Lord Jim, de Joseph Conrad

conrad
Le faltaban una o acaso dos pulgadas para tener los seis pies ingleses de altura; era fornido, corpulento y, al abordar a la gente, lo hacía combando ligeramente los hombros, avanzando la cabeza y con la mirada fija, profunda, bajo el dosel de las cejas, de tal suerte que evocaba el recuerdo de un toro en el momento de embestir. Recia y alta, como él, era también su voz, y en su porte se intuía una especie de ceñudo aplomo que nada tenía de agresivo. Parecía obedecer más bien a cierta necesidad de su temperamento, y podía presumirse que tanto rezaba aquel aire consigo mismo como con los demás. Era intachablemente limpio, y vestía de inmaculado blanco desde los zapatos hasta el sombrero, y en los varios puertos orientales en que se ganaba el sustento como corredor de agencias proveedoras de barcos, había llegado a adquirir gran popularidad.