Los siete locos, de Roberto Arlt

robertoarlt

 

Al abrir la puer­ta de la ge­ren­cia, en­cris­ta­la­da de vi­drios ja­po­ne­ses, Er­do­sain quiso re­tro­ce­der; com­pren­dió que es­ta­ba per­di­do, pero ya era tarde.
Lo es­pe­ra­ban el di­rec­tor, un hom­bre de baja es­ta­tu­ra, mo­rru­do, con ca­be­za de ja­ba­lí, pelo gris cor­ta­do a «lo Hum­ber­to I», y una mi­ra­da im­pla­ca­ble fil­trán­do­se por sus pu­pi­las gri­ses como las de un pez: Gual­di, el con­ta­dor, pe­que­ño, flaco, me­lo­so, de ojos es­cru­ta­do­res, y el sub­ge­ren­te, hijo del hom­bre de ca­be­za de ja­ba­lí, un guapo mozo de trein­ta años, con el ca­be­llo to­tal­men­te blan­co, cí­ni­co en su as­pec­to, la voz ás­pe­ra y mi­ra­da dura como la de su pro­ge­ni­tor. Estos tres per­so­na­jes, el di­rec­tor in­cli­na­do sobre unas pla­ni­llas, el sub­ge­ren­te re­cos­ta­do en una pol­tro­na con la pier­na ba­lan­ceán­do­se sobre el res­pal­dar, y el señor Gual­di res­pe­tuo­sa­men­te de pie junto al es­cri­to­rio, no res­pon­die­ron al sa­lu­do de Er­do­sain. Sólo el sub­ge­ren­te se li­mi­tó a le­van­tar la ca­be­za:
—Te­ne­mos la de­nun­cia de que usted es un es­ta­fa­dor, que nos ha ro­ba­do seis­cien­tos pesos.
—Con siete cen­ta­vos —agre­gó el señor Gual­di, a tiem­po que pa­sa­ba un se­can­te sobre la firma que en una pla­ni­lla había ru­bri­ca­do el di­rec­tor. En­ton­ces, éste, como ha­cien­do un gran es­fuer­zo sobre su cue­llo de toro, alzó la vista. Con los dedos tra­ba­dos entre los oja­les del cha­le­co, el di­rec­tor pro­yec­ta­ba una mi­ra­da sagaz, a tra­vés de los pár­pa­dos en­tre­ce­rra­dos, al tiem­po que sin ren­cor exa­mi­na­ba el de­ma­cra­do sem­blan­te de Er­do­sain, que per­ma­ne­cía im­pa­si­ble.

El jorobadito, de Roberto Arlt

robertoarlt

Los di­ver­sos y exa­ge­ra­dos ru­mo­res des­pa­rra­ma­dos con mo­ti­vo de la con­duc­ta que ob­ser­vé en com­pa­ñía de Ri­go­let­to, el jo­ro­ba­di­to, en la casa de la se­ño­ra X, apar­ta­ron en su tiem­po a mucha gente de mi lado.
Sin em­bar­go, mis sin­gu­la­ri­da­des no me aca­rrea­ron ma­yo­res des­ven­tu­ras, de no per­fec­cio­nar­las es­tran­gu­lan­do a Ri­go­let­to.
Re­tor­cer­le el pes­cue­zo al jo­ro­ba­di­to ha sido de mi parte un acto más rui­no­so e im­pru­den­te para mis in­tere­ses, que aten­tar con­tra la exis­ten­cia de un be­ne­fac­tor de la hu­ma­ni­dad.
Se han echa­do sobre mí la po­li­cía, los jue­ces y los pe­rió­di­cos. Y ésta es la hora en que aún me pre­gun­to (con­si­de­ran­do los ri­go­res de la jus­ti­cia) si Ri­go­let­to no es­ta­ba lla­ma­do a ser un ca­pi­tán de hom­bres, un genio o un fi­lán­tro­po. De otra forma no se ex­pli­can las cruel­da­des de la ley para ven­gar los fue­ros de un in­sig­ne pio­jo­so, al cual, para pa­gar­le de su in­so­len­cia, re­sul­ta­ran in­su­fi­cien­tes todos los pun­ta­piés que pu­die­ran su­mi­nis­trar­le en el tra­se­ro una bri­ga­da de per­so­nas bien na­ci­das. No se me ocul­ta que su­ce­sos peo­res ocu­rren sobre el pla­ne­ta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con an­gus­tia las le­pro­sas pa­re­des del ca­la­bo­zo donde estoy alo­ja­do a es­pe­ra de un des­tino peor.