El vientre de la ballena, de Javier Cercas

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Aún no ha pasado año y medio y sin embargo es como si ya hubiera pasado mucho tiempo desde la tarde de agosto en que volví a ver a Claudia Paredes y volví a enamorarme de ella. O eso es al menos lo que entonces pensé y lo que desde entonces he pensado a menudo: que volví a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla y que por tanto fue inevitable todo lo que como consecuencia de ese encuentro ha ocurrido después, en este año y medio en el que ha cambiado por completo y quizá para siempre mi vida, y en el que a veces tengo la impresión de que han ocurrido más cosas que en los treinta y seis que le precedieron. Pero basta que reflexione un poco para admitir sin dificultad que la certeza de que todo fue inevitable ha sido durante todo este tiempo un antídoto más o menos eficaz contra el remordimiento y la culpa, y quizá también contra la nostalgia y el deseo, en definitiva una forma como otras de defensa; porque lo cierto es que no es verdad: la verdad es que todo pudo evitarse, que nada tuvo por qué ocurrir como ocurrió, y que si ocurrió fue porque alguien quiso o no evitó que ocurriera, seguramente yo, y de ahí entonces el remordimiento y la culpa y a ratos la nostalgia y el deseo. Por no ser, quizá ni siquiera es verdad que volviera a enamorarme de Claudia en cuanto volví a verla, es curioso que para bien o para mal guarde una memoria tan precisa de aquellos días y a pesar de ello el momento de mi encuentro con Claudia esté tan borroso, de lo único que estoy seguro es de que aquella tarde, apenas empecé a hablar con ella a la puerta del cine Casablanca, o poco después, en la terraza del Golf, donde estuvimos tomando cerveza mientras anochecía, me dejé blandamente derrotar por un estado de ánimo que no sabría definir —en dosis idénticas se combinan en él una especie de flojera, una especie de torpeza, una especie de indefensión—, un estado de ánimo que ya no recordaba y que me retrocedió de un modo fulminante a la época de mi adolescencia en que estuve enamorado de Claudia.

Soldados de Salamina, de Javier Cercas

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Fue en el verano de 1994, hace ahora más de seis años, cuando oí hablar por primera vez del fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas. Tres cosas acababan de ocurrirme por entonces: la primera es que mi padre había muerto; la segunda es que mi mujer me había abandonado; la tercera es que yo había abandonado mi carrera de escritor. Miento. La verdad es que, de esas tres cosas, las dos primeras son exactas, exactísimas; no así la tercera. En realidad, mi carrera de escritor no había acabado de arrancar nunca, así que difícilmente podía abandonarla. Más justo sería decir que la había abandonado apenas iniciada. En 1989 yo había publicado mi primera novela; como el conjunto de relatos aparecido dos años antes, el libro fue acogido con notoria indiferencia, pero la vanidad y una reseña elogiosa de un amigo de aquella época se aliaron para convencerme de que podía llegar a ser un novelista y de que, para serlo, lo mejor era dejar mi trabajo en la redacción del periódico y dedicarme de lleno a escribir.