Entre líneas: el cuento o la vida, de Luis Landero

Aunque esto no es un cuento,  resulta que sí hay un personaje, un profesor de lengua y literatura al que vamos a llamar Manuel Pérez Aguado (Manolito para los amigos; en el estrado, don Manuel), que es un nombre que no compromete a casi nada, y apenas nada evoca. Quizá la única nota pintoresca en él sea precisamente el hecho de ser profesor de literatura en estos tiempos. Hace poco fue a un banco a solicitar un crédito porque anda con ganas de introducir mejoras en el piso.  Le demandaron la profesión, invitándolo así a demostrar su solvencia social. Él dijo: «Profesor de lengua y literatura en un instituto de bachillerato», y como el empleado lo mirase por un instante con cierta preocupación no exenta de estupor y piedad, Pérez apartó los ojos y se sintió como el protagonista de El castillo de Kafka: un agrimensor que no ha sido llamado y cuyos servicios no son tampoco necesarios, pero que sin embargo está ahí: gravoso, obstinado y absurdo. Entonces Manuel Pérez Aguado pensó que, al presentarse como profesor, era tanto como si hubiera dicho: soy-alguien-que-sabe. Porque, en efecto, lo primero que podría decirse de un profesor es que es-alguien-que-sabe. El empleado, con su mirada, parecía sin embargo decir: no sabrás tanto cuando no consigues convertir tu conocimiento en dinero, cuando tu sabiduría no te luce en la nómina. Y Pérez se llevó una mano a la cara y hubo de bajar los ojos ante el escándalo de aquella paradoja.

Retrato de un hombre inmaduro, de Luis Landero.

¿Que si me había dormido? No, qué va, cómo me iba a dormir. Estaba acordándome, no sé por qué, de un anuncio que leí hace unos años mientras hacía cola en la panadería de Lucas. Decía así: «Impedido, Óskar, silla de ruedas a motor, ultraligera, con subebordillos, solicita asistente para manifestación guerra de Irak», y un número de móvil. Media cuartilla mal rasgada de un cuaderno escolar, prendida con una chincheta en el panel de corcho y escrita con torpe y concienzuda caligrafía infantil.

Y recuerdo que al leer esas líneas, de repente sentí la llamada, la dulce e imperiosa llamada de la virtud, y el placer anticipado de convertirme en un hombre ejemplar. No era ni mucho menos la primera vez que me ocurría. Al contrario, ése ha sido siempre el signo de mi vida: la intermitencia, la indefinición, la mala salud psíquica, las bruscas alucinaciones de identidad. Eso que en otros tiempos se llamaban crisis espirituales. Le pondré un ejemplo cualquiera, más que nada porque mi desconfianza y mi ineptitud para el lenguaje abstracto me impiden abordar este asunto con cierta garantía intelectual.

Verá, fue un día de septiembre de hace ocho o diez años.  Era al final de la tarde y yo caminaba distraído, absorto en algún vago ensueño.

Hoy, Júpter, de Luis Landero

Luis Landero

Cuando recuerda su pasado, la memoria siempre se detiene en la tarde en que estaba sentado a la sombra del eucalipto tutelar y oyó unos pasos grandes y apresurados que venían hacia él. No había tenido tiempo apenas de empezar a jugar. Aquellas piedrecitas eran todas jinetes, pero aún no había decidido si se  trataba de árabes o de cowboys, si llevaban arcos o revólveres, y si estas cortezas formaban un fuerte o un castillo. O quizá eran bárbaros surgidos del Oriente y toda esa extensión significaba una estepa, y sería invierno. Oía, e imitaba con la voz, la crecida multitudinaria, el retumbar de los cascos, el fragor del avance, las cornetas, los gritos, los disparos, los relinchos, el zumbar de las flechas, y veía el tremolar de las banderas entre el polvo, las pellicas al aire, las insignias, las cabelleras, los plumajes. Todo encorajinado por la velocidad y el viento. O quizá eran los bandidos que mandaba el capitán Fosco, y en ese caso él, Dámaso Méndez, sería el defensor del fuerte. Y en esas fantasías estaba cuando oyó acercarse los pasos largos y resueltos, cada vez más poderosos, hasta que se detuvieron junto a él. Ahora se percibía bajo las suelas de las botas el leve crepitar de la arena y de las hojas y semillas resecas tras el largo verano.

Juegos de la edad tardía, de Luis Landero

Luis Landero
La mañana del 4 de octubre Gregorio Olías se levantó más temprano de lo habitual. Había pasado una noche confusa, y hacia el amanecer creyó soñar que un mensajero con antorcha se asomaba a la puerta para anunciarle que el día de la desgracia había llegado por fin: “¡Levántate, pingüino, que ya se oyen cerca los tambores!”, le dijo. Miró el cuarto en penumbra y de inmediato, derrotado por la ilusión de estar soñando la vigilia, volvió a cerrar los ojos. “Bah, todavía es tarde para huir”, contestó desde la duermevela, y aunque por un momento se consideró a salvo, enseguida adivinó que progresando en el absurdo acabaría encontrando en él las leyes lógicas que lo emparentaban con la realidad.