Alta magia africana

2014-03-11 15.02.22

No me digan que no es magnífico!

Pues hace unos meses encontré en el buzón otra octavilla similar de la que no saqué fotografía, pero cuyo texto anoté:

Profesor HABIBE
GRAN VIDENTE AFRICANO – VIDENCIA DE GRAN FAMA
Consigue todo lo que otros han fallado, soluciona todos vuestros
problemas sea cual sea la causa, la duración y la pena. Retorno
inmediato y definitivo de la persona querida. Fidelidad absoluta
entre esposos. Afecto reencontrado y reforzado. Boda. Desembrujo.
Protección contra los peligros. Exámenes. Concursos. Venta. Suerte
en el juego. Éxito en los negocios. Enfermedad desconocida.
Impotencia. Revelaciones impresionantes, sorpresas agradables!…
GARANTIA AL 100X100
TRABAJO SERIO – HONESTO – EFICAZ Y RÁPIDO
Tel. 678 0xx xxx – 632 7xx xxx
Quién no se encuentra afectado de una o más contrariedades de las que aquí de mencionan y sanan?

La gripe, mi doctora y yo

gripe

Esta mañana me levanté con fiebre. Dos días antes, mi hermana Sonia, enfermera en un gran hospital,  comentó que durante esta semana se esperaba la llegada a la ciudad del temido virus de la gripe. Añadió, además, que en esta ocasión se trataba de una variante del N1H1, causante de la conocida gripe A o aviar. Ni corto ni perezoso,  decidí que debía ser yo el primer sabadellense en dar la bienvenida y abrirle los brazos -y las vías respiratorias-  al susodicho virus.

Apenas hice partícipe a mi santa esposa de la lectura del termómetro, ésta me conminó a pedir inmediatamente hora a mi centro de atención primaria, vía internet. Aún estaba yo confuso, valorando si los 38,4 grados de temperatura corporal justificaban la visita médica,  cuando ella misma ya había hecho clic sobre el botón virtual que rezaba «confirmar cita». En cuarenta y cinco minutos me esperaba, al parecer, la doctora Tamara Navarro, que debía sentenciar si se trataba o no de la dichosa gripe. Dudé entre asesinar a mi esposa e ir a ver a la doctora. Por escrúpulos legales me decidí por la segunda opción. Junté uno de mis pocos dones, el de ver siempre  la parte positiva de las cosas, con mi pasión por las mujeres y pensé «la doctora Tamara no puede ser muy mayor. Ese nombre sólo se pone de hace unos años hacia aquí». Puestos a que lo ausculten  a uno, siempre será preferible abrirle la camisa a una joven doctora que a uno de esos  vejestorios matasanos de manos heladas. No sé si producto de la fiebre o de  la visita poco recomendable a algunas páginas web, mi mente representó algunas imágenes de doctoras, enfermeras y pacientes en diversas situaciones poco edificantes para jóvenes sin formar.

Ante el espejo, procuré   quedar lo más presentable posible y acto seguido me lancé a la calle, embozado tras la bufanda que Paula, mi mujer,  me exigió. Había decidido no tomar ningún antitérmico hasta ver a la doctora, contrariamente a la opinión de Paula, con lo que fue llegar al portal y empezar a tiritar. No tuve más remedio que reconocer a regañadientes  la conveniencia de la bufanda. Por suerte el centro médico se encontraba a pocas calles de casa y en un periquete  estuve frente a mostrador de información, donde me testimoniaron que la bella Tamara atendía en la puerta ocho del primer piso. Se trataba de un largo pasillo con puertas numeradas a una banda y bancos para tolerar la espera a la otra. Faltaban siete minutos para mi cita y nadie esperaba frente al número ocho, sí, en cambio, frente a otras puertas al fondo del pasillo. Me felicité por mi suerte, me senté sin quitarme el abrigo y puse en silencio en teléfono móvil. Intenté oír si  había alguien tras la puerta que me correspondía. Llegó un individuo y sin saludar se sentó frente a mí. Lo miré intensamente por unos instantes, como queriendo extraer de su cerebro la información de su hora de visita. Era de edad entre media y avanzada, y pensé «la gente mayor siempre acude con mucha antelación a los sitios. Sin duda tiene turno posterior al mío». En eso se abrió la puerta y apareció ante mi vista una delicada criatura con bata blanca y fonendoscopio al cuello. No era baja, sino de estatura modesta.  Cabello moreno y tirando a corto, figura de una esbeltez prudente, sin exageraciones. Junto a ella apenas advertí el bulto de un paciente que había salido con ella y al que despedía. Me levanté impulsado por invisible resorte. Y el prodigio habló:

 – ¿Rosend Dalmau?-dijo mirándome, y sonó a dulce melodía.

El sujeto  que esperaba junto a mí soltó un retraído «sí» y se levantó. Le lancé mi mirada más asesina.

 – ¿Santiago Alcántara? -volvió a oírse la melodiosa voz de la doctora, que seguía mirándome.

En esta ocasión fui yo quien dijo «sí», pero el mío fue un sí rotundo, concluyente.

 – Usted a continuación -concluyó, también, la doctora, dirigiéndose a un servidor.

Se cerró la puerta y quedaron los pájaros cantando, como en el poema de Juan Ramón. Cantando en mi cabeza, que siempre estuvo llena de ellos. Pero aún no se habían acallado los trinos canoros cuando ya estaba yo en la consulta, sentadito frente a Higía, la hija de Asclepio, dios de la medicina.

Aunque era evidente que ella tenía mis datos en la pantalla del ordenador, me presenté convenientemente, por intimar un poco. Mientras yo explicaba los síntomas que me habían llevado allí, enfatizándolos un poquito, por aquello de que se entiendan con claridad y porque ya metidos en faena había que hacerla bien, ella me escuchaba con atención. Hubiera dicho que estaba realmente interesada en lo que me ocurría, si no hubiera sido porque de repente, a mitad de mi disertación sobre la tos que me martirizaba, soltó:

 – Veo que trabajas en la Administración -me dijo señalando la pantalla-. No es por cotillear…, estaba mirando si habías tenido bajas…, no, parece que no.

Me estaba tuteando. Pensé que era una excelente señal, que significaba que no debía verme mucho mayor que ella, lo que auguraba que podía haber comercio entre nosotros.

 – Sólo una por accidente laboral, hace unos años -dije, orgulloso de la excelente salud de toda mi familia.

 – ¿Fumas?

 – No, desde hace unos cuatro años.

 – ¡Enhorabuena! Buenísima decisión, dejar de fumar.

Tras esta felicitación, y como se había levantado de la silla impetuosa e inmediatamente, al verla salir de detrás de la mesa pensé «a lo mejor viene a sellar la enhorabuena con dos besos». Y me levanté veloz.

 – Siéntate en la camilla, por favor.

Bien, debo reconocer que mi percepción había pecado de optimismo, pero ¿acaso la camilla no abría todo un abanico de posibilidades?

Y allí estaba yo, sentado en el centro de la camilla, contemplando como se calzaba primorosamente un guante en la mano derecha y tomaba a continuación un abatelenguas, que no es otra cosa que uno de esos palitos de madera que se usan para examinar gargantas. Vino hacia mí y mis piernas que colgaban de la camilla se separaron un poco más, para facilitar su aproximación. Ya imaginaba mis poderosos muslos cerrándose alrededor de la presa cuando la doctora me pidió que pusiera ambas piernas hacia un lado y apoyara los pies sobre un pequeño taburete que sacó de debajo de la camilla.  Ánimo y aplomo se me vinieron un poco abajo, no lo negaré. La postura de mis piernas, un tanto femenina, y mi boca abierta al abatelenguas e intentando pronunciar aaaaaa minaron mi moral. La buena noticia fue que, desechando en una papelera el odioso palito, me aseguró que no había placas de pus en mi garganta.

 – Ahora tendrías que levantarte la ropa para que pueda auscultarte -me dijo, mientras hacía correr una cortinilla para evitar la visión directa desde la puerta, en caso de que entrara alguien. Inmediatamente me vine arriba.

Montse me había obligado a ponerme un jersey, encima de la camisa y la camiseta, y lo lamenté, pero allí estaba yo, con toda aquella ropa subida cuanto se podía y mi doctora detrás auscultándome por la espalda.

 – Baja los brazos y respira profundamente por la boca, dejando salir el aire poco a poco. Yo te subiré la ropa, no te preocupes…

¡Y vaya si la subió! Parecía que quisiera sacarla toda a la vez por mi cabeza. Estuvo un buen rato moviendo el fonendoscopio por mi espalda. Luego me hizo darme la vuelta e hizo lo mismo por la zona pectoral, para lo cual volvió a subir la ropa y con el codo la aguantó bajo mi cuello, mientras apoyaba su mano en mi pecho depilado. «¡Aquí hay tema, pero vamos!», pensé, al tiempo que aparecía una sonrisita casi sádica en mi rostro. Aquello provocó que alguno de mis músculos se contrajera involuntariamente. Y ella seguía haciendo correr el fonendoscopio por mi zona pectoral, empeñada en oír los pitos delatores de una neumonía. Tanta insistencia y duración en la exploración hicieron que la sensación de placer pasara a ser de alarma, y la sonrisa quedó convertida en mueca.

 – Sin paños calientes, doctora -le  dije, asustado-, ¿qué pasa?

Me miró como sin verme, como si viniera de un lugar lejano, y por fin dejó caer la ropa abajo y me aseguró que no había oído nada raro o preocupante. En un primer momento dudé de su sinceridad, pero inmediatamente mi cerebro prefirió creerla y me alegré tanto que estuve a punto de pedirle que ella misma me remetiera los faldones de la camisa por debajo del pantalón. Pero me retuve las ganas. Ella volvió a su mesa y rellenó un parte de baja y una receta. Me explicó que se trataba de una infección por el virus de la gripe y que con cinco días de reposo en casa sería suficiente. Se levantó y me acompañó hasta la puerta. Antes de dejarme salir, me puso una mano en el brazo y sonriendo seductoramente me dijo:

 – Si ves que no mejoras ven a verme, ¿de acuerdo?

Estuve todo el camino hasta casa haciendo interpretaciones fantasiosas de aquella última frase. Un golpe de tos me convenció de que sería necesaria una segunda visita muy pronto.

Ha muerto Leopoldo María Panero

leopoldomariapanero

Dice la radio que ha muerto Panero. Este 2014 no me esta gustando un pelo. Vamos de desgracia en desgracia, de ruina en ruina.

No he sido lector de Panero. Apenas algunos poemas sueltos de su libro preferido Teoría. También recuerdo su participación en Crónicas marcianas y algunos retazos de entrevistas que le hicieron periodistas insoportables que no sabían como encarar su particular locura. En la Cadena Ser, en 2009, en medio de la conversación suelta «la muerte no me hace ni puta gracia… como dijo Bécquer, Dios mio! Qué solos se quedan los muertos». También es suya la frase «en la infancia, vivimos, después sobrevivimos»

Caso Brugal o sentir vergüenza de la desvergüenza.

Qué otra cosa se puede sentir cuando abres el periódico y…

– Orihuela, la Sicilia valenciana (1)

– La ciudad alicantina suma 43 casos de corrupción (1)

– Solo en una causa hay 40 imputados, entre ellos dos exalcaldes (1)

– Desde 1979, Orihuela ha tenido siete alcaldes, cuatro de los cuales han estado imputados y dos de ellos condenados en firme. (1)

– Algunos nombres que aparecen en la wikipedia referidos al caso Brugal:

Ángel Fenoll,

Antonio Ángel Fenoll,

Ramón Fenoll,

Jesús Ferrández,

Javier Bru,

José Joaquín Ripoll, tres ediles y siete empresarios,

 Sonia Castedo,

Luis Díaz Alperi,

Vicente Sala y dos directivos de Bancaja,

José Manuel Medina,

Mónica Lorente, y 27 personas más.

 

Que sus vecinos los conozcan, los desprecien, los afrenten, los vilipendien, los…

(1) Titulares extraídos de El País.

Cuestión de precedencia

euros

Hoy, en La ventana de la Cadena SER, se debatía si el salario de los miembros del gobierno es el adecuado. Se mencionaban cantidades del orden de los 70.000 y 120.000 euros. Todos los tertulianos, creo recordar que también Carles Francino, coincidían  en que es excesivamente bajo, y daban  como principal razonamiento que en la empresa privada un ejecutivo tiene un sueldo sustancialmente más alto.

Quizá tengan razón, no soy yo nadie para rebatir tan poderoso argumento -¿a quién se le va a ocurrir que los altos ejecutivos estén sobrevalorados, como los futbolistas? -. Ahora bien, hubiera sido tan de agradecer, tan reconfortante, que alguien de los allí presentes recordara a cuánto asciende en este país el salario mínimo interprofesional (SMI)…

Para quien no tenga el dato a mano: 645,30 ó 752,85 al mes, según se calcule en base a 12 o a 14 pagas anuales. Poco, parece, si lo comparamos con los 1.425,67 de Francia, los 1.801,49 de Luxemburgo o los precios de los alquileres en nuestras grandes ciudades.

Incluso suponiendo que esos mínimos 70.000 euros sean el único ingreso de nuestro hombre de estado, y no se le contabilicen dietas, coche oficial y demás, estamos en una cifra 100 veces superior a dicho salario mínimo.

Así, a bote pronto,  parece claro por dónde hay que empezar, ¿no creen ustedes?

Mientras cocino…

Voy preparando la cena y desde la radio me van llegando las voces de los tertulianos del magazine de turno. Una voz masculina va opinando sobre la decisión de convocar una huelga general que hoy mismo ha anunciado un dirigente sindical. La convocatoria coincidirá, al parecer, con una jornada reivindicativa conjunta en varios países europeos. El tertuliano en cuestión suelta la perogrullada de que quien perderá serán los trabajadores, ya que no se les abonará el día no trabajado -qué gran revelación, qué lucidez-, y que tan sólo habría que recurrir a la huelga como último recurso.

– No sufra, caballero, con la pérdida  de poder adquisitivo que llevamos acumulada, no vendrá de eso. Quizá le parezca a usted que aún deberíamos aguantar un poquito más… no sé… a tener un o dos millones más de desempleados, cien o doscientos beneficios sociales menos, cuarenta o cincuenta políticos corruptos más, qué sé yo…

Otro participante de la tertulia, en este caso de sexo femenino, va y suelta que además,    como con todas las huelgas, no se conseguirá nada.

-Qué negatividad, por Dios, chiquilla, no sufra que lo que se pretende va a conseguirse: mostrar al gobierno y al mundo el cabreo de los trabajadores españoles y contagiar a los más que se pueda de nuestra repulsa al partido gobernante. A ver si la derechona se queda sin un sólo voto…

Se preguntarán por qué no cambio de emisora, que me va a salir la cenita incomible: pues no, señores, me resisto a tocar el dial de la radio. Aunque me ponga de mala leche salgo de la prueba como nuevo y más radical que Trotski. Y es que si la edad nos hace tender a la templanza política, entre otras, estos personajes de la derecha soltando sandeces tienen la virtud de recolocarnos hacia nuestra izquierda natural. O incluso más allá.

Sanidad privada: en efectivo, por favor.

Con ocasión de ciertos problemillas de salud de dos miembros de la familia, he tenido últimamente la necesidad de acudir a diversas «minimultinacionales» de la sanidad de mi ciudad. En total fueron tres diferentes centros de servicios médicos, en concreto, dos clínicas privadas y un instituto radiológico. Pues bien, en las tres ocasiones, ya en la puerta y acabada la visita, se me repitió la misma sensación de perplejidad, primero, y de  aversión, después. Demasiado contraste: de un lado, buena atención del personal, diseño cuidado de la instalación, tiempos de espera razonables y limpieza rayando la esterilización, y del otro, a la hora de saldar la cuenta, aquello se convertía en el sórdido trapicheo callejero de unos cuantos billetes manoseados cambiando de dueño. Un acto falto de ética, y hasta de estética.

Cuando mi suegra me lo sugirió, «lleva dinero en efectivo», se me antojó un disparate, «esta mujer vive en el siglo pasado», pensé, «si hasta en el kiosco te cobran con tarjeta». No sé qué pensaría ella ni qué le diría a mi mujer cuando se quedaron solas delante del mostrador, mientras yo, rabioso, salí en busca de un cajero automático.

Aquello tenía tufo a fraude y a poca vergüenza. Ingenuo de mí, pensaba que esto de no hacer factura había quedado relegado a un par de mecánicos de automóviles y al gremio de fontaneros. No imaginaba que tan estirados señores, médicos, abogados, arquitectos, dentistas…, fueran tan dados al fraude en cuestión. Añado estas otras profesiones porque, enfurecido por la cuestión, no he podido dejar de comentar el caso con algunos amigos y familiares, y todos ellos tienen experiencias análogas con alguno de estos profesionales liberales.

En esta época de crisis económica queda especialmente de manifiesto, y resulta mucho más indecente, esta falta de valores y de moralidad. Viendo la situación general de los países europeos he llegado al convencimiento de que el nivel de apuro y de dificultades económicas de éstos es absolutamente proporcional al grado de corrupción que padecen.

Porque cuando la corrupción de políticos y grandes empresarios se vuelve tan manifiesta en nuestra vida diaria, a través de los periódicos y de los canales de televisión, se instala en las gentes la sensación, real y justificada, de que no hay castigo, o de que éste es vergonzosamente módico, de que nadie devuelve nada de lo robado y de que todos los culpables se van de rositas más pronto que tarde. A partir de aquí, es cuestión de poco tiempo que se vaya generando en la gente común cierta tolerancia frente a este tipo de actos, de forma que muchos se sienten, en su ámbito, habilitados a obtener un beneficio ilícito. Incluso personas de buenísimos modales, intachables esposos y vecinos, con comportamientos ejemplares en otros aspectos de la vida, no se sonrojan a la hora de defraudar al fisco o meter la mano en la bolsa común. Finalmente, la masa social, más receptiva a los malos ejemplos que a los buenos, termina por no sorprenderse con estas conductas escandalosas y por establecer que quien pudiendo no haga lo propio, es bien lerdo.

Báñez, Rosell y Terciado y Banquete de tiranos.

Las imágenes de televisión de ayer en las que se veía a la ministra de empleo, Fátima Báñez, echando unas risas con Juan Rosell, presidente de la patronal, y con Jesús Terciado, presidente de Cepyme, me trajeron a la mente algunos versos sueltos de un poema de José Martí: «… de sí propios inflados, y hechos todos, todos, del pelo al pie, de garra y diente», «…danzas, comidas, músicas, harenes: jamás la aprobación de un hombre honrado.», «… a la grandiosa humanidad traidores», «… los que contigo se parten la nación a dentelladas».

Sus asesores de imagen deberían sugerirles que con la que está cayendo sería posiblemente más adecuado adoptar un semblante grave y guardar un poco las formas.

Si al menos antes de la emisión hubieran hecho  la oportuna advertencia: «Las siguientes imágenes pueden herir la sensibilidad de los parados».

Pilotos, controladores y… maestros.

En los últimos años algunos gremios se han ganado a pulso el odio del resto de los trabajadores. Diría que incluso del resto de la sociedad. Estoy refiriéndome, obviamente,  a los pilotos y a los controladores aéreos. Algunas almas buenas, cuando en el inicio hayan leído odio habrán pensado que ya estamos otra vez ante la exageración y la hipérbole literaria. A buen seguro que cuando han visto desvelados los destinatarios de tan grave sentimiento se habrán lamentado de lo precipitado de su crítica. Propongo un ejercicio: teniendo en mente a pilotos y controladores, díganme si alguno de los sinónimos de odio desentona siquiera lo más mínimo: aborrecimiento, aversión, tirria y ojeriza.

Pues bien, existe otro colectivo que va camino de convertirse en el tercer y nuevo objetivo de las iras populares. Y avanza con tal osadía en su carrera hacia la fobia de las gentes que no sería extraño que superase el resentimiento generado por los aeronáuticos.  Se trata de los maestros.

En el caso de los dos primeros gremios, el motivo de tanta antipatía por parte de la comunidad es básicamente su insaciable apetito pecuniario, sustentado en los privilegios de que gozan. Para conseguir sus fines se amparan en la importancia estratégica del sector. El de los maestros, en cambio, es un colectivo de costumbres más austeras, y así, sus apetencias se enfocan más en reducir horario que en engrosar honorario, perdónenme la rima. Año tras año dejan oír sus demandas encaminadas a acortar la jornada laboral, el calendario escolar y lo que haga falta acortar. Eso sí, siempre alentados por el beneficio que ello supondría para el alumnado —en ellos mismos no piensan, ¡tan abnegados!—, que dispondría de más tiempo para realizar tareas extraescolares, de pago, claro está, y que marcarían diferencias entre los niños cuyas familias pudieran permitírselo y los que no. Para apoyar sus peticiones toman todos los ejemplos posibles de los países vecinos, siempre que favorezcan sus argumentos, cuando es evidente que hay situaciones que no pueden extrapolarse, porque están inmersas en un contexto y en una realidad totalmente diferentes.

Por desgracia la mayoría de los padres trabajadores no somos pilotos, controladores o maestros, y tenemos que contemplar con desasosiego, año tras año, el intercambio de cromos entre los sindicatos de maestros y el ministro o conseller de turno y esperar a ver de qué manera nos va a afectar el pacto final: que si semana blanca en marzo, que si jornada intensiva en junio, que si sexta hora al garete, que si comienzo de curso más tarde, que si…

Este año, unos y otros, maestros y políticos, se están superando a sí mismos. Se oye hablar de alargar el horario de mañana para acortar el de tarde, y que salgan del colegio más temprano. Incluso se oyen propuestas de horarios intensivos para todo el curso. Y pueden darlo por hecho: si no este año, será el próximo. Pero lo que más me sorprende es que los políticos responsables, sean hombres o mujeres, sean de derechas, de izquierdas o de centro, se muestren tan sensibles a estas pretensiones de los maestros. ¿Será porque sus hijos ya están creciditos o bien porque los llevan a escuelas privadas? ¿O quizá la consigna sea: cuantos más niños se pasen a la concertada, mejor? Supongo que con un diez por ciento de padres que renuncien a la enseñanza pública, asqueados de tanto vaivén horario, el ahorro estatal ha de merecerles la pena. En todo caso, espero que mi jefe sea tan sensible y comprensivo como el suyo ante la nueva situación  que se me avecina.

El kilogramo pierde peso

Eran cerca de las seis y empezaba a anochecer. El día había sido, digamos, intenso, y ahora me disponía a relajarme por lo que quedaba de tarde. Más por afianzar la sensación de paz que por afición a las hierbas me preparé con parsimonia una infusión de manzanilla. No mediante esas bolsitas ya listas para su uso, sino a la manera tradicional, con tetera y colador. Siempre me sedujeron los actos que conllevan algún tipo de ritual o ceremonia. Tal vez por eso, durante años fumé en pipa, despreciando a los fumadores de cigarrillos empaquetados. Los buenos fumadores de pipa se entregan a su afición en momentos escogidos y saborean el tabaco con aprecio y, hasta diría, con respeto, mientras los chupadores de papel hacen un consumo desordenado, encendiendo y apagando tóxicos cilindrines sin orden ni concierto, consumiéndolos a chupadas impacientes, insípidas y nerviosas —algunos confiesan no obtener disfrute más allá de las dos o tres primeras caladas—; los fumadores de pipa son exigentes a la hora de seleccionar las labores con las que llenaran sus cazoletas, mientras que los fumadores de cigarrillos se fuman cualquier cosa que se ponga a su alcance, empujados por una más rabiosa adicción.

El hecho es que mientras la Chamomilla recutita y el agua caliente concluían el proceso químico que me iba a permitir saborear aquella tacita de serenidad, pulse el botón de encendido del ordenador portátil, que me saludó con un guiño de leds verdes. Acto seguido, descorrí un metro de cortina, lo justo para poder ver la calle desde el sofá, y puse en marcha el equipo de sonido, que automáticamente empezó a reproducir el disco de Erik Satie que se había hecho fuerte en su interior desde hacía semanas. Me senté en el extremo del sofá junto a la ventana, y mientras sobre mis rodillas el ordenador concluía el proceso de inicio eché un vistazo a la calle. El alumbrado público no se había encendido aún, unos pocos transeúntes avanzaban inclinados hacia delante, haciendo cuña para hender el viento helado. Antes de tomar la taza caliente, escribí el nombre de un periódico en el buscador, e inmediatamente que aparecieron los resultados pulsé en uno de ellos. Se abrió la página y allí estaba la portada digital del diario. Tomé, ahora sí, la taza de manzanilla y antes de que mis labios se mojaran vi el error: aquél era en efecto el periódico, pero en su edición argentina. No me pareció mal echarle un vistazo, podía ser ameno. Dado mi escaso interés por la política internacional —y aun por la nacional—, la mayoría de los prójimos de los que allí se escribía no me sonaban ni remotamente, así que fui buscando los titulares más sugestivos.

No me pasó por alto una crónica corta pero fascinante que relataba la aparición de un gran piano de cola sobre un banco de arena, en plena bahía Biscayne, frente la península de Florida. Al parecer, con la marea alta, el instrumento quedaba sumergido, pero cuando bajaban las aguas era perfectamente visible desde la costa cercana, resultando una imagen de lo más perturbadora y surrealista para los lugareños. Consultados por el periodista, tanto la Guardia Costera como la Comisión de Pesca y Vida Silvestre de Florida aseguraron no tener más información que la que se manejaba públicamente, y que no tenían prevista acción alguna mientras el piano no representara una amenaza para la seguridad de la navegación o para la fauna del lugar, respectivamente. Me planteé si valdría la pena seguir la noticia en ediciones siguientes.

Para potenciar el efecto argentino sintonicé a través de internet una estación de radio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que relataba, entre tango y milonga, detalles referidos a la vida diaria de la capital porteña. La siguiente noticia que me llamó la atención llevaba por título la frase que he utilizado para encabezar este artículo. En efecto, no se trataba de una metáfora ni cosa parecida: el pequeño cilindro de platino e iridio, cuya fotografía en blanco y negro ilustraba mi libro de ciencias de Primaria, ha visto rebajada su masa en 50 microgramos, aproximadamente el peso de un grano mediano de arena fina. Y eso pese a varias campanas de vidrio que lo protegen y a las controladas condiciones de temperatura y humedad en las que se custodia. No hay, de momento, acuerdo sobre la causa que ha originado la merma, fundamentalmente porque cuando en 1880 se creó el kilo patrón se hicieron seis copias y al parecer sus masas, otrora idénticas, son ahora diferentes. Claro que… ¿diferentes respecto a qué?, si no nos queda nada fiable con qué comparar su peso.

Nada menos que veinte científicos de Europa y Estados Unidos se han reunido recientemente en Londres con la difícil misión de encontrar una definición nueva, exacta y duradera para esta medida de masa. Entre ellos, John Stock, físico de la Oficina Internacional de Pesas y Medidas de París, en cuyo sótano, en una cámara acorazada, se guarda el desdichado peso patrón. De entrada, los expertos han llegado a la conclusión de que se necesita expresar el valor del kilo en función de una constante universal, y no de un objeto físico y por tanto alterable. De hecho ya se hizo hace tiempo con otras unidades de medida, como el metro, definido ahora en base al espacio recorrido por la luz en un determinado tiempo, y no a la barra de la dichosa aleación que se guardaba junto al kilo ni a la diezmillonésima parte del cuadrante del meridiano terrestre, definición fastuosa, por otra parte, donde las haya.

Parece inevitable que la Oficina Internacional de Pesas y Medidas acabe en Museo de Patrones Obsoletos, y lo siento de verdad, en primer lugar, porque no es agradable que se le tiren a uno por tierra las cuatro cosas que tenía claras desde el colegio, en segundo lugar, porque las nuevas definiciones, que me cuesta entender, me separan de alguna forma de este tiempo, y por último, porque desaparecerá inevitablemente la ceremonia de más de un siglo por la que una vez al año, tres hombres, con actitud circunspecta y provistos de la respectivas llaves que custodian, bajan hasta el sótano donde se halla la cámara acorazada de la famosa oficina parisina para comprobar que, intacto a simple vista, el kilogramo sigue allí. A estas alturas, la emisora porteña hacía un repaso por la trayectoria musical de Enrique Santos Discépolo y a mí la manzanilla se me había tornado mate amargo.

ETA declara un alto el fuego «permanente, general y verificable»

Admito sin reparos la condición asesina y despreciable de los etarras y de quienes les dan amparo. Vaya esto por delante. Sin embargo, quiero expresar que la reacción que han tenido todos los partidos políticos democráticos tras el comunicado de la banda anunciando un alto el fuego general, permanente y verificable internacionalmente, me ha parecido de una cicatería ruin. Puedo aceptar con convencimiento la deslegitimación de todos y cada uno de esos asesinos a plantear nada, que la sangre que los deshonra y los marca de por vida los invalida hasta para abrir la boca, pero aun así, me pesa esa falta de generosidad, esa obcecación en las formas, de los líderes políticos. Un servidor también preferiría definitivo a permanente, pero eso no le resta valor al término. Que pidan perdón, piden algunos. Sí, y que vuelvan a la fe de Dios, como se exigía a las víctimas del Santo Oficio mientras se prendía fuego a la hoguera. No se pidió tanto a otros, durante la tan vanagloriada transición democrática —a ver si resultará que se trató más bien de una ley de punto final a la argentina. Con lo que nos va en ello y nosotros con la burra a brincos.

Extracto de una obra de Fray Luis de Granada utilizado por Fernán-Gómez en el inicio de su película El mundo sigue: «Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpados, menospreciados los buenos, honrados y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos, y poder más en todos los negocios el favor que la virtud».

Fray Luis expresó este sentir en 1567, en su Guía de pecadores; Fernán-Gómez debió compartirlo y hallarlo vigente hasta el punto que lo incluyó en forma de cita al inicio de su película de 1963; y a día de hoy, y visto el panorama actual, nadie puede decir que haya perdido un ápice de su validez.

Por cierto, el fraile granadino no se detiene aquí, aunque a Fernán-Gómez nunca le hubiera permitido la censura que incorporase el resto del párrafo, que ciertamente no tiene paja:

«Verás vendidas las leyes, despreciada la verdad, perdida la vergüenza, entregadas las artes, adulterados los oficios, y corrompidos en muy gran parte los Estados. Verás a muchos perversos y merescedores de grandes castigos, los cuales con hurtos, con engaños, y con otras malas maneras vinieron a tener grandes riquezas, y a ser alabados y temidos de todos. Y verás así a estos, como a otros que apenas tienen más que la figura de hombres, puestos en grandes oficios y dignidades. Y finalmente verás en el mundo amado y adorado el dinero más que Dios».

Amén.

Seguramente, todos tenemos una imagen, un concepto romántico de nosotros mismos.

El placer, dicen, de comer.

Hace tiempo que lo sospecho. La crisis y las festividades navideñas me lo han corroborado: comer es, hoy en día y sin lugar a dudas, el acto que proporciona más felicidad a un número mayor de personas. Podría ser, incluso, más taxativo e incluir a los animales. O más pesimista y dogmatizar que posiblemente se trate ya del único acto de placer sensorial —sin contaminación  del intelecto. Por lo menos, esto es así a partir de cierta edad, que varía según el caso, y que podemos reconocer llegada porque coincide con ciertos deterioros: la vista no recibe ya sino repeticiones descoloridas, el oído, si se conserva, no percibe mas que ecos confusos, el olfato, de por sí poco participativo en los placeres, se vuelve más sensible al tufo que al perfume, y qué decir del tacto, atrofiadas ya las terminaciones nerviosas por la falta de uso.  Antes de la crisis una importante causa de felicidad era, sencillamente, gastar dinero. Comprar y sentirnos poseedores al fin de lo deseado era motivo de una dicha embriagadora, efervescente, precoz, pero poco duradera, ya que a partir del acto mismo de la adquisición el globo de felicidad iba perdiendo aire, lenta pero incesantemente, hasta que más que seno de mozuela perecía  ubre de vieja.

Aunque hago habitualmente solo mis comidas, en indeterminadas fechas me reúno con algunos amigos o familiares —no siempre es posible evitarlo— y en esas ocasiones más que interesarme por la conversación o atender dispuesto  a mis vecinos de mesa, me deleito observando a los comensales. Me recreo percibiendo sus miradas a los platos, cuando éstos van apareciendo; vigilo sus expresiones en el momento preciso en que el primer bocado entra en contacto con sus papilas gustativas; sus semblantes cuando ese primer alimento recibido deja atrás las epiglotis y resbala por sus sensibles y expertos esófagos. Durante estas acciones, llego a sorprender a algunos de los comensales visiblemente conmovidos, sobrecogidos sus paladares por la descarga de sabores. Y no lo entiendo, nunca lo he entendido, o por mejor decirlo, sólo lo entiendo intelectualmente, porque este que escribe jamás ha experimentado semejante gozo. Soy, es evidente por lo magro de mi silueta, más que parco en el comer. Quizá como consecuencia precisamente de no hallar gusto en ello. Como el médico de Quevedo, un servidor no come por el dulce sabor, sino por matar el hambre, o peor aún, por cumplir disciplinadamente con la obligada rutina que supone alimentarme. De ahí, posiblemente, mi expresión de perplejidad ante alguien que al relatarme una reciente comida, al tiempo que desglosa los platos y los recrea en su imaginación, va segregando una patente salivación, fenómeno que yo no he advertido una sola vez en mi boca.

Y no crean que se necesiten bocados exquisitos, néctares o ambrosías para que el repentino ataque de felicidad tome por asalto al común de los mortales. La gran mayoría no necesita frecuentar ningún templo culinario, ni siquiera es preciso sentarse ante una mesa o adoptar posturas especiales. Verán: este verano pasado ha sido el más caluroso de la década, y  los meteorólogos se ocuparon de que no quedara nadie sin saberlo —por cierto, lo mencionaban  con un orgullo que hacía pensar en que ellos tuvieran algo que ver con el fenómeno—, de manera que por las calles, se mirara a donde se mirara, todo eran rostros en éxtasis mientras las lenguas andaban a lametones por los helados. Es tal el estado de trance en que entra el personal en esas ocasiones que  estoy convencido de que se les podría aligerar del peso de bolsos y carteras sin excesiva destreza. Los he visto en esos lances aflojar el paso hasta detenerse en medio de las calles, ajenos al mundo, reducidos a una enorme papila gustativa, sumidos en una abstracción epicúrea que no pueden disimular. Son incapaces de ver a su madre aunque se cruzaran con ella, porque andan con la mirada perdida. Frente a los escaparates puede parecer que se interesan por lo expuesto pero es todo ficticio, pues la imagen que entra por sus ojos no se fija  en sitio alguno. Asimismo oyen como lejano, o en un sueño. Estoy convencido de que si, recién finiquitado el néctar de sus helados, les preguntásemos qué han estado haciendo los últimos quince minutos sólo recibiríamos respuestas vagas o quedarían mirándonos, perplejos.

Pero lo peor es que nadie se molesta en disimular su goce, y como saben, no hay nada más ofensivo que la felicidad ajena exhibida sin recato.

France Télécom y el suicidio de sus empleados

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Por motivos profesionales, estos días estoy repasando la Ley 31/1995 de 8 de noviembre, de Prevención de Riesgos Laborales. Es una ley extensa, que parece tratar todos y cada uno de los aspectos relacionados con la salud e higiene laboral. Se tocan cuestiones de lo más variadas, y se regulan puntualmente infinidad de materias que inciden en las condiciones de trabajo. Se fijan unas circunstancias ambientales saludables, desde la temperatura hasta la velocidad máxima del aire, en función del nivel de sedentarismo del puesto de trabajo, al efecto de evitarle corrientes de aire perniciosas al trabajador; por supuesto, se prohíbe el humo del tabaco, evidentemente dañino. También se obliga al empresario a ofrecer revisiones médicas voluntarias a sus empleados…, en fin, se trata, según la ley, de que el asalariado, a través de su trabajo, alcance un estado de bienestar personal y social. Y esto está bien. Sin embargo, en ningún artículo de esta ley, en ningún párrafo, se consideran los riesgos laborales psíquicos. Por ningún sitio aparecen esos términos tan usuales en los medios, como el estrés o el acoso laboral.

Quizá ha llegado el momento de que la prevención considere el aspecto de la salud mental del trabajador, de fijar razonablemente unos límites en las acciones a emprender en los planes de reestructuración de las empresas.

Quizá es el tiempo de que la productividad y los resultados se alcancen por medio de la eficiencia técnica y de gestión, y no a costa de la salud física o psíquica de los trabajadores.

Quizá deba recordarse a la hora de legislar en materia laboral sobre la salud e higiene que ésta es también equilibrio del cuerpo y de la mente.

Quizá alguien con capacidad para arbitrar medidas correctoras piense que veinticuatro suicidios en diecinueve meses en una sola empresa son demasiados.

Quizá si se acepta que el agresivo plan de reestructuración  de France Télécom tiene relación con un buen número de estos suicidios, se llegue a la conclusión que alguien debe ser, y es, responsable de ello.

Me pregunto en  qué punto de la evolución estamos cuando unos inmorales como estos son capaces de crear una estrategia  que establece como una de sus pautas básicas cambiar de forma asidua a los jefes de departamento, al único objeto de que éstos no establezcan lazos de simpatía y apego con sus subordinados, para que a la hora de reestructurar el departamento -eufemismo de despedir personal- no se originen situaciones afectivas contrarias a los fines perseguidos. Y me pregunto cómo después, alguien puede ser igualmente tan inmoral como para dar el visto bueno a semejante plan estratégico. Me pregunto por último si alguno de ellos, cuando se desayune cualquier mañana con la noticia de otro suicidio, sentirá la más leve molestia intelectual, el más ligero remordimiento, la más tenue sensación de culpa.

Joan Oliver y los juegos de palabras

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Recientemente, he podido comprobar con admiración que el parecido del director general del Barça, Joan Oliver, con el poeta y dramaturgo sabadellense  Pere Quart -seudónimo de Joan Oliver- está en algo más que en el nombre: el ejecutivo de club blaugrana ha demostrado su gracia y talento a la hora de hacer piruetas con el diccionario, llamando auditoría  a la manifiesta acción de espiar. Desgraciadamente para él, no era el momento oportuno para hablar de auditorías. Tras el caso Millet, las pobres no están en su mejor momento. Como algunos suponíamos, su enorme utilidad queda anulada por la falta de fiabilidad, independencia e imparcialidad. Por cierto, Pere Quart, a diferencia de Millet,  rechazó la Creu de Sant Jordi que le otorgó la Generalitat.

La TDT de pago, Prisa, el PSOE y el dinero.

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Después de muchos años de cita ineludible en el kiosco, hacía unas cuantas semanas que no compraba El País, ni siquiera echaba un vistazo rápido a la edición web. La televisión, de encenderse, era para reproducir alguna película antigua, preferiblemente de antes de 1970; nada de noticias. Y la radio, desde hacía un par o tres de meses sintonizaba, durante buena parte del tiempo, una frecuencia distinta a la de los últimos diez o quince años. O sea, que sin ser muy consciente de ello, últimamente me había «desprisado» bastante.

Por eso, cuando por casualidad me encontré en la pantalla a Gabilondo afirmando que Zapatero había perdido definitivamente el norte, me sorprendió tanto. Al día siguiente, de vuelta en La Ser, oigo cómo el redactor intenta por activa y por pasiva que el entrevistado, un cargo socialista, diga por su propia boca que Zapatero, además de estar quedándose solo, no admite la crítica interna. Más extrañeza. Me pregunté qué debía estar pasando en el grupo Prisa, si esto era o no, un acoso y derribo en toda regla. Cambié la sintonía, molesto más que con la intención del locutor en sí, con su porfía y su reiteración. Aquello sonaba a si no hay debate interno, te critico, y si lo hay, me rasgo las vestiduras, escandalizado. Escuché, entonces, no sé qué de un decreto ley sobre la TDT de pago y de lo mal que había sentado en el grupo Prisa no sé qué reparto hertziano. Ni siquiera he intentado averiguar a quién beneficia y por qué. He perdido todo el interés. Supongo que como siempre, es cuestión de dinero, y debe de ser mucho, a fe de cómo se revuelven.

La gripe nueva y el derecho a la información veraz.

gripePronto cumpliré cincuenta años y aunque en otra época sí, ahora cualquier cuento no consigue  dormirme. Algunos, incluso me quitan el sueño. Entre estos, me desvelan  especialmente los que llevan el sello de fábrica de la Administración. Y lo peor es que ya no podemos hacer como antaño, esto es, encender la enorme radio del salón y comparar las noticias de Radio Nacional con las de la BBC en su boletín en español. Ahora pasa como con multitud de aparatitos, en los que sólo cambia la marca comercial, no así los componentes, ni siquiera la factoría de origen. Aunque pueda parecer que la información del Grupo Prisa es marcadamente distinta de la  que nos administra —como sacramento— la Conferencia Episcopal, es un espejismo. Escasamente existen diferencias en la información política, que por otro lado interesa sólo a los mismos de siempre, y que por ley de vida son cada vez menos. En fin, seguramente exagero, pero a lo que íbamos…

Dicho lo de mi edad y reconociendo que la memoria no es atributo en mí, creo recordar que desde Palomares hasta nuestros días no han faltado los casos en los que, así, de entrada, se nos ha tomado por tontos. Una lista rápida podría contener casos como el del aceite de colza, Sofico, Filesa, los hilillos del Prestige o el atentado del 11 M, y ahora el de la gripe nueva.

Hipocondríaco que soy, cómo, si no, debo tomarme esto: al marchar de vacaciones, la información es que hay unos mil doscientos y pico afectados por la gripe A en España; a los pocos días, el parte del equipo médico habitual habla de doce mil y pico. Como dijo hace tiempo alguien: no se puede ocultar todo, a todo el mundo, todo el tiempo, así que mejor no negar la mayor o algún médico inconsciente  podría salir por peteneras. Al principio, junto al anuncio de cada nueva muerte se hacía hincapié en los problemas de salud previos, de una u otra índole —tanto da, cualquier dolencia sirve—, de todos y cada uno de los fallecidos. Finalmente se reconoce que está muriendo gente a causa de esta gripe cuyo estado de salud era bueno antes de contraer el virus. Al mismo tiempo se ha asegurado que muchas personas han pasado la enfermedad sin apenas ningún síntoma. Es sabido que los actos de humildad y el ejercicio del poder son, por definición, antagónicos, pero quizá el reconocimiento público de  que no tienen ni remota idea de por qué el virus para unos sólo comporta una leve molestia y para otros significa la muerte, promovería nuestra comprensión y solidaridad. Pero como cantaba Miguel Bosé, los chicos no lloran y lo contrario es debilidad y alarma caprichosa, debe pensar nuestra autoridad sanitaria.

Avión, el medio de transporte más seguro. ¿Hasta cuándo?

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Esta mañana, nada más encender el ordenador y acceder a la prensa, me he acordado de Josep Maria, un amigo de hace años. Me lo ha traído a la mente una noticia que destacaba en la portada —si se puede hablar de portada en una edición digital—, ilustrada con una fotografía de un montón de hierros retorcidos, que rezaba así: “Mueren 168 personas al estrellarse un avión al noroeste de Irán”. No es que hubiera alguna posibilidad de que Josep Maria fuera en ese avión, pues  con toda seguridad no debía hallarse entre el pasaje, ya que  su teoría sobre los accidentes aéreos se estaba cumpliendo a rajatabla una vez más y eso, sin duda, lo alejaba de aeropuertos, aeródromos y campos de aviación en general.

Su teoría consiste, sencillamente, en que cuando se produce una catástrofe aérea grave, automáticamente se producen otras, tanto o más terribles, en un período de tiempo breve, pongamos por caso, dos meses. Obviamente, Josep Maria dispone y se acuerda de un buen número de  casos que le otorgan la razón.

Esta teoría ha sido objeto de debate en algunas de las cenas que acostumbro a organizar en casa antes del inicio del período vacacional. Con cierto grado de perversidad hago aparecer el tema cuando me parece que la reunión decae, imaginando que más de uno debe tener ya el billete de avión comprado hacia algún destino estival, dada la época y las costumbres de mis amigos.

Hasta ahora, a partir de las estadísticas que maneja Josep Maria, habíamos consensuado que a partir de tres accidentes en dos meses las posibilidades de un cuarto desastre se apuntan mínimas, incluso que a partir de dos, si ocurren en un mismo continente, ya se reducen enormemente para los vuelos de la zona en cuestión.

Este año, a falta de pocos días para la cena anual pre vacacional, he decidido abstenerme de mencionar la teoría de Josep Maria. Con cuatro accidentes muy graves desde el 20 de mayo hasta hoy y 645 muertos, mi índice de confianza en las estadísticas está en mínimos, o en máximos, no estoy muy seguro. Mejor el tema de la financiación autonómica, o el de las medusas en la alta gastronomía. Además, mi mujer no ha encontrado nada mejor que regalarme en mi aniversario que un viaje a Perú para dentro de veinte días.

El matrimonio Kirchner, o la fábrica de hacer dinero.

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Tanto monta, monta tanto, Cristina como Néstor. El matrimonio Kirchner ha aumentado su patrimonio desde los 1,2 hasta los 8,5 millones de euros en seis años que llevan establecidos en la Casa Rosada. Debe reconocerse que no está nada mal. ¡Qué gran cosa, la política! Con la dedicación y esfuerzo que demanda y aún deja tiempo para los negocios; cuando menos deja tiempo.
Mientras tanto, un obrero que cobre el salario mínimo deberá trabajar cuatro años para ganar lo que uno de los ministros de su país gana en un mes.
Está claro que los pobres trabajamos tanto que no tenemos tiempo de ganar dinero.
Digo yo, mísero de mí, que ya que con tanto pobre que anda suelto parece tan complicado acabar con la pobreza, por qué no acabamos con la riqueza desmedida, a ver si así nos acercamos por otro camino a algunas soluciones. Parece una perogrullada, pero al parecer algunas empresas estadounidenses -nada menos- han implantado sistemas retributivos éticos en los que la diferencia entre los salarios más bajo y más alto no excede de unos límites establecidos. De esta forma, si se quiere aumentar la remuneración del estamento más alto, no queda otro recurso que aumentar también la del nivel más bajo, para mantener la proporción acordada. Resulta sorprendente y desalentador que una iniciativa de ese tipo no haya surgido de Europa, y sí del país líder en liberalismo económico; y antes, además, de la llegada de Obama a la Casa Blanca.

Obama, Sarkozy y la brasileñita.

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Apreciado Sr. Obama:

Aún reconociendo que la garota -ignoro si de Ipanema-, tiene toda la gracia carioca de sus diecisiete años y que usted intenta en lo posible disimular el gesto, me permito aconsejarle que en lo sucesivo evite ser sorprendido en situaciones parecidas. Para ello lo mejor es resistir a la tentación; no es fácil, pero ya se sabe que la mejor solución casi nunca lo es.
Por otra parte, de esta manera además de guardar el decoro necesario guardaría también su integridad física, porque aunque parece usted un hombre fuerte, fibroso, y es el presidente del país más poderoso del mundo, Michelle, su querida esposa, posee una constitución vigorosa y unas dimensiones que en una de las primeras veces que la vi en televisión me hicieron expresar en voz alta, abstraído: «esa mujer, en la situación adecuada, sólo con sus manos, podría matar a un hombre». A mi lado, mi esposa quedó pensativa, mirando con simpatía mi garganta.
No puedo acabar el comentario de la foto sin detenernos un momento en la expresión de Sarkozy, que parece pensar: «Lua, que te levantan la pieza…así andaba yo, antes de tener a mi Carla».

Desde mi ventana

balconbarça2Estos días, los balcones del edificio de enfrente, como los del resto de la ciudad,  se han llenado de color. Se imponen el granate, el azul, el amarillo y el rojo. La primavera, aunque presente, nada tiene que ver; la mucha o poca afición de la ciudadanía a la floricultura, tampoco. Como ya habrán adivinado muchos, el responsable de semejante colorido no es otro que el Barça y su magnífica temporada, consiguiendo el anhelado triplete: la Liga, la Copa del Rey y la Copa de Europa. Para mayor gloria del equipo, la hazaña se ha logrado practicando un juego espléndido, vistoso y, obviamente, efectivo, participado por una respetable cantidad -para los tiempos actuales- de canteranos, donde se incluye el entrenador. Para mayor satisfacción de socios y simpatizantes, el equipo y su juego han logrado la mayor consideración y respeto, dentro y fuera de España. Como han dicho en uno de los programas deportivos de mayor audiencia «Nos gusta el fútbol, pero nos gusta éste fútbol». Diríase que esta temporada, el vestuario ha sido una balsa de aceite y que este equipo ha sido por encima de todo eso, un equipo, no sé si por mérito del entrenador, señor Guardiola, o como producto del azar que ha reunido un grupo de jugadores merecedores del apelativo de buenas personas. También puede pensarse que cuando se ganan partidos en abundancia, el buen ambiente en el vestuario viene por sí solo, y así estaríamos en lo de siempre, si ante fue el huevo o la gallina, o sea, el ganar partidos o el buen rollo general. En todo caso, admito que me ha sorprendido la forma tremenda como lo que yo llamo la experiencia Barça ha trascendido  al mero ámbito del aficionado al fútbol, sobrepasando los dominios del público futbolero. Esta experiencia Barça iba entrando en las conversaciones al ritmo que se ganaban los partidos, absorbiéndolas como en un crecendo que imitara la conocida composición de Ravel. Las camisetas blaugranas iban apareciendo en mayor cantidad a cada logro, incluyendo la humillante victoria a domicilio sobre el Real Madrid, y logrando su apogeo el día siguiente a la conquista de la Champions, cuando los colegios catalanes más parecían sucursales de La Masia que centros docentes. Puedo dar fe de que personas que durante años habían permanecido ajenos por completo al mundo del fútbol, por desinterés o, sencillamente, por estar en otras cosas, ahora expresaban con satisfacción y entusiasmo comentarios sobre lances del juego y errores arbitrales, o aventuraban posibles alineaciones. Y así ha sido como los balcones han ido engalanándose más y más a cada éxito, no quedando en los armarios bandera del Barça por colgar, y a falta de ella o como acto de reafirmación patria, algunos han echado mano de la de Catalunya, para bien servir en esta causa, absteniéndose por pudor, que no por ganas, de acompañar las banderas con grandes posters de la Sagrada Familia y de la Moreneta, Montserrat al fondo.