Manuel González, alias Plinio, Jefe de la G.M.T. —o sea: La Guardia Municipal de Tomelloso (C. Real)— según costumbre, se tiró de la cama a las ocho en punto de la mañana. El hombre, tan ajustados tenía los ejes del reloj a los de su cerebro, que apenas sonaba en la torre de la villa el primero de los ocho golpes matinales, sentía flojera en los párpados, desenredaba las pestañas y recibía la claridad con la vagarosa sensación de arribar a la vida por primera vez. Hacia el cuarto campanazo recuperaba del todo la conciencia de su ser, historia, familia y cometido. Y al octavo —como la mañana que cuento— ya estaba sentado en el borde del lecho rascándose la nuca y mirando con fijeza el costurero guarnecido de conchas y caracolas que posaba sobre el mármol de la cómoda desde toda la vida de Dios.
Mientras se atezaba, desnudo de medio cuerpo para arriba, la Gregoria, su mujer, le entró en el cuarto de aseo el uniforme gris de verano bien planchado y los zapatos negros a punta de charol.
Concluido el atavío, ceñido el correaje con la pistola de reglamento —ya que como Jefe estaba dispensado de llevar porra— y encajada la gorra de plato sin el menos ladeo ni concesión graciosa, salió al patio encalado, con pozo, parra, higuera y tiestos arrimados a la cinta. Echó una mirada al cielo indiferente, que aquella mañana, bajo sus azules claridades permitía flotar unas nubículas rebolotudas, blancas, de juguete.