de la burbuja inmobiliaria resultó que lo más cool era volver a vivir en el centro.

Apegos feroces, de Vivian Gornick

vivangornick

  Tengo ocho años. Mi madre y yo salimos de nuestro apartamento, que da al rellano del segundo piso. La señora Drucker está de pie, junto a la puerta abierta del apartamento de al lado, fumando un cigarrillo. Mi madre echa la llave y le pregunta:
—¿Qué haces aquí?
La señora Drucker señala hacia dentro con la cabeza.
—Este, que quiere echarme un polvo. Le he dicho que ni tocarme sin pasar antes por la ducha.
Yo sé que «este» es su marido. «Este» siempre es el marido.
—¿Por qué? ¿Tan sucio está? —dice mi madre.
—Es un cerdo asqueroso —dice la señora Drucker.
—Drucker, eres una puta —dice mi madre.
La señora Drucker se encoge de hombros.
—No puedo montar en metro —dice.
En el Bronx, «montar en metro» era un eufemismo para ir a trabajar.

 Viví en aquel bloque de pisos entre los seis y los veintiún años. En total había veinte apartamentos, cuatro por planta, y lo único que recuerdo es un edificio lleno de mujeres. Apenas recuerdo a ningún hombre. Estaban por todas partes, claro está —maridos, padres, hermanos—, pero solo recuerdo a las mujeres. Y las recuerdo a todas tan toscas como la señora Drucker o tan feroces como mi madre. Nunca hablaban como si supiesen quiénes eran, como si comprendieran el trato que habían hecho con la vida, pero a menudo actuaban como si lo supiesen. Astutas, irascibles, iletradas, parecían sacadas de una novela de Dreiser. Había años de aparente calma y, de repente, cundían el pánico y la locura: dos o tres vidas marcadas (quizá arruinadas) y el tumulto se apagaba. De nuevo calma silenciosa, letargo erótico, la normalidad de la abnegación cotidiana. Y yo —la niña que crecía entre todas ellas, formándose a su imagen y semejanza— me empapaba de ellas como de cloroformo impregnado en un paño apretado contra mi cara. He tardado treinta años en entender cuánto entendí de ellas.
Mi madre y yo hemos salido a dar un paseo. Le pregunto si recuerda a las mujeres de aquel edificio del Bronx.
—Cómo no —responde.
Le digo que siempre he pensado que la rabia sexual era lo que las hacía estar tan locas.

El cordero carnívoro, de Agustín Gómez Arcos

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Con los ojos cerrados.
Ninguna imagen debe interponerse entre quien espero y yo. Ninguna imagen ajena a mi esperanza o a mis recuerdos. Establecer por fin el vacío. El vacío necesario entre el pasado, que conozco perfectamente, y el presente, del que no sé nada.
Hoy. ¿A qué día estamos? Ni siquiera me atrevo a preguntármelo. Tampoco hace falta. En mi mente pululan respuestas contradictorias, dispuestas a revelarse y a sembrar la confusión. En la incertidumbre de siempre, se puede pensar. En la angustia súbita, no.
Con los ojos cerrados, invadido por el invierno, me he dedicado toda la mañana a preparar la casa. Así todos los días, desde que llegué el viernes pasado, a las cinco de la tarde. Con los ojos cerrados estoy ya viviendo el miércoles. El reloj de la entrada acaba de dar las diez de la mañana, junto a mi oído derecho. Unas diez de la mañana sin estrenar, de este miércoles sin estrenar, que he esperado, con los ojos cerrados y el alma helada, durante cinco días-cinco siglos.
Porque hoy, miércoles, es el inicio de la primavera: una fecha, un camino nuevo por el que va a transcurrir mi futuro. Por fin.
Claro que, durante todo ese tiempo —quiero decir, durante los cinco días de espera— he tenido que abrir los ojos para hacer las faenas; empezando por poner sábanas limpias en la cama. Fue el viernes de mi llegada, a las cinco de la tarde y un minuto (el minuto necesario para subir de tres en tres las escaleras hasta el primer piso, entrar en la habitación, coger las sábanas y hacer la cama).
Con los ojos abiertos contemplé esa cama, vestida con las sábanas de antes, sábanas que siguen oliendo a los membrillos de Clara, y no vi ni sábanas ni cama, sino un cuerpo, tu cuerpo, tan grande y fuerte como un árbol grande y fuerte; tan completo como un paisaje virgen, con ese riachuelo de sudor que te corre siempre, incluso en mis recuerdos, entre el pecho y el ombligo, verano e invierno, y que se desliza luego hacia la cadera, brillando a la luz. Con los ojos abiertos, tan sólo vi antiguas miradas: recuerdos futuros.
Pero es lo que quiero. Es mi voluntad. Se me despertó en París, de golpe, el día de tu telegrama: «Vuelvo a casa al inicio de la primavera. Te espero».

La desaparición de Stephanie Mailer, de Joël Dicker

joeldicker

Solo las personas familiarizadas con la región de los Hamptons, en el estado de Nueva York, se enteraron de lo sucedido el 30 de julio de 1994 en Orphea, una ciudad de veraneo pequeña y encopetada a orillas del océano.
Esa noche, Orphea inauguraba su primer festival de teatro y aquel acontecimiento, de alcance nacional, había atraído a un público considerable. Ya desde media tarde, los turistas y la población local habían empezado a agolparse en la calle principal para presenciar los numerosos actos festivos que había organizado el ayuntamiento. Los barrios residenciales se habían quedado vacíos de vecinos hasta tal punto que tenían pinta de ciudad fantasma: no quedaban paseantes por las aceras, ni parejas en los porches, ni niños patinando por la calle, ni había nadie en los jardines. Todo el mundo estaba en la calle principal.
A eso de las ocho, en el barrio completamente vacío de Penfield, el único rastro de vida era un coche que recorría despacio las calles desiertas. Al volante, un hombre escudriñaba las aceras con destellos de pánico en la mirada. Nunca se había sentido tan solo en el mundo. No había nadie para ayudarlo. No sabía qué hacer. Andaba buscando desesperadamente a su mujer: había salido a correr y no había vuelto.

Samuel y Meghan Padalin se hallaban entre los escasos vecinos que habían decidido quedarse en casa en esa primera noche de festival. No habían conseguido entradas para la obra inaugural, cuya taquilla había tomado la gente por asalto, e ir a participar en las festividades populares de la calle principal y del paseo marítimo y el puerto deportivo no había despertado en ellos el menor interés.
A última hora de la tarde, Meghan había salido, como todos los días, a eso de las seis y media, para ir a correr. Salvo los domingos, que era el día en que le concedía al cuerpo algo de descanso, hacía el mismo circuito todas las tardes de la semana. Salía de su casa y subía por la calle Penfield hasta Penfield Crescent, que trazaba un semicírculo alrededor de un parquecillo. Se detenía allí para realizar una serie de ejercicios en el césped —siempre los mismos— y luego regresaba a su casa por el mismo camino. Aquel recorrido le llevaba exactamente tres cuartos de hora. Cincuenta minutos a veces si alargaba los ejercicios. Pero nunca más tiempo.
A las siete y media, a Samuel Padalin le pareció raro que su mujer no hubiera regresado aún.

El mundo de los prodigios, de Robertson Davies

davies

—Pues naturalmente que fue un hombre encantador. Una persona deliciosa. ¿Quién lo ha puesto en duda alguna vez? En cambio, no fue un gran mago.
—¿En qué criterio se basa usted para decir tal cosa?
—En el mío, ¿en cuál va a ser?
—¿Usted se considera un mago más grande que Robert-Houdin?
—Sin lugar a dudas. Él fue un estupendo ilusionista, pero ¿qué viene a ser eso? Es un hombre que depende de un montón de artefactos, de utensilios mecánicos, de mecanismos de relojería, de engranajes y relojes y cosas por el estilo. ¿No llevamos ya una semana trabajando con toda esa morralla? ¿Y quién lo ha hecho? ¿Quién ha sabido reproducir ese Pâtissier du Palais-Royal con el que nos hemos pasado todo el día a cuestas? Yo. Yo soy el único hombre en el mundo entero que es capaz de hacer una cosa así. Cuanto más a fondo lo conozco, más desprecio me merece.
—¡Pero si es una delicia! Cuando el pequeño pastelero sale con los bombones, los pasteles, los cruasanes, las copas de oporto y de marsala, todo ante una sola voz de mando, ¡casi me dan ganas de llorar de gusto! ¡Es el recuerdo más conmovedor que existe del espíritu de la época de Luis Felipe! Y usted reconoce que lo ha sabido reproducir precisamente tal como lo hizo en su día, por primera vez, Robert-Houdin. Si él no fue un gran mago, ¿qué es un gran mago en su opinión, dígame?
—Un gran mago es alguien capaz de plantarse en pelota picada delante de la multitud y tener a todos boquiabiertos durante una hora mientras manipula unas cuantas monedas, unas cartas o unas bolas de billar. Yo sé hacer eso, y sé hacerlo mejor que nadie, ya sea hoy en día o a lo largo de la historia. Por eso estoy hasta la coronilla de Robert-Houdin y de su Pastelería portentosa y de su Ponchera inagotable y de su Naranjo milagroso y de toda esa morralla de engranajes y mecanismos, palancas y sandeces.
—Pero tiene previsto terminar la película, claro…
—Evidentemente. He firmado un contrato. Jamás he incumplido un contrato, nunca en toda mi vida. Soy un profesional. Pero estoy harto. Lo que me está pidiendo usted que haga es como pedirle a Rubinstein que toque la pianola. Si se tiene el aparato en cuestión, cualquiera podrá tocarlo.
—Sabe usted perfectamente que le pedimos que interviniera en esta película porque lisa y llanamente es usted el mayor y más grande mago del mundo, el mayor mago de todos los tiempos, si lo prefiere. Y eso da un tremendo valor añadido a nuestra película.
—Hacía muchísimos años que no me llamaban «valor añadido».
—Permítame terminar, por favor. Estamos presentando a un gran mago de hoy en día, que hace los honores a un gran mago del pasado. Al público le va a encantar.

Almas grises, de Philippe Claudel

PhilippeClaudel

No sé muy bien por dónde empezar. Es realmente difícil. Todo ese tiempo ido, que las palabras no harán volver jamás, y también los rostros, las sonrisas, las heridas… Pero aun así debo intentar decirlo. Decir lo que me roe el corazón desde hace veinte años. Los remordimientos y las grandes preguntas. Tengo que abrir el misterio con bisturí, como si fuera un vientre, y hundir en él las dos manos, aunque nada cambie nada de nada.
Si me preguntaran cómo puedo conocer todos los hechos que voy a contar, respondería que los conozco, y basta. Los conozco porque me son tan familiares como la caída de la tarde o la salida del sol. Porque me he pasado la vida queriendo juntarlos y recoserlos, para hacerlos hablar, para escucharlos. En cierto modo, ése era antaño mi trabajo.
Voy a hacer desfilar muchas sombras. Una de ellas ocupará a menudo el primer plano. Pertenecía a un hombre llamado Pierre-Ange Destinat. Fue fiscal en V. durante más de treinta años y ejerció su profesión como un reloj que jamás se conmueve ni se avería. Todo un arte, sin duda, de los que no necesitan museos para hacerse admirar. En 1917, en la época del «Caso», como se lo llamó aquí, subrayando la mayúscula con suspiros y aspavientos, tenía más de sesenta años y llevaba uno jubilado. Era un hombre alto y seco que semejaba un pájaro frío, majestuoso y distante. Hablaba poco. Imponía mucho. Tenía ojos claros, que parecían inmóviles, labios finos, sin bigote, frente despejada y pelo gris.
V. está a unos veinte kilómetros de aquí. En 1917, veinte kilómetros eran todo un mundo, sobre todo en invierno, y sobre todo con aquella guerra que no acababa nunca y que había traído a nuestras carreteras un gran estrépito de camiones y carretones de mano, acompañado de pestilentes humaredas y explosiones a miles, porque el frente no estaba lejos, aunque, desde donde nos encontrábamos nosotros, era como un monstruo invisible, un país oculto.
A Destinat se lo conocía por distintos nombres según el sitio y la gente. En la prisión de V., la mayoría de los internos lo apodaban «el Chupasangre». En una celda, había incluso un dibujo que lo representaba, tallado en la gruesa puerta de roble. Debo añadir que el artista había tenido tiempo de sobra para admirar a su modelo durante los quince días que duró su juicio.

Las bellas extranjeras, de Mircea Cârtârescu

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UNA MAÑANA DE INVIERNO, HARÁ UNOS TRES AÑOS, recibí una llamada del director de una conocida revista cultural. «Señor Cărtărescu», dijo una voz ceremoniosa, de esas que solo la gente de avanzada edad, la que ha vivido una temporadita en el periodo de entre guerras, posee: «hemos recibido una carta de Dinamarca dirigida a usted. Puede pasarse a recogerla a nuestras oficinas, a la calle Brezoianu». Estaba solo en casa y sentía que me rondaba el desasosiego. Me sucede siempre que la luz sucia y deprimente de los inviernos de Bucarest cae sobre la mesa de mi escritorio. Me vestí y salí a la humedad exterior.
Cogí el trolebús en Kogălniceanu, una sola parada, así que no me dio tiempo a preguntarme en serio quién demonios podría enviarme una carta desde Dinamarca. Aparte de Hamlet, no conocía a ningún otro danés. Así que cuando me apeé, frente al McDonald’s, estaba tan intrigado como al principio. Crucé hacia las horribles ruinas que flanqueaban el (arguably) bulevar más feo del mundo y enfilé directamente hacia el edificio La Información, como era conocido en otros tiempos. Me dan pánico los ascensores viejos, así que subí por unas escaleras dignas del Ministerio de la Verdad hasta el último piso. Allí, al igual que en la Casa de la Prensa, me topé con unas oficinas de aspecto sórdido, inconcebibles en un edificio tan majestuoso como aquel. Una secretaria me trajo el sobre. Era grande y acolchado, estaba todo desgastado y en él, además de mi nombre y de la dirección de la revista en cuestión, escrita a mano, a bolígrafo, se incluía algo más, escrito también a mano, en diagonal, y que ocupaba prácticamente toda la superficie del sobre, lo que confería al paquete un aire… extraño, en cierto modo, como de sobre que ha merodeado durante largo tiempo por los recónditos recovecos del servicio de correos y que vuelve al sitio del que partió saturado de inscripciones: destinatario desconocido, fallecido, ausente del domicilio… Di las gracias y salí por la puerta con mi abrigo negro, demasiado imponente para un individuo tan menudo como yo (me lo robarían el invierno siguiente en el aeropuerto de Munich, para mi alivio) y con el sobre debajo del brazo me encaminé a la salida.

El baile del reloj, de Anne Tyler

Tyler

Willa Drake y Sonya Bailey se disponían a vender chocolatinas de puerta en puerta. El dinero recaudado se destinaría a la orquesta de la escuela Herbert Malone, donde estudiaban primaria. Si conseguían vender suficientes, podrían ir a Harrisburg y participar en los concursos regionales. Willa nunca había ido, pero le gustaba el sonido áspero y rocoso de aquel nombre. Sonya sí había estado, pero no se acordaba porque por entonces era muy pequeña. Las dos aseguraban que si no conseguían ir esta vez, se morirían sin remedio.
Willa tocaba el clarinete y Sonya la flauta. Ambas tenían once años. Vivían, a dos manzanas de distancia, en Lark City (Pennsylvania), que desde luego no era una ciudad y que casi ni llegaba a pueblo, porque, de hecho, el único sitio donde había aceras era en la calle donde estaban las tiendas. Cuando Willa se imaginaba otras aceras, eran siempre enormes. Y estaba decidida a, de mayor, no vivir nunca en un lugar que no las tuviera.
Como no había aceras, a ninguna de las dos se les permitía salir de casa después de anochecer. De manera que se pusieron en camino por la tarde, Willa acarreando una gran caja de chocolatinas y Sonya con un sobre marrón para el dinero que esperaban recolectar. Salieron de casa de Sonya, donde antes habían tenido que terminar los deberes. La madre de Sonya les hizo prometer que volverían a casa tan pronto como el sol —que de todos modos a mediados de febrero era de una palidez lechosa— se ocultara detrás de los desiguales árboles que coronaban Bert Kane Ridge. La madre de Sonya era de las que se preocupaban mucho, bastante más que la de Willa.
Habían planeado empezar muy lejos, en Harper Road, y terminar en su barrio. Nadie de la orquesta vivía en aquella calle, así que esperaban recoger un dineral si llegaban antes que los demás. Era lunes, el primerísimo día de la campaña de las chocolatinas; probablemente la mayor parte de los demás participantes esperasen al fin de semana.

El Reino, de Emmanuel Carrère

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Hay un pasaje que adoro en las memorias de Casanova. Encerrado en la húmeda y oscura prisión de los Plomos, en Venecia, Casanova idea un plan de evasión. Tiene todo lo necesario para llevar a cabo el plan, salvo una cosa: estopa. La estopa le servirá para trenzar una cuerda o una mecha para un explosivo, ya no me acuerdo, lo que cuenta es que si encuentra estopa está salvado y si no la encuentra está perdido. En la cárcel no es fácil encontrarla así como así, pero Casanova recuerda de repente que cuando se encargó la chaqueta de su ropa le pidió al sastre que para absorber la transpiración de los brazos revistiera el forro de ¿lo adivinan? ¡De estopa! Él, que maldecía el frío de la celda, del que tan mal le protege su chaquetilla de verano, comprende que ha sido voluntad de la Providencia que le detuvieran cuando la llevaba puesta. Está allí, la tiene delante, colgada de un clavo que hay en la pared desconchada. La mira, con el corazón acelerado. Al cabo de un instante va a desgarrar las costuras, buscar en el forro y alcanzar la libertad. Pero cuando se dispone a conquistarla le contiene una inquietud: ¿y si el sastre, por negligencia, no hubiese hecho lo que él le había pedido? En una situación normal no importaría. Ahora sería una tragedia. Lo que está en juego es tan inmenso que Casanova cae de rodillas y empieza a rezar. Con un fervor olvidado desde su infancia, le pide a Dios que el sastre haya revestido la chaquetilla de estopa. Al mismo tiempo su razón no permanece inactiva. Ésta le dice que lo hecho hecho está. O bien el sastre puso estopa o no la puso. O bien la hay o no la hay, y si no la hay sus oraciones no cambiarán nada. Dios no va a poner la estopa ni hacer retrospectivamente que el sastre hubiera sido concienzudo si no lo había sido. Estas objeciones lógicas no impiden que el prisionero rece como un condenado, y no sabrá nunca si sus rezos sirvieron para algo, pero en definitiva encuentra estopa en la chaquetilla. Y se evade.
Mi envite era más modesto, no recé de rodillas para que estuvieran, pero los archivos de mi período cristiano estaban efectivamente en la habitación de Jean-Claude Romand. Tras sacarlos de su caja, di vueltas meticulosas alrededor de los dieciocho cuadernos encuadernados en cartoné, verdes o rojos. Cuando finalmente me decidí a abrir el primero, de él escaparon dos hojas mecanografiadas, dobladas en dos, en las cuales leí lo siguiente:
Declaración de intenciones de Emmanuel Carrère para su boda, el 23 de diciembre de 1990, con Anne D.
«Anne y yo vivimos juntos desde hace cuatro años. Tenemos dos hijos. Nos amamos y estamos tan seguros de este amor como es posible estarlo.
»No lo estábamos menos hace aún unos meses, cuando no nos acuciaba la necesidad del matrimonio religioso. Al eludirlo no creo que nos negáramos a un compromiso ni que lo aplazáramos. Por el contrario, nos considerábamos mutuamente comprometidos, destinados, en lo bueno y en lo malo, a vivir, crecer y envejecer juntos, y uno de los dos, de hecho, a sobrellevar la muerte del otro.

El jardín colgante, de Javier Calvo

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NO HAY PROTOCOLO 
La posición en que la secretaria del capitán de artillería Ponce Oms encuentra a Arístides Lao, alias Sirio, en un rincón del suelo de su despacho es esa postura genuflexionada y con el cuerpo muy echado hacia delante que uno asocia con musulmanes a la hora del rezo o bien con gente que ha perdido una lentilla. La secretaria mira a Lao y a continuación levanta la vista hacia las paredes. Lao se incorpora hasta quedarse de rodillas, sosteniendo la espátula con la que está enmasillando la parte baja de la pared, y vuelve su cabecita pelirroja y alopécica hacia ella.                                                                     —Puedo explicarle esto —dice con su voz sin inflexiones—. Si quiere, hasta puedo rellenarle un informe de incidencia. Usted sólo lo tiene que firmar.
La secretaria vuelve a mirar las paredes. Lao parece haberse dedicado a alisar con masilla todas las imperfecciones del yeso.
—Me molesta que las cosas no sean completamente lisas. —Lao la mira con los ojos alternativamente dilatados y empequeñecidos por los cristales de esas gafas extrañas que lleva—. No me deja trabajar bien.
La secretaria del capitán Oms siente una repulsión por Arístides Lao que va más allá de lo puramente físico. Lao es bajito y rechoncho, parece ser al mismo tiempo pelirrojo y calvo, y lleva unas gafas absurdamente gruesas que le distorsionan los ojos, agrandándoselos o bien reduciéndoselos, según el ángulo con que uno mire. En general todos los empleados de la Delegación Regional del SECED detestan al agente Lao, pero es entre el personal femenino donde se concentran las mayores proporciones de asco. Hay algo en su cuerpecillo blando y lechoso que le da aspecto de alimaña extraída de su caparazón y expuesta a los elementos. De versión inflada y pelirroja de un polluelo blanquecino que se ha caído del nido. Pero es la expresión de su cara lo que realmente le revuelve a uno las tripas. Una expresión neutra, tan carente de emociones visibles o de reacciones familiares que produce un rechazo inmediato. Esa cara repugnante de ciertos autistas adultos. Por no hablar de la cuestión de los puzles, claro.

Un debut en la vida, de Anita Brookner

Anita Brookner

A sus cuarenta años, la doctora Weiss comprendió que la literatura le había destrozado la vida.
Según su costumbre reflexiva y académica, lo atribuyó a que había recibido una educación moral deficiente, pues las fuerzas antagónicas de su padre y de su madre se aliaron en este caso para exigirle que considerase la trayectoria de Anna Karenina y Emma Bovary pero emulara la de David Copperfield y la Pequeña Dorrit.
En realidad, todo había empezado mucho antes, cuando, en algún momento ya olvidado de su primera infancia, se quedó dormida, embelesada, mientras su niñera susurraba: «Cenicienta podrá ir al baile».
El baile nunca llegó a materializarse. La literatura, por el contrario, se había convertido en su especialidad, si podía llamarse así al debate que se desencadenaba tres veces a la semana en la agradable sala de su seminario cuando sus alumnos, más atrevidos de lo que ella lo había sido nunca, fruncían el ceño con un gesto de dolor al pedirles que pensaran en algún escritor menos alienado que Camus. Eran chicas y chicos altos, guapos, de ojos claros, y se expresaban en un tono de confianza que luego no se reflejaba en sus traducciones encorsetadas y cautas.
La doctora Weiss, que prefería a los hombres, era una autoridad en cuestión de mujeres. Las mujeres en las novelas de Balzac era el título del trabajo al que probablemente iba a dedicarse hasta el final de su vida. Ya había publicado un primer volumen que recibió una discreta acogida. Su editor, acuciado por sus propios problemas, había perdido el interés por los dos volúmenes restantes. La doctora Weiss lo invitaba a cenar cada seis meses para hacerle un esbozo de los capítulos siguientes, y él la escuchaba con indiferencia. Los dos hubieran preferido que no se sintiera obligada a hacer eso. De todos modos, el libro se completaría, se publicaría y se reseñaría moderadamente bien.

Una misma noche, de Leopoldo Brizuela

brizuela

2010
Si me hubieran llamado a declarar, pienso. Pero eso es imposible. Quizá, por eso, escribo.
Declararía, por ejemplo, que en la noche del sábado al domingo 30 de marzo de 2010 llegué a casa entre las tres y tres y media de la madrugada: el último ómnibus de Retiro a La Plata sale a la una, pero una muchedumbre volvía de no sé qué recital, y viajamos apretados, de pie la mayoría, avanzando a paso de hombre por la autopista y el campo.
Urgida por mi tardanza, la perra se me echó encima tan pronto abrí la puerta. Pero yo aún me demoré en comprobar que en mi ausencia no había pasado nada —mi madre dormía bien, a sus ochenta y nueve años, en su casa de la planta baja, con una respiración regular—, y solo entonces volví a buscar la perra, le puse la cadena y la saqué a la vereda.
Como siempre que voy cerca, eché llave a una sola de las tres cerraduras que mi padre, poco antes de morir, instaló en la puerta del garaje: el miedo a ser robados, secuestrados, muertos, esa seguridad que llaman, curiosamente, inseguridad, ya empezaba a cernirse, como una noche detrás de la noche.
Era una noche despejada, declararía, y no hacía frío. No se veía a nadie en la calle. La única inquietud que puedo haber sentido cuando enfilé hacia la rambla de Circunvalación se habrá debido a los autos, pocos pero prepotentes, que pasan a esa hora, con parlantes a todo lo que da y faros intermitentes iluminando el asfalto. O a las motos que con no sé qué artilugio hacen sonar el caño de escape igual que un tiroteo.
Fue entonces que lo vi, al llegar a la esquina. Un tipo de unos treinta, con gorra de visera virada hacia la nuca, musculosa y arito —casi un disfraz de joven. Miraba hacia el fondo de esa anchísima avenida con ramblas que cerca la ciudad. No le importaba yo, no me miró ni una vez, y es raro que a esa hora no se mire a un extraño. ¿Y a quién podía estar esperando, a esa hora, en ese sitio? ¿Quién podía haberlo expuesto, citándolo a esa hora?

El crimen del ómnibus, de Fortuné du Boisgobey

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Se ha retrasado en alguna ocasión, en torno a la medianoche, y ha perdido el último ómnibus de la línea que conduce a su domicilio? Si no se ve en la obligación de regular estrictamente los gastos de su presupuesto, posiblemente optará usted por tomar un coche de punto. Si, por el contrario, su modesta economía le prohíbe permitirse ese ligero extra, no tendrá más remedio que regresar a pie y cruzar París salpicándose con los charcos de barro —quizá bajo una lluvia torrencial—, maldiciendo por el camino a una Compañía que no puede actuar de otro modo pues considera justo que, tras dieciséis largas horas de trabajo, tanto empleados como caballos deban tener un descanso.
Existen múltiples modos de perder ese bendito ómnibus, suprema esperanza de los rezagados.
Cuando uno espera su paso y, tras realizar inútiles señas al revisor, ve aparecer en letras grandes sobre un fondo azul esa temible palabra, el desolador cartel de «completo», se enfurece… pero, después de todo, es algo con lo que contaba. Haciendo de tripas corazón continúa caminando al tiempo que sueña vagamente con la idea de que aún pasará otro y, animado con esa ilusión, finalmente termina por llegar a pie a su morada sin advertir demasiado el cansancio.
Mucho peor es presentarse en la estación, cabeza de línea, en el preciso momento en que acaba de ocuparse el último asiento del único ómnibus que resta por salir. Uno no puede hacerse falsas ilusiones en este caso; es el último. El encargado gira la manivela que cierra la taquilla de la estación y le comunica que no saldrán más; mientras, los pasajeros que han llegado antes que usted se ríen en sus narices cuando educadamente les pregunta si queda alguna plaza libre.
El veredicto es inapelable. No tiene otro modo de transporte que sus piernas; sólo éstas le llevarán a su destino, pues no podrá alcanzar en ruta a ese maldito vehículo con el que usted contaba evitarse una larga caminata.                                                                                    Y así sucedió una noche de invierno, a las doce menos cuarto, en la esquina del bulevar Saint-Germain con la rue du Cardinal-Lemonie; en el preciso instante en que el cochero del ómnibus verde que realiza el trayecto entre Halle aux vins y la plaza Pigalle ocupaba su puesto apareció una mujer jadeante, impecablemente vestida y aún joven por lo que podía adivinarse de su apariencia, pues un espeso velo ocultaba su rostro. Procedía de la zona del Jardin des Plantes, por el muelle de Saint-Bernard, y parecía haber corrido durante largo tiempo, pues le faltaba el aire y apenas podía articular la pregunta que todos los rezagados suelen dirigir con ansiedad al empleado encargado de dar la señal de partida.

Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin

Lucia-Berlin

Lavandería Ángel

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí.
Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves.
La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El  portero la encontró. No sé cómo.
Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera.
El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ LA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos.

Una lectora poco común, de Alan Bennett

Alan-Bennett

Era la noche del banquete oficial en Windsor y cuando el presidente de Francia ocupó su puesto junto a Su Majestad, la familia real formó en fila detrás de ellos, la procesión se puso en marcha lentamente y entró en la Waterloo Chamber.
—Ahora que le tengo para mí sola —dijo la reina, sonriendo a derecha e izquierda según pasaban entre la multitud relumbrante—, me moría de ganas de preguntarle por el escritor Jean Genet.
—Ah —dijo el presidente—. Oui.
La Marsellesa y el himno nacional impusieron una pausa, pero cuando hubieron ocupado sus asientos, Su Majestad se volvió hacia el presidente y prosiguió.
—Homosexual y presidiario, ¿era, sin embargo, tan malo como lo pintan? O, más al grano —dijo, y empuñó la cuchara de la sopa—, ¿era tan bueno?
Poco informado acerca del glabro dramaturgo y novelista, el presidente miró ávidamente alrededor en busca de su ministra de Cultura. Pero ella estaba hablando con el arzobispo de Canterbury.                                                                                                              —Jean Genet —repitió la reina, esperanzada—. Vous le connaissez?
—Bien sûr— dijo el presidente.
—Il m’intéresse —dijo la reina.
—Vraiment?
El presidente posó la cuchara. La velada iba a ser larga.
Fue por culpa de los perros. Eran unos esnobs y, de ordinario, después de haber estado en el jardín subían los escalones delanteros, donde un lacayo les abría la puerta.
Pero aquel día, por algún motivo, pasaron como una exhalación por la terraza, ladrando como locos, bajaron otra vez los escalones y rodearon el extremo de la terraza, a lo largo del costado de la casa, donde ella les oyó ladrar a algo en uno de los patios.
Era la biblioteca ambulante del municipio de Westminster, una camioneta grande como un camión de mudanzas, aparcada junto a los cubos de basura, delante de una de las puertas de la cocina. No era una parte de palacio que ella visitase a menudo, y desde luego nunca había visto estacionada allí la biblioteca, y probablemente tampoco los perros, y de ahí el alboroto, y como no logró calmarlos subió la escalerilla de la camioneta para disculparse.

El azar y viceversa, de Felipe Benítez Reyes

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No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. La mezcla de los tres elementos suele resultar bastante mala, aunque conviene mostrarse optimista y hacerse cuanto antes a la idea de equilibrar de la mejor manera posible esa conjugación desconcertante.
Al fin y al cabo, no hay cosa que conozca uno mejor que su vida aparente y que su vida imposible, de igual modo que no hay cosa que cualquiera de nosotros conozca menos que su identidad más recóndita, ya que podemos interpretar nuestras acciones, dilucidar sus razones superficiales, incluso las intermedias, pero no su razón última, que no pasa de ser algo así como el brinco irreflexivo del arlequín: lo que hacemos y pensamos sin tener ni idea de por qué lo pensamos ni de por qué lo hacemos. Y es posible que ahí esté la clave de todo, o de casi todo: la existencia como una sucesión de piruetas aleatorias en el vacío.

Disfrutamos de la facultad de narrarnos, aunque a través de meras anécdotas, y de sobra sabe usted que una anécdota no es más que un entresueño disfrazado de realidad, un jalón pintoresco y más o menos coherente en la gran secuencia del sinsentido. Pero lo radicalmente abstracto, ¿cómo se cuenta? Ni los mejores filósofos sirven del todo para eso.
Bien… Por suerte, no puedo creer en la predestinación: desde la cuna, yo iba para víctima colateral de la mecánica insensata del mundo, como la mayoría de la gente, pero el caso es que he sido una persona venturosa y hasta diría que tirando a feliz.
Con el paso inerte de los años, he aprendido algunas cosas, como es natural, y he vivido otras muchas, aunque, según ha demostrado esa ciencia exacta que es la desilusión, el mucho aprender no siempre sirva para la vida ni el mucho vivir enseñe en el fondo nada, ya que todo es un comienzo: cada día nos inauguramos. Los indefinidos. Los reescritos. Un documento con tachaduras y con una escritura urgente, pues la historia de cualquier existencia tiene menos que ver con la caligrafía que con la taquigrafía, y no sé si me explico: esto es el vértigo. Una carrera a ciegas en una casa de cristal, rompiendo cosas. Esto va tan rápido, en fin, que a veces tienes la impresión de que no va a acabarse nunca.

Tantos días felices, de Laurie Colwin

Laurie Colwin

Guido Morris y Vincent Cardworthy eran primos terceros. Nadie recordaba ya qué Morris se había casado con qué Cardworthy y a nadie le importaba salvo en las grandes reuniones familiares, cuando de vez en cuando alguien sacaba el tema y lo sometía a benévola consideración. Vincent y Guido eran amigos desde su más tierna infancia. Los habían llevado de paseo juntos en el mismo cochecito y, ya de niños, solían reunirse en la casa que los Cardworthy tenían en Petrie, Connecticut, o en casa de los Morris, en Boston, para jugar a las canicas, trepar a los árboles y poner petardos en buzones y en cubos de la basura. De adolescentes habían bebido cerveza a escondidas y habían probado a fumar los puros del padre de Guido, que en vez de marearlos solían dejarlos muy contentos. Ya de mayores, ambos disfrutaban muchísimo con un buen puro.

En la universidad, los dos habían hecho el tonto, habían gastado dinero y se habían preguntado qué sería de ellos cuando fueran mayores. Guido quería escribir poesía en dísticos heroicos y Vincent pensaba que acabaría ganando el Nobel de Física.

A los veintimuchos volvieron a encontrarse en Cambridge. Guido había estudiado Derecho, y como varios años en un bufete de abogados de Wall Street le habían descubierto que su trabajo no lo entusiasmaba, había vuelto a la universidad para hacer un posgrado en lenguas románicas y literatura. Era bastante mayor para los estudios de posgrado, pero había decidido concederse unos años de placer improductivo antes de que las auténticas responsabilidades de la vida adulta se le echaran encima. Al final, Guido terminó recalando en Nueva York para administrar la fundación de la familia Morris, la Fundación Carta Magna, dedicada a la financiación de proyectos de arte público, de artistas de todo tipo y de asociaciones dedicadas a la conservación de monumentos y al embellecimiento de las ciudades. La fundación editaba una revista de arte bimensual que se llamaba Runnymeade. El dinero que lo costeaba todo salía de la pequeña fortuna que un antiguo capitán de barco llamado Robert Morris había amasado a principios del siglo XIX en el sector textil. En uno de sus viajes, Morris se había casado con una italiana, y a partir de entonces todos los Morris habían llevado nombres italianos. El abuelo de Guido se llamaba Almanso, y su padre, Sandro. En esos momentos, el administrador de la fundación era su tío Giancarlo, pero se estaba haciendo ya muy mayor y Guido había sido elegido para, a su debido tiempo, sucederlo.

Las bellas extranjeras, de Mircea Cărtărescu

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UNA MAÑANA DE INVIERNO, HARÁ UNOS TRES AÑOS, recibí una llamada del director de una conocida revista cultural. «Señor Cărtărescu», dijo una voz ceremoniosa, de esas que solo la gente de avanzada edad, la que ha vivido una temporadita en el periodo de entre guerras, posee: «hemos recibido una carta de Dinamarca dirigida a usted. Puede pasarse a recogerla a nuestras oficinas, a la calle Brezoianu». Estaba solo en casa y sentía que me rondaba el desasosiego. Me sucede siempre que la luz sucia y deprimente de los inviernos de Bucarest cae sobre la mesa de mi escritorio. Me vestí y salí a la humedad exterior.

Cogí el trolebús en Kogălniceanu, una sola parada, así que no me dio tiempo a preguntarme en serio quién demonios podría enviarme una carta desde Dinamarca. Aparte de Hamlet, no conocía a ningún otro danés. Así que cuando me apeé, frente al McDonald’s, estaba tan intrigado como al principio. Crucé hacia las horribles ruinas que flanqueaban el (arguably) bulevar más feo del mundo y enfilé directamente hacia el edificio La Información, como era conocido en otros tiempos. Me dan pánico los ascensores viejos, así que subí por unas escaleras dignas del Ministerio de la Verdad hasta el último piso. Allí, al igual que en la Casa de la Prensa, me topé con unas oficinas de aspecto sórdido, inconcebibles en un edificio tan majestuoso como aquel. Una secretaria me trajo el sobre. Era grande y acolchado, estaba todo desgastado y en él, además de mi nombre y de la dirección de la revista en cuestión, escrita a mano, a bolígrafo, se incluía algo más, escrito también a mano, en diagonal, y que ocupaba prácticamente toda la superficie del sobre, lo que confería al paquete un aire… extraño, en cierto modo, como de sobre que ha merodeado durante largo tiempo por los recónditos recovecos del servicio de correos y que vuelve al sitio del que partió saturado de inscripciones: destinatario desconocido, fallecido, ausente del domicilio… Di las gracias y salí por la puerta con mi abrigo negro, demasiado imponente para un individuo tan menudo como yo (me lo robarían el invierno siguiente en el aeropuerto de Munich, para mi alivio) y con el sobre debajo del brazo me encaminé a la salida.

4 3 2 1, de Paul Auster

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Según la leyenda familiar, el abuelo de Ferguson salió a pie de Minsk, su ciudad natal, con cien rublos cosidos en el forro de la chaqueta, y pasando por Varsovia y Berlín viajó en dirección oeste hasta Hamburgo, donde sacó billete en un buque llamado The Empress of China, que cruzó el Atlántico entre agitadas tormentas invernales y entró en el puerto de Nueva York el primer día del siglo XX. Mientras esperaba la entrevista con un agente de inmigración en la isla de Ellis, entabló conversación con otro judío ruso. Su compatriota le dijo: Olvida el apellido Reznikoff. Aquí no te servirá de mucho. Necesitas un nombre americano para tu nueva vida en América, algo que suene bastante en este país. Como en 1900 el inglés aún era una lengua extraña para él, Isaac Reznikoff pidió una sugerencia a su compatriota, mayor y con más experiencia. Diles que te llamas Rockefeller, le contestó aquel hombre. Con eso no puedes equivocarte. Pasó una hora, luego otra, y cuando el Reznikoff de diecinueve años se sentó para que lo interrogara el agente de inmigración, había olvidado el nombre que su compatriota le había sugerido. ¿Cómo se llama?, preguntó el agente. En su frustración, el cansado inmigrante soltó en yidis: Ikh hob fargessen! (¡Se me ha olvidado!). Y así fue como Isaac Reznikoff empezó su nueva vida en Estados Unidos con el nombre de Ichabod Ferguson.

Lo pasó mal, sobre todo al principio, pero incluso después de que ya no fuera el principio, nada ocurrió tal como había imaginado que sería en su país de adopción. Cierto que logró encontrar mujer justo después de su vigésimo sexto cumpleaños, y cierto también que su esposa, Fanny, de soltera Grossman, le dio tres hijos sanos y robustos, pero la vida en Norteamérica siguió siendo una lucha para el abuelo de Ferguson desde el día que desembarcó hasta la noche del 7 de marzo de 1923, cuando encontró una temprana e inesperada muerte a los cuarenta y dos años de edad: a tiros en un atraco al almacén de artículos de piel de Chicago en donde estaba empleado como vigilante nocturno.

 

Francisca

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Apareció una tarde lluviosa de un sábado cualquiera, en un mes de marzo inusualmente benigno, pero que se recordaría después por la abundancia de agua de lluvia vertida por un cielo bajo y obstinado. A través del vidrio de la puerta vi a la anciana acercarse. Había descendido del autobús y bajo la marquesina de la parada abrió su paraguas. Me llamó la atención aquel paraguas, enorme y negro, que me recordó el que manejaba el padre Camprecio durante gran parte del año, en tiempos de mi infancia en Noreña. Don Manuel, el maestro del pueblo, decía que aquel paraguas se lo habían entregado al párroco en el obispado, al mismo tiempo que la sotana. La mujer avanzó con paso prudente por la resbalosa acera mojada hasta llegar a la puerta del centro cívico. La cornisa del edificio le permitió, sin mojarse, cerrar el paraguas y agitarlo para expulsar el agua acumulada. Y entró. Mientras saludaba con un buenas tardes resuelto y animoso, con la mirada me cumplimentaba una auditoría en toda regla. Se acercó al mostrador sin dejar de mirarme:

—¿Hacen baile aquí?

—Sí, señora, todos los domingos, de cinco a ocho.

—¿Pero con músico o con discos?

—Con músico, por supuesto. A veces un dúo, a veces un músico solo…

Ya sabía cuál iba a ser la pregunta siguiente.

—¿Y se tiene que pagar entrada?

—Pues sí, tres euros.

—Uy, pues sí que es caro…yo tengo una pensión muy baja.

—Sí, pero es que hay que pagar al músico. Además, en la media parte hacen un sorteo.

—Ya, pero yo no bailo. Cuando tenía a mi marido, sí bailábamos, pero si viniera ahora sería por escuchar la música y entretenerme un rato.

Por supuesto no pensaba explicarle por qué el hecho de que no bailase no la iba a disculpar de pagar la entrada, como todo el mundo. Nos quedamos mirándonos un instante, ella como esperando una respuesta mía que le diera la razón. Cuando supo que no esa respuesta no iba a llegar me dijo:

—¿Puedo sentarme un rato ahí? —y señaló las butacas que quedaban en medio del vestíbulo.

—Claro que sí, mujer, el tiempo que usted quiera.

Estuvo allí sentada casi cuatro horas, la mayor parte del tiempo durmiendo. Desde conserjería podía ver su silueta de perfil: la cabeza baja, tanto que yo creo que la barbilla descansaba sobre el pecho, el bolso apoyado en el regazo, y sobre él las manos inertes, las puntas de los pies apenas rozaban el suelo. A eso de las ocho, cuando se marchaban los chicos que cada sábado se reunían en el piso superior para practicar juegos de rol, se despertó. Estuvo observándolos hasta que hubieron salido todos y entonces vino hacia el mostrador de conserjería.

—Dejo el bolso aquí, que voy al servicio. Es allí, ¿verdad? —me dijo, señalando la puerta correcta.

—Sí. No se preocupe, yo se lo vigilo.

Salió a los pocos minutos. No se había oído ni la cisterna del lavabo ni el ruido del secador de manos. Cogió el bolso y se despidió con un manifiesto hasta mañana, que dejaba bien claro que pensaba venir al baile.

Llegó con una hora de antelación. Antes incluso que el músico, que solía ser el primero, por aquello de descargar los bártulos y montar el equipo de sonido y el teclado electrónico. Llevaba el mismo vestido que el día anterior y en la mano una chaqueta azul de punto.

—Buenas tardes —dijo, acercándose al mostrador, al mismo tiempo que repasaba con la vista el vestíbulo vacío—. He venido muy pronto, ¿verdad?

—Buenas tardes. Bueno, un poco… aún no ha llegado ni el músico —contesté, y sentí al instante una punzada de remordimiento.

—¿Cuánto falta para que empiece?

—Una hora, más o menos, pero no se preocupe, que enseguida empezará a llegar gente —intenté corregir la aspereza anterior.

—Me dijiste que vale tres euros, ¿no? Yo, algunos sábados voy al baile que hacen en la calle de la Paloma y no me hacen pagar ―me miró como si me estuviera chupando el cerebro, evaluando el efecto de sus palabras―. El conserje me conoce de hace muchos años y habló con los que hacen el baile para que me dejaran entrar. Como no bailo…

―Aquí, normalmente, a partir de la media parte dejan entrar sin pagar ―dije, desviando la mirada hacia los papeles de mi mesa.

Como el día anterior, se instaló en una de las butacas, quizá un tanto dolida por lo que debió considerar mi falta de solidaridad. Al poco rato, el músico asomó la cabeza por la puerta para avisarme de su llegada y le abriera la puerta de atrás para descargar. Este domingo le tocaba actuar al dúo Excelsior, una pareja de debía andar por la cincuentena y que desde hacía un par de años eran también pareja fuera de los escenarios. Él tenía toda la pinta de un buenazo, amante de la vida sencilla, con una barriga que empezaba a resultar dramática, y ella, más alta que él, mantenía en cambio una buena figura, si bien, su rostro denotaba el paso del tiempo y el cansancio de muchas noches con pocas horas de sueño. Cuando llegamos a la puerta trasera, me sorprendió que ella no estuviera en la furgoneta esperándonos, como de costumbre.

―¿Vienes solo hoy, Carlos?

―Sí, solito ―me dijo, y aunque hizo un silencio, los años que hacía que nos conocíamos, aunque solo fuera por esos ratos de los domingos, le animó a seguir―. Nos hemos separado… ¿Sabes qué pasa?, que con la edad cogemos muchas manías y es difícil la convivencia.

―Pues sí, supongo que tienes razón ―realmente lo creía―, y además uno está tan bien solo… sin tener que dar cuentas a nadie.

―Pues sí… A partir de ahora, si me sale alguna amiga, cada uno en su casa ―intentó parecer convincente.

Lo dejé descargando el material y me volví a la conserjería con cierta sensación de pesadumbre. Los abuelos habían empezado a llegar y ya no quedaban butacas libres, así que la anciana estaba bien entretenida, siguiendo las conversaciones cercanas. Llegaron Alfredo y Teva, dos miembros del Club de Jubilados, organizadores del baile, y empezaron con los preparativos. Mientras Alfredo colocaba una pequeña mesa y dos sillas junto a la puerta que daba acceso a la sala de baile, a modo de taquilla, Teva se ocupó en disponer lo necesario dentro de la sala, como las cuatro burras con perchas para los abrigos del público, las papeleras o las sillas alrededor de la pista, para el descanso de los danzantes.

No tardaron en oírse los primeros acordes apagados al otro la lado de la puerta del salón. Se trataba del bolero Si nos dejan, del que siempre se servía Carlos para adecuar el volumen del micrófono a la sonoridad del teclado. Sin acceso aún al salón de baile, desde el vestíbulo, los más asiduos reconocieron rápidamente que el músico que tocaba esa tarde era Carlos, e incluso alguno, quizá, encontró a faltar la voz de Cristina, la parte femenina del dúo. A medida que se acercaba la hora de inicio del baile iba llegando más y más público. Aunque muchos eran del barrio y venían a pie, la mayoría acudía en autobús y se les podía ver bajar con la dificultad que ponen los años y el cuidado de quienes entienden lo fatídico de un tropezón y una caída. Había mayoría de mujeres, por esa mala costumbre que tienen los hombres de morirse primero, y todas venían emperifolladas con sus mejores galas y sus peinados de peluquería.

A las cinco en punto se abrieron las puertas del salón de baile. Alfredo y Teva iban despachando las entradas y el vestíbulo se fue vaciando poco a poco. Fueron llegando los últimos rezagados y antes de media hora sólo quedaron allí los dos organizadores y la anciana, que obviamente no pensaba sacar entrada. Como perro apaleado, me miraba de tanto en tanto. Alfredo y Teva la miraban a ella. Intenté abstraerme echando un vistazo al periódico, pero al final salí de conserjería y me senté a su lado.

―¿Cómo se llama usted? ―le pregunté en voz baja para que los otros no me oyeran.

― Francisca ―me contestó

―Yo me llamo Javier. Vengase conmigo y déjeme hablar a mí.

Me siguió dócilmente y nos acercamos a la mesita donde Alfredo y Teva vendían las entradas. No nos habían quitado ojo en ningún momento.

―Buenas… Es Francisca, mi tía ―les presenté―. Ella no baila, sólo quiere distraerse un rato. Cobra muy poquito de pensión… ¿puede entrar?

―¿Es tu tía? ―me preguntó Teva, un tanto desconfiado.

―Sí, tía segunda, o algo así, mi madre y ella son primas ―se me ocurrió decir.

Francisca aguantó el tipo con desparpajo, sin mostrar desconcierto alguno por mi salida. Entonces, Teva soltó medio discursito sobre lo complicado que ahora resultaba todo con el nuevo ayuntamiento, que si había que andarse con cuidado con estos, que si había que evitar cualquier irregularidad, que si tanta gente adentro, tantas entradas vendidas… Hacía casi siete años que le conocía y nos tratábamos con familiaridad. Yo sabía que su mujer y la de Alfredo entraban cada domingo sin pagar, por lo que pude decirle sin mucho apuro:

―Teva, tú le das una entrada sin cobrarle y no va a pasar nada ni se va a enterar nadie.

Se movió en la silla, algo inquieto, mientras su mente discurría. Casi podía oír los engranajes de su cerebro. Alfredo lo miraba. Francisca y yo lo mirábamos.

―Venga, que pase ―soltó por fin, agotado por el esfuerzo, y añadió en tono socarrón―: Sin entrada, no vaya a ser que encima le toque la rifa de la media parte.

―Gracias, Teva ―le dije sonriendo―, te lo agradezco.

Antes de las ocho, la hora en que acababa el baile, empezó a desfilar buena parte del público y la parada del autobús se llenó de abuelos. Francisca se quedó hasta el final, y al salir me hizo un gesto de saludo con la mano que correspondí mientras atendía las preguntas de un usuario.

La viejecita se convirtió en asidua, no sólo de los domingos sino de todos los días de la semana. Llegaba a eso de las cuatro de la tarde y se iba en cuanto anochecía, si era invierno, o bien a eso de las siete en los meses de más luz. No se hacía pesada ni pretendía que se le diera conversación. Saludaba y después de intercambiar conmigo un par de frases se acomodaba en una de las butacas. Sólo algunos días, si tenía algo que contar, la conversación se demoraba un poco más. Al rato se dormía: las manos sobre el bolso apoyado en el regazo, las piernas juntas, sin que los pies llegasen al suelo, y la cabeza tan caída completamente sobre el pecho que dolían las cervicales sólo de verla. Nunca pidió un periódico si se la vio mostrar interés alguno por los carteles expuestos en el tablón de anuncios. Únicamente en los meses de calor dejaba la butaca por un corto espacio de tiempo para pasar a la cafetería del centro. De camino siempre me decía:

―Voy a tomar algo fresquito. Te invito a un refresco o a un café.

―Gracias, Francisca, pero yo no tomo nada. ―y mostrándole mi botella de agua:― Yo mi agua…y natural, nada de fría.

―Qué desaborido eres ―me decía invariablemente, y entonces sacaba un caramelo del bolso y me lo daba.

Pasaron un par de años. Los domingos, Teva, en cuanto se despejaba un poco el vestíbulo y la mayor parte de los abuelos estaban ya en la pista de baile, le hacía un gesto y Francisca abandonaba la butaca con un saltito y se colaba adentro. Fui sabiendo detalles de su vida, que me explicaba de a poco por las tardes. Era viuda desde hacía más de veinticinco años. El marido había muerto con cincuenta y ocho años como consecuencia de un accidente. Un coche le arroyó cuando se dirigía en bicicleta al trabajo. Ella estuvo cada día a su lado durante los seis meses que estuvo postrado en el hospital, incluidas las noches, hasta que los médicos decidieron que no podía hacerse nada más y lo enviaron a casa, pensando más en ella que otra cosa. A las pocas semanas, una mañana al despertar se lo encontró muerto. Se dedicó toda su vida a trabajos de limpieza, ya desde tiempos en que no existía la fregona y se fregaba el suelo de rodillas. Había vivido siempre en una casita de una sola planta en el barrio de la Cruz, hasta que con setenta y ocho años solicitó a los servicios sociales un piso tutelado. Ahora llevaba ya cinco años viviendo en un complejo para la tercera edad, a una manzana del centro cívico. Tenía por lo menos un hijo varón, al que seguramente debía ver muy poco, pues por lo que explicaba comía siempre sola, incluso los domingos.

Un buen día las visitas al centro cívico empezaron a espaciarse y la presencia de Francisca se fue diluyendo lentamente. Primero dejaron de ser diarias y aparecía solo dos o tres veces por semana, hasta acabar por venir únicamente los domingos, al baile semanal. Los conserjes, los fines de semana trabajamos en turnos rotativos, con lo cual tan sólo la veía de mes en mes. Un domingo de finales de marzo, antes de empezar el baile, se me acercó Teva:

―Javier, ¿qué ha sido de tu tía? Hace mucho que no viene al baile.

Fueron unos segundos de estupor. Se me mezclaron varios pensamientos: nunca le había confesado a Teva que Francisca no era realmente mi tía, no recordaba qué domingo había sido el último que la había visto, y en algún rincón de mi mente creí vislumbrar la imagen de Francisca del brazo de un hombre que debía tener mi edad, caminando por una calle del centro de la ciudad en una mañana próxima a las fiestas de Navidad.

―Pues ahora que lo dices es cierto que no la veo desde Navidad―conseguí responder, aunque algo en mi cara me delató.

―Era tu tía de verdad, ¿no? ―sus ojos se cerraron un poco, escrutadores.

―Bueno, tía segunda ―milagrosamente recordé lo que le había dicho más de dos años atrás―. Su madre y la mía eran primas hermanas.

―La última vez que vino al baile fue el doce de diciembre.

―Más de tres meses… ―dije, más para mí mismo que como respuesta.

―Me acuerdo porque fue el último baile antes del parón navideño ―explicó ―. Le ofrecí lotería y me dijo que no traía el monedero.

―Ahora me dejas preocupado. A ver si esta semana que viene hago por enterarme si le ha pasado algo ―se me ocurrió decirle.

―Es que además antes la veía todos los domingos en el bar La Caracola. Ella siempre estaba comiendo allí a la hora que pasaba yo a tomar el café, y ahora no se la ve nunca.

―Pues no sé ―dije ―cuando me entere de algo te lo digo.

Me quedé pensando, con cierto remordimiento, en lo fácil que resulta, en el trajín de los días, olvidar a una persona, no echarla en falta cuando hasta poco tiempo antes su presencia era tan habitual. Me dije que lo más probable era que Francisca hubiera estado en lista de espera en alguna residencia pública y le hubiera llegado al fin el turno. Porque para morirse no estaba, desde luego, pensé. Aún así, durante algunos días busqué su nombre en las necrológicas del periódico local, aunque sin saber su apellido lo único que cabía era buscar por el nombre de pila alguna viuda fallecida que tuviera aproximadamente su edad. Sabía que era absurdo, pues podía hacer semanas que había muerto, y sin embargo continué haciéndolo durante días. Me propuse acercarme una tarde a los pisos tutelados y preguntar por ella en la recepción. No llegué a hacerlo nunca, aunque algunos días me acuerdo de ella.

Alimentación impar

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A veces tengo la impresión de que algunos fabricantes están empeñados en que los matrimonios vayan mal. Matrimonios y parejas en general, quiero decir. Pongamos, por ejemplo, los fabricantes del sector de la alimentación. Parece que se la tienen jurada a la sociedad tomada así, de dos en dos. Qué obsesión, Dios, con los números impares… Como quiera que he sido designado por mi pareja para la compra de los víveres cotidianos me siento validado para dar fe de ello. Verán el porqué: en casa, el pollo nos agrada, así que acostumbro a recorrer la sección que los supermercados le dedican, y les aseguro que siempre me ha resultado imposible encontrar bandejas de esta carne con un número par de porciones. Bandejas con siete muslitos de pollo las hallarán en todas las marcas, pero les reto a encontrarlas con seis u ocho. El resultado es que uno de los dos de la pareja tiene que comerse tres muslos y el otro cuatro, con todos los inconvenientes que esto conlleva. Y si hablamos de conejo pasa otro tanto. Puedes escoger entre la bandeja de osobuco o la de lomitos, pero siempre encontrarás nueve porciones en ellas. Mi mujer y un servidor hicimos un trato hace tiempo: tratándose de pollo ella se come los cuatro muslos y si se trata de conejo el menda se come la ración de cinco trozos. Puede parecer una solución salomónica que nos libra de discusiones y de andar porfiando en quien cede al otro la ración mayor. No es así siempre. Cuando te has comido ya tus tres muslos y miras como de reojo el plato de la parienta donde aún quedan uno o dos muslitos (ella come más despacio) le viene a uno cierto instinto asesino, hacia el fabricante que no puso ocho trozos o hacia la señora de buen apetito que tiene al lado. Entonces uno se enfurruña como un niño y no está ya para cines, conciertos o paseos románticos, Alguien puede decir que hay notables excepciones al señorío del número impar en la alimentación, como por ejemplo los huevos, que toda la vida han venido de seis en seis o de doce en doce, pero es que en este caso se trata de un artículo que, salvo gente desproporcionada, no se acostumbra a consumir de una sola vez.

El lado oscuro del amor, de Rafik Schami

Schami

—¿Y tú crees en serio que nuestro amor tiene alguna posibilidad?
Farid no lo preguntaba para recordar a Rana la sangrienta enemistad que enfrentaba a sus familias, sino porque se sentía desdichado y no veía esperanza alguna.
Tres días atrás, la policía secreta había asaltado y secuestrado a su amigo Amín cuando éste salía de su casa. Desde la unión de Siria y Egipto en la primavera de 1958 se había iniciado una cacería de comunistas. El año 1959 había sido especialmente malo. El presidente Satlán había pronunciado furiosos discursos contra el régimen del dictador Damián en Irak y contra los comunistas. Tampoco al terminar el año había habido un respiro; incluso en plena noche los jeeps del Servicio Secreto circulaban por las calles de la capital con sus víctimas. Las familias quedaban atrás, entre lágrimas de miedo. Se habló de «Nochevieja sangrienta». Un susurro corría de boca en boca y suscitaba aún más miedo del Servicio Secreto, que parecía tener espías en todos los hogares.
Ese día, para Farid el amor era algo parecido a un lujo. Había pasado unas horas tranquilas con Rana en casa de su fallecida abuela. Allí, en Damasco, cualquier encuentro con ella era un oasis en medio del desierto de su soledad. Muy al contrario que las semanas pasadas en Beirut, donde se habían escondido ocho años atrás. Allá, cada día había empezado y terminado en los brazos de Rana. Allá, el amor había sido un dulce y extenso paisaje fluvial.
La casa de su abuela aún no había sido vendida. Claire, su madre, le había dado la llave la mañana anterior.
—Pero déjate puestos los calzoncillos —había bromeado.
Brillaba el sol, pero hacía un día gélido. Una humedad mohosa le había salido al paso al entrar en la casa. Abrió las ventanas, dejó pasar el fresco y por último encendió las estufas de la cocina y el dormitorio. No había nada que Farid odiara más que el olor del frío húmedo y asentado.
Cuando Rana llegó, poco antes de las doce, las estufas ya estaban al rojo. Ella bromeó:
—¿Estamos en el hammam o en casa de tu abuela?
Farid la vio tan arrebatadoramente hermosa como siempre, pero no consiguió librarse de la sensación de un peligro amenazador. Mientras la besaba, pensó en el indio que en una inundación había buscado la salvación encaramándose a un tejado y se había ido sumergiendo poco a poco en la húmeda muerte. Se abrazó a Rana como si estuviera ahogándose y notó el corazón de ella contra su pecho. Tenía frío, a pesar del calor, y su sonrisa sólo lo alivió del miedo durante unos segundos.
—Hoy eres un modelo de decencia —lo provocó ella cuando salieron de la casa al cabo de unas horas—. Como si mi madre te hubiera encargado que cuidaras de mí. Ni siquiera te has quitado los pantalones…
Y rió alegremente.
—Esto no tiene nada que ver con tu madre —dijo él, y quiso explicárselo, pero las palabras se le quedaron atravesadas.

La uruguaya, de Pedro Mairal

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Me dijiste que hablé dormido. Es lo primero que me acuerdo de esa mañana. Sonó el despertador a las seis. Maiko se había pasado a nuestra cama. Me abrazaste y el diálogo fue al oído, susurrado, para no despertarlo, pero también creo para evitar hablarnos a la cara con el aliento de la noche.
—¿Querés que te haga un café?
—No, amor. Sigan durmiendo.
—Hablaste dormido. Me asustaste.
—¿Qué dije?
—Lo mismo que la otra vez: «guerra».
—Qué raro.
Me duché, me vestí. Les di mi beso de Judas a vos y a Maiko.
—Buen viaje, me dijiste.
—Nos vemos a la noche.
—Andá con cuidado.
Tomé el ascensor hasta el subsuelo del garaje y salí. Estaba oscuro todavía. Manejé sin poner música. Bajé por Billinghurst, doblé en Libertador. Ya había tráfico, sobre todo por los camiones cerca del puerto. En el estacionamiento de Buquebús un guarda me dijo que no había más lugar. Tuve que volver a salir y dejar el auto en una playa al otro lado de la avenida. La idea no me gustó porque a la noche, cuando volviera con los dólares encima, iba a tener que caminar esas dos cuadras oscuras, bordeando la vía muerta.
En el mostrador del check in no había cola. Mostré el documento.
—¿El rápido a Colonia? —me preguntó el empleado.
—Sí, y el ómnibus a Montevideo.
—¿Vuelve en el día con el buque directo?
—Sí.
—Bien… —me dijo mirándome un poquito más tiempo de lo normal.
Imprimió el pasaje, y me lo dio con una sonrisa de hielo. Le evité la mirada. Me incomodó. ¿Por qué me miró así? ¿Podía ser que estuvieran marcando y metiendo en una lista a los que iban y volvían en el día?
Subí por la escalera mecánica para hacer Aduana. Pasé la mochila por el escáner, di vueltas por el laberinto de sogas vacío. «Adelante», me dijeron. El empleado de Migraciones miró el documento, el pasaje. «A ver, Lucas, párese frente a la cámara por favor. Perfecto. Apoye el pulgar derecho… Gracias». Agarré el pasaje, el documento y entré en la sala de embarque.

Mac y su contratiempo, de Enrique Vila-Matas

vilamatas

Me fascina el género de los libros póstumos, últimamente tan en boga, y estoy pensando en falsificar uno que pudiera parecer póstumo e inacabado cuando en realidad estaría por completo terminado. De morirme mientras lo escribo, se convertiría, eso sí, en un libro en verdad último e interrumpido, lo que arruinaría, entre otras cosas, la gran ilusión que tengo por falsificar. Pero un debutante ha de estar preparado para aceptarlo todo, y yo en verdad soy tan sólo un principiante. Mi nombre es Mac. Quizás porque debuto, lo mejor será que sea prudente y espere un tiempo antes de afrontar cualquier reto de las dimensiones de un falso libro póstumo. Dada mi condición de principiante en la escritura, mi prioridad no será construir inmediatamente ese libro último, o tramar cualquier otro tipo de falsificación, sino simplemente escribir todos los días, a ver qué pasa. Y así tal vez llegue un momento en el que, sintiéndome ya más preparado, me decida a ensayar ese libro falsamente interrumpido por muerte, desaparición o suicidio. De momento, me contento con escribir este diario que empiezo hoy, completamente aterrado, sin atreverme siquiera a mirarme al espejo, no fuera que viera mi cabeza hundida en el cuello de mi camisa.
Mi nombre es Mac, como he dicho. Y vivo aquí, en el barrio del Coyote. Estoy sentado en mi cuarto habitual, donde parece que haya estado siempre. Escucho música de Kate Bush y luego oiré a Bowie. Afuera, el verano se presenta temible, y Barcelona se prepara —lo anuncian los meteorólogos— para un aumento fuerte de las temperaturas.
Me llaman Mac por una famosa escena de My Darling Clementine, de John Ford. Mis padres vieron la película al poco de nacer yo y les gustó mucho un momento en el que el sheriff Wyatt pregunta al viejo cantinero del saloon:
—Mac, ¿nunca has estado enamorado?
—No, yo he sido camarero toda mi vida.
La respuesta del viejo les encantó y desde entonces, desde un día de abril de finales de los cuarenta, soy Mac.
Mac por aquí y Mac por allá. Mac siempre, para todo el mundo. En los últimos tiempos, en más de una ocasión me han confundido con un Macintosh, el ordenador. Y cuando eso ha ocurrido, he reaccionado disfrutando como un loco, quizás porque pienso que es mejor ser conocido por Mac que por mi nombre verdadero, que a fin de cuentas es horroroso —una imposición tiránica de mi abuelo paterno—, y me niego siempre a pronunciarlo, más aún a escribirlo

La lluvia antes de caer, de Jonathan Coe

Coe

Cuando sonó el teléfono Gill estaba fuera, rastrillando las hojas y formando montones cobrizos, mientras su marido los arrojaba a una hoguera con la pala. Era una tarde de domingo de finales de otoño. Entró corriendo en la cocina al oírlo sonar, y enseguida sintió cómo la envolvía el calor del interior, sin haberse dado cuenta hasta ese momento del frío que empezaba a hacer. Seguramente helaría por la noche.
Después desanduvo el camino hasta la pequeña hoguera, desde la que un humo gris azulado se elevaba en volutas hacia un cielo que ya comenzaba a oscurecer.
Stephen se dio la vuelta cuando la oyó acercarse. Vio en sus ojos que eran malas noticias, e inmediatamente se le vinieron sus hijas a la cabeza: los peligros imaginarios del centro de Londres, las bombas, los trayectos en metro o autobús, antes rutinarios, convertidos de repente en apuestas a vida o muerte.
—¿Qué pasa?
Y cuando Gill le dijo que Rosamond se había muerto al final a los setenta y tres años, no pudo evitar que le invadiera una vergonzosa sensación de alivio. Rodeó a Gill con los brazos y, durante un minuto o más, permanecieron así abrazados, en un silencio roto solamente por el crepitar de las hojas quemándose, el reclamo de alguna paloma torcaz o el ruido de los coches a lo lejos.
—La ha encontrado el médico —dijo Gill, apartándose con delicadeza—. Estaba sentada en su sillón, tiesa como una estaca. —Suspiró—. Mañana tendré que acercarme a Shropshire a hablar con el abogado. Y empezar a preparar el funeral.
—¿Mañana? Pues mañana no puedo —dijo Stephen rápidamente.
—Ya lo sé.
—Tengo reunión del consejo de administración. Va a ir todo el mundo, y se supone que lo presido yo.
—Ya lo sé. No te preocupes.
Sonrió y se volvió, con aquel pelo rubio ceniza ondeando como único rasgo distintivo mientras se alejaba por el sendero del jardín, y dejándole, como tantas otras veces, con la sensación de haberle fallado de alguna extraña manera.

La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne

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Ojalá mi padre o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes, mientras los dos se afanaban por igual en el cumplimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuando me engendraron; si hubieran tenido debidamente presente cuántas cosas dependían de lo que estaban haciendo en aquel momento:—que no sólo estaba en juego la creación de un Ser racional sino que también, posiblemente, la feliz formación y constitución de su cuerpo, tal vez su genio y hasta la naturaleza de su mente;—y que incluso, en contra de lo que ellos creían, la suerte de toda la casa podía tomar uno u otro rumbo según los humores[5] y disposiciones que entonces predominaran:——si hubieran sopesado y considerado todo esto como es debido, y procedido en consecuencia,——estoy francamente convencido de que yo habría hecho en el mundo un papel completamente distinto de aquel en el que es muy probable que el lector me vea. —Creedme, buena gente, esto no es cosa tan insignificante como muchos de vosotros podáis pensar;—me atrevería a decir que todos habéis oído hablar de los espíritus animales[6], de cómo se transfunden de padre a hijo, etc., etc.—y otras muchas cosas al respecto.—Pues bien, tenéis mi palabra de que nueve de las diez partes del sentido de un hombre o de su sinsentido, sus éxitos y sus fracasos en este mundo dependen de los movimientos y actividad de dichos espíritus, así como de los diferentes terrenos y sendas en que se los deposite; de tal manera que, una vez puestos en marcha, no importa ni medio penique que lo estén para bien o para mal,—allá van, alborotando como locos; y al dar los mismos pasos una y otra y otra vez, al poco rato ya han hecho con ello un camino un llano y uniforme como el paseo de un jardín; y una vez que se han acostumbrado a él, ni el mismo Diablo será a veces capaz de desviarlos.
—Perdona, querido, dijo mi madre, ¿no te has olvidado de darle cuerda al reloj?———¡Por D——!, gritó mi padre lanzando una exclamación pero cuidándose al mismo tiempo de moderar la voz[7]——¿Hubo alguna vez, desde la creación del mundo, mujer que interrumpiera a un hombre con una pregunta tan idiota?—Perdone, pero, ¿qué estaba diciendo su padre?———Nada.

Los diarios de Emilio Renzi. Loa años felices, de Ricardo Piglia

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Una vida no se divide en capítulos, le dijo aquella tarde Emilio Renzi al barman de El Cervatillo, acodado en la barra, de pie frente al espejo y a las botellas de whisky, de vodka, de tequila que se alineaban en las estanterías del bar. Siempre me ha intrigado el modo irreal pero matemático en que ordenamos los días, le dijo. Ya el almanaque es una prisión insensata sobre la experiencia porque impone un orden cronológico a una duración que fluye sin ningún criterio. El calendario encarcela los días y es probable que esa manía clasificatoria haya influido en la moral de los hombres, le dijo sonriendo Renzi al barman. Lo digo por mí, dijo, que escribo un diario, y los diarios sólo obedecen a la progresión de los días, los meses y los años. No hay otra cosa que pueda definir un diario, no es el material autobiográfico, no es la confesión íntima, ni siquiera es el registro de la vida de una persona, lo define, sencillamente, dijo Renzi, que lo escrito se ordene por los días de la semana y los meses del año. Eso es todo, dijo satisfecho. Uno puede escribir cualquier cosa, por ejemplo una progresión matemática o una lista de la lavandería o el relato minucioso de una conversación en un bar con el uruguayo que atiende la barra o, como es mi caso, una mezcla inesperada de detalles o encuentros con amigos o testimonios de acontecimientos vividos, todo eso se puede escribir, pero será un diario sólo y exclusivamente si uno anota el día, el mes, el año, o alguna de esas tres maneras de orientarse en el torrente del tiempo. Si escribo, por ejemplo, Miércoles 27 de enero de 2015 y debajo de ese letrero escribo un sueño, o un recuerdo, o imagino algo que no ha sucedido, pero antes de empezar la entrada que voy a escribir anoto, por ejemplo, Miércoles 27 o, más breve, consigno Miércoles, ya es un diario, no es una novela, no es un ensayo, pero puede incluir novelas y ensayos siempre que uno tenga la precaución de escribir antes la fecha, para orientarse y crear una serialidad fechada, pero luego, ojo, dijo —y se tocó con el dedo índice de la mano izquierda el párpado inferior del ojo derecho—, si uno publica esas notas según el calendario, con su nombre, es decir, si asegura que el sujeto que está hablando, el sujeto del cual se está hablando y el que firma son el mismo, o, mejor dicho, tienen el mismo nombre, entonces es un diario personal. El nombre propio asegura la continuidad y la propiedad de lo escrito.

Falcó, de Arturo Pérez-Reverte

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La mujer que iba a morir hablaba desde hacía diez minutos en el vagón de primera clase. Era la suya una conversación banal, intrascendente: la temporada en Biarritz, la última película de Clark Gable y Joan Crawford. La guerra de España apenas la había mencionado de pasada en un par de ocasiones. Lorenzo Falcó la escuchaba con un cigarrillo a medio consumir entre los dedos, una pierna cruzada sobre la otra, procurando no aplastar demasiado la raya del pantalón de franela. La mujer estaba sentada junto a la ventanilla, al otro lado de la cual desfilaba la noche, y Falcó se hallaba en el extremo opuesto, junto a la puerta que daba al pasillo del vagón. Estaban solos en el departamento.
—Era Jean Harlow —dijo Falcó.
—¿Perdón?
—Harlow. Jean… La de Mares de China, con Gable.
—Oh.
La mujer lo miró sin pestañear tres segundos más de lo usual. Todas las mujeres le concedían a Falcó al menos esos tres segundos. Él aún la estudió unos instantes, apreciando las medias de seda con costura, los zapatos de buena calidad, el sombrero y el bolso en el asiento contiguo, el vestido elegante de Vionnet que contrastaba un poco, a ojos de un buen observador —y él lo era— con el físico vagamente vulgar de la mujer. La afectación era también un indicio revelador. Ella había abierto el bolso y se retocaba labios y cejas, aparentando unos modales y educación de los que en realidad carecía. La suya era una cobertura razonable, concluyó Falcó. Elaborada. Pero distaba mucho de ser perfecta.
—¿Y usted, también viaja hasta Barcelona? —preguntó ella.
—Sí.
—¿A pesar de la guerra?
—Soy hombre de negocios. La guerra dificulta unos y facilita otros.

Vida hogareña, de Merilynne Robinson

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Me llamo Ruth. Me crié con mi hermana pequeña, Lucille, al cuidado de mi abuela, la señora Sylvia Foster y, cuando ella murió, al de sus cuñadas, las señoritas Lily y Nona Foster, y cuando ellas se marcharon, al de su hija, la señora Sylvia Fisher. A lo largo de las sucesivas generaciones de todos esos mayores vivimos siempre en la misma casa, la de mi abuela, que habían construido ella y su marido, Edmund Foster, un ferroviario, que dejó este mundo años antes de que yo llegara a él. Fue él quien nos asentó en ese lugar insólito. El se había criado en el Medio Oeste, en una casa excavada en la tierra, con ventanas a ras del suelo y a la altura de los ojos, de modo que, vista desde el exterior, la casa era un simple montículo, que no tenía más de morada humana que de tumba, y, desde el interior, la horizontalidad perfecta del mundo en aquel paisaje escorzaba lo visible tan marcadamente que el horizonte parecía circunscribir únicamente la propia morada de adobe. Así que mi abuelo empezó a leer cuanta literatura de viajes podía encontrar, diarios de las expediciones a las montañas de Africa, a los Alpes, a los Andes, al Himalaya, a las Rocosas. Se compró una caja de pinturas y copió de una revista una litografía de una pintura japonesa del Fujiyama. Pintó muchas más montañas, ninguna de ellas identificable, si es que alguna era siquiera real. Todas formaban conos suaves o montículos, aisladas o en grupos y arracimadas, verdes, marrones o blancas, dependiendo de la estación, pero siempre coronadas de nieve, y esas coronas eran rosas, blancas o doradas, dependiendo de la hora del día. En un cuadro grande había incluido una montaña acampanada en primer plano y la había cubierto con árboles, pintados a conciencia, cada uno de los cuales se alzaba en ángulo recto del suelo, de donde crecía igual que la pelusa sobresale en la felpa plegada. De cada árbol pendían frutas brillantes, pájaros de colores estridentes anidaban en las ramitas, y cada fruta y cada pájaro mantenían la vertical sobre el desnivel de la tierra. Animales demasiado grandes, a rayas y moteados, ascendían libres y a la carrera por la ladera de la derecha y descendían sin prisa por la izquierda. Que el genio de ese cuadro radicara en su ingenuidad o en su fantasía fue algo que nunca supe decir.

Cero K, de Don DeLillo

DonDeLillo

Todo el mundo quiere apropiarse del fin del mundo.
Me lo dijo mi padre, de pie junto a las ventanas francesas de su despacho de Nueva York; gestión privada de la sanidad, fondos fiduciarios dinásticos, mercados emergentes. Estábamos compartiendo un punto temporal curioso, contemplativo, y ese momento estaba rematado por sus gafas de sol vintage, que traían la noche al despacho. Examiné las obras de arte de la sala, abstractas de distintos estilos, y empecé a entender que el silencio prolongado que había seguido a su comentario no nos pertenecía a ninguno de los dos. Me acordé de su mujer, la segunda, la arqueóloga, la mujer cuya mente y cuyo cuerpo deteriorado pronto empezarían a adentrarse, de forma programada, en el vacío.
• • •

Aquel momento me volvió a la cabeza unos meses más tarde y a medio mundo de distancia. Estaba sentado, con el cinturón de seguridad puesto, en el asiento de atrás de un coche blindado de cinco puertas con las ventanillas laterales tintadas, opacas en ambos sentidos. El chófer, separado de mí por una mampara, llevaba camiseta de fútbol y pantalones de chándal y se le veía un bulto en la cadera que indicaba que iba armado. Después de conducir una hora por carreteras en mal estado, detuvo el coche y dijo algo por su micro de solapa. Luego ladeó la cabeza cuarenta y cinco grados en dirección al asiento trasero derecho. Interpreté que era hora de desabrocharme el cinturón y salir.
Aquel trayecto en coche había sido la última fase de un viaje maratoniano, así que me alejé un poco del vehículo y me quedé allí un rato, aturdido por el calor, con la bolsa de viaje en la mano y sintiendo cómo mi cuerpo se reactivaba. Oí que el motor arrancaba y me giré para mirar. El coche estaba volviendo al aeródromo y era lo único que se movía en medio del paisaje, a punto de que se lo tragara la tierra o la luz crepuscular o el horizonte inmenso.
Completé mi rotación, una larga y lenta inspección de las marismas salinas y los pedregales que me rodeaban, vacíos salvo por varias edificaciones bajas, posiblemente conectadas, apenas distinguibles del paisaje blanqueado. No había más cosas ni más lugares. Hasta entonces no conocía la naturaleza exacta de mi destino, únicamente que se trataba de un lugar remoto. No me costaba imaginar que mi padre, junto a la ventana de su despacho, había invocado su comentario desde aquel mismo terreno yermo y desde los bloques geométricos que se fundían con él.

 

 

Apóstoles y asesinos, de Antonio Soler

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Sabemos que aquella mañana de marzo amaneció cargada de bruma y fue fría. Y que, probablemente, cuando Salvador Seguí se despertó las nubes ya habían desaparecido. El sol relucía en los cristales de su ventana y sacaba unos brillos parecidos a los de un caleidoscopio. Un arcoíris barato.
Es posible que fuese eso lo que pensara. Nada más que eso. Un arcoíris barato. Se lo dijo a Teresita, que fregaba algo en la cocina. Y se rió. Añadió algo más sobre el sol, la justicia y los cristales, pero, con el ruido del agua, Teresita no supo bien lo que decía. Ella seguía abismada en la inquietud de la noche.
Aún estuvo unos minutos en la cama. Se había dormido poco después del amanecer, cuando ya podía ver claramente el perfil del armario recortado contra la pared blanca. Su imagen, tumbado boca arriba, debió de ser poco más que un borrón en el espejo de la cómoda, dibujándose allí turbiamente, ganando nitidez a medida que pasaba la noche y una claridad dudosa asomaba por la ventana. Estaba fatigado después de las horas de insomnio. Teresa había sentido cómo se levantaba sigilosamente en medio de la madrugada y se quedaba un rato en el comedor. El olor del tabaco flotando hasta el dormitorio. Luego volvió con el mismo sigilo.
La manta y las sábanas habían tenido a ratos una textura fangosa. Se había estado removiendo en el limo de un pantano y el calor de Teresita a su lado, con el vientre hinchado por el embarazo, más que consuelo, le llegó a parecer una amenaza. Le inspiró miedo, debilidad. Él creía que ella dormía, y a ratos, ella pensaba lo mismo.
Unas horas después, al ver la cara de su asesino y la pistola que le apuntaba a la cara, esas sensaciones tal vez renacieran en su cabeza, distorsionadas, intensas, alocadas. Quizás tuvo la impresión de haber vivido antes ese momento, de estar viviéndolo continuamente, con tanto detalle que parecía que se estaba cumpliendo el argumento inverosímil de un sueño. O simplemente tuvo miedo, el espanto último y definitivo.
En cualquier caso, esa mañana se levantó fingiendo encontrarse bien, de buen humor. Eran ya las doce, Teresita lo recordaría muchos años después. Ella no fingió nada. Trató de hablarle del sobresalto que habían tenido la noche anterior y le pidió que no saliera de casa, que le mandaran protección del sindicato. Seguí se mostró cariñoso, bromeó. Por complacerla se quedó a comer en casa y estuvo allí hasta avanzada la tarde. Era sábado.

Ciudad en llamas, de Garth Risk Hallberg

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Por la avenida Once avanzaba un árbol de Navidad. O, mejor dicho, lo intentaba; se había enganchado en un carro del súper abandonado en el paso de cebra, se sacudía y se erizaba y se estiraba, a punto de estallar. O así se lo pareció a Mercer Goodman mientras se empeñaba en rescatar la copa del árbol de la malla abollada del carro. Últimamente todo estaba a punto de estallar. En la acera de enfrente, manchas de carbón ensuciaban la zona de carga donde los lunáticos encendían hogueras por la noche. Las putas que se bronceaban allí durante el día vigilaban ahora desde detrás de las persianas de tiendas de baratillo, y por un segundo Mercer fue consciente de cómo los veían: un negro con gafas y pantalón de pana que intentaba recular mientras en la otra punta del árbol un blanco greñudo con cazadora de motorista estiraba del tronco y a la mierda con el carrito. Entonces el semáforo cambió a verde y, milagrosamente, mediante alguna combinación de tirones y empujones, se soltaron.
—Sé que estás molesto —dijo Mercer—, pero ¿te importaría no hacer aspavientos?
—¿Hago aspavientos? —preguntó William.
—Estás llamando la atención.
Como amigos, o incluso vecinos, formaban una extraña pareja, lo que tal vez explicara por qué el hombre que vendía los árboles de los boy scouts junto al acceso al Lincoln Tunnel había dudado tanto en aceptar su dinero. También era la razón por la que Mercer no había podido invitar nunca a William a su casa para presentarle a la familia y, por tanto, el motivo de que tuvieran que celebrar solos la Navidad. Bastaba con mirarlos, el burgués marrón claro y el punk pálido y enjuto: ¿qué podía haber unido a semejante par salvo el poder oculto del sexo?
Había sido William quien había elegido el árbol más grande que quedaba. Mercer le había pedido que pensara en el ya grave hacinamiento del piso, por no mencionar la media docena de manzanas que distaba de donde estaban, pero era la forma de William de castigarle por querer un árbol. Había sacado dos billetes del fajo que se guardaba en el bolsillo y había anunciado, en tono sarcástico y lo bastante fuerte para que lo oyera el vendedor: «Yo, mejor por el culo». Ahora, entre vaharadas de aliento, William añadió: «¿Sabes…? Jesús nos habría mandado a los dos al infierno. Sale en… el Levítico, creo, en alguna parte. No le veo sentido a un Mesías que te condena al infierno». Te equivocas de Testamento, podría haber objetado Mercer, y además hace semanas que no pecamos juntos, pero lo fundamental era no picar el anzuelo. El jefe de los scouts quedaba todavía a escasos cien metros, al final de un caminito de agujas verdes.

El libro de los Baltimore, de Joël Dicker

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Soy el escritor.
Así es como me llama todo el mundo. Mis amigos, mis padres, mi familia e incluso aquellos a quienes no conozco pero que sí me reconocen a mí en un lugar público y me dicen: «¿No será usted el escritor…?». Soy el escritor, es mi identidad.
La gente piensa que, en nuestra calidad de escritores, llevamos una vida más bien sosegada. Hace poco, uno de mis amigos, que se estaba quejando de lo largos que eran los trayectos cotidianos entre su casa y la oficina, acabó por decirme, una vez más:
—En el fondo, tú te levantas por las mañanas, te sientas detrás de la mesa y escribes. Y ya está.
No le contesté nada, demasiado deprimido desde luego al darme cuenta de hasta qué punto consistía mi trabajo, en la imaginería colectiva, en no hacer nada. La gente piensa que uno no pega palo al agua, pero resulta que es precisamente cuando no haces nada cuando más trabajas.
Escribir un libro es como montar un campamento de vacaciones. La vida de uno, que suele ser solitaria y tranquila, te la dejan manga por hombro un montón de personajes que llegan un día sin avisar y te ponen patas arriba la existencia. Llegan una mañana, subidos a un autocar del que se bajan metiendo bulla, entusiasmados con el papel que les ha correspondido. Y tienes que apañarte con lo que hay, tienes que ocuparte de ellos, tienes que darles de comer, tienes que alojarlos. Eres responsable de todo. Porque eres el escritor.
Esta historia empezó en el mes de febrero de 2012, cuando me marché de Nueva York para irme a escribir mi nueva novela en la casa que acababa de comprar en Boca Ratón, en Florida. La había adquirido tres meses antes con el dinero de la cesión de los derechos cinematográficos de mi último libro y, sin contar unos cuantos viajes rápidos de ida y vuelta para amueblarla en diciembre y enero, era la primera vez que iba a pasar una temporada en ella. Era una casa espaciosa, llena de ventanales, que tenía delante un lago muy del agrado de los paseantes. Estaba en un barrio muy tranquilo y con mucha vegetación en el que vivían sobre todo jubilados acomodados entre los que yo desentonaba. Tenía la mitad de años que ellos, pero si había escogido ese lugar era precisamente por su absoluta quietud. Era el sitio que necesitaba para escribir.

Yo antes de ti, de Jojo Moyes

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Hay ciento cincuenta y ocho pasos entre la parada del autobús y la casa, pero pueden llegar a ser ciento ochenta si se camina sin prisa, como al llevar zapatos de plataforma. O zapatos comprados en una tienda de beneficencia que lucen mariposas en los dedos pero quedan sueltos en los talones, lo cual explica ese precio bajísimo de 1,99 libras. Di la vuelta a la esquina de nuestra calle (sesenta y ocho pasos) y vi la casa: un adosado de cuatro habitaciones en medio de una hilera de adosados de tres y cuatro habitaciones. El coche de mi padre estaba fuera, lo que significaba que aún no había ido a trabajar.
A mi espalda, el sol se ponía detrás del castillo de Stortfold, y su sombra oscura se extendía colina abajo, como cera derretida que trataba de alcanzarme. Cuando era niña solíamos jugar a que nuestras sombras alargadas se enzarzaban en tiroteos, la calle convertida en el O.K. Corral. Un día diferente os podría haber contado las cosas que me habían ocurrido en este trayecto: dónde me enseñó mi padre a montar en bicicleta sin ruedines; dónde la señora Doherty, con esa peluca ladeada, solía hacernos tartas galesas; dónde Treena metió la mano en un seto cuando tenía once años y se topó con un nido de avispas y salimos corriendo y gritando de vuelta al castillo.

El triciclo de Thomas estaba tirado en el camino y, al cerrar la puerta detrás de mí, lo arrastré hasta el porche y abrí la puerta. El aire cálido me golpeó con la fuerza de un airbag; mi madre es una mártir del frío y mantiene la calefacción encendida todo el año. Mi padre se pasa el día abriendo ventanas y quejándose de que nos va a arruinar a todos. Dice que nuestras facturas del gas superan el producto interior bruto de un país africano pequeño.
—¿Eres tú, cielo?
—Sí. —Colgué la chaqueta en el perchero, donde luchó por encontrar espacio entre las otras.
—¿Qué tú? ¿Lou? ¿Treena?
—Lou.
Eché un vistazo por la puerta del salón. Mi padre apareció tumbado boca abajo en el sofá, con el brazo hundido entre los cojines, como si se lo hubieran tragado por completo. Thomas, mi sobrino de cinco años, estaba de cuclillas y lo observaba absorto.
—Lego. —Mi padre volvió hacia mí la cara, amoratada por el esfuerzo—. Nunca sabré por qué diablos hacen las piezas tan pequeñas. ¿Has visto el brazo izquierdo de Obi-Wan Kenobi?
—Estaba encima del DVD. Creo que Thomas cambió los brazos de Obi con los de Indiana Jones.

El azar y viceversa, de Felipe Benítez Reyes

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No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero creo que todos llevamos una triple vida, sustentada en tres pilares: lo que creemos ser, lo que quisiéramos ser y lo que en verdad somos. La mezcla de los tres elementos suele resultar bastante mala, aunque conviene mostrarse optimista y hacerse cuanto antes a la idea de equilibrar de la mejor manera posible esa conjugación desconcertante.
Al fin y al cabo, no hay cosa que conozca uno mejor que su vida aparente y que su vida imposible, de igual modo que no hay cosa que cualquiera de nosotros conozca menos que su identidad más recóndita, ya que podemos interpretar nuestras acciones, dilucidar sus razones superficiales, incluso las intermedias, pero no su razón última, que no pasa de ser algo así como el brinco irreflexivo del arlequín: lo que hacemos y pensamos sin tener ni idea de por qué lo pensamos ni de por qué lo hacemos. Y es posible que ahí esté la clave de todo, o de casi todo: la existencia como una sucesión de piruetas aleatorias en el vacío.
Disfrutamos de la facultad de narrarnos, aunque a través de meras anécdotas, y de sobra sabe usted que una anécdota no es más que un entresueño disfrazado de realidad, un jalón pintoresco y más o menos coherente en la gran secuencia del sinsentido. Pero lo radicalmente abstracto, ¿cómo se cuenta? Ni los mejores filósofos sirven del todo para eso.
Bien… Por suerte, no puedo creer en la predestinación: desde la cuna, yo iba para víctima colateral de la mecánica insensata del mundo, como la mayoría de la gente, pero el caso es que he sido una persona venturosa y hasta diría que tirando a feliz.
Con el paso inerte de los años, he aprendido algunas cosas, como es natural, y he vivido otras muchas, aunque, según ha demostrado esa ciencia exacta que es la desilusión, el mucho aprender no siempre sirva para la vida ni el mucho vivir enseñe en el fondo nada, ya que todo es un comienzo: cada día nos inauguramos. Los indefinidos. Los reescritos. Un documento con tachaduras y con una escritura urgente, pues la historia de cualquier existencia tiene menos que ver con la caligrafía que con la taquigrafía, y no sé si me explico: esto es el vértigo. Una carrera a ciegas en una casa de cristal, rompiendo cosas. Esto va tan rápido, en fin, que a veces tienes la impresión de que no va a acabarse nunca.
Para empezar, ¿qué sabe un adulto de su niñez? Pues me temo que poco más que un niño de su futuro. Con respecto al tiempo, estamos siempre entre dos fantasmagorías, y lo que nos sucedió ayer por la tarde no es menos neblinoso que lo que habrá de pasarnos mañana por la mañana. De todas formas, si no tiene usted inconveniente, le hablaré durante un rato, así por encima, de esa masa de niebla que he ido dejando atrás, a pesar de que comprendo que la niebla es un mal asunto de conversación.

La viuda, de Fiona Barton

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Puedo oír el ruido que hace la mujer al recorrer el sendero. Sus pasos son pesados y lleva zapatos de tacón. Ya casi ha llegado a la puerta, y vacila y se aparta el pelo de la cara. Va bien vestida. Chaqueta de botones grandes, un respetable vestido debajo y las gafas sobre la cabeza. No es un testigo de Jehová ni un miembro del Partido Laborista. Debe de ser periodista, pero no parece la típica reportera. Hoy ya se han presentado dos (cuatro esta semana, y solo estamos a miércoles). Apuesto a que me dice: «Lamento molestarla en unos momentos tan difíciles…». Todos lo hacen y ponen esa estúpida cara. Como si les importara.
Esperaré a ver si llama al timbre dos veces. El hombre de esta mañana no lo ha hecho. A algunos les aburre mortalmente intentarlo. En cuanto despegan el dedo del timbre, recorren de vuelta el sendero tan rápido como pueden, se meten en el coche y se marchan. Ya pueden decirles a sus jefes que han llamado a la puerta pero que ella no estaba en casa. Patético.
La mujer llama dos veces. Luego golpea la puerta con fuerza en plan pom-pom-pom-pom-pom-pom. Como un policía. Me ve mirando por el hueco lateral de los visillos y sonríe de oreja a oreja. Una sonrisa muy hollywoodiense, como solía decir mi madre. Luego vuelve a llamar.
Cuando abro, la mujer me da la botella de leche que me habían dejado en el peldaño de la puerta y dice:
—Será mejor que no la deje fuera o se pondrá mala. ¿Puedo entrar? ¿Está hirviendo agua?
No puedo respirar y menos todavía hablar. Ella vuelve a sonreír con la cabeza ladeada.
—Soy Kate —anuncia—. Kate Waters, periodista del Daily Post.
—Yo soy… —comienzo a decir, y de repente me doy cuenta de que no me lo ha preguntado.
—Ya sé quién es usted, señora Taylor —explica ella. Se sobreentienden las palabras «usted es la noticia»—. No nos quedemos aquí. —Y, mientras habla, de algún modo se las arregla para entrar en casa.
Me siento demasiado aturdida por el desarrollo de los acontecimientos y ella toma mi silencio como permiso para ir a la cocina con la botella de leche y prepararme una taza de té. Yo la sigo. No es una cocina muy grande y no dejamos de estorbarnos mientras ella va de un lado para otro, llenando de agua el hervidor y abriendo todos los armarios en busca de tazas y azúcar. Permanezco ahí de pie, sin hacer nada.

La habitación de Nona, de Cristina Fernández Cubas

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Mi hermana es especial. Lo dijo mi madre el día que nació, en la habitación blanca y soleada de la clínica. Y dijo además: «Especial es una palabra muy bonita. Que no se os olvide nunca». No se me ha olvidado, a la vista está, pero es más que posible que la escena que acabo de relatar no tuviera lugar en la clínica, sino mucho después en cualquier otra habitación, y que Nona no fuera tampoco una recién nacida, ni siquiera un bebé, sino una niña de tres o cuatro años. ¡Quién sabe! Me cuentan que puede tratarse de un falso recuerdo y que nuestras engañosas memorias están llenas de falsos recuerdos. Me aseguran también que ciertas peculiaridades —lo llaman así: «peculiaridades»— no suelen apreciarse en los primeros tiempos. Todo eso —y el dato de que cuando nació yo era demasiado pequeña para acordarme— me inclina a pensar que, en efecto, se trata de un recuerdo inventado. O de algo todavía más sutil. «Elaborado», que diría quien yo me sé. Porque antes de que Nona viniera al mundo mi vida era muy diferente. No la recuerdo bien, pero sé que era diferente. Y tengo sobradas razones para pensar que mejor. Mucho mejor. Pero Nona nació, las cosas cambiaron para siempre y, seguramente por eso, me acostumbré a situar las palabras de mi madre el mismo día de su llegada al mundo. Aquel día yo también nací a una nueva vida. Mi vida con Nona. La verdad es que yo hubiera preferido un hermano, pero no me costó demasiado conformarme con Nona. De pequeña, parecía una muñeca. Tenía la piel muy fina, los ojos achinados y los labios gruesos. Cuando dormía —y sus ojos desaparecían formando una raya— abría la boca y la dejaba así mucho rato, como si no pudiera cerrarla o estuviera a punto de decirnos algo, ella que aún no sabía hablar y que tardaría más de lo razonable en pronunciar palabra. A mí me gustaba su boca, tan carnosa, tan grande. Y a la abuela también. «Tiene los labios de Brigitte Bardot», dijo un día junto a la cuna. Y luego me explicó: «Brigitte es una estrella de mi época. Una artista francesa». La abuela era muy alegre. Y le gustaba quedarse con la parte amable de las cosas. Por eso, tiempo después, cuando Nona por fin empezó a hablar y notamos que arrastraba las erres con voz gangosa, meneó la cabeza sonriendo.

El Reino, de Emmanuel Carrère

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Hay un pasaje que adoro en las memorias de Casanova. Encerrado en la húmeda y oscura prisión de los Plomos, en Venecia, Casanova idea un plan de evasión. Tiene todo lo necesario para llevar a cabo el plan, salvo una cosa: estopa. La estopa le servirá para trenzar una cuerda o una mecha para un explosivo, ya no me acuerdo, lo que cuenta es que si encuentra estopa está salvado y si no la encuentra está perdido. En la cárcel no es fácil encontrarla así como así, pero Casanova recuerda de repente que cuando se encargó la chaqueta de su ropa le pidió al sastre que para absorber la transpiración de los brazos revistiera el forro de ¿lo adivinan? ¡De estopa! Él, que maldecía el frío de la celda, del que tan mal le protege su chaquetilla de verano, comprende que ha sido voluntad de la Providencia que le detuvieran cuando la llevaba puesta. Está allí, la tiene delante, colgada de un clavo que hay en la pared desconchada. La mira, con el corazón acelerado. Al cabo de un instante va a desgarrar las costuras, buscar en el forro y alcanzar la libertad. Pero cuando se dispone a conquistarla le contiene una inquietud: ¿y si el sastre, por negligencia, no hubiese hecho lo que él le había pedido? En una situación normal no importaría. Ahora sería una tragedia. Lo que está en juego es tan inmenso que Casanova cae de rodillas y empieza a rezar. Con un fervor olvidado desde su infancia, le pide a Dios que el sastre haya revestido la chaquetilla de estopa. Al mismo tiempo su razón no permanece inactiva. Ésta le dice que lo hecho hecho está. O bien el sastre puso estopa o no la puso. O bien la hay o no la hay, y si no la hay sus oraciones no cambiarán nada. Dios no va a poner la estopa ni hacer retrospectivamente que el sastre hubiera sido concienzudo si no lo había sido. Estas objeciones lógicas no impiden que el prisionero rece como un condenado, y no sabrá nunca si sus rezos sirvieron para algo, pero en definitiva encuentra estopa en la chaquetilla. Y se evade.

Sumisión, de Michel Houllebecq

Houellebecq

Durante todos los años de mi triste juventud, Huysmans fue para mí un compañero, un amigo fiel; jamás dudé, jamás estuve tentado de abandonar ni de decantarme por otro tema; al fin, una tarde de junio de 2007, después de esperar mucho tiempo, después de mucho vacilar y más incluso de lo admisible, defendí mi tesis doctoral ante el tribunal de la Universidad de París IV-Sorbona: Joris-Karl Huysmans, o la salida del túnel. A la mañana siguiente (o tal vez esa misma noche, no puedo asegurarlo, pues la noche de mi defensa fue solitaria y muy alcoholizada), comprendí que acababa de concluir una parte de mi vida y que probablemente sería la mejor.
Eso es lo que les ocurre, en nuestras sociedades todavía occidentales y socialdemócratas, a cuantos acaban sus estudios, pero la mayoría no adquieren conciencia de ello o no lo hacen de forma inmediata, pues están hipnotizados por el deseo de dinero, o quizá de consumo los más primitivos, aquellos que han desarrollado una adicción más violenta a ciertos productos (son una minoría, pues la mayoría, más reflexivos y pausados, desarrollan una simple fascinación por el dinero, ese «infatigable Proteo»), y más hipnotizados aún por el deseo de demostrar su valía, de labrarse un estatus social envidiable en un mundo que imaginan y esperan competitivo, galvanizados por la adoración de iconos variables: deportistas, diseñadores de moda o de portales de Internet, actores y modelos.
Por diferentes razones psicológicas que no tengo ni la capacidad ni el deseo de analizar, me alejaba sensiblemente de ese esquema. El 1 de abril de 1866, cuando contaba dieciocho años, Joris-Karl Huysmans inició su carrera como funcionario de sexta clase en el Ministerio del Interior y de los Cultos. En 1874 publicó a expensas del autor un primer libro de poemas en prosa, Le drageoir à épices, que fue objeto de pocas recensiones aparte de un artículo, extremadamente fraternal, de Théodore de Banville. El inicio de su existencia, como puede verse, no fue atronador.

Cicatriz, de Sara Mesa

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Ahí está, dice él. Señala el edificio más alto de la avenida, un bloque de dieciséis plantas viejo y rojizo, con desproporcionados alerones y pequeñas ventanas que espejean bajo el sol.
Se detienen en la acera de enfrente y alzan la cabeza para mirarlo.
Junto a las señales del abandono —cristales rotos, persianas descabalgadas, antiguos anuncios de alquiler—, se distinguen carteles de oficinas aún en funcionamiento: un bufete de abogados, dos auditorías, dos asesorías fiscales, una academia de idiomas.
Como te dije. Está casi vacío, murmura. Ella asiente en silencio. Cruzan la calle.
El interior es oscuro y está recalentado. En el vestíbulo flota una especie de polvo en suspensión que les hace carraspear. El color del enlosado palidece en el centro, donde debido al uso ha perdido el brillo. Tras su mostrador de madera, el portero no les pregunta adónde se dirigen. Los observa inmutable, masculla un saludo y enseguida vuelve a  bajar los ojos hacia un folleto de publicidad que escruta con detalle.
La pareja se monta en uno de los ascensores y pulsa el botón de la última planta. Ella mira hacia el suelo y los lados; él, casi inmóvil, la mira de frente.
El ascensor chirría y traquetea como un viejo montacargas. Se concentran en el chisporroteo del fluorescente del techo, que se enciende y apaga intermitentemente. El indicativo luminoso está fundido; no pueden saber por dónde van hasta la brusca sacudida final.
Salen a un distribuidor sin luz.
Huele a humedad; en las esquinas se acumulan los residuos. Un tramo más de escaleras conduce a una azotea a la que no puede accederse en ascensor. La pareja sube con lentitud; él va delante, abriendo camino. Una ventana con los cristales casi opacos por la mugre vierte algo de claridad en el último espacio, un cuadrado de cuatro por cuatro metros por donde no ha pasado nadie en mucho tiempo.

Pureza, de Jonathan Franzen

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—Ay, preciosa, cuánto me alegro de oír tu voz —dijo la madre de la chica por teléfono—. Me está traicionando el cuerpo otra vez. A veces creo que mi vida no es más que un largo proceso de traiciones del cuerpo.
—Como todas las vidas, ¿no? —dijo Pip.
Había adoptado la costumbre de llamar a su madre desde Renewable Solutions durante la pausa de la comida. Esto mitigaba en parte su sensación de no valer para ese trabajo, de tener un trabajo para el que nadie podía valer, o de ser una persona que en realidad no valía para ningún trabajo; y además, al cabo de veinte minutos, podía decir con sinceridad que tenía que seguir trabajando.
—Se me cierra el párpado del ojo izquierdo —explicó su madre—. Es como si tuviera un peso que tirase hacia abajo, como uno de esos plomos diminutos que usan los pescadores, o algo parecido.
—¿Ahora mismo?
—A ratos. No sé si será parálisis de Bell.
—Sea lo que sea la parálisis de Bell, estoy segura de que no la tienes.             —¿Y cómo puedes estar tan segura, preciosa? Si ni siquiera sabes qué es.
—No sé… Quizá porque tampoco tenías la enfermedad de Graves. Ni hipertiroidismo. Ni melanoma.
No es que Pip se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre contaminada por el «riesgo moral», una expresión muy útil que había aprendido en los textos de economía. Pip era como un banco demasiado grande para quebrar en el sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Oakland tenían también padres problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su madre, Pip lo era todo.

 

Woody Allen

No creo en la vida después de la muerte, pero por si acaso me llevo una muda de ropa interior.

 

Nueva York , 1935, actor, director, músico…

El vientre de la ballena, de Javier Cercas

cercas

Aún no ha pasado año y medio y sin embargo es como si ya hubiera pasado mucho tiempo desde la tarde de agosto en que volví a ver a Claudia Paredes y volví a enamorarme de ella. O eso es al menos lo que entonces pensé y lo que desde entonces he pensado a menudo: que volví a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla y que por tanto fue inevitable todo lo que como consecuencia de ese encuentro ha ocurrido después, en este año y medio en el que ha cambiado por completo y quizá para siempre mi vida, y en el que a veces tengo la impresión de que han ocurrido más cosas que en los treinta y seis que le precedieron. Pero basta que reflexione un poco para admitir sin dificultad que la certeza de que todo fue inevitable ha sido durante todo este tiempo un antídoto más o menos eficaz contra el remordimiento y la culpa, y quizá también contra la nostalgia y el deseo, en definitiva una forma como otras de defensa; porque lo cierto es que no es verdad: la verdad es que todo pudo evitarse, que nada tuvo por qué ocurrir como ocurrió, y que si ocurrió fue porque alguien quiso o no evitó que ocurriera, seguramente yo, y de ahí entonces el remordimiento y la culpa y a ratos la nostalgia y el deseo. Por no ser, quizá ni siquiera es verdad que volviera a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla, es curioso que para bien o para mal guarde una memoria tan precisa de aquellos días y a pesar de ello el momento de mi encuentro con Claudia esté tan borroso, de lo único que estoy seguro es de que aquella tarde, apenas empecé a hablar con ella a la puerta del cine Casablanca, o poco después, en la terraza del Golf, donde estuvimos tomando cerveza mientras anochecía, me dejé blandamente derrotar por un estado de ánimo que no sabría definir —en dosis idénticas se combinan en él una especie de flojera, una especie de torpeza, una especie de indefensión—, un estado de ánimo que ya no recordaba y que me retrocedió de un modo fulminante a la época de mi adolescencia en que estuve enamorado de Claudia.

También esto pasará, de Milena Busquets

Presentació del llib

Por alguna extraña razón, nunca pensé que llegaría a los cuarenta años. A los veinte, me imaginaba con treinta, viviendo con el amor de mi vida y con unos cuantos hijos. Y con sesenta, haciendo tartas de manzana para mis nietos, yo, que no sé hacer ni un huevo frito, pero aprendería. Y con ochenta, como una vieja ruinosa, bebiendo whisky con mis amigas. Pero nunca me imaginé con cuarenta años, ni siquiera con cincuenta. Y sin embargo aquí estoy. En el funeral de mi madre y, encima, con cuarenta años. No sé muy bien cómo he llegado hasta aquí, ni hasta este pueblo que, de repente, me está dando unas ganas de vomitar terribles. Y creo que nunca en mi vida he ido tan mal vestida. Al llegar a casa, quemaré toda la ropa que llevo hoy, está empapada de cansancio y de tristeza, es irrecuperable. Han venido casi todos mis amigos y algunos de los de ella, y algunos que no fueron nunca amigos de nadie. Hay mucha gente y falta gente. Al final, la enfermedad, que la expulsó salvajemente de su trono y destrozó sin piedad su reino, hizo que nos puteara bastante a todos, y claro, eso se paga a la hora del funeral. Por un lado, tú, la muerta, les puteaste bastante, y por otro lado yo, la hija, no les caigo demasiado bien. Es culpa tuya, mamá, claro. Fuiste depositando, poco a poco y sin darte cuenta, toda la responsabilidad de tu menguante felicidad sobre mis hombros.Y me pesaba, me pesaba incluso cuando estaba lejos, incluso cuando empecé a entender y aceptar lo que pasaba, incluso cuando me aparté un poco de ti al ver que, si no lo hacía, no sólo morirías tú bajo tus escombros. Pero creo que me querías, ni mucho, ni poco, me querías y punto. Siempre he pensado que los que dicen «te quiero mucho», en realidad te quieren poco, o tal vez añaden el «mucho», que en este caso significa «poco», por timidez o por miedo a la contundencia de «te quiero», que es la única manera verdadera de decir «te quiero». El «mucho» hace que el «te quiero» se convierta en algo apto para todos los públicos, cuando, en realidad, casi nunca lo es. «Te quiero», las palabras mágicas que te pueden convertir en un perro, en un dios, en un chiflado, en una sombra. Además, muchos de tus amigos eran progres, ahora creo que ya no se llaman así o que ya no existen. No creían ni en Dios ni en una vida después de la muerte. Recuerdo cuando estaba de moda no creer en Dios.

Una lectora poco común, de Alan Bennett

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Era la noche del banquete oficial en Windsor y cuando el presidente de Francia ocupó su puesto junto a Su Majestad, la familia real formó en fila detrás de ellos, la procesión se puso en marcha lentamente y entró en la Waterloo Chamber.
—Ahora que le tengo para mí sola —dijo la reina, sonriendo a derecha e izquierda según pasaban entre la multitud relumbrante—, me moría de ganas de preguntarle por el escritor Jean Genet.
—Ah —dijo el presidente—. Oui.
La Marsellesa y el himno nacional impusieron una pausa, pero cuando hubieron ocupado sus asientos, Su Majestad se volvió hacia el presidente y prosiguió.
—Homosexual y presidiario, ¿era, sin embargo, tan malo como lo pintan? O, más al grano —dijo, y empuñó la cuchara de la sopa—, ¿era tan bueno?
Poco informado acerca del glabro dramaturgo y novelista, el presidente miró ávidamente alrededor en busca de su ministra de Cultura. Pero ella estaba hablando con el arzobispo de Canterbury.
—Jean Genet —repitió la reina, esperanzada—. Vous le connaissez?
—Bien sûr— dijo el presidente.
—Il m’intéresse —dijo la reina.
—Vraiment?
El presidente posó la cuchara. La velada iba a ser larga.Fue por culpa de los perros. Eran unos esnobs y, de ordinario, después de haber estado en el jardín subían los escalones delanteros, donde un lacayo les abría la puerta.
Pero aquel día, por algún motivo, pasaron como una exhalación por la terraza, ladrando como locos, bajaron otra vez los escalones y rodearon el extremo de la terraza, a lo largo del costado de la casa, donde ella les oyó ladrar a algo en uno de los patios.

Las buenas intenciones, de Max Aub

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Agustín Alfaro era lo que se dice un buen chico, hijo único por añadidura y mayores méritos. Había salido así, por las buenas. Nunca dio un quehacer de más a sus padres, ni faltó a clase sin decirlo: no era una lumbrera, ni nadie se lo pedía. La familia era de Segovia, pero todos los recuerdos del mozo eran de Madrid, a donde fue a vivir con los suyos, apenas con uso de razón. El padre, don José María, era representante de comercio. Antes fue panadero pero las cosas no sucedieron como debían; fracasó, entre otras cosas, porque lo que más le gustaba era hablar y beber algunas copas de vino con los amigos y algún que otro día no estuvo la masa a punto en su hora, hubo otros en que la hornada salió quemadilla, sin olvidar un domingo en que se durmió en la artesa de la que tuvieron que sacarle ya casi sin huelgo. Era hombre de buen ver, con fuerte musculatura de la que sacaba no poco orgullo, gran bigote, mucho pelo y muy repartido, alegre y a lo que él mismo decía más bueno que el pan. Todos lo creían y él mismo desde luego. Un harinero amigo suyo, de Albacete, le propuso que le representara en Madrid, seguro de que su buen humor, su simpatía un poco escandalosa, y su labia habían de hacer de él un buen vendedor. No se quedó atrás José María en la creencia y así fueron a vivir a la capital, en un modesto piso de la calle de Mesón de Paredes. El hombre se desenvolvió sin grandes dificultades y, a los dos años, era más madrileño que el primero que se le enfrentara, así hubiera nacido en el mismo barrio de Embajadores. La señora Camila era otra cosa, para ella no había como Segovia, ni ciudad de más mérito, lo que era difícil de rebatirle cuando sacaba a relucir —quizá más veces de las que era conveniente— el alcázar, la catedral y el acueducto y a don Juan Bravo, el de Villalar. No tenía más defectos que ser un poco dura de oído y dos verrugas en la mejilla izquierda que frieron alargándose entre algunos recios pelos, con el correr natural de los años.

La señorita de Trevélez, de Carlos Arniches

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En una capital de provincia de la España de principios del siglo XX, dos hombres, Numeriano Galan y Pablo Picavea, compiten por seducir a Solita, criada de casa de los Trévelez. Picavea, el cual es socio del Guasa Club, pide ayuda a Tito Guiloya para quitarse de en medio a su rival. Tito decide gastar una broma de mal gusto a Numeriano y remite con firma de éste una carta de amor a la señorita Florita Trevélez, una mujer madura, poco atractiva e ingenua y que nunca captó la atención de hombre alguno.

Florita se ilusiona por primera vez en su vida. Cree haber encontrado la felicidad que hasta ese momento le había sido negada y, ante la satisfacción de su hermano Don Gonzalo, llega incluso a fantasear con la boda.

Numeriano mantiene la ficción por temor a la reacción del sobreprotector Gonzalo. Para enredar aún más la situación, Tito complica a Picavea, el cual finge también un amor apasionado hacia la señorita de Trevélez. La farsa llega al límite cuando Numeriano y Picavea planean un duelo por el amor de su dama. Seguidamente será Gonzalo quien rete a Picavea.

Sin embargo, Picavea llega finalmente a ser consciente del daño que está provocando y confiesa la verdad a Gonzalo, quien termina lamentando las injusticias de la vida.

La vuelta a Europa en avión, de Manuel Chaves Nogales

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El avión de la Deutsche Luft-Hansa que, partiendo de Getafe, va a llevarnos a Barcelona, primera etapa de este viaje por Europa, hace rodar lentamente sus pesados neumáticos sobre la hierba del aeródromo. Esta rueda enorme que gira cada vez más vertiginosamente al costado de mi ventanilla, aplastando los surcos, es, para mí, un claro ejemplo. El voluminoso disco de caucho va ganando velocidad con un dramático anhelo de conseguir ingravidez. Su esfuerzo para despegar es heroico. Cuando al fin llega el momento en que pierde el penoso contacto con los terrones, la hazaña parece milagrosa. Nunca he visto tan claramente reproducido el mecanismo espiritual. Sea éste un ejemplo diáfano del patético esfuerzo que hay que hacer para remontarse a una altura desde la que sea posible otear siquiera el panorama espiritual de Europa.
El tiempo es aviador. Ha hecho su aparición en Alemania el avión-taxi que vuela en la dirección que le marcan sus alquiladores, con arreglo a la tarifa de un marco treinta y cinco pfennigs por kilómetro; en Francia se establece cada día una nueva línea comercial; hay aviones-restaurantes y aviones-camas; una gran fábrica alemana está ensayando la construcción de un avión gigantesco, en cuyas alas inmensas irán alojados cuarenta o cincuenta pasajeros que podrán bañarse, comer, dormir y pasearse en el interior del monstruoso pajarraco… Esto, de una parte. De otra, los grandes raids.
Todos los días nos llegan agudas sugestiones aeronáuticas. La navegación aérea no es ya una actividad hermética reservada a unos cuantos héroes y a un pequeño núcleo de profesionales, sino que nos arrastra a todos, desde el gordo y prudente mercader que utiliza las líneas regulares de aviación para ultimar sus negocios, hasta el turista, el político, el cómico y el escritor.

El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina

muñozmolinaHabían pasado casi dos años desde la última vez que vi a Santiago Biralbo, pero cuando volví a encontrarme con él, a medianoche, en la barra del Metropolitano, hubo en nuestro mutuo saludo la misma falta de énfasis que si hubiéramos estado bebiendo juntos la noche anterior, no en Madrid, sino en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, donde él había estado tocando durante una larga temporada.

Ahora tocaba en el Metropolitano, junto a un bajista negro y un batería francés muy nervioso y muy joven que parecía nórdico y al que llamaban Buby. El grupo se llamaba Giacomo Dolphin Trio: entonces yo ignoraba que Biralbo se había cambiado de nombre, y que Giacomo Dolphin no era un seudónimo sonoro para su oficio de pianista, sino el nombre que ahora había en su pasaporte. Antes de verlo, yo casi lo reconocí por su modo de tocar el piano. Lo hacía como si pusiera en la música la menor cantidad posible de esfuerzo, como si lo que estaba tocando no tuviera mucho que ver con él. Yo estaba sentado en la barra, de espaldas a los músicos, y cuando oí que el piano insinuaba muy lejanamente las notas de una canción cuyo título no supe recordar, tuve un brusco presentimiento de algo, tal vez esa abstracta sensación de pasado que algunas veces he percibido en la música, y cuando me volví aún no sabía que lo que estaba reconociendo era una noche perdida en el Lady Bird, en San Sebastián, a donde hace tanto que no vuelvo. El piano casi dejó de oírse, retirándose tras el sonido del bajo y de la batería, y entonces, al recorrer sin propósito las caras de los bebedores y los músicos, tan vagas entre el humo, vi el perfil de Biralbo, que tocaba con los ojos entornados y un cigarrillo en los labios.

En el café de la juventud perdida, de Patrick Modiano

modiano, patrick

De las dos entradas del café, siempre prefería la más estrecha, la que llamaban la puerta de la sombra. Escogía la misma mesa, al fondo del local, que era pequeño. Al principio, no hablaba con nadie; luego ya conocía a los parroquianos de Le Condé, la mayoría de los cuales tenía nuestra edad, entre los diecinueve y los veinticinco años, diría yo. En ocasiones se sentaba en las mesas de ellos, pero, las más de las veces, seguía siendo adicta a su sitio, al fondo del todo.
No llegaba a una hora fija. Podía vérsela ahí sentada por la mañana muy temprano. O se presentaba a eso de las doce de la noche y se quedaba hasta la hora de cerrar. Era el café que más tarde cerraba en el barrio, junto con Le Bouquet y La Pergola, y el que tenía una clientela más peculiar. Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era sólo su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.
Vamos a suponer que llevan allí a alguien con los ojos vendados, lo sientan a una mesa, le quitan la venda y le preguntan: ¿En qué barrio de París estás? Bastaría con que mirase a los vecinos y escuchase lo que decían y es posible que lo adivinara: Por las inmediaciones de la glorieta de L’Odéon, que siempre me imagino igual de lúgubre bajo la lluvia.

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