A regañadientes declaro mi oficio que, si bien me alimenta, me obliga a realizar acciones que no siempre puedo efectuar con la conciencia limpia: soy empleado de la oficina de impuestos por la tenencia de perros y atravieso el laberinto de nuestra ciudad para descubrir ladrantes sin registro. Disfrazado de pacífico paseante, bajo y rechoncho, con un puro de mediana calidad en la boca, voy por los parques y calles tranquilas, charlo con las personas que pasean perros, aprendo sus nombres, sus direcciones y acaricio el cuello del can aparentando amistad, pero sabiendo que pronto aportará cincuenta marcos.
Conozco a los perros registrados, los huelo inmediatamente, noto cuando un chucho que busca alivio junto a un árbol tiene la conciencia tranquila. Lo que más me interesa son las perras preñadas que esperan el feliz advenimiento de futuros contribuyentes: las observo, retengo exactamente el día del parto, vigilo adónde llevan los cachorros, y dejo que crezcan tan tranquilos hasta el momento en que nadie se atreve ya a ahogarlos; entonces los entrego al brazo de la ley.