La viuda Couderc, de Georges Simenon

Caminaba. Estaba solo en por lo menos tres kilómetros de carretera, cortada cada diez metros por la sombra de un árbol y, a grandes zancadas, pero sin apresurarse, iba alcanzando una sombra tras otra. Como era casi mediodía y el sol se acercaba a su cénit, ante él se deslizaba una sombra corta, ridículamente encogida: la suya.

La carretera subía recta hasta la cima del collado, donde parecía morir. A la izquierda se oían crujidos en el bosque. A la derecha, muy lejos, en los campos ondulados, sólo había un caballo, un caballo blanco que arrastraba un tonel montado sobre ruedas; y en el mismo campo, un espantapájaros que quizás era un hombre.

En aquel momento el autocar rojo salía de Sant Amand, donde era día de mercado; se abría camino a bocinazos, dejaba atrás la interminable calle de casas blancas y se metía entre las dos hileras de olmos de la carretera. Se paraba a coger a una campesina que estaba protegida del sol por un paraguas. No había asientos libres. A la campesina no se le ocurría soltar sus dos cestas, y se balanceaba entre los bancos, la mirada fija, como una gallina que se siente enferma.

La sombra chinesca, de Georges Simenon

simenon

Eran las diez de la noche. Las verjas del jardín estaban cerradas, la place des Vosges desierta, con las huellas luminosas de los coches trazadas sobre el asfalto, el canto monótono de las fuentes, los árboles sin hojas y los tejados, todos iguales, recortados sobre el cielo.

Bajo las arcadas, que forman un cinturón prodigioso alrededor de la plaza, pocas luces. Apenas tres o cuatro establecimientos. El comisario Maigret vio a una familia que comía en uno de ellos, rodeada de coronas mortuorias perladas.

Intentó leer los números colocados sobre las puertas, pero, apenas había pasado por delante de la tienda de coronas, una persona de pequeña estatura salió de la sombra.

– ¿Es usted con quien acabo de hablar por teléfono?

Debía llevar mucho tiempo al acecho. A pesar del frio de noviembre, no se había puesto ningún abrigo sobre el delantal. Su nariz estaba enrojecida, sus ojos inquietos.

A menos de cien metros, en la esquina de la calle Bearn, un policía uniformado estaba de servicio.