Confesión de un perrero, de Heinrich Böll

A regañadientes declaro mi oficio que, si bien me alimenta, me obliga a realizar acciones que no siempre puedo efectuar con la conciencia limpia: soy empleado de la oficina de impuestos por la tenencia de perros y atravieso el laberinto de nuestra ciudad para descubrir ladrantes sin registro. Disfrazado de pacífico paseante, bajo y rechoncho, con un puro de mediana calidad en la boca, voy por los parques y calles tranquilas, charlo con las personas que pasean perros, aprendo sus nombres, sus direcciones y acaricio el cuello del can aparentando amistad, pero sabiendo que pronto aportará cincuenta marcos.

Conozco a los perros registrados, los huelo inmediatamente, noto cuando un chucho que busca alivio junto a un árbol tiene la conciencia tranquila. Lo que más me interesa son las perras preñadas que esperan el feliz advenimiento de futuros contribuyentes: las observo, retengo exactamente el día del parto, vigilo adónde llevan los cachorros, y dejo que crezcan tan tranquilos hasta el momento en que nadie se atreve ya a ahogarlos; entonces los entrego al brazo de la ley.

Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll

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La tarde había caído ya cuando llegué a Bonn. Me obligué a mí mismo a no dejar que mi llegada se produjera con aquel automatismo creado por el hecho de haber pasado cinco años viajando: subir y bajar las escaleras del andén, dejar el maletín, entregar el billete, dirigirse al kiosco, comprar diarios de la tarde, salir y hacer señas a un taxi para que se acerque. Durante cinco años he salido casi cada día de algún lugar y he llegado a alguna otra arte; por la mañana subía y bajaba escaleras de estación y por la tarde bajaba y subía escaleras de estacón, hacía señas a un taxi para que se acercara, buscaba dinero en los bolsillos de mi americana para pagar al taxista, compraba diarios vespertinos en kioscos, y en un rincón de mi conciencia gozaba de la indolencia, estudiada con toda exactitud, de este automatismo. Desde que Marie me ha dejado para casarse con ese católico de Züpfner, transcurre todo de manera más mecánica aún y sin que disminuya la indolencia.