Caminaba. Estaba solo en por lo menos tres kilómetros de carretera, cortada cada diez metros por la sombra de un árbol y, a grandes zancadas, pero sin apresurarse, iba alcanzando una sombra tras otra. Como era casi mediodía y el sol se acercaba a su cénit, ante él se deslizaba una sombra corta, ridículamente encogida: la suya.
La carretera subía recta hasta la cima del collado, donde parecía morir. A la izquierda se oían crujidos en el bosque. A la derecha, muy lejos, en los campos ondulados, sólo había un caballo, un caballo blanco que arrastraba un tonel montado sobre ruedas; y en el mismo campo, un espantapájaros que quizás era un hombre.
En aquel momento el autocar rojo salía de Sant Amand, donde era día de mercado; se abría camino a bocinazos, dejaba atrás la interminable calle de casas blancas y se metía entre las dos hileras de olmos de la carretera. Se paraba a coger a una campesina que estaba protegida del sol por un paraguas. No había asientos libres. A la campesina no se le ocurría soltar sus dos cestas, y se balanceaba entre los bancos, la mirada fija, como una gallina que se siente enferma.