Las hermanas coloradas, de Francisco García Pavón

Manuel González, alias Plinio, Jefe de la G.M.T. —o sea: La Guardia Municipal de Tomelloso (C. Real)— según costumbre, se tiró de la cama a las ocho en punto de la mañana. El hombre, tan ajustados tenía los ejes del reloj a los de su cerebro, que apenas sonaba en la torre de la villa el primero de los ocho golpes matinales, sentía flojera en los párpados, desenredaba las pestañas y recibía la claridad con la vagarosa sensación de arribar a la vida por primera vez. Hacia el cuarto campanazo recuperaba del todo la conciencia de su ser, historia, familia y cometido. Y al octavo —como la mañana que cuento— ya estaba sentado en el borde del lecho rascándose la nuca y mirando con fijeza el costurero guarnecido de conchas y caracolas que posaba sobre el mármol de la cómoda desde toda la vida de Dios.

Mientras se atezaba, desnudo de medio cuerpo para arriba, la Gregoria, su mujer, le entró en el cuarto de aseo el uniforme gris de verano bien planchado y los zapatos negros a punta de charol.

Concluido el atavío, ceñido el correaje con la pistola de reglamento —ya que como Jefe estaba dispensado de llevar porra— y encajada la gorra de plato sin el menos ladeo ni concesión graciosa, salió al patio encalado, con pozo, parra, higuera y tiestos arrimados a la cinta. Echó una mirada al cielo indiferente, que aquella mañana, bajo sus azules claridades permitía flotar unas nubículas rebolotudas, blancas, de juguete.

Cuentos republicanos, de Francisco García Pavón

El entierro del ciego.

Empezó el escándalo porque el Ciego dejó dicho a sus albaceas y otros contertulios de su agonía y muerte, que quería en su entierro la Banda Municipal. Y el alcalde se opuso. Lo dijo bien claro: «No quiero que mis músicos amenicen el entierro de un tratante de blancas».

El Ciego lo repitió toda su vida. Casi nadie de los que frecuentaban su lupanar dejó de oírlo; y lo decía así que alguien canturreaba el tango famoso: «Cuando me muera, que me toquen el «Adiós muchachos, compañeros de mi vida»; así me despediré de los que me acompañaron en los buenos ratos y de los que me dieron dinero a ganar».

La burguesía y la clase pretenciosa aprobó la actitud del alcalde, aunque le criticaron aquella frase de «mis músicos». «Los músicos son del pueblo y no de él. Pues qué se habrá creído, etc.» El estado llano, tal vez por ir en contra de los guardias, quería que fuese la Banda al muerto. «Que a los pobres ni nos dejan música en el entierro. Que hasta las últimas voluntades nos las capan, etc.»

Los albaceas del Ciego y contertulios de su agonía y muerte, para cumplir el deseo del finado sin desobedecer al alcalde (si bien tuvieron muy malas palabras para su familia por línea de mamá y esposa, y sacaron a recuerdo lo putañero que fue hasta sacar la vara; y aun con la vara en el puño, sus resobineos con Carolina, la del carabinero), pensaron que fuera la rondalla. Música era a fin de cuentas, y con tal de que se ejecutase el tango, lo mismo daba con púa y cuerda que con viento y caña.