Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido.
– Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie –advirtió mi padre-. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
– ¿Ni siquiera a mamá? –inquirí yo a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra por la vida.
– Claro que sí –respondió cabizbajo-. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.