Cuentos republicanos, de Francisco García Pavón


El entierro del ciego.

Empezó el escándalo porque el Ciego dejó dicho a sus albaceas y otros contertulios de su agonía y muerte, que quería en su entierro la Banda Municipal. Y el alcalde se opuso. Lo dijo bien claro: «No quiero que mis músicos amenicen el entierro de un tratante de blancas».

El Ciego lo repitió toda su vida. Casi nadie de los que frecuentaban su lupanar dejó de oírlo; y lo decía así que alguien canturreaba el tango famoso: «Cuando me muera, que me toquen el «Adiós muchachos, compañeros de mi vida»; así me despediré de los que me acompañaron en los buenos ratos y de los que me dieron dinero a ganar».

La burguesía y la clase pretenciosa aprobó la actitud del alcalde, aunque le criticaron aquella frase de «mis músicos». «Los músicos son del pueblo y no de él. Pues qué se habrá creído, etc.» El estado llano, tal vez por ir en contra de los guardias, quería que fuese la Banda al muerto. «Que a los pobres ni nos dejan música en el entierro. Que hasta las últimas voluntades nos las capan, etc.»

Los albaceas del Ciego y contertulios de su agonía y muerte, para cumplir el deseo del finado sin desobedecer al alcalde (si bien tuvieron muy malas palabras para su familia por línea de mamá y esposa, y sacaron a recuerdo lo putañero que fue hasta sacar la vara; y aun con la vara en el puño, sus resobineos con Carolina, la del carabinero), pensaron que fuera la rondalla. Música era a fin de cuentas, y con tal de que se ejecutase el tango, lo mismo daba con púa y cuerda que con viento y caña.

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