Las cosas, de Georges Perec

La mirada, primero, se deslizaría por la moqueta gris de un largo pasillo, alto y estrecho. Las paredes serían armarios empotrados de madera clara, cuyos herrajes de cobre brillarían. Tres grabados, representando uno a Thunderbird, vencedor en Epsom, el otro un barco de rueda, el Ville-de-Monterau, el tercero una locomotora de Stephenson, llevarían a un cortinaje de piel, sostenido por gruesas anillas de madera negra veteada, que un simple movimiento bastaría para correr. La moqueta, entonces, daría paso a un parquet casi amarillo, cubierto parcialmente por tres alfombras de colores apagados.

Sería una sala de estar, de unos siete metros de largo y unos tres de ancho. A la izquierda, en una especie de alcoba, un gran diván de cuero negro desgastado estaría flanqueando las dos librerías de madera clara de cerezo en las que se amontonarían libros en desorden. Sobre el diván, un portulano ocuparía toda la longitud del panel.

Las cosas, de Georges Perec, (extracto)

O bien, ciertas noches de verano, andaban largo tiempo por barrios casi desconocidos. Una luna perfectamente redonda brillaba alta en el cielo y proyectaba sobre todas las cosas una luz afelpada. Las calles, desiertas y largas, anchas, sonoras, resonaban bajo sus pasos sincrónicos. Pasaba algún que otro taxi, lentamente, casi sin hacer ruido. Entonces se sentían dueños del mundo. Experimentaban una exaltación desconocida, como si hubieran sido poseedores de secretos fabulosos, de fuerzas indecibles. Y cogiéndose de la mano, echaban a correr, o jugaban a la rayuela, o corrían a la pata coja a lo largo de las aceras y vociferaban al unísono las grandes arias de Così fan tutte o de Misa en si.

O bien, abrían la puerta de un pequeño restaurante y, con una alegría casi ritual, se dejaban envolver por el calor ambiente, por el ruido de los tenedores, el tintineo de las copas, el murmullo apagado de las voces, las promesas de los manteles blancos. Elegían el vino con aire solemne, desdoblaban la servilleta, y les parecía entonces, bien calentitos, mano a mano, fumando un cigarrillo que iban a aplastar un instante más tarde, apenas empezado, cuando llegasen los entremeses, que su vida no sería más que la inagotable suma de aquellos momentos propicios y que serían siempre felices, porque merecían serlo, porque sabían permanecer disponibles, porque la felicidad estaba en ellos.

La vida, manual d’ús, de Georges Perec

Sí, podría començar així, aquí, sense més, d’una manera una mica feixuga i lenta, en aquest lloc neutre que és de tothom i de ningú, on la gent s’encreua gairebé sense veure’s, on la vida de l’edifici ressona llunyana i regular. Del que passa rere les feixugues portes dels pisos, la majoria de vegades no se’n sent res, fora d’aquells ecos discontinus, d’aquelles engrunes, d’aquelles restes, d’aquells esbossos, d’aquelles arrencades, d’aquells incidents o accidents que tenen lloc a les anomenades “parts comunes”, d’aquells sorollets amortits que ofega la catifa de llana vermella descolorida, d’aquells embrions de vida comunitària que no passen mai dels replans. Els habitants d’un mateix edifici viuen a pocs centímetros els uns dels altres, un simple envà els separa, comparteixen espais idèntics repetits al llarg dels pisos, fan els mateixos gestos al mateix temps, obrir l’aixeta, estirar la cadena del váter, encendre el llum, parar la taula, unes quantes desenes d’existències simultànies que es repeteixen de replà en replà, i d’edifici en edifici, i de carrer en carrer. S’atrinxeren dins els seus espais privats –així en diuen– i els agradaría que d’allí no en sortís res, però la mica de cosa que en deixen sortir, el gos amb la corretja, el nen que va a buscar el pa, el que s’acomiada o el que acomiaden, tot això surt per l’escala.