Baudolino, de Umberto Eco

—¿Qué es esto? —preguntó Nicetas, después de darle unas vueltas entre las manos al pergamino e intentar leer algunas líneas.

—Es mi primer ejercicio de escritura —contestó Baudolino—, y desde que lo escribí (tenía, creo yo, catorce años, y todavía era una criatura del bosque), desde entonces lo he llevado encima como un amuleto. Después he llenado muchos pergaminos más, algunas veces día a día. Tenía la impresión de existir sólo porque por la noche podía relatar lo que me había pasado por la mañana. Más tarde me conformaba con epítomes mensuales, pocas líneas, para acordarme de los acontecimientos principales. Y, me decía, cuando esté entrado en años (que a saber, sería ahora), extenderé las Gesta Baudolini sobre la base de estas notas. De esta manera, en el transcurso de mis viajes, llevaba conmigo la historia de mi vida. Pero en la huida del reino del Preste Juan…

—¿Preste Juan? Nunca he oído hablar de él.

—Ya te hablaré yo de él, quizá incluso demasiado. Te estaba diciendo: al huir perdí aquellos papeles. Fue como perder la vida misma.

El cementerio de Praga, de Umberto Eco

El viandante que esa gris mañana de marzo de 1897 hubiera cruzado, a sabiendas de lo que hacía, la place Maubert, o la Maub, como la llamaban los maleantes (antaño, en la Edad Media, centro de vida universitaria, cuando acogía la algarabía de estudiantes que frecuentaban la Facultad de las Artes en el Vicus Stramineus o rue du Fouarre y, más tarde, emplazamiento de la ejecución capital de apóstoles del librepensamiento como Étienne Dolet), se habría encontrado en uno de los pocos lugares de París exonerado de los derribos del barón Haussmann, entre una maraña de callejones apestosos, cortados en dos sectores por el curso del Bièvre, que en esa zona todavía emergía de las entrañas de la metrópolis a las que fuera relegado desde hacía tiempo, para arrojarse con estertores febriles y verminosos en el cercanísimo Sena. Dela place Maubert, ya desfigurada por el boulevard Saint-Germain, salía una telaraña de callejas como rue Maître Albert, rue Saint-Séverin, rue Garlande, rue de la Bûcherie, rue Saint-Julien-le-Pauvre, hasta rue de la Huchette, salpicadas de posadas regentadas por auverneses, hoteleros de legendaria codicia, que pedían un franco por la primera noche y cuarenta céntimos por las siguientes (más veinte perras si uno también quería una sábana).

La isla del día de antes, de Umberto Eco

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Y con todo eso, me envanezco de mi humillación, y pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta.

De tal suerte, con impenitente conceptuosidad, Roberto de la Grive, presumiblemente entre julio y agosto de 1643.

¿Cuántos días llevaba vagando entre las ondas, atado a una tabla, boca debajo de día para que el sol no le cegara, el cuello innaturalmente tendido para evitar beber, requemado por la espuma, ciertamente febricitante? Las cartas no lo dicen y dejan pensar en una eternidad, pero debe de haberse tratado de dos jornadas a lo más, si no, no habría sobrevivido bajo el azote de Febo (como figurativamente lamenta), él, tan enfermizo como se describe, animal noctívago por natural defecto.