Hoy es el principio de su vida. Por primera vez, alguien la espera.
Judit no ha nacido para lucir ropa barata. Nunca será sorprendida en los probadores de Zara, embutiéndose en un sinfín de prendas, ni la veremos competir con una multitud de chicas de su edad en las rebajas de unos grandes almacenes. Judit posee el don o la condena del desprecio por lo falso. No quiere, si no puede. Por eso no se viste: se disfraza. Porque no se conforma con menos que lo auténtico y, como carece de todo, se lo inventa. De esa privación absoluta nace su fuerza, se alimenta de su fe. Su fe, que aprieta entre los dientes hasta que el frio prematuro de un noviembre que parece enero le taladra las encías. Es la mañana de Todos los Santos, y Judit va al encuentro de Regina Dalmau.
Se aleja calle abajo tan deprisa como puede, dejando atrás bloques de viviendas de los que siempre teme no saber salir, quedarse convertida en herrumbre o en una mancha del techo, un elemento más en la asimetría de los edificios que se apiñan en lo alto de la cuesta y que parecen apoyarse unos en otros para protegerse de la degradación.