Dublinesca, de Enrique Vila-Matas

Pertenece a la cada vez más rara estirpe de los editores cultos, literarios. Y asiste todos los días conmovido al espectáculo de ver cómo la rama noble de su oficio ­—editores que todavía leen y a los que les ha atraído siempre la literatura— se va extinguiendo sigilosamente a comienzos de este siglo. Tuvo problemas hace dos años, pero supo cerrar a tiempo la editorial, que a fin de cuentas, aun habiendo alcanzado un notable prestigio, marchaba con asombrosa obstinación hacia la quiebra. En más de treinta años de trayectoria independiente hubo de todo, éxitos pero también fracasos. La deriva de la etapa final la atribuye a su resistencia a publicar libros con las historias góticas de moda y demás zarandajas, y así olvida parte de la verdad: que nunca se distinguió por sus buenas gestiones económicas y que, además, tal vez pudo perjudicarle su fanatismo desmesurado por la literatura.

Samuel Riba —Riba para todo el mundo— ha publicado a muchos delos grandes escritores de su época. De algunos tan sólo un libro, pero lo suficiente para que éstos consten en su catálogo.

El viajero más lento, de Enrique Vila-Matas

En Hamburgo, la misma agradable temperatura que dejé esta mañana en Barcelona, y es que en toda Alemania luce un sol de justicia (me dicen que también implacable) desde hace más de dos semanas, algo completamente anormal en esta época del año.

Me traducen el titular de un periódico sensacionalista: «Los terribles estragos del sol.» Mientras observo el vuelo de un viejo y orgullosos junker por el cielo de Hamburgo, le pregunto a Orlando, el amigo y traductor, a qué clase de estragos se refieren, y me explica que en letras más discretas y en la misma página se informa de que ayer un joven de Bremen, cegado y trastornado por los rayos del sol de este cálido y anormal otoño alemán, se arrojó al vacío desde un séptimo piso. Lo más curioso de todo son las declaraciones tajantes de una vecina joven: «No tenía ningún motivo para hacerlo.»

Doctor Posavento, de Enrique Vila-Matas

villamatas

Paseábamos por la llamada alameda del fin del mundo, un melancólico sendero junto al castillo de Montaigne, cuando me preguntaron:

– ¿De dónde viene tu pasión por desaparecer?

Mi acompañante deseaba saber de dónde venía esa idea de desaparecer que tanto anunciaba yo en escritos y entrevistas, pero que no acababa nuncaz de llevar a la práctica. La pregunta me cogió más bien desprevenido, pues andaba en ese momento distraído pensando absurdamente en un gol que había marcado Pelé en el remoto Mundial de fútbol de Suecia. Así que no escuché bien del todo la pregunta y pedí que me la repitieran.

– Pues no los sé –terminé al poco rato contestando-, ignoro de dónde viene, pero sospecho que paradógicamente toda esa pasión por desaparecer , todas esas tentativas, llamémoslas suicidas, son a su vez intentos de afirmación de mi yo.