Estatua con palomas, de Luis Goytisolo

Delfos. No sabría decir si fue el exceso de luz o más bien el movimiento inusitado el primer indicio de lo que estaba sucediendo. Mis dos o tres visitas anteriores habían trascurrido en la penumbra, tal y como a él le gustaba estar desde que fue ingresado. Y el que a la hora de la cena se produjera semejante ajetreo enfermeras a la intensa luz proyectada por las puertas de su habitación abiertas de par en par, que seccionaba transversalmente el  largo corredor, no podía significar otra cosa. Estaban retirando las sábanas, las toallas de baño, la instalación del gota a gota, los objetos personales. ¿Es usted familiar de don Leopoldo?, me preguntó alguien. Tenga la bondad de acompañarme; su tío falleció no hace ni dos minutos y hay que tomar algunas decisiones. Mi consejo es llamar cuanto antes al Servicio de Pompas Fúnebres. Siendo como era soltero lo más cómodo es que ellos se encarguen de todo.

El hecho de que en efecto fuera soltero no simplificaba demasiado la situación, ya que el tío Leopoldo vivía desde siempre en compañía de tío Luis, ambos al cuidado de Carmen, a quien, a estas alturas, ya no era posible seguir considerando una mera sirvienta. Además tío Luis era sordo, motivo que, unido a la manifiesta falta de interés de tío Leopoldo por los medios de comunicación, daba lugar a que en su piso no hubiera teléfono. Así pues, llamé en primer lugar a las primas, que es como en medios familiares eran llamadas las primas que se habían quedado solteras.

Los verdes de mayo hasta el mar, de Luis Goytisolo

EL VIEJO. Las laderas eran suaves y escasos los accidentes del terreno. Un panorama cuyo principal relieve lo constituían, de hecho, las ruinas diseminadas por aquel vasto jardín abandonado. Algo similar, pongamos por caso, a la impresión que uno, sin conocer Atenas, puede imaginar que produce la vista del Partenón desde cierta distancia, las piedras antiguas destacando entre los cipreses y los pinos y las pimenteras, los capiteles caídos, las columnas truncadas, las ramas de laurel a as que uno se agarra para ayudarse a vencer la pronunciada pendiente. Sólo que, en la cerrazón del atardecer encapotado, bajo un cielo tan oscuro que hacía preciso encender los candiles como si fuera de noche, más que una sosegante acrópolis aquello parecía una ciudad recién destruida, todavía cargada de humo la atmósfera, de pólvora y ceniza.