Entre líneas: el cuento o la vida, de Luis Landero

Aunque esto no es un cuento,  resulta que sí hay un personaje, un profesor de lengua y literatura al que vamos a llamar Manuel Pérez Aguado (Manolito para los amigos; en el estrado, don Manuel), que es un nombre que no compromete a casi nada, y apenas nada evoca. Quizá la única nota pintoresca en él sea precisamente el hecho de ser profesor de literatura en estos tiempos. Hace poco fue a un banco a solicitar un crédito porque anda con ganas de introducir mejoras en el piso.  Le demandaron la profesión, invitándolo así a demostrar su solvencia social. Él dijo: «Profesor de lengua y literatura en un instituto de bachillerato», y como el empleado lo mirase por un instante con cierta preocupación no exenta de estupor y piedad, Pérez apartó los ojos y se sintió como el protagonista de El castillo de Kafka: un agrimensor que no ha sido llamado y cuyos servicios no son tampoco necesarios, pero que sin embargo está ahí: gravoso, obstinado y absurdo. Entonces Manuel Pérez Aguado pensó que, al presentarse como profesor, era tanto como si hubiera dicho: soy-alguien-que-sabe. Porque, en efecto, lo primero que podría decirse de un profesor es que es-alguien-que-sabe. El empleado, con su mirada, parecía sin embargo decir: no sabrás tanto cuando no consigues convertir tu conocimiento en dinero, cuando tu sabiduría no te luce en la nómina. Y Pérez se llevó una mano a la cara y hubo de bajar los ojos ante el escándalo de aquella paradoja.

La insolación, de Carmen Laforet

Era como viajar hacia el centro del mismo sol. Pasaban pitas, chumberas, pueblos como muertos. A veces, naranjeros, huertos grises, filas de palmeras quemadas. Todo el color lo comía la luz.

A veces se detenían en un poblado para repostar agua y entonces acudían chiquillos medio desnudos, morenos, desgreñados. Brotaban de pronto entre una calle vacía. Moscas, infinitas moscas asaltaban el vehículo. Aparecían guardias civiles. En otros sitios, falangistas, soldados también. Saludaban al padre de Martín. Luego la carretera.

Martín se durmió al salir de Alicante con el fresco de la mañana y cuando se despertó con la boca seca, raspándole la garganta, doliéndole los ojos, se encontró con aquella luz y aquella polvareda de los caminos.

Cambió de postura en el asiento sintiendo hormigueo en una pierna. El sudor le pegaba la camisa a las costillas, pero el sudor era un alivio al fin y al cabo. El padre de Martín, Eugenio Soto, iba delante junto al chófer y el chico pudo ver su nuca poderosa y curtida y sus espaldas anchas dentro de la camisa caqui. La sahariana colgaba del asiento.

La senda del perdedor, de Charles Bukowski

La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo. Era una mesa, veía la pata de una mesa, veía las piernas de la gente, y una parte del mantel colgando. Estaba oscuro allí debajo, me gustaba estar ahí. Debió haber sido en Alemania, yo debía tener entre uno y dos años de edad. Era en 1922. Me sentía bien debajo de la mesa. Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí. La luz del sol se reflejaba en la alfombra y en las piernas de la gente. Me gustaba la luz del sol. Las piernas de la gente no eran interesantes, no eran como el trozo de mantel que colgaba, ni como la pata de la mesa, ni como la luz del sol.

Luego no hay nada… luego un árbol de Navidad. Velas. Adornos de aves: Aves con pequeños racimos de frutas en sus picos. Una estrella. Dos personas mayores peleándose, gritando. Gente comiendo. Siempre gente comiendo. Yo también. Mi cuchara estaba doblada de tal forma que si quería comer, tenía que cogerla con mi mano derecha. Si la cogía con la izquierda, se apartaba de mi boca. Yo quería cogerla con la izquierda.

Mujeres, de Charles Bukowski

Tenía cincuenta años y no me había acostado con una mujer desde hacía cuatro. No tenía amigas. Las miraba cuando me cruzaba con ellas en la calle o dondequiera que las viese, pero las miraba sin ningún anhelo y con una sensación de inutilidad. Me masturbaba regularmente, pero la idea de tener una relación con una mujer —incluso en términos no sexuales— estaba más allá de mi imaginación. Tenía una hija de seis años de edad nacida fuera del matrimonio. Yo había estado casado antes, a la edad de 35. El matrimonio duró año y medio. Mi mujer se divorció de mí. Sólo una vez en mi vida había estado enamorado, pero ella murió de alcoholismo agudo. Murió a los 48 años, cuando yo tenía 38. Mi mujer era doce años más joven que yo. Creo que también ella está ahora muerta, aunque no estoy seguro. Me escribió después de divorciarnos todas las navidades una larga carta durante seis años. Yo nunca respondí…

Los enamoramientos, de Javier Marías

La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última vez que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo —más aún para esperarlo—, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos.

La muñeca rusa, de Adolfo Bioy Casares

Los males de mi columna me retuvieron en un largo encierro, interrumpido únicamente por visitas a consultorios, a institutos de radiografías y de análisis. Al cabo de un año recurrí a las termas, porque me acordé de Aix-les-Bains. Quiero decir, de su fama de rumbosas temporadas de la gente más frívola y elegante de Europa; y de aguas cuya virtud curativa se admitió desde tiempos anteriores a Julio César. Para que mi estado de ánimo cambiara y para que reaccionara mi organismo, creo que yo necesitaba, más aún que las aguas, la frivolidad.
Volé a París, donde pasé poco menos de una semana; después un tren me llevó a Aix-les-Bains. Bajé en una estación chica y modesta, que me sugirió la reflexión: «Para buen gusto, los países del viejo continente. En nuestra América somos faroleros. Caben cuatro estaciones de Aix en la nueva de Mar del Plata». Confieso que al formular la última parte de esa reflexión me invadió un grato orgullo patriótico.

El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez

Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, donde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario al ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.

Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte.

El coronel Chabert, de Honoré de Balzac

—Vaya, ¡otra vez nuestro viejo carrick!(1)

Esta exclamación la soltaba uno de esos aprendices a quienes se conoce en los despachos como saltacharcos, y que le hincaba el diente con gran apetito a un pedazo de pan; arrancó un poco de miga para hacer una bolita y la lanzó burlonamente por el postigo de una ventana en la que se apoyaba. Bien dirigida, la bolita rebotó casi a la altura del vano, tras dar en el sombrero de un desconocido que atravesaba el patio de una casa situada en la rue Vivienne, donde residía el señor Derville, procurador.

—Vamos, Simonnin, deje de hacerles sandeces a la gente o le pongo de patitas en la calle. Por muy pobre que sea un cliente, sigue siendo un hombre, ¡qué demonios! —dijo el oficial mayor interrumpiendo la suma de una memoria de gastos.

El saltacharcos suele ser, como lo era Simonnin, un chico de trece o catorce años que en todos los despachos se halla bajo la especial dominación del primer pasante, de cuyos recados y billetes amorosos se ocupa mientras lleva mandatos a os alguaciles y memoriales al Palacio.

Tiene algo del pilluelo de París por sus costumbres y del buscapleitos por su sino. Este niño carece casi siempre de piedad, de freno, es indisciplinable, hacedor de ripios, socarrón, ávido y perezoso. Aun así, casi todos estos críos tienen una anciana madre que vive en un quinto piso, con la que comparten los treinta o cuarenta francos que les pagan al mes.

(1)   Especie de gabán o levitón  muy holgado con varias esclavinas superpuestas, muy es uso en la primera mitad del siglo XIX.

Música de cañerías, de Charles Bukowski

Me envolví en una toalla el pene ensangrentado y telefoneé al consultorio de médico. Tuve que descolgar y marcar con la misma mano con que sujetaba el teléfono descolgado, mientras con la otra aguantaba la toalla. Mientras marcaba el número, una mancha roja empezó a empapar la toalla. Se puso la recepcionista del consultorio.

 —Ah, señor Chinaski, es usted. ¿Qué le pasa ahora? ¿Ha vuelto a perder los tapones dentro de los oídos?

 —No, esto es un poquito más grave. Necesito que me dé hora inmediatamente.

 —¿Qué le parece mañana por la tarde a las cuatro?

 —Señorita Simms, es una situación de emergencia.

—¿Pero de qué naturaleza?

—Por favor, debo ver al doctor inmediatamente.

—Está bien. Venga y procuraremos que le vea.

—Gracias, señorita Simms.

Me fabriqué un vendaje provisional haciendo tiras de una camisa limpia. Por suerte tenía un poco de esparadrapo, pero era viejo y estaba amarillento y no pegaba bien.

Los crímenes de Oxford, de Guillermo Martínez

Ahora que pasaron los años y todo fue olvidado, ahora que me llegó desde Escocia, en un lacónico mail, la triste noticia de la muerte de Seldom, creo que puedo quebrar la promesa que en todo caso él nunca me pidió y contar la verdad sobre los sucesos que en el verano del 93 llegaron a los diarios ingleses con títulos que oscilaban de lo macabro a lo sensacionalista, pero a los que Seldom y yo nos referimos, quizá por la connotación matemática, simplemente como la serie, o la serie de Oxford. Las muertes ocurrieron todas, en efecto, dentro de los límites de Oxfordshire, durante el comienzo de mi residencia en Inglaterra, y me tocó el privilegio de ver realmente de cerca la primera.

Yo tenía veintidós años, una edad en la que casi todo es todavía disculpable; acababa de graduarme como matemático en la Universidad de Buenos Aires y viajaba a Oxford con una beca para una estadía de un año, con el propósito secreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lo menos, de asistir al famoso seminario que dirigía Angus Macintire.

Un senyor de Barcelona, de Josep Pla

Suposant que a vós o que algun vostre jove amic —els  amics del meu temps gairebé tots han mort— pugui interessar la data del meu naixement, m’és agradable de fer-vos sabedor que vaig néixer a Manlleu, a la Plana de Vic el dia 11 de desembre de 1873.

El meu avi patern era d’Osseja, i de la Cerdanya francesa vingué en aquest país. Vingué amb la família, i el seu fill gran fou, al cap d’uns anys, el meu pare. L’avi Puget s’establí a Vic, on construí una baluerna que en el meu temps venguérem. En el casalot, establí una fàbrica de filats i teixits, molt primitiva, accionada per mules. En determinats moments, la família arribà a tenir quaranta-vuit mules a l’estable. Aquest animals, dividits en quatre tandes de dotze mules, accionaven una sínia que posava en moviment una complicada i sorollosa màquina de filar i de teixir.

El país, llavors, era verge. L’any 44, el meu avi comprà un petit salt d’aigua a Manlleu i s’hi establí amb la família. Vengué les velles mules i utilitzà, enmig d’una admirativa expectació general, la força hidràulica. La prehistòria de la industria tèxtil, en aquest país, va lligada amb la capacitat de treball d’unes quantes famílies franceses.

Els Puget, d’Osseja, foren unes de les famílies més antigues de la Cerdanya francesa.

Estela de fuego que se aleja, de Luis Goytisolo

ADIVINA QUIEN SOY. Decir esta noche ceno en Madrid o mañana almuerzo en Bilbao o pasado mañana estoy en París, es exactamente eso, una expresión que responde a un contenido distinto a enunciado y que así debe ser comprendida, un equivalente del esta reunido que mi secretaria, guiada en parte por la experiencia y en parte por su intuición, utiliza para filtrar determinadas llamadas telefónicas, había escrito A en Barajas, a la espera de que anunciaran la salida del vuelo; frases que yo no he inventado, convenciones impuestas por quienes desean dárselas de hombres de mundo o cuando menos parecerlo, contraseñas de un alto standing de vida, escribió aún mientras los pasajeros se iban agrupando ante la puerta de embarque.

La cartuja de Parma, de Stendhal

El día 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán, al frente del ejército que acababa de pasar el puente de Lodi, demostrando al mundo que, después de tantos siglos, César y Alejandro tenían un digno sucesor.
Los prodigios de audacia e ingenio de que Italia fue testigo durante algunos meses despertaron a un pueblo dormido. Ocho días antes de la llegada de los franceses, los habitantes de Milán no veían en ellos más que un rebaño de soldados indisciplinados, fatalmente condenados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad Imperial y Real; esto es al menos lo que repetía tres veces por semana un periodiquillo del tamaño de la mano, impreso en sucio papel.
En la Edad Media, los milaneses fueron valientes como los franceses de la Revolución, y merecieron ver su ciudad arrasada por los emperadores de Alemania. Desde que se trocaron en súbditos fieles, su gran entretenimiento consistía en escribir sonetos en pañuelos de seda color rosa, cuando se anunciaba el casamiento de una joven perteneciente a familia noble o rica. Dos o tres años después de esta gran época de su vida, la joven ya tenía un amante; algunas veces, el nombre de este caballero, elegido por la familia del marido, figuraba en el contrato matrimonial. Entregados estaban a estas costumbres voluptuosas, sin emociones profundas, cuando les sorprendió la llegada del ejército francés.

Una tumba sin nombre, de Juan Carlos Onetti

Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad el pie de las cuentas por copas o comidas en la Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el honor de ver la cosa desde un principio y, además, el privilegio de iniciarla.

Es mejor, más armonioso, que la cosa empiece de noche, después y antes del sol. Fuimos a lo de Miramonte o a lo de Grimm, “Cochería Suiza”. A veces, hablo de los veteranos, podíamos optar; otras, la elección se había decidido en rincones de la casa de duelo, por una razón, por diez o por ninguna.

La caverna, de José Saramago

El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor, es alfarero de profesión y tiene sesenta y cuatro años, aunque a simple vista aparenta menos edad. El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho, y todavía no ha llegado a los treinta. De todos modos, con la cara que tiene, nadie le echaría tantos. Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen. Lo más probable es que se sintieran a disgusto si alguna vez llegaran a saber que algor significa frío intenso del cuerpo, preanuncio de fiebre, y que gacho es la parte del cuello del buey en que se asienta el yugo. El más joven viste de uniforme, pero no está armado. El mayor lleva una chaqueta civil y unos pantalones más o menos conjuntados, usa la camisa sobriamente abotonada hasta el cuello, sin corbata. Las manos que manejan el volante son grandes y fuertes, de campesino, y, no obstante, quizá por efecto del cotidiano contacto con las suavidades de la arcilla a que le obliga el oficio, prometen sensibilidad. En la mano derecha de Marcial Gacho no hay nada de particular, pero el dorso de la mano izquierda muestra una cicatriz con aspecto de quemadura, una marca en diagonal que va desde la base del pulgar hasta la base del dedo meñique.

La isla inaudita, de Eduardo Mendoza

Quizá lo que me ocurre es que toda la vida he sido un soñador, pensó Fábregas una mañana de primavera mientras se afeitaba, mirando fijamente en el espejo sus propias facciones embotadas por el sueño, aparentemente disociadas de la lucidez con la que la idea había sido formulada en su interior. Luego siguió arreglándose, pero aquella rtina placentera no logró disipar el desasosiego que le venía invadiendo desde hacía varias horas. En otras ocasiones una idea semejante no le hab´ria perturbado: siempre se había tenido por un hombre práctico y consideraba que el conocer las facetas más inestables de su propia personalidad formaba parte de aquel pragmatismo; pero no esa vez. ¿Y si cometiera un disparate?, se dijo. Y sin hacerse más consideraciones al respecto, acudió como todos los días a su despacho y recibió en él al asesor jurídico de la empresa.

—Riverola, me voy de viaje —le anunció.

Nuevas aomistades, de Juan García Hortelano

Al otro lado de la barra, Ventura cerró la caja registradora y se volvió para responder:

—Sí, ya he cenado. ¿Y tú?

Aún no hacía tres horas que Joaquín se marchó y ahora había regresado. Tres horas antes el bar estaba lleno y la mujer aquella se mantenía erguida en la silla del rincón.

—Yo también. No tengo sueño.

Joaquín se sentó en un taburete.

—Ahí la tienes a tu disposición —le dijo Ventura. — Puedes hasta desnudarla, sin que proteste.

—A mí no me gustan así. Nunca me han gustado borrachas —cruzó las manos sobre la barra. — Ponme algo.

—¿Café?

—No, algo fresco. Hace calor.

—¿Una caña?

—Estoy harto de cerveza. ¿Te queda horchata?

—Sí.

Cuando, alrededor de las nueve, llegó al bar de Ventura, la muchacha ya estaba allí, en el rincón junto al ventanal, con el paquete de cigarrillos y el mechero sobre la mesa, como ahora.

Los verdes de mayo hasta el mar, de Luis Goytisolo

EL VIEJO. Las laderas eran suaves y escasos los accidentes del terreno. Un panorama cuyo principal relieve lo constituían, de hecho, las ruinas diseminadas por aquel vasto jardín abandonado. Algo similar, pongamos por caso, a la impresión que uno, sin conocer Atenas, puede imaginar que produce la vista del Partenón desde cierta distancia, las piedras antiguas destacando entre los cipreses y los pinos y las pimenteras, los capiteles caídos, las columnas truncadas, las ramas de laurel a as que uno se agarra para ayudarse a vencer la pronunciada pendiente. Sólo que, en la cerrazón del atardecer encapotado, bajo un cielo tan oscuro que hacía preciso encender los candiles como si fuera de noche, más que una sosegante acrópolis aquello parecía una ciudad recién destruida, todavía cargada de humo la atmósfera, de pólvora y ceniza.

Baudolino, de Umberto Eco

—¿Qué es esto? —preguntó Nicetas, después de darle unas vueltas entre las manos al pergamino e intentar leer algunas líneas.

—Es mi primer ejercicio de escritura —contestó Baudolino—, y desde que lo escribí (tenía, creo yo, catorce años, y todavía era una criatura del bosque), desde entonces lo he llevado encima como un amuleto. Después he llenado muchos pergaminos más, algunas veces día a día. Tenía la impresión de existir sólo porque por la noche podía relatar lo que me había pasado por la mañana. Más tarde me conformaba con epítomes mensuales, pocas líneas, para acordarme de los acontecimientos principales. Y, me decía, cuando esté entrado en años (que a saber, sería ahora), extenderé las Gesta Baudolini sobre la base de estas notas. De esta manera, en el transcurso de mis viajes, llevaba conmigo la historia de mi vida. Pero en la huida del reino del Preste Juan…

—¿Preste Juan? Nunca he oído hablar de él.

—Ya te hablaré yo de él, quizá incluso demasiado. Te estaba diciendo: al huir perdí aquellos papeles. Fue como perder la vida misma.

Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez

El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A. R. C. Caldasfue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marinos en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en Joe Palooka, una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos una bronca de vez en cuando.

Mi novia se llamaba Mary Address, la conocí dos meses después de estar en Mobile, por intermedio de la novia de otro marino. Aunque tenía una gran facilidad para aprender el castellano, creo que Mary Address, no supo nunca por qué mis amigos le decían «María Dirección». Cada vez que tenía franquicia la invitaba al cine, aunque ella prefería que la invitara a comer helados. Nos entendíamos en mi medio inglés y en su medio español, pero nos entendíamos siempre, en el cine o comiendo helados.

Sólo una vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos El motín del Caine. A un grupo de mis compañeros le habían dicho que era una buena película sobre la vida en un barreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de la película no era el barreminas sino la tempestad. Todos estuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso como el de esa tempestad era modificar el rumbo del buque, como lo hicieron los amotinados.