Una tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti

Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad el pie de las cuentas por copas o comidas en la Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el honor de ver la cosa desde un principio y, además, el privilegio de iniciarla.

Es mejor, más armonioso, que la cosa empiece de noche, después y antes del sol. Fuimos a lo de Miramonte o a lo de Grimm, “Cochería Suiza”. A veces, hablo de los veteranos, podíamos optar; otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de duelo, por una razón, por diez o por ninguna.

El pozo, de Juan Carlos Onetti

onetti

Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarras y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios.

Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre, en las tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacia crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros.

Recuerdo que, antes que nada, evoque una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo: “Date cuenta si serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”.

Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta.

Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti

onetti
El viejo ya estaba podrido y me resultaba extraño que sólo yo le sintiera el agridulce, tenue olor; que ni la hija ni el yerno lo comentaran. Estaban obligados a ventear y fruncir la nariz porque ellos eran sus parientes y yo no pasaba de enfermero, casi, falso, ex médico.

Aquel era el primero de los trabajos que me había elegido Frieda cuando llegué a Lavanda y la descubrí en Avenida Brasil 1.597, tan hermosa y dura con el los tiempos viejos y traté de sacarle dinero –le sobraba-, o el apoyo imprescindible para todo inmigrante que pide, como un cornudo digno, una nueva oportunidad.