Mientras vivimos, de Maruja Torres

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Hoy es el principio de su vida. Por primera vez, alguien la espera.

Judit no ha nacido para lucir ropa barata. Nunca será sorprendida en los probadores de Zara, embutiéndose en un sinfín de prendas, ni la veremos competir con una multitud de chicas de su edad en las rebajas de unos grandes almacenes. Judit posee el don o la condena del desprecio por lo falso. No quiere, si no puede. Por eso no se viste: se disfraza. Porque no se conforma con menos que lo auténtico y, como carece de todo, se lo inventa. De esa privación absoluta nace su fuerza, se alimenta de su fe. Su fe, que aprieta entre los dientes hasta que el frio prematuro de un noviembre que parece enero le taladra las encías. Es la mañana de Todos los Santos, y Judit va al encuentro de Regina Dalmau.

Se aleja calle abajo tan deprisa como puede, dejando atrás bloques de viviendas de los que siempre teme no saber salir, quedarse convertida en herrumbre o en una mancha del techo, un elemento más en la asimetría de los edificios que se apiñan en lo alto de la cuesta y que parecen apoyarse unos en otros para protegerse de la degradación.

Un calor tan cercano, de Maruja Torres

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Anoche recibí dos llamadas. Una, de Barcelona. La otra, de Aix-en Provence. Así es como la vida te agarra por los pelos.
Ningún aviso en las horas precedentes. Ningún presentimiento, salvo que ahora, con lo que sé, me atreva a definir como premonición de lo que ha empezado a sucederme la avasalladora nostalgia de humedad –de mar, de árboles preñados de lluvia, de grises apacibles- que me secó el aliento a media tarde. Salía de la editorial, bailándome aún en la cabeza los ecos de la reunión en que habíamos decidido la fecha de aparición de mi próximo libro, cuando la seca realidad del otoño castellano se hizo evidente de improviso, como todos los años. Con su brusca fanfarria de colores exactos: un redoble de otoño, breve y chillón, soberbio, pero apenas un reflejo de una estación que pasa por Madrid sin detenerse. Así que añoré, como todos los años, lor mórbidos otoños de mi ciudad, el descenso sin sobresaltos hacia el invierno que se produce al norte del Mediterráneo, encabalgando en una serie de días acuosos, minerales, en los que Barcelona huele a óxido y a sal, y el aire, de siempre acolchonado, se densifica aún más para oponerse a la penetración de los extremos.